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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Sobre la muerte y los moribundos (5 page)

BOOK: Sobre la muerte y los moribundos
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Otros participantes empezaron a identificarse con los pacientes, especialmente si eran de su misma edad y tenían que tratar de aquellos conflictos en la discusión y mucho después. Cuando los miembros del grupo empezaron a conocerse unos a otros y se dieron cuenta de que nada era tabú, las discusiones se convirtieron en una especie de terapia de grupo para ellos, con mucha franqueza en sus confesiones, apoyo mutuo, y a veces, descubrimientos e intuiciones dolorosas. Los pacientes no se dieron cuenta del impacto y de los profundos efectos que tuvieron algunas de sus revelaciones en muchos y muy variados estudiantes.

Dos años después de la creación de este seminario, se convirtió en un curso acreditado de la facultad de medicina y del seminario teológico. También asisten muchos médicos visitantes, enfermeras y auxiliares, practicantes, asistentas sociales, sacerdotes y rabinos, terapistas de inhalación y terapistas ocupacionales, pero casi nunca miembros de la facultad de nuestro propio hospital. Los estudiantes de medicina y de teología que lo toman como asignatura formal asisten también a una sesión teórica, que trata de cuestiones filosóficas, morales, éticas y religiosas, de la que se encargan alternativamente la autora y el capellán del hospital.

Todas las entrevistas se graban en cinta magnetofónica y están a la disposición de estudiantes y profesores. Al final de cada trimestre, cada estudiante escribe un trabajo sobre un tema de su elección. Estos trabajos se presentarán al público en el futuro; van desde interpretaciones muy personales del concepto de la muerte y el miedo a ella, hasta trabajos filosóficos, religiosos o sociológicos de gran altura sobre la muerte y el morir.

Para asegurar la confidencialidad, se hace una lista de todos los que asisten, y en todas las transcripciones se alteran los nombres y los datos de identidad.

De una reunión informal de cuatro estudiantes ha surgido un seminario, en dos años, al que asisten ya cincuenta personas, miembros de todas las profesiones asistenciales. Al principio costaba un promedio de diez horas por semana conseguir permiso de un médico para pedir una entrevista a un paciente; ahora casi nunca nos vemos obligados a buscar paciente. Nos los envían, enfermeras, asistentas sociales, y, lo que es más estimulante quizá, pacientes que han asistido al seminario y han compartido su experiencia con otros enfermos desahuciados, quienes nos piden asistir, unas veces para prestarnos un servicio, otras para ser oídos.

Los moribundos como maestros

Hablar o no hablar, ésa es la cuestión.

Al hablar con médicos, capellanes de hospital y enfermeras, a menudo nos impresiona su preocupación por cómo va a encajar un paciente “la verdad”. “¿Qué verdad?”, solemos preguntar nosotros. Hacer frente a un paciente después de diagnosticar un tumor maligno siempre es difícil. Algunos médicos son partidarios de decírselo a los parientes, pero ocultar los hechos al interesado para evitar un estallido emocional. Algunos doctores son sensibles a las necesidades de sus pacientes y saben informarles de que tienen una enfermedad grave sin quitarles todas las esperanzas.

Personalmente, creo que esta cuestión nunca debería plantearse como un verdadero conflicto. La pregunta no debería ser “¿Debemos decírselo?”, sino “¿Cómo compartir esto con mi paciente?” Trataré de explicar esta actitud en las páginas siguientes. Por lo tanto tendré que exponer crudamente las distintas experiencias por las que pasan los pacientes cuando se enteran de repente de que van a morir. Como hemos subrayado antes, espontáneamente, el hombre no quiere pensar en el fin de su vida en la tierra y sólo de vez en cuando y sin mucha profundidad pensará un momento en la posibilidad de su muerte. Por ejemplo, cuando se entera de que tiene una enfermedad grave. El mero hecho de decir a un paciente que tiene cáncer le hace consciente de su posible muerte.

A menudo la gente considera un tumor maligno equivalente a una enfermedad mortal: los tiene por sinónimos. Esto es básicamente cierto, y puede ser una bendición o una maldición, según cómo se trate al paciente y a la familia en esta situación crucial. El cáncer es todavía para la mayoría una enfermedad mortal, a pesar del número cada vez mayor de verdaderas curaciones y de importantes remisiones. Creo que deberíamos adquirir el hábito de pensar en la muerte y en el morir de vez en cuando, antes de encontrárnosla en nuestra propia vida. Si no hemos hecho esto, un diagnóstico de cáncer en nuestra familia nos recordará brutalmente nuestro propio fin. Puede ser una buena ocasión, por lo tanto, el tiempo de la enfermedad para pensar en nuestra propia muerte, prescindiendo de si el paciente va a morir o va a seguir con vida.

Si un médico es capaz de hablar francamente con sus pacientes del diagnóstico de tumor maligno sin que sea necesariamente sinónimo de una muerte inminente, prestará al paciente un gran servicio. Al mismo tiempo, debería dejar la puerta abierta a la esperanza, es decir, a nuevos medicamentos, tratamientos, posibilidades de nuevas técnicas y nuevas investigaciones. Lo principal es que haga comprender al paciente que no está todo perdido; que no va a desahuciarle por haber hecho un diagnóstico determinado; que es una batalla que van a librar juntos —paciente, familia y médico—, sea cual sea el resultado final. Este paciente no temerá el aislamiento, el engaño, el rechazo, sino que continuará teniendo confianza en la honestidad de su médico y sabrá que, si hay algo que pueda hacerse, lo harán juntos. Esta actitud es igualmente tranquilizadora para la familia, que a menudo se siente terriblemente impotente en esos momentos. Dependen mucho de la confianza que les inspire el médico, tanto con sus palabras como con su actitud. Les anima saber que se hará todo lo posible, si no para prolongar la vida, por lo menos para disminuir el sufrimiento.

Si se le presenta una paciente con un bulto en el pecho, un médico considerado la preparará para la posibilidad de un tumor maligno, y le dirá que una biopsia, por ejemplo, revelará la verdadera naturaleza del tumor. También le dirá con tiempo que, si se descubre un tumor maligno, se requerirá una operación quirúrgica más extensa. Esta paciente tiene más tiempo para prepararse para la posibilidad de un cáncer, y estará más dispuesta a aceptar la operación quirúrgica más extensa si fuera necesaria. Cuando la paciente se despierte después de la operación, el doctor puede decir: “Lo siento, tuvimos que practicar la cirugía más extensa.” Si la paciente responde: “Gracias a Dios, era benigno.” él puede decir simplemente: “¡Ojalá fuera cierto!”, y luego estar sentado un rato en silencio con ella, y no salir corriendo. Esta paciente puede simular que no lo sabe durante varios días. Sería cruel por parte de un médico obligarla a aceptar el hecho cuando ella demuestra claramente que todavía no está preparada para hacerlo. El hecho de que se lo haya dicho una vez será suficiente para mantener la confianza en el médico. Esta paciente le solicitará más adelante, cuando se note capaz y fuerte para afrontar el posible desenlace fatal de su enfermedad.

Otra respuesta de la paciente puede ser: “¡Oh, doctor, qué terrible! ¿Cuánto tiempo voy a vivir?” Entonces el médico puede informarle de lo mucho que se ha logrado en los últimos años en lo que se refiere a alargar la vida de este tipo de pacientes, y hablarle de la posibilidad de cirugía adicional que ha dado buenos resultados: puede decirle francamente que nadie sabe cuánto tiempo puede vivir. Creo que la peor manera de tratar a un paciente, por muy fuerte que sea, es darle un número concreto de meses o años. Como esta suposición nunca es cierta, y las excepciones en ambos sentidos son la regla, no veo ninguna razón para tomarlo en consideración. Puede haber una necesidad en algunos casos raros, en los que se debe informar a un jefe de familia de la brevedad de su futura vida para que pueda arreglar sus asuntos. Creo que incluso en estos casos, un médico hábil y comprensivo puede decir a su paciente que sería mejor que pusiera en orden sus cosas mientras tenga tiempo y fuerza para hacerlo, en vez de esperar demasiado. Lo más probable es que el paciente capte el mensaje implícito, pudiendo a la vez conservar la esperanza que todos y cada uno de los pacientes han de conservar, incluido los que dicen que están dispuestos a morir. Nuestras entrevistas han mostrado que todos los pacientes mantenían una puerta abierta a la posibilidad de continuar existiendo, y que ninguno de ellos sostuvo que no deseara vivir en absoluto.

Cuando preguntábamos a nuestros pacientes cómo se lo habían dicho, nos dábamos cuenta de que todos los pacientes sabían que estaban desahuciados de un modo u otro, tanto si se lo habían dicho explícitamente como si no, pero consideraban muy importante que el médico les presentase la noticia de una manera aceptable.

¿Y qué es una manera aceptable? ¿Cómo sabe un médico qué paciente quiere que se lo digan brevemente, cuál quiere una larga explicación científica, y cuál quiere eludir el tema? ¿Cómo lo sabemos si no tenemos la ventaja de conocer al paciente bastante bien antes de vernos obligados a tomar estas decisiones?

La respuesta depende de dos cosas. La más importante es nuestra propia actitud y nuestra capacidad para afrontar la enfermedad mortal y la muerte. Si éste es un gran problema en nuestra vida, y vemos la muerte como un tema tabú, aterrador y horrible, nunca podremos ayudar a un paciente a afrontarla con tranquilidad. Y digo “muerte” a propósito, aunque sólo tengamos que responder a la pregunta de si el tumor es maligno o no. El primero siempre está asociado con la muerte inminente, con una muerte destructora, y es el primero el que provoca todas las emociones. Si no podemos afrontar la muerte con ecuanimidad, ¿cómo podemos ser útiles a nuestros pacientes? Entonces esperamos que nuestros pacientes no nos hagan esa horrible pregunta. Damos rodeos y hablamos de trivialidades, o del maravilloso tiempo que hace fuera. El paciente sensible nos seguirá la corriente y hablará de la primavera siguiente, aunque esté convencido de que no habrá primavera siguiente para él. Luego, estos médicos, cuando les hacemos preguntas, nos dicen que sus pacientes no quieren saber la verdad, que nunca la preguntan, y que creen que todo va bien. En realidad, los médicos se sienten muy aliviados, y a menudo no se dan cuenta de que son ellos quienes han provocado esta respuesta en sus pacientes.

Los médicos a los que todavía les resulta incómodo hablar de esto pero que no están tan a la defensiva suelen llamar a un capellán o a un sacerdote y pedirle que hable con el paciente. Se sienten más a gusto después de pasar la difícil responsabilidad a otro, lo cual quizás es mejor que eludirla pura y simplemente. En cambio, otras veces esto les inquieta tanto que dejan órdenes explícitas al personal y al capellán de que no digan nada al paciente. Cuanto más explícitas son estas órdenes, más revelan la ansiedad del médico, que a él no le gustaría reconocer.

Hay otros que tienen menos dificultad en este punto y encuentran a muchos menos pacientes que no quieran hablar de la gravedad de su enfermedad. Estoy convencida, a juzgar por los muchos pacientes con los que he hablado de este tema, de que esos médicos que necesitan negarse la verdad a ellos mismos, encontrarán la misma voluntad negativa en sus pacientes, y de que los que son capaces de hablar de una enfermedad mortal encontrarán a sus pacientes más capaces de afrontarla y reconocerla. La necesidad de negación del paciente es directamente proporcional a la del médico. Pero esto es sólo la mitad del problema.

Hemos descubierto que los diferentes pacientes reaccionan de modo diferente ante estas noticias según su personalidad y el estilo de vida que han tenido hasta entonces. Las personas que usan la negación como defensa básica, la utilizarán mucho más que otras. Los pacientes que han afrontado situaciones de tensión anteriores cara a cara, harán lo mismo en la presente situación. Por lo tanto, es muy útil tener trato con un nuevo paciente, para descubrir sus puntos fuertes y débiles. Daré un ejemplo de esto:

La señora A., una mujer blanca de treinta años, nos pidió que fuéramos a verla durante su hospitalización. Era una mujer baja, obesa, falsamente alegre, que nos habló sonriendo de su “linfoma benigno”, para el cual había recibido una serie de tratamientos a base de cobalto y mostazas nitrogenadas, de los que todo el hospital sabía que se daban para tumores malignos. Estaba muy familiarizada con su enfermedad y reconoció de buena gana que había leído mucha literatura sobre ella. De repente, se puso a llorar y contó la historia, bastante patética, de cómo su médico de cabecera le había hablado de un “linfoma benigno” después de recibir los resultados de la biopsia. “¿Un linfoma benigno?”, repetí yo, en tono de duda, y luego esperando tranquilamente una respuesta. “Por favor, doctora, dígame si es maligno o benigno”, pidió ella, pero sin esperar mi respuesta, empezó a contarme sus intentos infructuosos de quedar embarazada. Durante nueve años había estado deseando tener un niño, había pasado por todos los reconocimientos posibles, y finalmente había acudido a varias agencias con la esperanza de adoptar un niño. No se lo habían concedido por muchas razones: primero, porque sólo llevaba casada dos años y medio, y más adelante, quizá por su inestabilidad emocional. Ella no había podido aceptar el hecho de que ni siquiera pudiera tener un niño adoptado. Ahora estaba en el hospital y se había visto obligada a firmar una solicitud de tratamiento a base de radiación en la que se especificaba claramente que tendría como consecuencia la esterilidad, con lo que su incapacidad de tener un niño sería definitiva e irrevocable. Esto era inaceptable para ella, a pesar de que había firmado la solicitud y había pasado por los preparativos para la radiación. Tenía el abdomen señalado y le iban a dar el primer tratamiento la mañana siguiente.

Sus palabras me revelaron que todavía no era capaz de aceptar el hecho. Hizo la pregunta de si el linfoma era maligno o no, pero no esperó la respuesta. También me revelaron su incapacidad para aceptar su esterilidad a pesar de que había aceptado el tratamiento a base de radiación. Continuó hablándome durante mucho rato de todos los detalles de su deseo insatisfecho y me miraba con un gran interrogante en la mirada. Yo le dije que sería mejor que hablara de su incapacidad para afrontar su enfermedad más que de su incapacidad para quedar embarazada. Le dije que podía comprenderla. También le dije que ambas situaciones eran difíciles, pero no desesperadas, y la dejé con la promesa de volver al día siguiente después del tratamiento.

Fue mientras se dirigía hacia el primer tratamiento de radiación cuando confirmó que sabía que lo suyo era maligno, pero confiaba en que aquel tratamiento pudiera curarlo. Durante las siguientes visitas, nada profesionales, casi sociales, ella hablaba alternativamente de los niños y de su tumor maligno. Durante estas sesiones lloraba cada vez más y había abandonado su máscara de falsa alegría. Pedía un “botón mágico” que le permitiera liberarse de todos sus temores y de la pesada carga que llevaba en el pecho. Estaba muy preocupada por la perspectiva de tener una compañera de habitación, que probablemente sería una moribunda. Como las enfermeras encargadas de su sección eran muy comprensivas, les explicamos sus temores, y le pusieron como compañera a una mujer joven y animosa que le ayudó mucho. Las enfermeras además le animaban a llorar siempre que le apeteciera, en vez de esperar que siempre estuviera sonriendo, cosa que ella agradeció. Tenía una gran capacidad para decidir con quién podía hablar de su enfermedad y detectar a las personas menos dispuestas para sus conversaciones sobre niños. Los médicos y enfermeras quedaron muy sorprendidos al ver lo consciente que era y la capacidad que tenía de hablar de su futuro de un modo realista.

Después de unas cuantas visitas muy fructíferas, de repente la paciente me preguntó si yo tenía niños, y cuando le dije que sí, me pidió que termináramos la visita porque estaba cansada. Las visitas siguientes estuvieron llenas de comentarios airados y desagradables sobre las enfermeras, los psiquiatras y otros, hasta que consiguió reconocer sus sentimientos de envidia hacia las personas sanas y jóvenes, pero especialmente hacia mí, que parecía tenerlo todo. Cuando se dio cuenta de que nadie la rechazaba a pesar de que a veces era una paciente bastante difícil, comprendió cada vez mejor el origen de su ira y la manifestó directamente como ira contra Dios porque le permitía morir tan joven y tan insatisfecha. Afortunadamente, el capellán del hospital no era un hombre severo sino muy comprensivo, y habló con ella de aquella ira en términos muy parecidos a los míos, hasta que el disgusto se calmó dando lugar a una depresión y es de esperar que a la aceptación final de su suerte.

Hasta el momento presente, esta paciente sigue manteniendo esta dicotomía con respecto a su problema principal. Ante un grupo de personas se presenta como una mujer cuyo único conflicto es su esterilidad; al capellán y a mí nos habla del sentido de su breve vida y de las esperanzas que todavía tiene (con razón) de prolongarla. Su máximo temor en el momento de escribir estas líneas es la posibilidad de que su marido se case con otra mujer que pueda tener hijos, aunque luego reconoce riendo: “No es el shah de Persia, sino un hombre verdaderamente estupendo.” Todavía no ha podido eliminar su envidia a los sanos. Pero el hecho de que no necesite mantener la negación o desplazarla a otro problema trágico pero más aceptable, le permite hacer frente a su enfermedad con más éxito.

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