Sobre héroes y tumbas (49 page)

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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Aviso a los ingenuos:

¡NO HAY CASUALIDADES!

Y, sobre todo, aviso para los que después de mí y leyendo este Informe decidan emprender la búsqueda y llegar un poco más lejos que yo. Tan desdichado precursor como Maupassant (que lo pagó con la locura), como Rimbaud (que no obstante su fuga al África, terminó también con el delirio y la gangrena) y como tantos otros anónimos héroes que no conocemos y que han de haber concluido sus días, sin que nadie lo sepa, entre las paredes del manicomio, en la tortura de las policías políticas, asfixiados en pozos ciegos, tragados por ciénagas, comidos por las hormigas carniceras en el África, devorados por los tiburones, castrados y vendidos a sultanes de Oriente, o, como yo mismo, destinados a la muerte por el fuego.

De Roma huí al Egipto, desde allí viajé en barco hasta la India. Como si el Destino me precediera y esperara, en Bombay me encontré de pronto en un prostíbulo de ciegas. Aterrado, huí hacia la China y desde allí pasé a San Francisco.

Permanecí quieto varios meses en la pensión de una italiana llamada Giovanna. Hasta que decidí volver a la Argentina, cuando me pareció que no sucedía nada sospechoso.

Una vez aquí, ya aleccionado, me mantuve a la expectativa, esperando adherirme a un allegado o conocido que encegueciera por algún accidente.

Ya saben lo que sucedió después: el tipógrafo Celestino Iglesias, la espera, el accidente, nuevamente la espera, el departamento de Belgrano y finalmente la pieza hermética donde creí que encontraría mi destino definitivo.

XXXII

No sé si como consecuencia del cansancio, la tensión de la espera durante tantas horas o el aire impuro, lo cierto es que
empezó
a dominarme una modorra creciente y por fin caí, o ahora me parece haber caído, en un entresueño turbio y agitado: pesadillas que no terminan nunca de configurarse, mezcladas o alimentadas de recuerdos semejantes a la historia del ascensor, o la de Louise.

Recuerdo que en cierto momento creí que me asfixiaba y, desesperado, me levanté, corrí hacia las puertas y me puse a golpearlas con furia. Luego me quité el saco y más tarde la camisa, porque todo me pesaba y me ahogaba.

Hasta ahí recuerdo todo con nitidez.

No sé, en cambio, si fue a raíz de mis golpes y de mis gritos que abrieron la puerta y apareció la Ciega.

La veo aún, recortada sobre el vano de la puerta, en medio de una luminosidad que me pareció algo fosforescente: hierática. Había en ella majestad, y emanaba de su actitud y sobre todo de su rostro una invencible fascinación. Como si en el vano de la puerta hubiera, enhiesta y silenciosa, una serpiente con sus ojos clavados en mí.

Hice un esfuerzo para romper el hechizo que me paralizaba: tenía el propósito (seguramente desatinado, pero casi lógico si se tiene en cuenta mi falta de esperanza en cualquier otra cosa) de lanzarme contra ella, derribarla si era preciso y correr buscando una salida hacia la calle. Pero la verdad es que apenas podía mantenerme en pie: un sopor, un gran cansancio se fue apoderando de mis músculos, un cansancio enfermizo como el que se siente en los grandes accesos de fiebre. Y, en efecto, mis sienes me latían con creciente intensidad, hasta que en un momento dado pareció que mi cabeza iba a estallar como un gasómetro.

Un resto de conciencia me decía, no obstante, que si no aprovechaba esa oportunidad para salvarme, nunca más podría hacerlo.

Junté con tensa voluntad todas las fuerzas de que disponía y me precipité sobre la Ciega. La aparté con violencia y me lancé a la otra habitación.

XXXIII

Tropezando en aquella penumbra busqué una salida cualquiera. Abrí una puerta y me encontré en otra habitación más oscura que la anterior, donde nuevamente me llevé por delante, en mi desesperación, mesas y sillas. Tanteando en las paredes, busqué otra puerta, la abrí y una nueva oscuridad, pero más intensa que la anterior, me recibió.

Recuerdo que en medio de mi caos pensé: “estoy perdido”. Y como si hubiese gastado el resto de mis energías me dejé caer, sin esperanzas: seguramente estaba atrapado en una laberíntica construcción de donde jamás saldría. Así habré permanecido algunos minutos, jadeando y sudando. “No debo perder mi lucidez”, pensé. Traté de aclarar mis ideas y recién entonces recordé que llevaba un encendedor. Lo encendí y verifiqué que aquel cuarto estaba vacío y que tenía otra puerta, fui hasta ella y la abrí: daba a un pasillo cuyo fin no se alcanzaba a distinguir. Pero ¿qué podía hacer sino lanzarme por aquella única posibilidad que me quedaba? Además, un poco de reflexión me bastó para comprender que mi idea anterior de estar perdido en un laberinto tenía que ser errónea, ya que la Secta en cualquier caso no me condenaría a una muerte tan confortable.

Fui avanzando, pues, por el pasadizo. Con ansiedad, pero con lentitud, pues la luz de mi encendedor era precaria y por lo demás sólo la usaba de tanto en tanto, para no agotar el combustible prematuramente.

Al cabo de unos treinta pasos, el pasadizo desembocaba en una escalera descendente, parecida a la que me había conducido del departamento inicial al sótano, es decir, entubada. Seguramente pasaba a través de los departamentos o casas hacia los sótanos y subterráneos de Buenos Aires. Después de unos diez metros, la escalera dejaba de estar entubada y pasaba por grandes espacios abiertos pero completamente a oscuras, que podían ser sótanos o depósitos, aunque a la débil luz de mi encendedor me era imposible ver muy lejos.

XXXIV

A medida que iba descendiendo sentía el peculiar rumor del agua que corre y eso me indujo a creer que me acercaba a alguno de los canales subterráneos que en Buenos Aires forman una inmensa y laberíntica red cloacal, de miles y miles de kilómetros. En efecto, pronto desemboqué en uno de aquellos fétidos túneles, al fondo del cual corría un arroyo impetuoso de aguas malolientes. Una lejana luminosidad indicaba que hacia el lado donde corrían las aguas habría una de las llamadas “bocas de tormenta”, o un tragaluz que daría a una calle o acaso la desembocadura a uno de los canales maestros. Decidí encaminarme hacia allá. Había que marchar con cuidado sobre el estrecho sendero que hay al borde de estos túneles, pues resbalar ahí puede ser no sólo fatal sino indeciblemente asqueroso.

Todo era hediondo y pegajoso. Las paredes o muros de aquel túnel eran asimismo húmedas y por ellas corrían hilillos de agua, seguramente filtraciones de las capas superiores del terreno.

Más de una vez en mi vida había meditado en la existencia de aquella red subterránea, sin duda por mi tendencia a cavilar sobre sótanos, pozos, túneles, cuevas, cavernas y todo lo que de una manera o de otra está vinculado a esa realidad subterránea y enigmática: lagartos, serpientes, ratas, cucarachas, comadrejas y ciegos.

¡Abominables cloacas de Buenos Aires! ¡Mundo inferior y horrendo, patria de la inmundicia! Imaginaba arriba, en salones brillantes, a mujeres hermosas y delicadísimas, a gerentes de banco correctos y ponderados, a maestros de escuela diciendo que no se deben escribir malas palabras sobre las paredes; imaginaba guardapolvos blancos y almidonados, vestidos de noche con tules o gasas vaporosas, frases poéticas a la amada, discursos conmovedores sobre las virtudes patricias. Mientras por ahí abajo, en obsceno y pestilente tumulto, corrían mezclados las menstruaciones de aquellas amadas románticas, los excrementos de las vaporosas jóvenes vestidas de gasa, los preservativos usados por correctos gerentes, los destrozados fetos de miles de abortos, los restos de comidas de millones de casas y restaurantes, la inmensa, la innumerable Basura de Buenos Aires.

Y todo marchaba hacia la Nada de océano mediante conductos subterráneos y secretos, como si Aquellos de Arriba se quisiesen olvidar, como si intentaran hacerse los desentendidos sobre esta parte de su verdad. Y como si héroes al revés, como yo, estuvieran destinados al trabajo infernal y maldito de dar cuenta de esa realidad.

¡Exploradores de la Inmundicia, testimonios de la Basura y de los Malos Pensamientos!

Sí, de pronto me sentí una especie de héroe, de héroe al revés, héroe negro y repugnante, pero héroe. Una especie de Sigfrido de las tinieblas, avanzando en la oscuridad y la fetidez con mi negro pabellón restallante, agitado por los huracanes infernales. ¿Pero avanzando hacia qué? Eso es lo que no alcanzaba a discernir y que aun ahora, en estos momentos que preceden a mi muerte, tampoco llego a comprender.

Llegué por fin a lo que había imaginado sería una boca de tormenta, pues desde allí venía aquella débil luminosidad que me había ayudado a marchar por el canal. Era, en efecto, la desembocadura de mi canal en otro más grande y casi rugiente. Allá, muy arriba, había una pequeña abertura lateral, que calculé tendría casi un metro de largo por unos veinte centímetros de alto. Era imposible pensar siquiera en salir por ahí, dada su estrechez y, sobre todo su inaccesibilidad. Desalentado, tomé, pues, a mi derecha, para seguir el curso del nuevo y más vasto canal, imaginando que de esa modo, tarde o temprano, tendría que dar en la desembocadura general si es que antes la atmósfera pesada y mefítica no me desmayaba y me precipitaba en la inmunda correntada.

Pero no había marchado cien pasos cuando, con inmensa alegría, vi que desde mi estrecho sendero salía hacia arriba una escalerilla de piedra o cemento. Era, sin lugar a dudas, una de las salidas o entradas que utilizaban los obreros que de cuando en cuando se ven obligados a penetrar en esos antros.

Animado por la perspectiva, subí por la escalerilla. Después de unos seis o siete escalones doblaba hacia la derecha. Seguí mi ascenso durante un tramo más o menos igual al primero y así llegué a un rellano desde donde se entraba en un nuevo pasadizo. Empecé a caminar por él, llegando por fin a otra escalerilla semejante a las anteriores, pero, mi gran sorpresa, descendente.

Vacilé unos momentos, perplejo. ¿Qué debería hacer? ¿Volver para atrás, al canal grande y seguir mi marcha hasta encontrar una escalera ascendente? Me extrañaba que hubiese nuevamente que bajar cuando lo lógico era subir. Imaginé, sin embargo, que la escalerilla anterior, el pasadizo que acababa de recorrer y esta nueva escalerilla descendente, constituían algo así como un puente sobre un canal transversal; tal como sucede en las estaciones de subterráneos donde hay combinación para otra línea. Pensé que siguiendo en la misma dirección de todos modos, no podía sino salir finalmente a la superficie de una manera o de otra. Así que reinicié la marcha: descendí por la nueva escalera y luego proseguí por otro pasaje que se abría a su término.

XXXV

A medida que fui internándome, aquel pasadizo se iba convirtiendo en una galería semejante a la de una mina carbonífera.

Empecé a sentir un frío húmedo y entonces advertí que hacía rato estaba caminando sobre un suelo mojado, a causa, seguramente, de los hilillos de agua que silenciosamente descendían por los muros cada vez más irregulares y agrietados; pues ya no eran las paredes de cemento de un pasadizo construido por ingenieros sino, al parecer, los muros de una galería excavada en la tierra misma, por debajo de la ciudad de Buenos Aires.

El aire se volvía más y más enrarecido, o acaso era una impresión subjetiva debida a la oscuridad y al encierro de aquel túnel, que parecía ser interminable.

Noté, asimismo, que el piso no era ya horizontal sino que iba paulatinamente descendiendo, aunque sin ninguna regularidad, como si la galería hubiese sido excavada siguiendo las facilidades del terreno. En otras palabras, ya no era algo planeado y construido por ingenieros con la ayuda de máquinas adecuadas; más bien se tenía la impresión de estar en una sórdida galería subterránea cavada por hombres o animales prehistóricos, aprovechando o quizá ensanchando grietas naturales y cauces de arroyos subterráneos. Y así lo confirmaba el agua cada vez más abundante y molesta. Por momentos se chapoteaba en el barro, hasta que se salía a partes más duras y rocosas. Por los muros el agua se filtraba con mayor intensidad. La galería se agrandaba, hasta que de pronto observé que desembocaba en una cavidad que debía ser inmensa, porque mis pasos resonaban como si yo estuviera bajo una bóveda gigantesca. Lamentablemente, no me era posible vislumbrar siquiera sus límites a la escasísima luz que me daba mi encendedor. También noté una bruma formada no por vapor de agua sino tal vez, como me lo parecía revelar un intenso olor, producido por la combustión espontánea y lenta de alguna leña o madera podrida.

Yo me había detenido, creo que intimidado por la indistinta y monstruosa gruta o bóveda. Bajo mis pies sentía el piso cubierto de agua, pero esa agua 110 estaba estancada sino que corría en una dirección que yo imaginé conduciría a alguno de esos lagos subterráneos que exploran los espeleólogos.

La soledad absoluta, la imposibilidad de distinguir los límites de la caverna en que me hallaba y la extensión de aquellas aguas que se me ocurría inmensa, el vapor o humo que me mareaba, todo aquello aumentaba mi ansiedad hasta un límite intolerable. Me creí solo en el mundo y atravesó mi espíritu, como un relámpago, la idea de que había descendido hasta sus orígenes. Me sentí grandioso e insignificante.

Temí que aquellos vapores terminaran por emborracharme y hacerme caer en el agua, muriendo ahogado en momentos en que estaba a punto de descubrir el misterio central de la existencia.

A partir de ese instante ya no sé discernir entre lo que sucedió y lo que soñé o me hicieron soñar, hasta el punto que de nada estoy ya seguro; ni siquiera de lo que creo que pasó en los años y hasta en los días precedentes. Y hasta dudaría hoy del episodio Iglesias si no me constase que perdió la vista en un accidente al que yo asistí. Pero todo lo demás, desde ese accidente, lo recuerdo con lucidez febril, como si se tratara de una larga y horrenda pesadilla la pensión de la calle Paso, la señora Etchepareborda, el hombre de la CADE, el emisario parecido a Pierre Fresnay, la entrada en la casa de Belgrano, la Ciega, el encierro a la espera del veredicto.

Mi cabeza comenzaba a enturbiarse y ante la certeza de que tarde o temprano
caería
sin conocimiento tuve sin embargo el tino de retroceder hacia un lugar en que el nivel del agua era menos alto, y allí, ya sin fuerzas, me derrumbé.

Sentí entonces, supongo que en sueños, el rumor del arroyo Las mojarras al golpear sobre las toscas, en la desembocadura del río Arrecifes, en la estancia de Capitán Olmos. Yo estaba de espaldas sobre el pasto, en un atardecer de verano, mientras oía a lo lejos, como si estuviera a una distancia remotísima, la voz de mi madre que, como ésa era su costumbre, canturreaba algo mientras se bañaba en el arroyo. Ese canto que ahora oía parecía ser alegre, al comienzo, pero luego se fue haciendo para mí cada vez más angustioso: deseaba entenderlo y a pesar de mis esfuerzos no lo lograba, y así mi angustia se hacía más insufrible por la idea de que las palabras eran decisivas: cosa de vida o muerte. Me desperté gritando: “¡No puedo entender! ¡No puedo entender!”

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