Sombras de Plata (20 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

BOOK: Sombras de Plata
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Arilyn se puso de pie y extrajo la ensangrentada hoja de luna del brazo del cadáver. El resplandor azul mágico del filo se fue desvaneciendo, en apariencia sofocado por la sangre que había derramado. La semielfa se inclinó para limpiar la hoja con la camisa del cadáver del asesino, y luego la guardó en su funda antigua.

Sin mirar atrás, dio media vuelta, salió por la ventana y empezó a trepar a pulso por la cuerda hasta desaparecer en la negra noche.

Hurón permaneció en silencio durante largo rato en el mismo sitio donde había caído, intentando aclarar todo lo que acababa de ver, aunque la mayor parte carecía de explicación para ella.

Arilyn era semielfa, y sin embargo poseía una hoja de luna. Había elegido una profesión de asesina y, aun así, la espada seguía obedeciéndola. ¿Era acaso posible que la espada mágica hubiese sido pervertida para actuar de forma maligna? ¿O acaso Arilyn, al igual que la propia Hurón, era algo distinto de lo que aparentaba ser?

¿Y Danilo Thann? Según todos los informes que había recopilado Hurón, el noble se encontraba en El Minotauro Púrpura apenas unos minutos antes; ella misma le había oído entonar una canción. ¿Adónde habría ido? ¿Y qué papel tenía Arilyn en todo ese misterio?

De una cosa estaba Hurón convencida: necesitaba al Arpista, y si todavía se encontraba a su alcance, lo encontraría, aunque a la orgullosa hembra le dolía que la llave de su éxito pareciese estar en manos de la luchadora semielfa.

Cuando juzgó que era el momento oportuno, Hurón se levantó y salió reptando en silencio por la ventana. La cuerda había desaparecido, por supuesto, así como la semielfa.

No importaba. Hurón estaba acostumbrada a trepar por todo tipo de paredes y sus dedos esbeltos y ágiles eran capaces de encontrar asidero en prácticamente cualquier superficie. También era una cazadora experta, capaz de seguir el rastro de una liebre en la espesura más densa o perseguir una ardilla por la bóveda arbórea del bosque. Una simple semielfa no sería capaz de escabullirse a su persecución, a pesar de que el terreno de la ajetreada ciudad no le resultase familiar.

Alzó la barbilla en gesto de determinación antes de apartarse de la ventana y seguir a Arilyn en mitad de la noche.

—Un sueño —musitó el príncipe Hasheth, intentando no prestar atención al débil pero insistente golpe que amenazaba con sacarlo de la modorra. Dio media vuelta y hundió la cabeza en la almohada, deseando imperiosamente que regresara el sopor y se desvaneciera aquel sueño molesto.

Pero no, ahí estaba otra vez ese sonido, y procedía de la puerta secreta que tenía en su alcoba. Hasheth aguzó el oído y reconoció el ritmo de una señal establecida.

Con un gruñido, apartó todavía soñoliento la tela de mosquitera que rodeaba su cama, para aproximarse a la chimenea y accionar el picaporte escondido entre las piedras. Tal como esperaba, la Arpista semielfa se precipitó en la habitación en cuanto la pesada puerta se abrió. A juzgar por la mirada de sus ojos y la mueca que contraía su rostro, Hasheth dudó de que hubiese acudido a él en respuesta a su ofrecimiento de una noche de diversión.

—Ha llegado el momento. Me voy de Espolón de Zazes.

—Mañana temprano —convino Hasheth, al notar el tono imperioso de su voz.

—No.
Ahora.

El príncipe alzó ambas manos al aire y miró con ojos de exasperación al cielo, pero sabía demasiado para ponerse a discutir con Arilyn Hojaluna. Por joven que fuese, aprendía con rapidez cómo medir a los hombres, y a las mujeres, que lo rodeaban. Antes se hubiese atrevido a discutir sobre filosofía con un camello que intentar razonar con aquella tozuda mujer.

Y había aceptado ayudarla..., incluso había participado en la mayoría de los preparativos. Cumplir una palabra dada era algo importante y Hasheth sabía que la medida de un hombre no era necesariamente la agudeza de su espada o de su inteligencia, ni siquiera la suma de dinero que poseyera ni la posición social que pudiese ostentar. No, la verdadera medida de un hombre era el peso de su palabra. Algún día confiaba en tener poder suficiente para que los hombres obedecieran sus órdenes sin rechistar. Por el momento, y con aquella mujer, deseaba que se lo valorase por ser un hombre de honor, una parte importante y de confianza de sus interesantes planes clandestinos. Y, además, lord Hhune lo había impelido a que se ganara la confianza de los Arpistas.

Hasheth alargó la mano y estiró con gesto imperioso el llamador. Un joven sirviente apareció de inmediato en la puerta, frotándose unos ojos soñolientos. El príncipe le tendió una nota sellada; las explicaciones eran innecesarias, el criado había sido aleccionado desde pequeño y sabía con exactitud lo que debía hacer. La nota llegaría a manos de otro contacto, que pondría en marcha una elaborada cadena de acontecimientos. Hasheth había sido un alumno aplicado de los Arpistas y había aprendido mucho.

—¿El barco? —preguntó ella.

—Todo está a punto —le aseguró el príncipe—. Saldré del palacio, montaré en uno de los caballos que tengo en el establo público y me dirigiré a la puerta del sur. Cuando abran, al alba, nos uniremos los dos a una caravana y nos dirigiremos al sur hasta el río Sulduskoon, yo como representante de los intereses marítimos de Hhune, tú vestida de cortesana contratada para que hagas más placentero mi viaje. Cuando lleguemos al río, podrás marcharte. En cuanto la caravana complete su viaje de negocios, conduciré a tu yegua sana y salva a la guarida oculta de Chatarrero mientras que tú sigues río arriba rumbo a un destino que no te has dignado compartir con tu aliado de confianza.

Arilyn respondió a la retahíla con una simple señal de asentimiento, y ante el intento de Hasheth de obtener información de ella, se limitó a permanecer en silencio.

—Entonces, al alba —concluyó mientras se colaba por la trampilla baja.

Hasheth escuchó el débil eco que dejaban sus pisadas en la estrecha escalera y se maravilló una vez más de que no trastabillara ni se cayese en la oscuridad. La trampilla estaba oculta en la piedra de la chimenea que se utilizaba para caldear la estancia durante las noches frías y el mismo túnel estaba excavado en los gruesos muros del palacio. Se preguntó qué diría su padre, el bajá, si supiera que una asesina de la categoría de Arilyn podía introducirse en palacio casi a voluntad.

«Nada bueno, diría», concluyó Hasheth con una tirante sonrisa. Cerró la puerta y empezó a ultimar los preparativos para el viaje. Últimamente, el bajá apenas había cruzado palabra con el inquieto joven y no le había complacido la solicitud de Hasheth para entrar al servicio de lord Hhune, aunque con el tiempo lo había aceptado simplemente para silenciar a su joven y conflictivo hijo.

Hasheth no entendía cómo su padre era incapaz de ver la importancia de hombres como Hhune, o la amenaza potencial que suponía su ambición. Recordó la advertencia que le había hecho Arilyn, e hizo un sombrío gesto de asentimiento. El breve pero espectacular reinado del bajá Balik llegaría pronto a su fin.

Y así debía ser. Desde su primer encuentro con Arilyn, había aprendido una lección importante: conoce a tu enemigo. Si Balik no era capaz de reconocer a los suyos, se merecía su declive.

Y él, Hasheth, encontraría el modo de beneficiarse de esa eventualidad. «Quizá — pensó mientras dejaba atrás las puertas de palacio—, podría ayudar a que suceda lo inevitable.»

En los lujosos jardines que rodeaban el palacio, casi invisible entre las ramas de un vistoso árbol exótico, Hurón espiaba cómo la semielfa avanzaba al amparo de las sombras junto al muro.

Arilyn alzó una parra que ocultaba un pedazo de pared y rozó con los dedos la lisa superficie de piedra. De la nada se abrió un hueco cuando un panel de pared se deslizó en silencio a un costado. Cuando se hubo introducido, la puerta se cerró a su espalda y la parra recuperó su posición. Ni siquiera la aguzada vista de Hurón fue capaz de distinguir un contorno distinto ni señal alguna del lugar donde estaba la puerta oculta.

Apostada en su árbol, Hurón esperó pacientemente hasta que la semielfa finalizó su cita y volvió a salir a la oscuridad. Y luego, siguió esperando un rato más. El misterio que constituía Arilyn Hojaluna no quedaría resuelto con una confrontación directa sino que Hurón tendría que ir encajando las piezas en su lugar lo mejor que pudiera. Deseaba ver quién más salía de palacio.

Para su sorpresa, el contacto de la semielfa no resultó ser un vigilante de palacio, ni un mayordomo semielfo, sino uno de los hijos menores del bajá reinante. Hurón recordaba al muchacho gracias a su fallido intento de entrar en la Cofradía de Asesinos. Ahora que pensaba en ello, recordaba que Arilyn se había introducido en la cofradía poco después de que Hasheth se hubiese ido. No había establecido ninguna conexión entre ambos hechos, y en apariencia, debería haberlo hecho.

Hurón salió tras el joven príncipe. Seguirlo era sencillo porque en aquella parte de la ciudad eran norma los jardines con gran profusión de vegetación, y los árboles de flores exóticas que se alineaban a ambos lados de las calles estaban tan pegados los unos a los otros que sus ramas quedaban entrelazadas. Fue capaz de seguirlo durante varias manzanas sin que sus pies tocaran una sola vez el suelo.

Al final, el joven se introdujo en un establo y salió un instante después a lomos de una bonita montura amnish. Hurón esbozó una mueca. No tenía ni idea de montar a caballo, pero si el joven iba lejos, seguirlo a pie podría resultar difícil.

La asesina se plantó en la calle y se introdujo en el establo. Tras silenciar al mozo de cuadra, seleccionó con rapidez una yegua de aspecto apacible y le envolvió las pezuñas para que las herraduras no hiciesen ruido. Luego, con toda la calma que pudo reunir, sacó al animal de la cuadra y se montó sobre su lomo desnudo. Cabalgaría, si era necesario, ¡pero ningún poder debajo de las estrellas la obligaría a humillar a una criatura inteligente con una silla de montar y bridas!

Hurón acarició la crin de la yegua y se inclinó hacia adelante para susurrarle unas palabras en el lenguaje de los centauros. En apariencia, la yegua comprendió la esencia de su solicitud porque giró las orejas hacia atrás y salió al trote en persecución del semental de Hasheth.

A medida que transcurría la noche, las profundas sombras del bosque empezaron a tornarse verdosas como anuncio de la inminencia del amanecer. Los guerreros elfos que habían sobrevivido a la incursión aceleraron el paso porque la muerte que los perseguía podía avanzar a mayor velocidad con la llegada de la luz.

Exhaustos, acongojados, soportando las marcas del combate como lo hacían sus camaradas muertos y heridos, los elfos se retiraban a su hogar en el bosque. Progresaban con lentitud, porque no eran capaces de abandonar a sus heridos y avanzar por los árboles; temían el uso que podían hacer de los elfos apresados. Les habían llegado rumores de que el cuerpo de Gorrión había sido colocado entre los humanos ajusticiados de una caravana procedente del Norland, y que sus flechas habían sido utilizadas contra los mercaderes.

El ladrido distante de los sabuesos de caza se convirtió en triunfante y estridente.

—Han encontrado un rastro de sangre —aseguró Korrigash con voz sombría mientras alzaba el cuerpo fláccido de un elfo macho que portaba a la espalda como llevaría un cazador un ciervo abatido.

Foxfire hizo un gesto de asentimiento y posó la mirada en el rostro de la muchacha que llevaba en brazos. Ala de Halcón era su nombre, un nombre nuevo con el que Tamara había bautizado a la niña para señalar su aceptación en una nueva tribu. Le sentaba bien el nombre; había luchado como un ave de presa acorralada y había abatido a varios humanos antes de que una daga cobarde le rajara la espalda...

Sobreviviría, se repetía una y otra vez Foxfire en silencio, mientras contemplaba sus ojos negros relucientes por el dolor y la
impulsaba
a vivir. La tribu tenía necesidad de individuos con un coraje y un espíritu parecido a los que poseía esa niña. Tamara había reclamado la niña para el clan Báculo de Roble y estaba dispuesta a criarla, pero Foxfire la entrenaría, porque sabía reconocer a un líder de guerra en cuanto veía uno.

Ala de Halcón se agitó en sus brazos y su mirada se cruzó con la intensa contemplación de Foxfire.

—Bájame —pidió en un susurro apenas audible—. ¡Huid! Somos demasiado pocos para plantar combate y el Pueblo no puede permitirse soportar más pérdidas esta noche.

—Tiene razón —intervino Korrigash con suavidad.

Pero Foxfire sacudió la cabeza e hizo recuento con rapidez de los efectivos que les quedaban. Las perspectivas no parecían buenas. Veinticuatro elfos de Árboles Altos podían todavía correr y luchar, pero sólo dos de los elfos rescatados podían caminar sin asistencia. Los elfos portaban también tres cadáveres y varios heridos graves. No había ninguno que hubiese escapado sin heridas de ningún tipo. No podía quedarse y luchar. Tal como estaban, no.

Se volvió hacia Tamara.

—Tú que eres la más veloz, avisa a Árboles Altos. Necesitamos a tantos guerreros como puedan reunir y nos encontraremos con ellos en las marismas que hay al sur de aquí.

La mujer asintió al comprender enseguida lo acertado de su plan. Los elfos necesitaban descansar y curar a los heridos, y no existía lugar más propicio para hacer eso que los pantanos bajos. En ese valle, siempre oscuro y frío, el bosque se veía cubierto por un espeso manto de niebla. Los troncos enormes de varios cedros milenarios, árboles que no vivían ni crecían pero cuyas raíces se mantenían firmes, habían sido horadados para construir refugios de emergencia. Allí crecían en abundancia plantas curativas y, si los humanos osaban perseguirlos hasta aquel lugar, se encontrarían con un campo de batalla que no les iba a resultar de su agrado. El terreno era blando, en algunos tramos peligrosamente pantanoso, y el suelo se veía densamente cubierto de plantas de tallos largos, semejantes a helechos, que llegaban a cubrir a un elfo hasta el hombro.

—Debemos hacer lo que podamos para impedir la persecución —añadió Foxfire—. Tú, Eldrin, Sontar, Wyndelleu..., subíos a los árboles y haced una batida hacia atrás. Intentad cazar a los perros. Abatidlos y habréis detenido a los humanos. Acorralad a los hombres y conducidlos hacia el norte. Flechas verdes únicamente —les advirtió.

»Y tú, Tamsin —prosiguió, volviéndose hacia el joven guerrero que tenía las ropas manchadas de sangre, aunque ninguna mancha era propia. Foxfire no se atrevía a mandarlo en persecución de los humanos después de esa noche de combate, porque Tamsin tenía tanta ansia de sangre como un troll—. Ve rumbo al norte, a las cavernas que hay más allá del bosque ceniciento. Despierta a la joven dragona blanca que allí dormita y haz que te persiga hasta aquí para atraerla hasta los humanos; asegúrate de que se ocupa de ellos. Luego, sube a los árboles y regresa con nosotros.

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