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Authors: John Stuart Mill

Tags: #Filosofía

Sobre la libertad (16 page)

BOOK: Sobre la libertad
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Si la sociedad deja que gran número de sus miembros crezcan en un estado de infancia prolongada, incapaces de ser impulsados por la consideración racional de motivos lejanos, ella misma tendrá que acusarse de las consecuencias. Armada, no sólo con todos los poderes de que la educación dispone, sino también con todos los ascendientes que la autoridad de una opinión establecida ejerce sobre los espíritus poco capaces de juzgar por sí mismos, y ayudada por las penalidades
naturales
que gravitan sobre cualquiera que se exponga al desprecio y disgusto de quienes le conocen, la sociedad no debe reclamar para sí el poder de dictar mandatos y obligar a obediencia, en aquello que afecta a los intereses personales de los individuos; pues, según todas las reglas de la justicia y de la política, la apreciación de esos intereses deberían pertenecer a los que deben soportar las consecuencias de ellos. No hay nada que tienda más a desacreditar y a hacer inútiles los buenos medios de influir sobre la conducta humana que acudir a lo peor. Si entre aquellos que se trata de obligar a una conducta prudente o templada existe alguno de la madera con que se hacen los caracteres vigorosos e independientes, ése, infaliblemente, se rebelará contra semejante yugo. Nadie que sea así admitirá que los demás tienen derecho a controlarle en sus intereses personales, aunque lo tengan a impedirle que les perjudique en los suyos propios; y se viene a considerar como signo de fuerza y de valor el oponerse a una autoridad usurpada de tal manera, así como el llevar a cabo, y con ostentación, todo lo contrario de lo que ella prescribe. Esto explica que, en tiempo de Carlos II, frente a la intolerancia moral del fanatismo puritano, naciese una moda de relajamiento. En cuanto a lo que se dice de la necesidad de proteger a la sociedad contra el mal ejemplo dado por los hombres viciosos o ligeros, es verdad que el mal ejemplo, sobre todo el ejemplo dado al perjudicar a los demás impunemente, puede tener un efecto pernicioso. Pero ahora estamos hablando de esa conducta que, sin perjudicar a los demás, se supone que causa gran daño al mismo que la sigue; y no acierto a explicarme cómo hay quienes no creen que tal ejemplo sea más saludable que pernicioso, en general, ya que, si bien pone de manifiesto una conducta que es mala, igualmente pone de manifiesto las perniciosas y degradantes consecuencias que, si la conducta es justamente censurada, debe suponerse la siguen en todos o en la mayoría de los casos.

Pero el argumento más fuerte contra la intervención del público en la conducta personal es que, cuando él interviene, lo hace inadecuadamente y fuera de lugar. Sobre cuestiones de moralidad social o de deberes para con los demás, la opinión del público (es decir, la de la mayoría dominante), aunque errónea a menudo, tiene grandes oportunidades de acertar, ya que en tales cuestiones el público no hace más que juzgar sus propios intereses: es decir, de qué manera le afectaría un determinado tipo de conducta, si fuera llevado a la práctica. Pero la opinión de una tal mayoría impuesta como ley a la minoría, cuando se trata de la conducta personal, lo mismo puede ser errónea que justa; pues en tales casos, "opinión pública" significa, lo más, la opinión de unos cuantos sobre lo que es bueno o malo para otros; y, muy a menudo, ni siquiera eso significa, pasando el público con la más perfecta indiferencia por encima del placer o la conveniencia de aquellos cuya conducta censura, no atendiendo más que a su exclusiva inclinación. Existen muchas personas que consideran como una ofensa cualquier conducta que no les place, teniéndola por un ultraje a sus sentimientos; como aquel fanático que, acusado de tratar con demasiado desprecio los sentimientos religiosos de los demás, respondía que eran ellos los que trataban los suyos con desprecio al persistir en sus abominables creencias. Pero no hay paridad alguna entre el sentimiento de una persona hacia su propia opinión y el de otra que se sienta ofendida de que tal opinión sea profesada; como tampoco la hay entre el deseo de un ladrón de poseer una bolsa y el deseo que su poseedor legítimo tiene de guardarla. Y las preferencias de una persona son tan suyas como su opinión o su bolsa. Es fácil para cualquiera imaginar un público ideal que deja tranquila la libertad y la elección de los individuos sobre cualquier asunto, exigiendo de ellos solamente la abstención de ciertas maneras de conducirse que la experiencia universal ha condenado. Pero, ¿dónde se ha visto un público que ponga tales límites a su censura?, o bien, ¿cuándo se ha visto que el público se preocupe de la experiencia universal? El público, al intervenir en la conducta personal, raramente piensa en otra cosa que en la enormidad que hay en obrar y sentir de otro modo distinto al suyo; y este criterio, débilmente disfrazado, se presenta a la especie humana como un dictado de la religión y la filosofía, por todos los escritores, moralistas y especulativos, o al menos, por nueve de cada diez de ellos. Ellos nos enseñan que las cosas son justas porque lo son, porque sentimos que son así. Nos dicen que busquemos en nuestro espíritu o en nuestro corazón las leyes de conducta que nos obligan hacia nuestros semejantes. ¿Qué puede hacer el pobre público, si no es el aplicar estas instrucciones, y el hacer obligatorios para todo el mundo sus sentimientos personales sobre el bien y sobre el mal, cuando alcanzan cierta unanimidad?

El mal que aquí se indica no existe solamente en teoría, y quizá se espere que cite aquí los casos particulares en los que el público de este tiempo y de este país concede a sus propios gustos la investidura y el carácter de leyes morales. No estoy escribiendo un ensayo sobre las aberraciones del sentimiento moral actual. Es un tema demasiado importante para ser discutido entre paréntesis y a manera de ilustración. Sin embargo, son necesarios ciertos ejemplos para mostrar que el principio que yo sostengo tiene una importancia seria y práctica, y que no estoy tratando de elevar una barrera contra males imaginarios. No es difícil probar con numerosos ejemplos que una de las inclinaciones más universales de la humanidad es la de extender los límites de lo que se puede llamar policía moral, hasta el punto de invadir las libertades más legítimas del individuo.

Como primer ejemplo, veamos las antipatías que muestran los hombres, basándose en un motivo tan ligero como la diferencia de prácticas y sobre todo de abstinencias religiosas. Para citar un ejemplo bastante trivial recordemos que, de todo el credo y las prácticas cristianas, nada envenena más el odio de los musulmanes que. el hecho de que los cristianos coman cerdo. Pocos actos hay que los cristianos y europeos miren con mayor disgusto que el que sienten los musulmanes ante este medio de calmar el hambre. En primer lugar, supone una ofensa contra su religión; pero esta circunstancia no explica, en absoluto, el grado ni la especie de su repugnancia; también el vino les está prohibido por su religión, y aunque consideran mal el tomarlo, no les produce la misma repugnancia. Su aversión a la carne del "animal inmundo" es, por el contrario, de carácter especial: una antipatía instintiva. Antipatía que la idea de suciedad, una vez que ha penetrado a fondo en sus sentimientos, se produce siempre, incluso entre quienes por sus costumbres personales no son de una limpieza escrupulosa. El sentimiento de impureza religiosa tan vivo entre los hindúes, es un ejemplo notable. Suponed ahora, que en una región, cuya mayoría de población es musulmana, se quiera prohibir que se coma el cerdo en todo el país. No habría nada de nuevo en ello para los mahometanos
[9]
. ¿Sería esto un modo legítimo de ejercer la autoridad moral de la opinión pública? Y si no, ¿por qué no?' Tal práctica resulta realmente repugnante para un público semejante; cree sinceramente que Dios la prohibe y la aborrece. Ni siquiera podría esta prohibición ser censurada como una persecución religiosa. Sería religiosa en el origen, pero no sería ya una persecución a causa de la religión, pues ninguna religión obliga a no comer cerdo. El único fundamento sólido de condenación sería que el público no tiene por qué intervenir en los gustos e intereses personales de los individuos.

Un poco más cerca de nosotros: la mayoría de los españoles consideran como una grosera impiedad, altamente ofensiva para el Ser Supremo, rendirle culto en forma diferente al de la Iglesia Católica; ningún otro culto público se permite entre ellos. Para todos los pueblos de la Europa meridional, un sacerdote casado no sólo es irreligioso, sino impúdico, indecente, grosero. ¿Qué piensan los protestantes de estos sentimientos perfectamente sinceros y de las tentativas hechas para aplicarlos con todo rigor a los que no son católicos? Sin embargo, si los hombres están autorizados a usar de su libertad en aquellas cosas que no se relacionan con los intereses de otro, ¿según qué principios se podría lógicamente excluir estos casos?; o bien, ¿quién puede condenar a las gentes por querer suprimir lo que consideran como un escándalo ante Dios y ante los hombres? Para defender lo que se considera como una inmoralidad personal, no podríamos contar con mejores razones que las que se tienen para suprimir estas costumbres entre los que las consideran como impiedades; y a menos que queramos adoptar la lógica de los perseguidores, y decir que nosotros podemos perseguir a los demás porque tenemos
razón,
y que ellos no deben perseguirnos porque están equivocados, sería necesario guardarnos bien de admitir un principio de cuya aplicación resultaría para nosotros mismos una injusticia tan grande.

Podría objetarse a los ejemplos precedentes, aunque sin razón, que proceden de contingencias imposibles entre nosotros; pues, en nuestro país, la opinión no irá nunca a imponer la abstinencia de ciertas carnes, ni a atormentar a las gentes porque sigan tal culto o tal otro, porque se casen o no se casen. El ejemplo siguiente será tomado, sin embargo, de un atentado a la libertad cuyo peligro no ha pasado en absoluto.

Dondequiera que los puritanos han contado con fuerza suficiente, como en Nueva Inglaterra y en la Gran Bretaña del tiempo de la república, han intentado con gran éxito suprimir las diversiones públicas y casi todas las diversiones privadas, particularmente la música, el baile, el teatro, los juegos públicos o cualquier otra reunión hecha con fines de esparcimiento. En nuestro país hay ahora un número considerable de personas cuyas nociones de religión y de moralidad condenan estos pasatiempos, y puesto que estas personas pertenecen a la clase media, que es una potencia cada vez mayor en la situación política y social presente, no es imposible del todo que un día u otro lleguen a disponer de una mayoría en el Parlamento. ¿Qué dirá el resto de la comunidad, al ver reglamentar sus diversiones por los sentimientos morales y religiosos de los severos calvinistas y de los metodistas? ¿No rogará a tales hombres, de piedad tan importuna, que se atengan a
sus
propios asuntos? Esto es precisamente lo que debería decirse a cualquier gobierno o público que tenga la pretensión de privar a todo el mundo de las diversiones que ellos consideran condenables. Pero si se admite el principio de la pretensión, no se podrá hacer objeción razonable a que la mayoría, o cualquier otro poder dominante en el país, la aplique según sus puntos de vista; y todos tendrán que estar dispuestos a conformarse con la idea de una república cristiana, tal como la comprendían los primeros colonos de Nueva Inglaterra, si una secta religiosa como la suya volviera a tomar posesión del terreno perdido, como se ha visto a menudo hacer a religiones consideradas en decadencia.

Supongamos ahora otra eventualidad que tiene quizá más probabilidades de realizarse que la que acaba de ser mencionada. Hay una tendencia poderosa en el mundo moderno hacia la constitución democrática de la sociedad, acompañada o no, con instituciones políticas populares. Se afirma que en el país donde más prevalece esta tendencia, es decir, donde la sociedad y el gobierno son más democráticos, el sentimiento de la mayoría, a la que desagrada cualquier manera de vivir demasiado brillante o demasiado cara para que pueda esperar igualarla, hace el efecto de una ley suntuaria; en muchos lugares de la Unión, es realmente difícil que una persona muy rica encuentre alguna manera de gastar su fortuna sin atraerse la desaprobación popular. Aunque sin duda, estas aseveraciones sean muy exageradas como representación de hechos existentes, pese a ello, el estado de cosas que describen, no es solamente posible, sino también un probable resultado del sentimiento democrático, combinado con la noción de que el público tiene derecho a poner su veto sobre la manera de gastar los individuos sus ingresos. Sólo con que supongamos que existe una difusión considerable de las opiniones socialistas, a los ojos de la mayoría, parecerá infame el poseer otra cosa que una propiedad muy pequeña o un sueldo ganado con el trabajo manual. Opiniones semejantes (en principio al menos) han hecho ya grandes progresos entre el artesanado y pesan de una manera opresiva, principalmente, sobre quienes están al alcance de la opinión de esta clase, es decir, sobre sus propios miembros. He aquí una opinión muy extendida: los malos obreros (que constituyen mayoría en muchas ramas de la industria) profesan, decididamente, la opinión de que ellos deberían tener las mismas ganancias que los buenos, y que no se debería permitir que nadie, ni por habilidad ni destreza, ganase más que los demás. Y ellos emplean una policía moral, que llega a ser a veces una policía física, para impedir que los obreros hábiles reciban, o que los patrones den, una remuneración mayor por mejores servicios. Si es que el público tiene alguna jurisdicción sobre los intereses privados, no veo por qué se considera que estas personas cometen una falta, ni por qué un particular público individual ha de ser acusado cuando reclama la misma autoridad sobre su conducta individual que la que el público general reclama sobre los individuos.

Pero la verdad es que, sin pararnos demasiado a hacer suposiciones, en nuestros días se producen grandes usurpaciones en el dominio de la libertad privada y amenazan otras mayores con alguna esperanza de éxito; y se proponen opiniones que otorgan al público un derecho ilimitado no sólo para prohibir con la ley todo lo que se considera malo, sino también, cualquier clase de cosas, aunque sean inocuas.

Con el pretexto de impedir la intemperancia, ha sido prohibida por la ley, a toda una colonia inglesa y a casi la mitad de los Estados Unidos, utilizar las bebidas fermentadas en otro uso que no sea el de la medicina; y de hecho, prohibir la venta de estas bebidas, es prohibir su uso; por lo demás así se esperaba. Y aunque la imposibilidad de aplicar esta ley haya hecho que varios Estados la abandonen, incluso el que le había dado su nombre, sin embargo, se ha hecho una tentativa para obtener una ley semejante en nuestro país, y continúa haciéndose con gran celo por muchos de nuestros filántropos declarados. La asociación, o "alianza", como se la llama, ha adquirido alguna notoriedad por la publicidad que se ha dado a una correspondencia entre su secretario y uno de los pocos políticos que, en Inglaterra, consideran que las opiniones de un personaje político deberían estar fundadas en ciertos principios. La participación de Lord Stanley en esta correspondencia se ha hecho para robustecer las esperanzas puestas en él, por quienes saben lo raras que son, desdichadamente, entre cuantos figuran en la vida pública, las cualidades de que él ha dado pruebas públicas en muchas ocasiones. El órgano de "la alianza" "rechaza firmemente todo principio que se pudiera utilizar para justificar el fanatismo y la persecución" e intenta mostrarnos "la infranqueable barrera" que separa tales principios de los de la asociación. "Todas las materias relativas al pensamiento, a la opinión, a la conciencia, me parecen —dice él— extrañas al dominio legislativo. Las cosas que pertenecen a la conducta, al hábito, a la relación social, me parecen sujetas a un poder discrecional de que el mismo Estado, y no en el individuo, está investido". No se hace aquí mención de una tercera clase de actos diferentes de las dos clases citadas; es decir, los actos y hábitos que no son sociales, sino individuales; aunque pertenezcan a esta clase, sin duda, la acción de beber licores fermentados. Vender bebidas fermentadas es, empero, comerciar, y comerciar es un acto social. Pero la infracción a que se alude estriba no en la libertad del vendedor, sino en la del comprador y la del consumidor, pues el Estado podría lo mismo prohibir el beber vino que hacer imposible su adquisición. Sin embargo, el secretario dijo: "Yo reclamo, como ciudadano, el derecho a hacer una ley dondequiera que el acto social de un semejante invada mis derechos sociales". He aquí la definición de estos derechos sociales. "Si alguna cosa invade mis derechos sociales, esta cosa será, a no dudarlo, el comercio de bebidas fuertes. Pues destruye mi elemental derecho de seguridad, creando y estimulando constantemente los desórdenes sociales. Invade también mi derecho de igualdad, al establecer beneficios creadores de una miseria por cuya existencia se me impone una contribución. Paraliza mi derecho a un libre desarrollo moral e intelectual, rodeándole de peligros y debilitando y desmoralizando la sociedad cuya ayuda y socorro tengo el derecho de reclamar". Teoría de "derechos sociales" sin semejanza con nada anteriormente formulado, que se reduce a lo siguiente: el derecho social absoluto de todo individuo a exigir que los demás individuos obren en cualquier asunto exactamente como es debido; cualquiera que cometa la más pequeña falta a su deber, viola mi derecho social y me da derecho a reclamar a la legislatura la reparación del daño causado. Un principio tan monstruoso es infinitamente más peligroso que cualquier usurpación aislada de la libertad; no existe violación de la libertad que no justifique; no reconoce derecho alguno de libertad, excepto, quizá, la de profesar en secreto ciertas opiniones que jamás hará conocer; pues desde el momento en que alguien emite una opinión que yo considere nociva, este alguien invade todos los derechos sociales que me atribuye la "alianza". Esta doctrina adscribe a todos los hombres un determinado interés en la perfección moral, intelectual y física de cada cual, que cada uno deberá definir siguiendo su propio criterio.

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