Y pasemos ahora a ese otro ejemplo singular de iniquidad judicial, si bien el mencionarlo después del de la muerte de Sócrates se deba sólo a la conveniencia de seguir un orden cronológico. Nos referimos al gran acontecimiento que tuvo lugar en el monte Calvario, hace más de dieciocho siglos. El hombre que, por su grandeza moral, dejó en todos los que le habían visto y escuchado una tal impresión, que dieciocho siglos le han rendido homenaje como al Todopoderoso, fue ignominiosamente llevado a la muerte. ¿Por qué? Por blasfemo. No solamente no le reconocieron los hombres como a su bienhechor, sino que le tomaron por todo lo contrario de lo que era, y le trataron como un monstruo de impiedad. Hoy día, en cambio, se tiene por monstruos de impiedad a quienes le condenaron y le hicieron sufrir. Los sentimientos que animan hoy a la especie humana, en lo que se refiere a estos sucesos lamentables, la hacen extremadamente injusta al formular su juicio sobre los desgraciados que obraron mal un día. Éstos, según toda apariencia, no eran peores que los demás hombres: bien al contrario, poseían de una manera completa, más que completa quizá, los sentimientos religiosos, morales y patrióticos de su tiempo y de su país; eran de esos hombres que, en todo tiempo, incluso en el nuestro, pasan por la vida sin reproche alguno, respetados. Cuando el gran sacerdote rasgó sus vestiduras al oír pronunciar las palabras que, según las ideas de su país, constituían el más negro de los crímenes, su indignación y su horror fueron probablemente tan sinceros como lo son hoy día los sentimientos morales y religiosos profesados por la generalidad de los hombres piadosos y respetables. Y muchos de los que tiemblan hoy ante su conducta, hubieran obrado exactamente del mismo modo, si hubieran vivido en tal época, y entre los judíos. Los cristianos ortodoxos que se sienten tentados a creer que los que persiguieron a los primeros mártires fueron peores de lo que ellos mismos son, deberían recordar que San Pablo mismo estuvo primeramente en el número de los perseguidores. Añadamos todavía un ejemplo, el más horrendo de todos, si el error puede hacer más impresión teniendo en cuenta la sabiduría y virtud del que lo comete. Si alguna vez un monarca mereció que se le considerara como el mejor y más esclarecido de sus contemporáneos, éste fue Marco Aurelio. Dueño absoluto de todo el mundo civilizado, guardó toda su vida no solamente la justicia más pura, sino aquello que menos se hubiera esperado de su educación estoica, el corazón más tierno. Las pocas faltas que se le atribuyen provienen todas de su indulgencia, mientras que sus escritos, las producciones morales más elevadas de la antigüedad, apenas difieren, si es que difieren, do las enseñanzas más características de Jesucristo. Este hombre, el mejor cristiano posible, excepto en el sentido dogmático de la palabra, mejor que la mayor parte de los soberanos ostensiblemente cristianos que reinaron después, persiguió el cristianismo. Dueño de todas las conquistas precedentes de la humanidad, dotado de una inteligencia abierta y libre y de un carácter que le llevaba a incorporar a sus escritos la idea cristiana, no vió, sin embargo, que el cristianismo, con sus deberes, con los cuales él se sentía tan profundamente penetrado, era un bien y no un mal para el mundo. Sabía que la sociedad existente se hallaba en un estado deplorable. Pero tal como se hallaba, él veía, o se imaginaba ver que, si estaba sostenida y preservada de un estado peor, solamente lo estaba por la fe y el respeto a los dioses tradicionales. Como soberano estimaba que su deber era no permitir la disolución de la sociedad, y no veía cómo, una vez deshechos los lazos existentes, se podrían formar otros capaces de sostenerla. La nueva religión se proponía abiertamente destruir esos lazos; por tanto, si no era su deber adoptar esa religión, parecía que lo era destruirla. Desde el momento en que la teología del cristianismo no le parecía verdadera o de origen divino, desde el momento en que él no podía creer en esa extraña historia de un Dios crucificado, ni prever que un sistema que reposaba sobre una base semejante constituyese la influencia renovadora de tal estado de cosas, el más dulce y más amable de los filósofos y de los soberanos, movido por un sentimiento solemne, del deber, tuvo que autorizar la persecución del cristianismo.
Según mi propio parecer, éste es uno de los hechos más trágicos de la historia. Es triste pensar lo diferente que hubiera sido el cristianismo, si la fe cristiana hubiera sido adoptada como religión del Imperio por Marco Aurelio, en lugar de haberlo sido por Constantino. Pero sería una injusticia, y una falsedad a la vez, el negar que Marco Aurelio haya tenido —para condenar el cristianismo— las mismas excusas que se pueden alegar en la condenación de las doctrinas anticristianas. Un cristiano cree firmemente que el ateísmo es un error y un principio de disolución social; pues esto mismo pensaba del cristianismo, aquel que, entre todos los hombres que entonces existían, estaba en condiciones de ser el más capaz de apreciarlo. Nadie que sea partidario de castigar la promulgación de opiniones puede envanecerse de ser más sabio y mejor que Marco Aurelio, más profundamente versado en la sabiduría de su tiempo y de un espíritu superior al de los demás., de mejor fe en la búsqueda de la verdad o más sinceramente consagrado a ella una vez encontrada; así que absténgase de juntar su propia infalibilidad con la de la multitud, pues tan mal resultado dio en el caso del gran Antonino.
Conociendo la imposibilidad de defender las persecuciones religiosas por medio de argumentos que no justificaban a Marco Aurelio, los enemigos de la libertad religiosa, cuando se les insta a ello vivamente, dicen, con el doctor Johnson, que los perseguidores del cristianismo estaban en el camino verdadero, que la persecución es una prueba que debe sufrir la verdad, y que siempre se sufre con éxito, quedando sin fuerza contra la verdad las sanciones legales, si bien sean algunas veces útiles contra errores perjudiciales. Esta forma de argumentar en favor de la intolerancia religiosa es lo suficientemente clara para que nos detengamos en ella.
Una teoría que justifica que la verdad sea perseguida, porque la persecución no le causará daño alguno, no puede ser acusada de hostilidad intencionada a la recepción de verdades nuevas. Pero nosotros no podemos alabar la generosidad de semejante comportamiento con las personas a las que la especie humana debe el descubrimiento de estas verdades. Revelar al mundo algo que le interese profundamente y que ignoraba, demostrarle que está equivocado con respecto a cualquier punto vital de su interés espiritual o temporal, he aquí el más importante servicio que un ser humano puede prestar a sus semejantes; y, en ciertos casos, como el de los primeros cristianos o reformadores, los partidarios de la opinión del doctor Johnson creen que éste es el don más precioso que se haya podido hacer a la humanidad. Pues bien, según esta teoría, tratar a los autores de tan grandes beneficios como si fueran viles criminales y recompensarles con el martirio, no entraña un error y una desgracia deplorables por los cuales la humanidad deba hacer penitencia con el saco y el cilicio, sino que es más bien el estado normal y propio de las cosas. El que propone una verdad nueva, debería, según esta doctrina, presentarse, como acostumbraba entre los locrenses el que proponía una nueva ley, con una cuerda al cuello, la cual debería apretarse si la asamblea pública, después de haber escuchado sus razones, no adoptaba inmediatamente su proposición. No es presumible que las personas que defienden esta manera de tratar a los bienhechores de la humanidad concedan mucha importancia al beneficio que aportan. Y yo creo que esta manera de ver la cuestión es propia únicamente de esa clase de gentes que están persuadidas de que las verdades nuevas tal vez hayan sido deseables en otros tiempos, pero que hoy en día tenemos sobra de ellas. Sin embargo, podemos afirmar resueltamente que el que la verdad triunfe siempre de la persecución es una de las mentiras agradables que los hombres se repiten unos a otros hasta convertirla en un lugar común en contradicción con la experiencia.
Constantemente la historia nos muestra a la verdad reducida a silencio por la persecución; y si a veces no se la ha suprimido de modo absoluto, al menos ha sido retardada en muchos siglos.
Para no hablar más que de las opiniones religiosas, la Reforma estalló lo menos veinte veces antes de que madurase con Lutero y otras tantas veces fue reducida al silencio. Fue vencido Arnaldo de Brescia. Fue vencido Fra Dolcino. Fue vencido Savonarola. Fueron vencidos los albigenses, los valdenses, los lollardos, los hussitas. Incluso después de Lutero, dondequiera que persistió la persecución, fue victoriosa. En España, Italia, Flandes y Austria, el protestantismo quedó extirpado; y probablemente lo hubiera sido en Inglaterra, si hubiera vivido la reina María, o si la reina Isabel hubiera muerto. La persecución logró éxito siempre, excepto donde los disidentes formaban un partido grandemente eficaz. El cristianismo hubiera podido ser extirpado del imperio romano; ninguna persona razonable podría dudar de ello. Se extendió y llegó a ser predominante porque las persecuciones eran sólo accidentales, no duraban apenas y se hallaban separadas por largos intervalos de propaganda casi libre. El decir que la verdad posee, como tal verdad, un poder esencial y contrario al error, de prevalecer contra prisiones y persecuciones, es pura retórica. Los hombres no guardan la verdad con más celo que el error; y una aplicación suficiente de penalidades legales, o incluso sociales, bastará para detener la propagación de una y de otra. La ventaja que posee la verdad consiste en que, cuando una opinión es verdadera, aunque haya sido rechazada múltiples veces, reaparece siempre en el curso de los siglos, hasta que una de sus reapariciones cae en un siglo o en una época en que, por circunstancias favorables, escapa a la persecución, al menos durante el tiempo preciso para adquirir la fuerza de poderla resistir más tarde.
Se nos dirá que, hoy, no se da muerte a los que introducen nuevas ideas; que no somos como nuestros padres que aniquilaban a los profetas; al contrario, hoy les construímos sepulcros. Verdad es que ya no damos muerte a los herejes, y todos los castigos que podría tolerar el sentimiento moderno, incluso contra las opiniones más odiosas, no bastarían para extirparlas. Pero no nos envanezcamos todavía de haber escapado a la vergüenza de la persecución legal. La ley permite todavía ciertas penalidades contra las opiniones, o al menos contra su expresión; y la aplicación de estas penalidades no es cosa tan sin ejemplos recientes como para no esperar verlas reaparecer con toda su fuerza. El año 1857, en los juicios que se efectuaron en el condado de Cornualla, un desgraciado, según se dijo, de conducta irreprochable, en todos los momentos de su vida, fue condenado a veinte años y un mes de prisión por haber pronunciado y escrito en una puerta algunas palabras ofensivas para el cristianismo
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Un mes después, dos personas
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, en dos ocasiones distintas, fueron rechazadas como jurados, y una de ellas fue groseramente insultada por el juez y uno de sus asesores: porque habían declarado honradamente no tener ninguna creencia religiosa. Y, a una tercera persona, un extranjero, y por la misma
razón, no
se le hizo justicia contra un ladrón
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. Este acto de denegar reparación ocurrió en virtud de la doctrina legal que dice que una persona que no cree en Dios o en la vida futura no puede ser admitida en justicia para exponer su testimonio; lo que equivale a declarar que estas personas están fuera de la ley, privadas de la protección de los tribunales, y no sólo pueden ser impunemente objeto de latrocinios o de ataques, si no cuentan con otros testigos que ellas mismas u otras gentes de su mismo modo de pensar, sino que cualquiera puede ser robado o atacado con impunidad, desde el momento en que las pruebas dependan únicamente de su testimonio. Este punto de vista está fundado en la presunción de que la persona que no cree en una vida futura no tiene ningún valor como tal persona; proposición que muestra una gran ignorancia de la historia en aquellos que la admiten (ya que es históricamente cierto que en todas las épocas una gran cantidad de infieles han sido gentes de un honor y de una integridad notables); y, para sostener esta proposición, sería necesario pasar por alto las innumerables personas, de gran reputación por sus virtudes y talento, que son bien conocidas, al menos por sus amigos íntimos, como personas que no creen en nada. Esta regla, por otra parte, se destruye a sí misma: con el pretexto de que los ateos son gentes que no dicen la verdad, admite el testimonio de todos los ateos que mienten y rechaza solamente a los que tienen la valentía de confesar en público que detestan un determinado credo, antes que afirmar una mentira. Tan absurda es esta regla, si se considera el fin que se propone, que no puede ser mantenida más que como garantía de odio, como un resto de persecución; y no teniendo tal persecución ningún motivo para producirse, quedará patente y demostrado que no es merecida. Esta regla y la teoría que implica no son menos insultantes para los creyentes que para los infieles; pues si todo aquel que no cree en una vida futura es necesariamente un engañador, la consecuencia que se saca, es que los que creen en ella sólo dejan de mentir, si es que dejan de hacerlo por miedo al infierno. Nosotros no tenemos intención de hacer a los autores y partidarios de esta regla la injuria de suponer que la idea que ellos se han formado de la virtud cristiana procede de su propia conciencia.
En realidad, todo esto no es más que jirones y restos de persecución, que pueden ser considerados, no como una señal evidente de deseo de perseguir, sino más bien como un ejemplo de esa enfermedad frecuentísima entre los ingleses, que les hace gozar de un placer absurdo al afirmar un principio moralmente malo, cuando ellos no lo son lo suficiente como para desear realmente su puesta en práctica. Pero, por desgracia, no podemos estar seguros, según el estado actual de la opinión pública, de que continúe esta suspensión de las más odiosas formas de persecución legal; suspensión de la que hemos disfrutado por espacio de una generación. En nuestro siglo, la superficie tranquila de la rutina se encuentra a menudo turbada por tentativas encaminadas a resucitar viejos males más que por la introducción de nuevos bienes. Lo que hoy nos enorgullece como renacimiento de la religión, no es más que, al menos en los espíritus mezquinos e incultos, un renacimiento del fanatismo; y cuando en los sentimientos de un pueblo existe tal germen permanente y poderoso de intolerancia, el mismo que existió en todos los tiempos entre las clases medias de nuestro país, poca cosa hace falta para impulsarle a perseguir activamente a quienes siempre han sido considerados como merecedores de persecución
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