La interferencia de las sociedades para dirigir los juicios y propósitos de un hombre, que sólo a él importan, tiene que fundarse en presunciones generales: las cuales, no sólo pueden ser completamente erróneas, sino que, aun siendo justas, corren el riesgo de ser aplicadas erradamente en casos individuales por las personas que no conocen más que la superficie de los hechos. Es ésta, pues, una zona, en la que la individualidad tiene su adecuado campo de acción. Con respecto a la conducta de los hombres hacia sus semejantes, la observancia de las reglas generales es necesaria, a fin de que cada uno sepa lo que debe esperar; pero, con respecto a los intereses particulares de cada persona, la espontaneidad individual tiene derecho a ejercerse libremente. La sociedad puede ofrecer e incluso imponer al individuo ciertas consideraciones para ayudar a su propio juicio, algunas exhortaciones para fortificar su voluntad, pero, después de todo, él es juez supremo. Cuantos errores pueda cometer a pesar de esos consejos y advertencias, constituirán siempre un mal menor que el de permitir a los demás que le impongan lo que ellos estiman ha de ser beneficioso para él.
No quiero decir con esto que los sentimientos hacia una persona, por parte de los demás, no tengan que ser afectados en absoluto por sus cualidades o defectos individuales; esto ni es posible ni es deseable. Si una persona posee en un grado eminente las cualidades que pueden obrar en bien suyo, por eso mismo es digna de admiración; cuanto más eminente sea el grado de sus cualidades más tocará el ideal humano de perfección. Si, por el contrario, carece manifiestamente de esas cualidades, se tendrá para ella el sentimiento opuesto a la admiración. Existe un grado de necedad, o un grado de lo que puede llamarse (aunque este punto se encuentre sujeto a objeción) bajeza o depravación del gusto, que, si no perjudica positivamente a quien lo manifiesta, le convierte necesaria y naturalmente en objeto de repulsión y, en casos extremos, de desprecio. Nadie que posea, las cualidades opuestas en toda su fuerza dejará de mostrar estos sentimientos. Sin perjudicar a nadie, un hombre puede obrar de tal manera que nos veamos obligados a juzgarle y a tenerle por un estúpido, o por un ser de orden inferior; y ya que un juicio y sentir semejantes preferiría evitarlos, le prestaríamos un gran servicio si se lo advertimos de antemano, así como de cualquier consecuencia desagradable a que se exponga. Sería muy beneficioso, en verdad, que la educación actual rindiera estos buenos oficios más a menudo, y más libremente de lo que las formas de cortesía lo permiten hoy, y que, además, una persona pudiese decir francamente a su vecino que está cometiendo una falta, sin ser considerada como presuntuosa y descortés. Tenemos derecho, por nuestra parte, a obrar de diferentes maneras, de acuerdo con nuestra opinión desfavorable sobre cualquier persona, no para oprimir su individualidad, sino simplemente en el ejercicio de la nuestra. No estamos obligados, por ejemplo, a solicitar su sociedad; tenemos el derecho a evitarla (si bien no alardeando de ello), pues tenemos también derecho a escoger la sociedad que más nos convenga. Es un derecho que nos corresponde, y también un deber, poner a los demás en guardia contra este individuo si estimamos que su ejemplo o su conversación perjudicial va a tener un efecto pernicioso sobre quienes se asocien a él. Podemos darle preferencia sobre otras personas por sus buenos oficios facultativos, pero no de ninguna manera si ellos pueden tender a su exclusivo beneficio. De estas diversas maneras una persona puede recibir de otras ciertos castigos severos, por faltas que sólo a ella se refieren; pero no sufre estos castigos sólo en cuanto son consecuencias naturales y, por así decir, espontáneas de las faltas mismas; no se infligen estos castigos simplemente por el gusto de castigar. Una persona que muestre precipitación, obstinación, suficiencia, que no puede vivir con medios moderados, que no se cohibe de ciertas satisfacciones perjudiciales, que corre hacia el placer animal, sacrificando por él el sentimiento y la inteligencia, debe esperar descender mucho ante la opinión de los demás, así como tener menor participación en sus sentimientos favorables. Pero de esto no tiene derecho a quejarse, a menos que haya merecido su favor por la excelencia particular de sus relaciones sociales, y haya logrado así un título a sus buenos oficios, que no esté afectado por sus deméritos ante sí mismo.
Lo que yo sostengo es que aquellos inconvenientes que están vinculados estrictamente al juicio desfavorable de los demás son los únicos a los que debe sentirse sujeta una persona, por lo que se refiere a la parte de su conducta y de su carácter que atañe a su propio bien, y no a los intereses de los demás en sus relaciones con ella. Los actos perjudiciales a los demás requieren un tratamiento totalmente diferente. La violación de sus derechos; la irrogación de una pérdida o un daño no justificables por sus propios derechos; la falsedad o doblez ante ellos; la utilización de ventajas sobre ellos, desleales o simplemente poco generosas; e incluso la abstención egoísta de preservarles de algún daño, todo ello merece, en verdad, la reprobación moral, y en casos graves, la animadversión y los castigos morales. Y no solamente estos actos, sino ciertas disposiciones que conducen a ellos, son, propiamente hablando, inmorales y merecedores de una desaprobación que puede convertirse en horror. La disposición a la crueldad; la malicia y la mala condición; la que es la más odiosa de todas las pasiones y la más antisocial, la envidia; la hipocresía, la falta de sinceridad, la irascibilidad sin motivos suficientes y el resentimiento desproporcionado a la provocación; la pasión de dominar a los demás, el deseo de acaparar más de lo que a uno pertenece (la
pleonecia
de los griegos), el orgullo que consigue satisfacción en la inferioridad de los demás, el egoísmo que pone a uno y a sus intereses por encima de todas las cosas del mundo, y que decide en su favor cualquier cuestión dudosa, todos ellos son vicios morales que constituyen un carácter moral malo y odioso y no se parecen en nada a las faltas personales antes mencionadas, las cuales no constituyen inmoralidades propiamente hablando ni, por extremas que sean, tampoco perversidad. Pueden ser pruebas de estupidez o un defecto en la dignidad personal y en el respeto de sí mismo, pero sólo se encuentran sujetas a la reprobación moral cuando entrañan un olvido de nuestros deberes en relación a nuestros semejantes, por el bien de los cuales el individuo está obligado a cuidar de sí mismo. Los llamados deberes para con nosotros mismos no constituyen una obligación social, a menos que las circunstancias los conviertan en deberes para con los demás. La expresión "deber para consigo mismo", cuando significa algo más que prudencia, significa respeto de sí mismo, o desenvolvimiento de sí mismo; y nadie tiene por qué dar cuenta a los demás de ninguna de estas dos cosas, pues el hacerlo no reportaría ningún bien a la humanidad.
La distinción entre el descrédito, al que justamente se expone una persona por falta de prudencia o dignidad personal, y la reprobación, a la que se hace acreedora cuando ataca a los derechos de sus semejantes, no es una distinción puramente nominal. Existe una gran diferencia, tanto en nuestros sentimientos como en nuestra conducta en relación a una persona, según que ella nos desagrade en cosas en que pensamos tenemos derecho a controlarla, o en cosas en que sabemos que no lo tenemos. Si nos desagrada, podemos expresar nuestro disgusto y también mantenernos a distancia de un ser, o de una cosa, que nos enfada; pero no nos sentiremos llamados por ello a hacerle la vida insoportable. Debemos pensar que ella misma sufre, o sufrirá toda la pena de su error. Si es que estropea su vida por un desarreglo de su conducta, no debemos desear nosotros estropeársela más; en lugar de desear que se la castigue, debemos tratar sobre todo, de aliviar el castigo que lleva en sí misma, mostrándole el medio de evitar o de curar los males que su conducta le causa. Esta persona puede ser para nosotros un objeto de piedad, o tal vez de aversión, pero no de irritación o de resentimiento; no la tratemos como a un enemigo de la sociedad; lo peor que podremos hacer será abandonarla a sus propias fuerzas, si es que no intervenimos benévolamente con muestras de interés y solicitud. Muy otro será el caso si esa persona ha infringido las reglas establecidas para la protección de sus semejantes, individual o colectivamente. Entonces, pues, las consecuencias funestas de sus actos recaen, no sobre ella, sino sobre los demás, y la sociedad, como protectora de todos sus miembros, debe vengarse del individuo culpable, debe infligirle un castigo, y un castigo suficientemente severo, con intención expresa de castigarle. En este caso, se trata de un culpable que comparece delante de nuestro tribunal, y nosotros estamos llamados no solamente a juzgarle, sino también a ejecutar de un modo o de otro la sentencia que demos. En el otro caso, no nos compete infligirle ningún sufrimiento, excepto el que se derive incidentalmente del uso que hagamos, en la regulación de nuestros asuntos, de esa misma libertad que a él le hemos dejado en los suyos propios.
Muchas personas no querrán admitir la distinción, aquí establecida, entre la parte de la conducta de un hombre que se refiere sólo a él y aquella que se refiere a los demás. Se nos dirá quizá que cómo puede ser indiferente a los miembros de la sociedad cualquier parte de la conducta de uno de ellos. Nadie está completamente aislado; es imposible que un hombre haga cualquier cosa perjudicial para él, de manera grave y permanente, sin que el mal no alcance a lo menos a sus vecinos y, a menudo, a otros más lejanos. Si él compromete su fortuna, perjudica a los que directa o indirectamente obtenían de él sus medios de existencia, y, en general, disminuye más o menos los recursos generales de la comunidad; si echa a perder sus facultades físicas o mentales, no sólo comete un error en relación a los que dependen de él, sino que se hace incapaz de cumplir sus deberes hacia sus semejantes, convirtiéndose en un fardo para su afección o su benevolencia. Si tal conducta fuese muy frecuente, pocas faltas habría más perjudiciales para el conjunto general del bien. Se nos dirá, en fin, que si una persona no hace un daño directo a los demás por sus vicios o sus locuras, sin embargo, puede ser perjudicial por su ejemplo, y habría que obligarla a que se limitase en bien de quienes podrían corromperse o descarriarse con el ejemplo de su conducta.
Se añadirá, incluso, si las consecuencias de la conducta hay que confinarlas sólo a los individuos viciosos o irreflexivos, ¿quiere decirse con ello que la sociedad debe abandonar su propia dirección a cuantos son evidentemente incapaces de conducirse? Si la sociedad debe protección a los niños y a los menores de edad, ¿no deberá quizás tanta protección a las personas de edad madura que son igualmente incapaces de gobernarse ellas mismas? Si el juego o la avaricia o la incontinencia, o la ociosidad, o la suciedad, son tan grandes y funestos obstáculos para la dicha y el progreso, como muchos o casi todos los actos prohibidos por la ley, ¿por qué no ha de tratar la ley (se me preguntará) de reprimir estos abusos, en tanto que sea posible? Y para suplir las imperfecciones inevitables de la ley, ¿no debería la misma opinión organizarse de una manera potente contra estos vicios, y dirigir contra los que los practican todos los rigores de las penalidades sociales?
No se trata aquí (se me dirá) de restringir la individualidad ni de impedir que se ensaye cualquier manera de vivir nueva y original. Las únicas cosas que hay que tratar de impedir son las que han sido ensayadas y condenadas desde el comienzo del mundo hasta nuestros días, cosas que —la experiencia lo ha demostrado— no son útiles ni convenientes a la individualidad de la persona. Es necesario cierta cantidad de tiempo y cierta suma de experiencia, para que una verdad moral o prudencial pueda ser considerada como establecida, y todo lo que se desea es impedir a las generaciones venideras que caigan en el abismo que ha sido fatal a sus antecesores.
Admito plenamente que el mal que una persona se haga a sí misma, puede afectar seriamente en sus sentimientos y en sus intereses no sólo a los que son sus próximos, sino también, en grado menor, a la sociedad en general. Cuando por seguir una conducta semejante un hombre llega a violar una obligación clara y comprobada hacia alguna otra u otras personas, el caso cesa de ser particular y se convierte en objeto de desaprobación moral, en el verdadero sentido de la palabra. Si, por ejemplo, un hombre, por su intemperancia o extravagancia, se hace incapaz de pagar sus deudas, o bien si, habiendo contraído la responsabilidad moral de una familia, por las mismas causas, llega a ser incapaz de sostenerla y de educarla, merece reprobación y puede ser castigado, en justicia; y no por su extravagancia, sino por incumplimiento del deber con respecto a su familia o a sus dependientes. Aunque los recursos que debieran serles consagrados, hubieran sido empleados, no en su beneficio, sino en cualquier otro objeto de prudente inversión, la culpabilidad moral hubiera sido la misma. George Barnwell mató a su tío a fin de conseguir dinero para su amante, pero, aunque lo hubiera hecho para establecerse en un negocio, habría sido castigado igualmente. También se puede reprochar justamente a un hombre su despego e ingratitud, si, como sucede a menudo, abandona a su familia y adquiere malas costumbres; pero merecería reproche, igualmente, aunque estas malas costumbres no fuesen viciosas en sí mismas, con tal de que fueran penosas para aquellos con quienes pasa la vida o cuya felicidad depende de él. Quienquiera que falte a la consideración general debida a los intereses y sentimientos de los demás, sin estar obligado a ello por algún deber más imperioso o justificado por alguna inclinación personal permisible, merece por tal falta la desaprobación moral; pero no por su causa, ni por los errores, puramente personales, que originariamente le hayan guiado. De la misma forma, si una persona, por su conducta puramente egoísta, se hace incapaz de cumplir cualquier obligación suya para con el público, tal persona es culpable de una ofensa social. Nadie debe ser castigado, por el único hecho de estar embriagado; pero un soldado o un policía deben ser castigados si se embriagan en horas de servicio. En resumen, dondequiera que haya daño o peligro de daño, para un individuo o para el público en general, el caso no pertenece ya al dominio de la libertad, y pasa al de la moralidad o al de la ley. Con respecto al daño simplemente contingente o "constructivo", por así decir, que una persona puede causar a la sociedad, sin violar ningún deber preciso hacia el público, y sin herir de manera visible a ningún otro individuo más que a sí mismo, la sociedad puede y debe soportar este inconveniente por amor de ese bien superior que es la libertad humana. Si es que se ha de castigar a los adultos por no cuidar de sí mismos, como deberían hacerlo, preferiría yo que se hiciera en interés de ellos mismos, y no con el pretexto de impedirles que se debilite su capacidad de hacer a la sociedad beneficios a los que la sociedad no pretende tener derecho. Pero no puedo admitir que la sociedad carezca de otro medio de elevar a sus miembros débiles al nivel ordinario de la conducta racional que el de esperar a que obren de modo irracional, para castigarlos entonces, legal o moralmente. La sociedad ha gozado de un absoluto poder sobre ellos durante la primera parte de su existencia y ha dispuesto también de todo el período de la infancia y de la minoría de edad para tratar de hacerles capaces de conducirse racionalmente en la vida. La generación presente es dueña, por igual, de la educación y de todas las posibilidades de las generaciones por venir; aunque es cierto también que no puede hacerlas perfectamente buenas y prudentes, ya que ella misma carece, de modo lamentable, de sabiduría y bondad; además sus mejores esfuerzos no siempre son, en los casos individuales, los de mayor éxito; pero, aun así, la generación presente está perfectamente capacitada para hacer que las futuras sean tan buenas y un poco mejores que ella misma.