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Authors: John Stuart Mill

Tags: #Filosofía

Sobre la libertad (6 page)

BOOK: Sobre la libertad
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Pero los gobiernos y las naciones han cometido errores en asuntos que se consideran adecuados para la intervención de la autoridad pública: han creado impuestos injustos, han hecho guerras sangrientas. ¿Deberíamos, quizá, no crear ningún impuesto, y no hacer guerras en el futuro, pese a ser provocados a ellas? Los hombres y los gobiernos deben obrar lo mejor que puedan. No existe una certeza absoluta sobre cuál sea el mejor modo de obrar, pero contamos con la suficiente seguridad para los fines de la vida humana. Podemos y debemos afirmar que nuestras opiniones son verdaderas en cuanto a la dirección que haya de tomar nuestra conducta, y nos abstendremos de hacer ninguna otra afirmación para no pervertir a la sociedad con la propagación de ideas que nos parecen falsas y perniciosas.

Yo respondo que esto supone mucho más. Existe una gran diferencia entre presumir que una opinión es verdadera, porque a pesar de todas las tentativas hechas para refutarla no se consiguió, y afirmar la verdad de ella a fin de no permitir que se la refute. La libertad completa de contradecir y desaprobar nuestra opinión es la única condición que nos permite admitir lo que tenga de verdad en relación a fines prácticos; y un ser humano no conseguirá de ningún otro modo la seguridad racional de estar en lo cierto. Cuando consideramos la historia de las ideas, o bien la conducta ordinaria de la vida humana, ¿a qué atribuiremos que una y otra no sean peores de lo que son? No será ciertamente a la fuerza inherente a la inteligencia humana, pues sólo una persona entre ciento podrá juzgar cualquier asunto que no sea evidente por sí mismo. Y aun la capacidad de juicio de esta persona no será más que relativa; ya que la mayoría de los hombres eminentes de cada generación pasada han sostenido multitud de opiniones que hoy se consideran falsas, o han hecho o probado otras muchas que nadie justificaría hoy.

¿Cómo, entonces, existe en la especie humana una preponderancia de opiniones racionales y de conducta racional? Si esta preponderancia existe realmente (lo que parece ser cierto, a menos que las cosas humanas no se hallen ahora o se hayan hallado siempre en un estado casi desesperado), ello es debido a una cualidad del espíritu humano (fuente de todo lo que hay de respetable en el hombre, bien como ser intelectual, bien como ser moral) que le hace conocer que sus errores son corregibles. El hombre es capaz de rectificar sus errores por la discusión y por la experiencia. No solamente por la experiencia; es necesaria la discusión para mostrar cómo debe ser interpretada la experiencia.

Las opiniones y las costumbres falsas ceden gradualmente ante el hecho y el argumento; pero para que los hechos y los argumentos produzcan alguna impresión sobre el espíritu es necesario que se les presente. Muy pocos hechos pueden contarnos su historia, sin necesidad de comentarios que expliquen su significación. Pues toda la fuerza y el valor del juicio humano reposa en la propiedad que posee de rectificación cuando se aparta del camino recto, no mereciendo nuestra confianza más que en virtud de ciertos medios que le ayudan a mantenerse en terreno firme. ¿Cómo ha actuado un hombre cuyo juicio merece realmente confianza? Ha tenido en cuenta todas las críticas que se hayan podido hacer a sus opiniones y a su conducta, y ha tenido por costumbre escuchar todo aquello que se pudiera decir contra él, para aprovecharse de ello en tanto fuera justo. Y ha expuesto a los demás como a sí mismo a la ocasión de comprobar si lo afirmado no sería más que un sofisma; ha comprobado que la única forma de que un ser humano pueda conocer a fondo un asunto cualquiera es la de escuchar lo que puedan decir personas de todas las opiniones, y estudiar todas las maneras posibles de tratarlo. Ningún hombre sabio pudo adquirir su sabiduría de otra forma, y no está en la naturaleza humana el adquirirla de otra manera. La costumbre habitual de corregir y completar ideas, comparándolas con otras, lejos de producir dudas y vacilación, es el único fundamento estable de una justa confianza en todo aquello que se desee conocer a fondo.

En efecto, el hombre sabio, conocedor de todo aquello que, de acuerdo con todas las posibilidades, se le pueda objetar, y de que tiene asegurada su posición contra todo adversario, sabiendo que lejos de evitar las objeciones y las dificultades las ha buscado, y no ha desechado ninguna luz a este propósito, ese hombre tiene derecho a pensar que su juicio vale más que el de otra persona o el de cualquier multitud que no haya contado con tales medios.

No será exigir mucho el imponer al público —esa colección variada de algunos sabios y muchos individuos estúpidos— las mismas condiciones que los hombres más sabios, los que tienen derecho a fiarse de su propio juicio, consideran como garantías necesarias de su confianza en sí mismos. La más intolerante de las iglesias, la iglesia católica romana, incluso después de la canonización de un santo, admite y escucha pacientemente al "abogado del diablo". Parece que los hombres más santos sólo pueden ser admitidos entre los que cuentan con honores póstumos, cuando todo lo que el diablo puede decir contra ellos está pesado y medido.

Si no se hubiera permitido poner en duda la filosofía de Newton, la especie humana no estaría tan segura de su certeza como lo está. Las creencias de la humanidad que cuentan con mayores garantías, no poseen más protección que una invitación constante al mundo entero a demostrar su falta de Verdad. Si el reto no es aceptado, o si lo es y se fracasa en la pugna, será que estamos todavía bastante lejos de la certeza absoluta, pero, al menos, habremos hecho todo lo que es permisible al estado actual de la razón humana; no habremos desatendido nada de lo que nos pudiera dar alguna luz en el esclarecimiento de la verdad. Comenzada la lid podemos esperar que, si existe una verdad mejor, llegaremos a poseerla cuando el espíritu humano sea capaz de recibirla; y mientras esto esperamos, podemos estar seguros de habernos aproximado a la verdad tanto como es posible en nuestro tiempo. Ésta es toda la certeza con que puede contar un ser falible, y ésta la única manera de llegar a ella.

Es extraño que, reconociendo los hombres el valor de los argumentos en favor de la libre discusión, les repugne llevar estos argumentos "hasta su último extremo", sin advertir que, si las razones dadas no son buenas para un caso extremo, no tienen valor en absoluto. Otra singularidad: creen no pecar de infalibilidad al reconocer que la discusión debe ser libre en cualquier asunto que pueda parecer
dudoso,
y, al mismo tiempo piensan que hay doctrinas y principios que deben quedar libres de discusión, porque son
ciertos,
es decir, porque ellos poseen
la certeza
de que tales principios y doctrinas son
ciertos.
Tener por cierta una proposición, mientras existe alguien que negaría su certeza si se le permitiera hacerlo, pero que no se le permite, es como afirmar que nosotros, y los que comparten nuestra opinión, somos los jueces de la certeza, aunque jueces que no escuchan a la parte contraria.

En nuestro siglo —al que se considera como "privado de fe, aunque asustado por el escepticismo"—, los hombres se sienten seguros, si no de que sus opiniones sean verdaderas, sí de que no sabrían qué hacer sin ellas; y hoy la exigencia de una opinión a estar protegida del ataque público, se apoya, más que en su verdad, en su importancia para la sociedad. Según se alega, existen ciertas creencias tan útiles para el bienestar, por no decir indispensables, que los gobiernos están en el deber de sostenerlas, lo mismo que en el de proteger cualquier otro interés de la sociedad. En un caso tal de necesidad, y que tanto entra en la línea de su deber, se sostiene que puede haber algo, que no sea la infalibilidad que mueva e incluso obligue al gobierno a actuar siguiendo su propia opinión, confirmada con la de la humanidad en general.

Se dice frecuentemente, y se piensa con más frecuencia todavía, que sólo un hombre malvado desearía debilitar estas creencias saludables; y que no puede haber nada malo en contener a los hombres malvados, como no lo hay en prohibirles aquello que ellos solos desean hacer. Esta manera de pensar justifica las trabas impuestas a la discusión, cuestión no de verdad, sino de utilidad de doctrinas, y se evita por este medio la responsabilidad de erigirse en presunto juez infalible de las opiniones. Pero los que se contentan con esto no advierten que, así, la pretensión a la infalibilidad no ha hecho más que trasladarse de un punto a otro. Pues la utilidad de una opinión es, en sí, también, asunto de opinión; tan discutible como ella, exige discusión tanto como la opinión misma. Existe igual necesidad de un juez infalible en opiniones, para decidir si una opinión es falsa, que para decidir si es perjudicial, a menos que la opinión condenada cuente con facilidades para defenderse a sí misma. Y no es conveniente decir que se puede permitir a un heterodoxo sostener la utilidad o la inocuidad de su opinión, aunque se le prohiba sostener la verdad de ella. Pues la verdad de una opinión forma parte de su utilidad: desde el momento en que queremos saber si conviene o no que una opinión sea creída, ¿será posible excluir la consideración de su veracidad o falsedad?

Si en la opinión, no de los malos, sino de los hombres mejores, ninguna creencia contraria a la verdad puede ser realmente útil, ¿podemos impedir que tales hombres aleguen esto, en su propia defensa, cuando se les persigue por haber negado alguna doctrina que se tiene por útil, y que ellos creen falsa? Los que comparten las opiniones recibidas jamás dejan de sacar, por su parte, todo el provecho posible de esta excusa; nunca
les
veréis tratar de la cuestión de utilidad como si se la pudiera desligar completamente de la verdad. Al contrario, por ser la doctrina suya la "verdadera", es por lo que mantienen que es indispensable conocerla y creerla. No habrá discusión leal sobre la cuestión de utilidad, si sólo una de las partes llega a emplear un argumento tan vital. Y, en efecto, si la ley o el sentir público no permiten que se discuta la verdad de una opinión, son lo mismo de poco tolerantes con respecto a la negación de su utilidad. Lo más que ellos permiten es una atenuación de su necesidad absoluta, o del delito positivo de rechazarla.

Con el fin de mostrar más claramente todo el mal que entraña el hecho de no escuchar diversas opiniones, simplemente porque las hayamos condenado de antemano en nuestro propio juicio, sería deseable fijar la discusión en un caso determinado. Elijo de preferencia los casos que me son menos favorables, aquellos en que el argumento contra la libertad de opinión, tanto en lo que respecta a su verdad como a su utilidad, está considerado como el más fuerte.

Supongamos que las opiniones atacadas son la creencia en Dios y en una vida futura o cualquiera otra de las doctrinas de moral generalmente aceptadas. Librar batallas en este terreno será conceder gran ventaja a un adversario de mala fe, ya que él dirá seguramente (y aún muchas personas que no deseen obrar de mala fe lo pensarán también): ¿son éstas las doctrinas que usted no estima como suficientemente ciertas ni dignas de ser puestas al amparo de la ley? ¿Es la creencia en Dios una de esas opiniones de las que, según usted, el estar seguros supone una presunción de infalibilidad? Sin embargo, pido que se me permita hacer notar que, sentirse seguro de una doctrina, cualquiera que ella sea, no es lo que yo llamo pretensión de infalibilidad. Entiendo por infalibilidad el tratar de decidir
para los demás
una cuestión, sin que se les permita escuchar lo que se pueda decir en contra. Y yo denuncio y repruebo esta pretensión, aunque pudiera servirme para sostener mis convicciones más solemnes. Por muy positiva que sea la persuasión de una persona no sólo de la falsedad, sino de las consecuencias perniciosas de una opinión, y no solamente de las consecuencias perniciosas, sino —por emplear expresiones que yo condeno por completo— de la inmoralidad y de la impiedad de una opinión, si a consecuencia de este juicio privado —e incluso en el caso de que este juicio estuviera respaldado por el juicio público de su país o de sus contemporáneos— se impide que esta opinión se defienda, quien así obre, al hacerlo, afirma su propia infalibilidad. Y esta afirmación está lejos de ser menos peligrosa o menos reprehensible, porque la opinión se llame inmoral o impía: bien al contrario, de todos los casos posibles es el que hace a la opinión más fatal.

Son éstas, precisamente, las ocasiones en que los hombres de una generación cometen las afrentosas equivocaciones que excitan el asombro y el horror de la posteridad. Encontramos ejemplos de ello, ejemplos memorables en la historia, cuando vemos el brazo de la ley ocupado en destruir a los hombres mejores y las más nobles doctrinas: y esto con un éxito deplorable en cuanto a los hombres. En lo referente a las doctrinas, varias han sobrevivido, para mayor escarnio, para ser invocadas en la defensa de una conducta semejante, contra los que disentían
de ellas o
de la interpretación que se les daba.

Nunca será excesivo recordar a la especie humana que antaño existió un hombre llamado Sócrates, y que se produjo una colisión memorable entre este hombre, de un lado, y, del otro, las autoridades legales y la opinión pública. Había nacido en un siglo y en un país ricos en valores individuales, y su memoria nos ha sido transmitida por los que conocieron bien, no sólo a él, sino también a su época, como la memoria del hombre más virtuoso de su tiempo. Le consideramos nosotros, además, como el jefe y el prototipo de todos estos grandes maestros en virtud que le siguieron; como la fuente no sólo de la inspiración de Platón, sino también del juicioso "utilitarismo" de Aristóteles,
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m
aestri di color che sanno,
los dos creadores de toda la filosofía ética. Este hombre admirado por todos los pensadores eminentes que le habían de seguir; este hombre cuya gloria, siempre aumentada desde hace más de dos mil años, sobrepasa la de todos los demás nombres que ilustraron su ciudad natal, fue condenado a muerte por sus conciudadanos, después de una condenación jurídica, como culpable de impiedad y de inmoralidad.

Impiedad, por negar los dioses reconocidos por el Estado; a decir verdad, su acusador le imputó que no creía en ningún dios (véase la
Apología).
Inmoralidad, porque "corrompía a la juventud" con sus doctrinas y sus enseñanzas. Se puede creer que, con tales cargos, el tribunal le encontrara en conciencia culpable de sus crímenes; y este tribunal condenó a muerte, como a un criminal, al hombre que, probablemente, de cuantos hasta entonces habían nacido, merecía más respeto de sus semejantes.

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