Sombras de Plata (6 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

BOOK: Sombras de Plata
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Arilyn echó una ojeada en busca de los objetos que había pedido. No existía nunca garantía alguna de que Chatarrero completase un pedido en el plazo de tiempo solicitado. El tiempo tenía poca importancia para aquel hombre, y a menudo abandonaba una tarea que le habían encargado para trabajar en algún juguete destructivo, nuevo y maravilloso, que llamara su atención.

En aquel momento, Chatarrero estaba de pie ante un pequeño hornillo, con la atención totalmente centrada en la sustancia que estaba removiendo. Nubecillas de vapor se alzaban como volutas de una sartén de acero y perfumaban el aire con un sabroso aroma silvestre a setas cocidas. Era una escena casi hogareña, salvo por los gritos de agonía que emergían de la cazuela y por las grandes setas de color marrón que había en una mesa junto a él, que se agitaban frenéticamente y emitían alaridos de terror mientras esperaban su destino.

Hongos subterráneos.

La certeza hizo recorrer un escalofrío por la columna vertebral de la Arpista. Había oído historias de aquellos extraños hongos que crecían en túneles profundos, pero cómo había conseguido Chatarrero unos cuantos ejemplares y qué planeaba hacer con ellos eran asuntos que ni se atrevía a plantearse.

—¿Cuándo tendrás la máscara? —preguntó.

El sonido de su voz no pareció sobresaltar al alquimista, que ni siquiera alzó la vista. Arilyn no estaba segura de si había detectado su presencia desde el principio o si simplemente el hecho de que estuviera allí le importaba tan poco que le pasaba inadvertida.

—Tercera mesa a la derecha —musitó Chatarrero con voz aguda mientras cogía un tomo viejo y pequeño—. Saltear los gritones hasta que se callen; espolvorear con pulmón de effreeti; añadir dos gotas de baba de mantícora congelada —leyó en voz alta.

Arilyn volvió a estremecerse y fue en busca del objeto que había pedido. Estuvo revolviendo en mitad del desorden hasta que dio con él: media máscara de una sustancia pálida y flexible que se parecía en gran medida a la piel de un elfo de la luna, salvo por el diminuto engranaje que había oculto detrás de los ojos pintados de la máscara.

De una de las paredes de la caverna colgaba un espejo porque, a pesar de que sin duda Chatarrero carecía de belleza física, era un personaje muy peculiar en cuanto a los cuidados que dispensaba a su persona. Arilyn se acercó a él y se ajustó la máscara al rostro. El fino material se quedó pegado a su piel y fue adquiriendo color a medida que se iba calentando hasta alcanzar el tono pálido exacto de su rostro, incluso con los ligeros toques azulados de sus mejillas. Pero lo más increíble eran los ojos. No sólo eran una réplica exacta de los suyos, grandes, con forma de almendra y con un distintivo tono elfo azul oscuro con pintas doradas, sino que además parpadeaban de vez en cuando de la forma más realista. Podía ver a través de ellos, pero cuando cerró sus ojos y alargó una mano para tocar la máscara, comprobó encantada que los otros seguían abiertos. Lo más extraordinario de todo era que Chatarrero se las había arreglado para imbuir a la máscara de una expresión de ensoñadora contemplación que servía mucho a su propósito.

—¿Cómo has hecho esto? ¿Magia?

Chatarrero respondió sorbiendo por la nariz burlonamente, una actitud que agradaba en gran medida a Arilyn porque ella misma tenía más fe en los inventos del alquimista que en los caprichos de la magia. Además, los elfos del bosque habrían detectado con más rapidez una ilusión mágica que una mecánica. Aunque Arilyn no había decidido todavía si iba a aceptar la misión del bosque, de una cosa estaba segura: si tenía éxito, sería en gran parte gracias a los artilugios de Chatarrero.

Fingir ser elfa no era ningún problema para Arilyn, al menos durante cortos espacios de tiempo. En muchos aspectos había heredado los rasgos propios de la raza de su madre, desde sus ojos decididamente elfos hasta la velocidad con que manejaba la espada. Su perlada piel y una mata de pelo negro como el azabache eran habituales entre los elfos de la luna, y su silueta esbelta se correspondía con la de los elfos..., aunque era casi un palmo más alta que la mayoría. La actividad constante y la lucha diaria que suponía su pertenencia a la Cofradía de Asesinos de Espolón de Zazes le habían otorgado el aspecto ojeroso típico de cualquier elfo de la luna. Mientras el rostro elfo tendía a ser bastante anguloso, el suyo era ovalado, pero tenía las orejas casi tan puntiagudas como las de los elfos de pura raza, y sus facciones eran delicadas y finas. Sin embargo, había una serie de cosas que podían delatarla y la más importante de todas era el hecho de que ella dormía y, los elfos, por lo general, no.

La mayoría de los elfos de Toril descansaban mediante un estado de meditación profunda conocido con el nombre de ensueño. Arilyn nunca había sido capaz de sumirse en el ensueño y, cuando fingía ser elfa, tenía que alejarse mucho para obtener el reposo necesario. La máscara era un simple engaño. Como un elfo nunca se acercaría a otro que estuviese sumido en ese estado de letargo excepto en caso de extrema emergencia, podía ponerse la máscara y dormir por debajo sin ser molestada.

Un sonoro burbujeo interrumpió sus pensamientos. Arilyn se dio la vuelta justo a tiempo de ver una nube de humo negro que se alzaba hacia lo alto de la caverna. Chatarrero no parecía ni herido ni alterado por lo sucedido y contemplaba el contenido humeante de su cacerola con satisfacción. Luego, cogió un embudo y vertió con cuidado el líquido en un frasco de cristal.

—Esto servirá —comentó en tono alegre. Al final, alzó la vista para mirar a Arilyn, y añadió—: ¿Cantas?

La Arpista parpadeó, sorprendida.

—No tengo costumbre.

—Una lástima. —Chatarrero se frotó la imberbe barbilla, meditabundo. De repente, chasqueó los dedos y, tras rebuscar entre el barullo que había sobre la mesa que tenía detrás, extrajo de la pila una tapadera de gran tamaño. Acto seguido, vertió una única gota del fluido todavía humeante sobre el metal y alzó la tapadera para cubrirse con ella el cuerpo como si fuera un escudo.

—Ten la amabilidad de atacarme —pidió. Al ver que ella dudaba, señaló—: Si la poción no ha podido dañar a una débil lámina de acero, ¡no creo que pueda hacer daño a una espada elfa!

Al ver que el comentario tenía lógica, Arilyn desenfundó la hoja de luna y amablemente golpeó con la parte roma el escudo casero. De inmediato reverberó en la caverna una nota sonora y profunda, como oiría el repique de una campana gigante una persona que se situara directamente debajo del campanario.

La Arpista soltó una maldición y se llevó ambas manos a las orejas para proteger sus sensibles oídos. Chatarrero se limitó a sonreír, a pesar de que las vibraciones del «escudo» le subieron por ambos brazos y le hicieron temblar la barbilla.

—¡Oh, excelente! Un resultado magnífico —gritó, contento. Luego, sin cesar de sonreír, Chatarrero dejó a un lado la tapadera y, tras tapar el frasco con un pedazo de corcho, se lo tendió a Arilyn—. Tal vez encuentres utilidad para esto en tus viajes. No te lo bebas —le aconsejó—. Al menos, no con el estómago vacío. Te retumbaría...

Aunque la respuesta que se le ocurrió a Arilyn se quedó en sus labios ante aquel último absurdo, cogió el frasco y lo metió con tiento en su bolsa.

—¿Y las otras cosas? —preguntó, gritando para hacerse oír por encima del estruendo.

—La mayoría —respondió el alquimista, benévolo. Rebuscó por el extremo más alejado de la cueva hasta extraer un paquete envuelto en papel de una pila de bultos parecidos—. Éste es para ti. He añadido algunos artilugios para que los pruebes. Acuérdate de contarme cómo te han ido.

Arilyn vio que varios de los paquetes estaban adornados con la insignia de Balik, el nombre del bajá dirigente de Espolón de Zazes.

—Veo que Hasheth ha estado por aquí.

—Sí..., un gran muchacho —comentó el alquimista.

La Arpista no estaba segura de compartir aquella opinión, aunque era cierto que el joven príncipe Hasheth había demostrado ser un contacto valioso. A través de él Danilo había tenido acceso al palacio y ella misma había obtenido mucha información útil de Espolón de Zazes. Había sido Hasheth quien la había ayudado a instalar a Chatarrero en un maravilloso taller oculto en las montañas que se alzaban sobre la ciudad y quien continuaba suministrando al alquimista los ingredientes necesarios, a menudo a sus expensas. No obstante, Arilyn no acababa de olvidar los detalles de su primer encuentro: Hasheth era un estudiante de asesino y ella la presa que le habían asignado. A pesar de que el joven príncipe le había abierto una puerta a la siempre custodiada Cofradía de Asesinos y desde entonces había dedicado sus esfuerzos a otros asuntos profesionales, para la semielfa no pasaba inadvertido el brillo de rapiña que veía en sus ojos negros cada vez que la miraba.

O tal vez fuera que estaba simplemente acostumbrada a esperar siempre lo peor de todo aquello que miraba.

—Pronto veré ogros debajo de todas las camas y elfos drow detrás de todas las sombras —murmuró.

—Eso me sucedió a mí una vez —corroboró Chatarrero. En apariencia, su oído recuperaba la normalidad con sorprendente rapidez—. Los vapores, ya sabes..., estuve cazando moscas invisibles durante días.

Arilyn suspiró mientras se cargaba a la espalda el paquete.

—Me han asignado otra misión. Quizá me ausente una temporada.

—¡Oh! ¿Nos mudamos otra vez?

No era una pregunta carente de sentido. Unos cuantos años atrás, una explosión en Suzail había destruido gran parte del castillo perteneciente a un noble muy influyente y había obligado a Chatarrero a exiliarse, pero al cabo del tiempo Arilyn había descubierto que en vez de ir en su busca cuando necesitaba su ayuda, le resultaba más práctico ubicar al alquimista cerca de su base actual de operaciones. Cubría la mayor parte de sus gastos con los honorarios que recibía como aventurera al servicio de los Arpistas y consideraba todas aquellas monedas de cobre bien gastadas.

—Puedes quedarte aquí hasta que regrese. Si necesitas algo, ponte en contacto con Hasheth.

—Buen chico —repitió Chatarrero—, aunque espero que se quede cerca de Espolón de Zazes. No soy bien recibido en Saradush, Ithmong o Myratma —confesó, citando al resto de las ciudades de importancia en Tethyr.

Arilyn volvió a suspirar.

—Dime, Chatarrero, ¿existe alguna ciudad en todo Toril de la que no hayas hecho saltar por los aires al menos una parte?

—Zhentil Keep —respondió el alquimista sin un momento de vacilación—. Por supuesto, para hacerlo allí tendría que ser un hombre más valiente de lo que soy.

El comentario hizo que la Arpista soltara una exclamación.

—Casi lamento oír eso —confesó con una mueca—. Si hay una ciudad que necesite una limpieza a fondo, es ésa.

—Bueno, alguien lo hará antes o después —respondió Chatarrero con gesto ausente y los ojos verdes clavados en una sustancia resplandeciente que burbujeaba en una caldera de gran tamaño—. Ahora, si me disculpas...

Arilyn captó la indirecta y, tras salir de la cueva, se dispuso a regresar a la ciudad. Espoleó a fondo a su montura porque deseaba estar en la sala del consejo de la Escuela del Sigilo antes de que saliera la luna. Con la llegada de la noche, se publicaban más servicios y los asesinos acudían a pujar por los trabajos de su elección. En ningún otro momento conseguía Arilyn tanta información útil sobre lo que sucedía en los bajos fondos de Espolón de Zazes.

Cruzó el portal principal del recinto cuando ya era oscuro y, tras darle las riendas de la yegua al mozo que salió a recibirla, se apresuró a acercarse a la sala del consejo para revisar lo pedazos de pergamino clavados en la puerta. No había nada de gran interés: un panadero deseaba vengar un insulto que había sido proferido contra su masa de pan; una mujer de un harén estaba dispuesta a pagar por la muerte de un hombre que se había declarado eunuco y que había resultado falso; un adinerado coleccionista deseaba que se recuperara de la cámara del tesoro de un rival una pieza que le había sido robada.

—Hay poco donde elegir esta noche —comentó una voz susurrante junto a Arilyn.

Al darse la vuelta, la Arpista se topó con la única hembra que había, aparte de ella misma, en la Cofradía de Asesinos: una belleza exótica que recibía el nombre de Hurón. En opinión de Arilyn, el apodo le hacía justicia: era delgada como un látigo y de facciones angulosas, con ojos negros que no parecían humanos y una nariz larga y esbelta, y sólo le faltaban unos bigotes para ponerse a husmear. También en carácter se parecía a un hurón, pues era implacable y despiadada.

En el seno de la cofradía, Hurón era una especie de misterio. Nunca había sido vista sin la gruesa capa de maquillaje, el turbante apretado y los guantes que solía llevar, ni tampoco se la había oído hablar en un tono de voz más alto que un susurro. Corrían rumores de que había quedado desfigurada a causa de algún accidente, pero aparte de aquellas particularidades, no había ninguna imperfección aparente en su belleza, que acentuaba al ir siempre ataviada con ropa de seda tan ajustada que parecía que había sido pintada sobre su esbelto cuerpo. Aquella noche llevaba un vestido del color de las piedras preciosas que se asemejaba al vistoso plumaje de un pavo real, a conjunto con unos pendientes hechos con plumas de ese mismo animal que llevaba en el lóbulo de la oreja, la única parte visible que sobresalía por debajo del turbante de color azul cobalto.

Hurón cruzó los brazos sobre el pecho y se recostó indolente en la jamba de la puerta.

—¿Qué trabajo te hace ilusión: el panadero, la puta o el ladrón?

—El panadero seguro que no —respondió Arilyn con una sonrisa—. He probado sus bollos y creo que nadie se merece la muerte por haberlos insultado. Deseo una larga vida a esa voz crítica y creo que puede hacer carrera en algún otro lugar.

—Ah, sí —se burló Hurón—. ¡Los dioses prohíben que le quites la vida a un hombre inocente! Yo creo que, de verdad, deberías coger el segundo: ver a una chica de harén trabajando puede servirte de ejemplo.

La Arpista se encogió de hombros ante el insulto. No era la primera vez que Hurón se mofaba de Arilyn por su tendencia a la soledad y la castidad. De hecho, la burla favorita de la asesina respecto a su colega semielfa era llamarla
semimujer
en tono mordaz.

Según todos los informes, Hurón no tenía tantos escrúpulos. Decían que la mujer era omnívora, con un apetito y una habilidad que dejaba boquiabiertos incluso a los adinerados y aburridos nobles de Espolón de Zazes que deseaban imitar las costumbre del bajá y que mantenían numerosos y exóticos harenes.

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