Sombras de Plata (8 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

BOOK: Sombras de Plata
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Eso fue lo que al final le proporcionó la clave. Aunque el precavido Assante nunca habría puesto los pies en una casa de baños, mantenía un establecimiento de ese tipo para el disfrute de sus amigos y sus socios, aunque no era del dominio público. Arilyn se pasó más de dos días rastreando la pista de los pocos documentos que confirmaban que Assante era propietario de una lujosa casa de placer y salud, y al mismo tiempo aprendió que el antiguo asesino poseía gran cantidad de bienes raíces en Espolón de Zazes. Guardó la información para utilizarla en el futuro y se dedicó a la tarea de encontrar el túnel.

La señora Penélope, administradora y gerente de Las Arenas Espumosas, observó a su nueva aspirante con mirada experta. Nunca con anterioridad había contratado a una mujer semielfa en una casa de baños, ni tampoco ninguno de sus competidores, pero una innovación tan absoluta podía servir de anzuelo para atraer más clientela.

Ésta en concreto era una hembra muy atractiva. Quizás un poco delgada, ¡pero con una piel tan perlada! Después de pasar unas horas en las estancias repletas de vapor, la mayoría de las muchachas tenían la piel tan enrojecida y descuidada como pescaderas en día de lavado. Y, sin embargo, la semielfa tenía un aspecto bastante delicado y en el trabajo no todo era belleza y placer; había trabajo duro que llevar a cabo.

La administradora observó las referencias que ofrecía la semielfa, que eran asimismo impresionantes. Había trabajado como cortesana en el palacio de lord Piergeiron, en la decadente ciudad de Aguas Profundas, lo cual hablaba a favor de su discreción y conocimiento de los usos y costumbres de la corte. Había trabajado como cabaretera en La Sirena Candorosa, una sala de fiestas de lujo y balneario situada en el ajetreado distrito de los Muelles de la misma ciudad, lo cual indicaba que conocía el tipo de clientela y podía manejar un amplio abanico de personas. Y, finalmente, había sido contratada en el domicilio privado de un rico barón en las norteñas tierras de Amn, lo cual demostraba que tenía habilidad suficiente para captar la atención de un hombre que podía permitirse todo tipo de lujos. La semielfa era también conocida del joven príncipe Hasheth, y Penélope sabía que en última instancia prevalecía la conveniencia de mantener lazos de cordialidad con quienquiera que ostentase el poder en aquel momento.

Le quedaba una prueba por hacer, porque Penélope se comprometía a proporcionar seguridad a sus clientes, y no sólo placer. Sacó una caja de madera labrada de su escritorio y extrajo de ella una pizca de polvo amarillo. Se la puso en la mano y sopló al aire. De inmediato, el colgante de marfil que llevaba la semielfa colgado del cuello empezó a brillar con una luz azulada..., signo inequívoco de que el adorno contenía magia de algún tipo. La aspirante no pareció sorprendida ni desazonada por aquel descubrimiento y Penélope se preguntó cómo reaccionaría la semielfa si supiera que aquellos polvos también la obligaban a responder con sinceridad a sus preguntas.

—¿Qué tipo de artilugio es eso? —preguntó la señora.

Una sonrisa recatada apareció en los labios de la semielfa.

—Es un amuleto de respiración bajo el agua. En mi trabajo he descubierto que la habilidad para permanecer bajo el agua mucho rato puede ser... útil.

Penélope abrió la boca de par en par y luego la cerró con un ruido sordo. Asintió, pensativa, mientras consideraba todas las posibilidades.

—¿Podrías empezar mañana?

Arilyn caminaba en silencio por el túnel mientras iba contando los pasos y se concentraba con intensidad en la distancia y la dirección que recorría. Podía encontrar el camino en un páramo abierto o en las profundidades de un bosque con la misma habilidad que cualquier aventurero, pero su sentido de la dirección se veía mermado considerablemente en aquel pasillo subterráneo. Por fortuna, el túnel era corto y relativamente recto, pues no había necesidad de trazar falsas curvas y disponer multitud de pasadizos laterales ya que el túnel estaba verdaderamente escondido. Si las estimaciones de Arilyn eran correctas, desembocaría en los sótanos del palacio de Abrum Assante.

De repente, el suelo del túnel se convirtió en una prolongada pendiente y, al pie de la rampa, Arilyn vislumbró la agitada calidez del manantial de agua mineral. No le cabía duda de que aquello conduciría directo al palacio de Assante, pero también tenía la certeza de que en el agua le acechaban una o dos sorpresas.

La Arpista tomó aire profundamente, aunque el amuleto de respiración bajo el agua convertía el gesto en inútil, y luego se zambulló en el agua. Nadó hacia abajo y luego se inclinó todavía más y siguió sumergiéndose en las profundidades. El túnel proseguía durante unos seis metros, según los cálculos de Arilyn, pero en el lado de la pared rocosa vio un agujero de poco más de sesenta centímetros de diámetro, con el borde redondeado como si fuera el ojo de buey de un barco.

Arilyn oteó por la abertura y al otro lado vio una especie de pozo ancho. La pared de piedra se veía salpicada de varias aberturas más de similar forma y tamaño. Arilyn desenfundó una daga diminuta de su cinto y la calzó en una hendidura que había junto a la abertura. Sería demasiado fácil perderse merodeando de agujero en agujero sin encontrar el camino de salida y, a pesar de llevar un amuleto de respiración bajo el agua, el tiempo que podía pasar en aquel pozo era limitado. En el fondo del hueco, situados a unos dos metros por debajo de ella, se apiñaban varios crustáceos de grandes proporciones que buscaban frenéticamente comida.

Arilyn no había visto nunca criaturas semejantes, y no tenía ni idea de qué nombre recibirían. Tenían más de dos metros de longitud, sin contar las colas en forma de abanico y las antenas, y avanzaban por el fondo con ayuda de varios pares de patas pequeñas y curvas. A todo lo ancho de la cabeza se abría una boca grande, sin dientes, y el par de antenas se movía sin cesar a tientas, una barriendo el suelo y la otra debatiéndose en el agua. Las criaturas iban protegidas con un caparazón translúcido a modo de coraza. Arilyn tardó un rato en descubrir a qué le recordaban aquellos bichos. A todos los efectos, eran como camarones gigantescos.

Una de las criaturas se removió en el agua, agitando los pies. Al pasar, lo suficientemente cerca para que la Arpista lo tocase, vio con toda claridad el destino al que estaban condenados los antiguos sirvientes de Assante. Las entrañas del crustáceo gigante eran claramente visibles, desde una única y larga vena pulsante que le cruzaba la espalda hasta el halfling a medio digerir que llevaba en el estómago.

Arilyn observó el fondo del pozo, donde se veían varias rocas de gran tamaño, varios cabos de cuerda y nada más. Era evidente que todo aquel del que Assante quería librarse era lanzado por el pozo con una roca atada al cuerpo y los camarones se encargaban de devorar todo y a todos los que les ponían al alcance.

Sin embargo, Arilyn se sentía a salvo donde se encontraba. Los crustáceos eran demasiado grandes para pasar a través de las aberturas de la pared. Se quedó observando las criaturas durante un rato para ver el ritmo de sus movimientos y juzgar su velocidad. Al cabo de un rato, desenfundó la hoja de luna y esperó. Cuando una de las criaturas se aventuró de nuevo a su alcance, de una estocada le partió tres patas, que cayeron al fondo. Al instante, el resto de los crustáceos se abalanzaron sobre ellas para luchar por los bocados de alimento mientras blandían las antenas como si fueran látigos. La criatura lisiada, incapaz de nadar, cayó en espiral hacia una muerte cierta.

Convencida de que los crustáceos gigantes estarían ocupados durante un tiempo, la Arpista salió disparada por el hueco en dirección hacia la luz. El reflejo de ésta era débil, lo cual indicaba que probablemente iba a emerger en una cámara oscura, y con suerte desierta.

A pesar de todo, Arilyn asomó la cabeza por la superficie despacio y en silencio, y oteó a su alrededor. El pozo estaba situado en una estancia oscura y redonda, de techo bajo, de la cual emergían hacia todas direcciones una docena de túneles flanqueados por un portal en forma de arco. El aire olía a tierra y se veía una humedad en el ambiente impropia del cálido clima de Espolón de Zazes, lo que sugería que aquello sería una mazmorra situada un par de plantas por debajo del nivel del suelo. Y sin embargo, toda la estancia, desde el suelo hasta el techo, se veía adornada con el mismo exquisito mármol rosado que cubría la superficie exterior del palacio, y tampoco era carente de lujos pues gracias a un sistema de tuberías el agua del manantial llenaba una bañera curva y baja junto a la cual había una mesa llena de los utensilios necesarios para tales menesteres: una pila de toallas, varias velas en candelabros de plata, una jarra adornada con piedras preciosas y un par de copas. Sin embargo, la aguzada vista de Arilyn vislumbró la imperceptible capa de polvo que había sobre la mesa, y supuso que todos aquellos lujos no eran más que un montaje para desviar la vista del pozo y de su verdadero propósito.

Cuando se hubo asegurado de que estaba sola, Arilyn trepó con cuidado al borde de mármol del manantial, se desató una bolsa encerada que llevaba a la espalda y extrajo un trapo de lino con el que se secó con rapidez el cuerpo. No deseaba dejar ningún rastro, ni siquiera una huella mojada, que permitiese a los sirvientes de Assante seguirle los pasos hasta la casa de baños. El fino atavío de seda rosa que había elegido para trabajar el primer día en Las Arenas Espumosas era ideal para sus propósitos porque no sólo se secaba con rapidez sino que además era de un tono rosa pálido especialmente tejido y teñido para que se confundiera con el mármol del palacio de Assante.

El silencio del sótano se vio interrumpido por el eco de lejanas pisadas que resonaban por los corredores de mármol como resuena el granizo sobre un tejado de pizarra. Además, se oía el roce y el traqueteo de algún objeto grande y pesado al ser arrastrado. Al cabo de poco rato, se unieron al estrépito los gruñidos de una voz masculina. Arilyn se hizo idea de la situación al oír las quejas y la reverberación metálica que se oía de vez en cuando en el momento en que el sirviente se detenía y daba una patada a lo que suponía debía de ser el balde lleno de agua para limpiar.

La Arpista se agazapó detrás de la fuente y esperó. Ésa era precisamente el tipo de oportunidad que esperaba.

Su optimismo flaqueó un instante cuando el criado entró en la habitación con una fregona en el hombro y arrastrando el balde tras él. Era un enano varón, con una semejanza absoluta a una seta achaparrada y con dos patas y un rostro que evocaba la imagen de nubes de tormenta sobre una escarpada montaña. El enano era joven, según los parámetros de su raza, de unos setenta u ochenta años, a juzgar por la longitud de su barba parda, y de poco más de metro veinte de estatura. A pesar de la habilidad que poseía la Arpista con la espada, titubeaba sobre la conveniencia de pelearse con aquel hombrecillo de evidente mal genio.

Por otro lado, no tenía alternativa.

Arilyn vio cómo el enano hundía y retorcía la fregona y luego se daba la vuelta para limpiar el suelo de mármol, sin dejar de musitar imprecaciones todo el rato. Se levantó y se aproximó al enano en silencio y por detrás, con la espada en la mano. De un puntapié tumbó el balde y lanzó una ola de agua jabonosa hacia el enano. Al oír el estrépito y volverse, el enano se encontró a la elfa dispuesta para el combate e, instintivamente, echó a correr.

Antes de haber recorrido tres pasos, las botas del enano salieron disparadas hacia adelante y, al cabo de un momento, aterrizó de espaldas al suelo. Su peluda cabeza topó contra el mármol con un topetazo tan fuerte que Arilyn sintió que le resonaba en los huesos y en los dientes. Mientras el enano intentaba enfocar de nuevo la vista, Arilyn avanzó y hundió la punta de su espada por la barba hasta topar con la garganta.

—Llévame a la cámara del tesoro —exigió.

—Cámaras —le corrigió el enano con voz ronca. Arilyn notó que el tono grave con que hablaba era más parecido al repiqueteo de la lluvia sobre un timbal que a una voz humana—. Más de una cámara, hay... muchísimas. Pero están custodiadas por hombres armados del tamaño del genio de mi suegra y más cerradas que el ombligo de un gnomo. No tengo llaves. Ninguno de los criados tiene llave.

—No necesito llaves —aseguró Arilyn—, y no he conocido hombre que pueda derrotarme con la espada.

Como la espada en cuestión estaba todavía apoyada en la garganta del enano, éste tuvo ocasión de meditar sobre aquella afirmación y sobre la persona que la hacía. Su mirada se deslizó meditabunda por el reluciente filo de la hoja y se detuvo ante el decidido rostro de la Arpista.

—Mucho acero para una mujer elfa —admitió por fin—. ¿Sabes acaso cómo salir de aquí?

—Por donde he entrado.

Una luz parpadeó en las pupilas del enano.

—Soy buen luchador, si me prestas uno de esos cuchillos que llevas. Llévame contigo cuando salgas y haré por ti lo que pueda, ¡lo juro por las barbas de Morodin! — aseguró con fervor—. Todo por una oportunidad de salir de aquí. ¡Te ayudaría incluso a saquear las cámaras funerarias de mis antepasados!

Arilyn titubeó sólo un instante. No era su costumbre dejar que una criatura inteligente sirviera como esclavo. Apartó el filo de la hoja de luna del barbudo rostro y retrocedió unos pasos. El enano se apresuró a ponerse de pie y cogió con presteza la daga que ella le tendía. Luego, echó a andar por uno de los pasadizos y le indicó con un ademán que la siguiera. Arilyn percibió con alivio que era capaz de avanzar en silencio cuando se lo proponía.

Fiel a su palabra, el enano la condujo ante una puerta enorme y cerrada custodiada por tres hombres enormes, todos ellos armados con cimitarras curvas. También fiel a su palabra, Arilyn descubrió que el enano era un buen luchador, porque en un tiempo récord la inverosímil pareja de conspiradores consiguió reducir a los vigilantes.

El enano se pasó el dorso de la mano por la húmeda frente y luego se la quedó mirando con el barbudo rostro contraído en una mueca de disgusto.

—¡Qué desastre! Me debo estar debilitando si estos tres consiguen hacerme sudar.

Arilyn ahogó una risotada. Con ayuda del enano, arrastró a los guardias hasta el pozo y los echó dentro antes de regresar a las cámaras del tesoro. Bajo la atenta mirada del enano, la semielfa se dispuso a trabajar; de la bolsa a prueba de agua que llevaba sacó una pequeña caja de madera, que sin saber le había proporcionado su nueva «contratista», la señora Penélope, y sopló un puñado de polvo amarillo sobre la puerta. No resplandeció ninguna luz azulada, prueba que no había magia en marcha. Luego, indicó con un gesto al enano que se echara hacia atrás y se inclinó para examinar la cerradura. Tenía una trampa, por supuesto, y además doble, y le costó más de dos horas de trabajo desactivar los mecanismos letales.

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