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Authors: John Stuart Mill

Tags: #Filosofía

Sobre la libertad (19 page)

BOOK: Sobre la libertad
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De esto no se sigue, y no puedo admitirlo, que esas obligaciones lleguen a exigir el cumplimiento del contrato a costa de la felicidad de la parte resistente; pero son un elemento necesario en la cuestión; e incluso si, como Humboldt sostiene, no señalan diferencia alguna en la libertad
legal
que cada una de las partes tiene para dejar de cumplir su compromiso (y yo también pretendo que no deberían señalar
mucha
diferencia), pese a ello, esas obligaciones señalan necesariamente una gran diferencia en la libertad
moral.
Toda persona está obligada a tener en cuenta todas estas circunstancias antes de resolverse a dar un paso que tanto puede afectar a los intereses de otros; y si ella no concede la consideración debida a esos intereses, se hace moralmente responsable del mal causado. Si he hecho notar cosas de tanta evidencia, ha sido a fin de aclarar algunos puntos de vista sobre el principio general de libertad, y no porque sean necesarias en esta cuestión que, por el contrario, ha sido discutida siempre como si el interés de los niños fuera todo y el de las personas mayores nada.

Ya he hecho observar que, gracias a la ausencia de algunos principios generales reconocidos, la libertad suele ser mantenida donde debería ser denegada y denegada donde debiera ser mantenida; y, en mi opinión, uno de los casos en que el sentimiento de libertad en el mundo europeo moderno se presenta con más fuerza, es un caso en que, r. mi parecer, ese sentimiento se halla completamente desplazado. Toda persona debe de ser libre de conducir sus propios asuntos como le plazca; pero no debe serlo cuando, al obrar así, afecta los intereses de los demás, con el pretexto de que los asuntos de otro son también los suyos propios. El Estado, al respetar la libertad de los individuos para aquellas cosas que sólo a ellos concierne, está obligado a velar con cuidado sobre el uso de cualquier poder que puedan poseer sobre los demás. Esta obligación se halla completamente descuidada en el caso de las relaciones familiares, caso que, vista su influencia directa sobre la felicidad humana, es más importante que todos los demás juntos. No hay necesidad de insistir aquí en señalar el poder casi despótico de los maridos sobre sus mujeres, ya que nada sería mejor para destruir completamente este mal que conceder a las mujeres los mismos derechos y la misma protección de parte de la ley que a otra persona cualquiera, y porque, a este respecto, los defensores de la injusticia establecida no se sirven de la excusa de la libertad, sino que se presentan audazmente como los campeones del poder. En el caso de los niños, las nociones de libertad mal aplicadas constituyen un verdadero obstáculo para que el Estado cumpla sus deberes. Se diría que los hijos de un hombre forman, en sentido literal (no en sentido figurado), parte de él mismo; tan celosa se muestra la opinión sobre la menor intervención de la ley entre los hijos y la autoridad exclusiva y absoluta paterna sobre ellos. Los hombres ven esta intervención con peores ojos que cualquier otra usurpación de su libertad de acción, ya que ellos conceden mucho más precio al poder que a la libertad. Considerad, por ejemplo, lo que ocurre con la educación. ¿No resulta evidente que el Estado debería exigir de todos sus ciudadanos, e incluso imponerles, una cierta educación? Sin embargo, ¿quién no teme reconocer y proclamar esta verdad? En realidad, nadie se atrevería a negar que uno de los deberes más sagrados de los padres (o del padre, según la ley o la costumbre actual), después de haber traído un nuevo ser al mundo, es dar
a
ese ser una educación que le capacite para cumplir sus obligaciones para con los demás y para consigo mismo. Pero si bien es verdad que la humanidad entera declara que eso es un deber del padre, en Inglaterra casi nadie soportaría la idea de que se le obligara a cumplir con tal deber. En lugar de exigir que un hombre haga algún esfuerzo o sacrificio por asegurar una educación a su hijo ¡se deja a su elección que la acepte o no cuando se le ofrece gratis! Todavía no se admite que es un crimen moral traer al mundo un hijo sin estar seguro de poder, no sólo alimentarle, sino también instruirle y formar su espíritu, como tampoco está admitido el que,
si
el padre no cumple con esta obligación, el Estado debería velar por hacerla cumplir, en lo posible, a costa del padre. Sí hubiese sido admitida la obligación de imponer la educación universal, se habría puesto fin a las dificultades sobre lo que el Estado debe enseñar y sobre el modo como debe hacerlo; dificultades que, por el momento, hacen del tema un verdadero campo de batalla para las sectas y los partidos. Así, en querellarse sobre la educación, se pierde un tiempo que debería ser empleado en dar esta educación. Si el gobernó se decidiera a exigir para todos los niños una educación buena, se evitaría la preocupación de tener que dársela. Podría dejar que los padres educaran a sus hijos donde y como quisieran, conformándose con ayudarles a pagar los costes de educación de los niños de clases menesterosas, o bien pagando por completo todos los gastos escolares de quienes no tienen a nadie que se los pague. Las objeciones que se suelen oponer con razón a que el Estado se encargue de la educación no van en contra de que el Estado la imponga, sino en contra de que el Estado se encargue de dirigirla, lo que es totalmente diferente. Si toda la educación, o la mayor parte de la educación de un pueblo, fuese puesta en manos del Estado, yo me opondría a ello como el que más. Todo lo dicho sobre la importancia de la individualidad de carácter y sobre la diversidad de opiniones y modos de conducta implica, en cuanto poseen la misma indecible importancia, una diversidad de educación. Una educación general dada por el Estado sería una mera invención para moldear a las gentes conforme a un mismo patrón y hacerles exactamente iguales; y como el molde en que se les forma es el que más satisface al poder dominante (ya sea monarquía, teocracia, aristocracia, o la mayoría de la generación presente), cuanto más eficaz y poderoso sea este poder, mayor despotismo establecerá sobre el espíritu, despotismo que tenderá naturalmente a extenderse también al cuerpo. Una educación establecida y controlada por el Estado no debería existir, y en caso de existir, más que como uno de tantos experimentos, entre muchos otros, hecho solamente con propósito de servir de ejemplo y estímulo, para elevar a los demás a un cierto grado de excelencia; a no ser que la sociedad, en general, se halle tan atrasada que no pueda o no quiera procurarse los medios convenientes de educación, a menos que el gobierno tome a su cargo esta tarea; solamente entonces el poder público, teniendo que elegir entre dos males, podría asumir el asunto de las escuelas y universidades, del mismo modo que hacer el oficio de las compañías por acciones en un país donde la iniciativa privada no existiese de forma que permitiera emprender grandes obras de industria. Pero, en general, si el país posee un número suficiente de personas capaces de procurar la educación al pueblo con los auspicios del gobierno, esas mismas personas podrían y querrían dar una educación igualmente buena, sobre la base del principio voluntario, contando con una remuneración asegurada por una ley que hiciera obligatoria la educación, y que garantizase la asistencia del Estado a aquellos que fueran incapaces de pagarla.

No hay otro, medio de robustecer la ley que examinar públicamente a todos los niños, desde sus primeros años. Se podría determinar una edad en que todo niño debería ser examinado para comprobar si él (o ella) sabe leer. Si algún niño no supiera leer, el padre podría ser sometido, a menos que tuviese excusas suficientes, a una multa moderada que pagase, si fuera necesario, con su propio trabajo, para que el niño fuera llevado a la escuela a costa del padre. Una vez por año se renovaría el examen, sobre una serie de materias que se extendería gradualmente, de manera que resultase virtualmente obligatoria la adquisición, y lo que es más, la retención de un mínimum de conocimientos generales. Superado este mínimum, existirían otros exámenes voluntarios sobre toda clase de materias, en vista de cuyo resultado todos aquellos que hubieran llegado a un cierto grado de proficiencia, tendrían derecho a un certificado. Para impedir que el Estado ejerza por ese medio, una influencia nociva sobre la opinión, los conocimientos que se exigieran (además de esas partes instrumentales del saber que son las lenguas y su uso) para aprobar un examen, del grado más elevado incluso, deberían limitarse exclusivamente a los hechos y a las ciencias positivas. Los exámenes sobre religión, política, o cualquier otra materia de discusión, no versarían sobre la verdad o falsedad de las opiniones, sino sobre el hecho de que tal o cual opinión se profesa por tales motivos, por tales autores, por tales escuelas o por tales iglesias. Con este sistema, los hombres de la generación naciente no se hallarían en peor situación, respecto de todas las verdades discutidas, que los de la actual generación; serían hombres como los de ahora, partidarios de la religión dominante o disidentes, cuidando el Estado sólo de que, en uno o en otro caso, fuesen instruidos. Y no habría ningún obstáculo a que se les enseñara religión, si sus padres lo querían, en las mismas escuelas en que se les enseñara las demás cosas. Todos los esfuerzos del Estado para influir en el modo de pensar de los ciudadanos sobre temas discutibles son perniciosos; pero el Estado puede, perfectamente, averiguar y certificar que una persona posee los conocimientos requeridos para que sus conclusiones sobre cualquier tema sean dignas de atención. Lo mejor para un estudiante de filosofía sería poder sufrir un examen lo mismo sobre Locke que sobre Kant, aunque personalmente se incline a uno de ellos, y aun cuando no se incline a ninguno de los dos. Tampoco existe objeción razonable a que un ateo sea examinado sobre las pruebas del cristianismo, siempre que no se le obligue a creer en ellas. Sin embargo, los exámenes sobre las más elevadas disciplinas del conocimiento deberían ser, en mi opinión, completamente potestativas. Sería conceder a los gobiernos un poder demasiado peligroso, si se les permitiera cerrar la entrada a cualquier profesión, incluso la de la enseñanza, con el pretexto de que no se poseen en grado suficiente las cualidades requeridas; pues pienso, con Guillermo de Humboldt, que los grados, y los demás certificados públicos de conocimientos científicos o profesionales, deberían ser concedidos a cuantos se presenten a examen y lo aprueben, y que tales certificados no deben dar ninguna otra ventaja sobre los rivales que el valor que les concede la opinión pública.

Y no sólo en materias de educación, a consecuencia de nociones de libertad mal entendidas, se dejan de reconocer las obligaciones morales de los padres o no se imponen las obligaciones legales, aun cuando existen siempre poderosas razones para que se reconozcan aquellas, y muchas veces para que se impongan éstas. El hecho mismo de dar existencia a un ser humano es una de las acciones de la vida humana que más responsabilidad entrañan. Es un crimen asumir esta responsabilidad —la de traer al mundo una vida que tanto puede ser maldita como bendecida—, si el nuevo ser al que se da existencia no va a tener, por lo menos, las oportunidades corrientes para que su existencia sea deseable. Y en un país demasiado poblado, o amenazado de llegar a serlo, dar al mundo un número elevado de niños, lo cual tendrá por efecto reducir el precio del trabajo, a causa de la competencia, representa un serio delito para los que viven de su trabajo. Las leyes que, en varios países del continente, prohiben el matrimonio a los que no están en condiciones de poder mantener una familia, no sobrepasan los poderes legítimos del Estado; y sean dichas leyes útiles o no (cuestión que depende principalmente de las circunstancias y de los sentimientos locales), puede decirse que constituyen violaciones de la libertad. Tales leyes vienen a ser una intervención del Estado para impedir un acto funesto: acto perjudicial para los demás, que debe ser objeto de la reprobación y de la deshonra social, incluso en el caso de que no se juzgue conveniente añadirle castigos legales. Sin embargo, las ideas corrientes de libertad, que tan fácilmente se prestan a violaciones reales de la libertad del individuo, y en cosas que sólo a él conciernen, rechazarán toda tentativa encaminada a limitar sus inclinaciones, a pesar de que, al satisfacerlas, condene a uno o varios seres a una vida de miseria y depravación, con innumerables males para cuantos se hallen al alcance de ser afectados por sus acciones. Cuando se compara el extraño respeto que la humanidad tiene por la libertad, con su también extraña falta de respeto hacia esta misma libertad, hay que preguntarse si el hombre tiene un derecho indispensable a perjudicar a los demás y no lo tiene a hacer lo que sea de su agrado y no vaya en perjuicio de nadie. He reservado para el final toda una serie de cuestiones sobre los limites de la intervención del gobierno que, aunque se hallan estrechamente relacionadas con el tema de este ensayo, no forman,
en
sentido estricto, parte de él. Se trata de casos en que las razones contra esta intervención no se refieren al principio de libertad; la cuestión no consiste en saber si es necesario limitar las acciones de los individuos, sino si se ha de ayudarlos; es decir, en saber si el gobierno debería hacer, o ayudar a hacer, alguna cosa encaminada al bien de los individuos, en lugar de dejarlos obrar por su cuenta, de modo individual o en asociación voluntaria.

Las objeciones que se pueden hacer a la intervención del gobierno, cuando esta intervención no implica infracción o violación de la libertad, pueden ser de tres clases.

En primer lugar, se puede decir que existe violación de la libertad cuando lo que va a ser hecho va a ser hecho mejor por los individuos que por el gobierno. En general, no hay personas más capaces de conducir un asunto o de decidir cómo y por quién deberá ser conducido, que quienes tienen en ello un interés personal. Este principio condena la intervención, tan común en otros tiempos, de la legislación o de los funcionarios del gobierno, en las operaciones ordinarias de la industria. Pero esta parte del problema ha sido ya suficientemente desarrollada en obras de economía política y no guarda particular relación con los principios propuestos en este ensayo.

La segunda objeción se relaciona más de cerca con nuestro tema. En un gran número de casos resulta preferible que las cosas las hagan los individuos y no que las haga el gobierno, aun en el supuesto de que fuera más eficaz la intervención del gobierno en un asunto dado. De ello resultaría una educación intelectual para los individuos: una especie de robustecimiento de sus facultades activas al ejercitar sus puntos de vista, que les daría un conocimiento familiar de los asuntos en que han de actuar. Ésta es la principal, pero no la única, recomendación del juicio por los jurados (en los casos no políticos) ; de las instituciones municipales y locales, libres y populares; de la dirección de las instituciones industriales y filantrópicas por medio de asociaciones voluntarias. No son éstas cuestiones de libertad, con la que sólo se relacionan de modo lejano, sino que son cuestiones de desenvolvimiento. No nos corresponde aquí insistir sobre la utilidad de todas esas cosas como partes de la educación nacional; pero ellas forman de hecho la educación particular del ciudadano, la parte práctica de la educación política de las gentes libres, pues sacan al hombre del estrecho círculo donde la encierra su egoísmo personal y familiar y le acostumbran a comprender los intereses colectivos y el manejo de los asuntos ajenos, habituándole a obrar por motivos públicos o semipúblicos y a tomar por móvil de su conducta ciertos puntos de vista que le aproximan a sus semejantes en lugar de separarle de ellos. Sin estos hábitos y facultades, no se puede conseguir ni mantener una constitución libre, como a menudo lo prueba la naturaleza transitoria de la libertad política en los países donde no está asentada sobre una base suficiente de libertades locales. La dirección de los asuntos puramente locales por las localidades, y la dirección de las grandes empresas industriales por la reunión de los que voluntariamente aportan los medios pecuniarios, se recomienda, además, por todas las ventajas, indicadas en este ensayo, como algo perteneciente a la individualidad del desenvolvimiento y a la diversidad de modos de obrar. Las operaciones del gobierno tienden a ser las mismas en todo lugar. Por el contrario, gracias a las asociaciones individuales, y voluntarias se consigue una inmensa y constante variedad de experiencias. El Estado puede ser útil como depositario central y propagandista y divulgador activo de la experiencia que resulte de numerosos ensayos. Su función consiste en hacer que todo experimentador aproveche los experimentos de los demás, en lugar de no tolerar más que sus propios experimentos.

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