Sombras de Plata (4 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

BOOK: Sombras de Plata
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Arilyn no tuvo ninguna dificultad en localizar al capitán Carreigh Macumail entre la multitud. Una masa de cabellos rubios ensortijados, una barba larga y cuidadosamente trenzada, el brillante tejido azul y verde de una falda escocesa de categoría, los extravagantes volantes de encaje que la camisa blanca lucía en cuello y puños..., todas esas cosas lo hacían destacar entre la tosca clientela habitual de La Ballena Rota. Además, era con diferencia el hombre más grande de la sala: casi ciento veinte kilos de peso repartidos en una estructura que sobrepasaba los dos metros de altura. Con el peso del cuerpo repartido entre dos sillas, un corpulento brazo recostado sobre el respaldo de una tercera y las botas apoyadas en una cuarta, Macumail bebía a sorbos una cerveza coronada de espuma mientras intercambiaba historias de guerra con una pareja de piratas de Las Nelanthers.

Mientras la semielfa se abría paso a través de la atestada taberna, vislumbró a muchas personas que cuchicheaban con la cabeza baja, urdiendo conspiraciones mientras mantenían las manos cerca de las empuñaduras de sus armas. Declinó una oferta de diversión proferida por uno de los pocos camareros masculinos de la taberna y al ver que un joven de aspecto duro le dedicaba una mirada apreciativa, le devolvió la mirada con tanta frialdad que el tipo bajó la vista para contemplar el fondo de su jarra de cerveza. Eso era Espolón de Zazes, y aquella noche los negocios se urdían como de costumbre.

A modo de saludo, Arilyn dio un puntapié a la silla que sostenía los pies de Macumail y el capitán se levantó de inmediato para quedarse en posición de alerta con una rapidez que parecía incompatible con su talla. Cuando observó con ojos entrecerrados a Arilyn, su rostro reflejó en un primer instante sorpresa, y luego regocijo.

—¡Bienvenida seas, Dama de la Hoja de Luna! —saludó divertido con una voz profunda que resultaba interesante gracias al ligero deje propio de las norteñas islas Moonshae—. Veo que la voz corre rápida en este puerto. ¡No pensaba verte hasta dentro de un par de días!

Sus palabras dejaron perpleja a Arilyn.

—¿Me habías mandado a buscar?

—En efecto. —Hizo una pausa para desviar la vista hacia los piratas, que lo observaban con interés—. Ha sido un verdadero placer, muchachos. Dejad que esta noche pague yo la cuenta para agradeceros el intercambio de relatos.

Los dos hombres captaron la indirecta y, tras recoger sus bebidas todavía llenas y una fuente de cordero guisado entre los dos, se marcharon en busca de una mesa desocupada.

Arilyn eligió una silla vacía que le permitía mantener la espalda contra la pared. Mientras el capitán Macumail llamaba al camarero para pedir vino, giró la silla y se sentó a horcajadas, con las manos cruzadas tras el respaldo de travesaños. Aquella postura no sólo le resultaba cómoda sino que también le proporcionaba un arma manejable y no letal que blandir si había una escaramuza en la taberna. Arilyn nada tenía que envidiar a un aventurero experimentado y con el tiempo había aprendido a manejar la silla con tanta soltura como blandía la espada.

—¿Qué querías de mí? —empezó, para abrir el diálogo.

El capitán Macumail frunció el entrecejo y alargó una mano para coger la bolsa plana de cuero que llevaba atada en un hombro.

—Tengo una carta fascinante para ti —explicó mientras extraía un fajo de papeles de la bolsa—. Echa un vistazo a esto, si quieres.

La Arpista ojeó el pergamino que Carreigh Macumail le tendía. El capitán le había proporcionado documentación falsa en varias ocasiones con anterioridad y sus credenciales siempre resistían el examen más pormenorizado. Aquélla estaba especialmente bien falsificada, desde la delicada escritura elfa a la reproducción de un sello de la familia Flor de Luna, la familia real de Siempre Unidos. Era una obra de arte.

Arilyn soltó un silbido apreciativo.

—Bonito trabajo.

—Mucho me gustaría poderme atribuir el mérito. —Macumail rozó el pergamino color crema brillante con la reverencia de quien toca algo sagrado—. Mi querida señora, éste es el papel original y va dirigido a ti.

La semielfa se lo quedó mirando fijamente.

—No hablarás en serio.

—Léelo —le urgió él—. A mí me parece bastante serio.

—Retirada a la Isla Natal..., seréis bien recibidos en las profundas espesuras de Siempre Unidos —musitó Arilyn, mientras examinaba el pronunciamiento y traducía automáticamente las palabras elfas a la lengua más utilizada entre los comerciantes, el Común.

Al final, dirigió una incrédula mirada a Macumail.

—Procede de Amlaruil de Siempre Unidos. Es una misiva oficial para nombrarme embajadora.

—Ajá..., en efecto. Me la entregó a mí en persona. Lady Laeral Manoplata estaba con la reina en ese momento y también me dio una carta suya.

Laeral Manoplata era una de las pocas personas que empleaban la magia y que se había ganado la confianza y el respeto de Arilyn. A diferencia de la mayoría de los estudiantes de lo misterioso, que a menudo parecían distanciarse del mundo que los rodeaba y se volvían indiferentes al impacto que sus hechizos pudiesen tener sobre los demás, Laeral tenía una agradable tendencia a ser práctica. Como antigua aventurera, con cierta dosis de rufián que todavía conservaba, lady Arunsun apreciaba más los resultados que el protocolo. Se llevaba bastante bien con Arilyn y la semielfa se sentía inclinada a escuchar cuando Laeral hablaba.

Todavía aturdida, Arilyn fue ojeando los papeles hasta que encontró la carta de Laeral, donde la maga le instaba a actuar en nombre de la reina Amlaruil para poder combinar su misión con la tarea que en breve le propondrían los Arpistas.

La semielfa dejó las hojas de pergamino sobre la mesa antes de echarse hacia atrás y mesarse los cabellos por el giro inesperado que habían tomado los acontecimientos. En cierto modo, era la respuesta que había estado esperando. No creía en la idea de que los elfos del bosque aceptaran ningún tipo de compromiso, pero tal vez, sólo tal vez, sí serían capaces de considerar la idea de retirarse a Siempre Unidos.

La gran pregunta seguía, sin embargo, ahí:
¿por qué mandarla a ella?
¿Por qué había sido elegida como emisaria de Siempre Unidos ella, que no podía reclamar más herencia elfa que la hoja de luna que llevaba atada al cinto?

Una sonrisa fugaz y cínica asomó a los labios de la semielfa. Quizá fuera ésa la respuesta, pensó. ¡Tal vez la familia real había encontrado por fin un modo honorable de reclamar la espada de Amnestria!

Lo habían intentado hacía una treintena de años, cuando la madre de Arilyn, la exiliada princesa Amnestria, había sido asesinada en la lejana ciudad de Evereska, dejando en herencia la hoja de luna a su hija semielfa. La familia de Amnestria había acudido al funeral, aunque Arilyn no tenía ni idea de dónde procedían, pero sí recordaba con diáfana claridad el disgusto de los elfos cuando se enteraron de aquella herencia, así como sus exaltadas quejas de que sólo un elfo de la luna de sangre pura y corazón noble podía blandir aquella espada. Aunque la familia de Amnestria había discutido el asunto en presencia de Arilyn, nadie tuvo una sola palabra de consuelo para la acongojada niña..., ni una sola palabra de consuelo ni de simple aceptación de su existencia. Los elfos reales portaban velos de luto que oscurecían sus facciones y ella apenas había podido atisbar sus rostros. Y ahora, de repente, ¿esa fría reina sin rostro decidía conceder a Arilyn el honor de una misión real? ¿Una que parecía a todas luces imposible y que, a ojos de Arilyn, podía ser incluso suicida?

En verdad, la semielfa no creía que la reina elfa buscara con premeditación su muerte, pero no alcanzaba a comprender qué razonamiento le impulsaba a encomendarle semejante misión, y ese desconocimiento, unido a unos recuerdos dolorosos, la encolerizaba.

Arilyn alargó la mano para coger la carta real y luego, con deliberada lentitud, arrugó el pergamino hasta formar con él una bola y la encestó en la copa de vino medio llena que había sobre la mesa.

—Confío en que tendrás la amabilidad de hacer llegar mi respuesta a la reina — murmuró parodiando el tono de respeto que el protocolo exigía.

—¿Es tu última palabra? —preguntó Carreigh Macumail, en cuyo semblante quedaba patente la consternación.

La semielfa se retrepó y cruzó los brazos sobre el pecho.

—De hecho, me gustaría añadir unas palabras sobre este asunto. Que las transmitas o no, lo dejo a tu elección. —Acto seguido procedió a describir lo que la reina elfa podía hacer con su ofrecimiento, con tanto lujo de detalles y expresividad que el color desapareció de las rubicundas mejillas del capitán.

Durante largo rato el marino se quedó simplemente mirando a Arilyn. Luego, suspiró y al hacerlo el tonel que constituía su pecho se movió arriba y abajo.

—Bueno, dicen que hasta el viento más huracanado puede cambiar de rumbo — comentó—. El
Caminante en la Niebla
permanecerá anclado en el puerto durante un par de semanas, por si decides cambiar de opinión.

—Yo no apostaría nada —le aconsejó Arilyn mientras se ponía de pie. Lanzó un par de monedas sobre la mesa para pagar su bebida y luego se marchó.

Macumail se quedó observando cómo se marchaba. Una achispada marinera se levantó para obstaculizar el paso a Arilyn, con una mano apoyada en la empuñadura de su daga y una sonrisa desafiante en los labios, pero la semielfa ni siquiera aflojó el paso. Le endilgó un revés a la mujer que la hizo girar sobre sus talones y caer de bruces sobre una mesa donde se celebraba una partida. Los dados y las jarras de cerveza medio vacías salieron disparadas y el seco crujido de la madera al partirse se mezcló con las exclamaciones de sorpresa de los jugadores que habían sido interrumpidos. La mujer se quedó gimiendo entre los restos de la mesa, pero Arilyn no se molestó siquiera en mirar atrás.

La mirada del capitán pasó de la marinera borracha al pergamino empapado de vino que estaba sobre la mesa. Contempló el documento echado a perder con pesar. Luego, volvió a suspirar y extrajo un duplicado de la bolsa.

Siguiendo indicaciones de Laeral, la reina elfa había hecho redactar cinco copias de la comisión de Arilyn Hojaluna. Laeral había explicado tanto a la reina como al capitán que la perseverancia era la única arma de que disponían.

Tras presenciar el primer rechazo de la Arpista, ¡Carreigh Macumail empezó a temer que cinco copias no fueran suficientes!

3

El ladrido de los sabuesos se oía ahora con más intensidad, y la proximidad de los canes era tal que los elfos que huían podían casi oler el fétido aroma de su piel y sentir sus frenéticos jadeos. Aquellos perros eran casi humanos, porque no cazaban para alimentarse o para sobrevivir sino por el sórdido placer que les provocaba la matanza.

No era la primera vez que aquellos animales habían sido introducidos en el bosque. Eran mastines de gran tamaño, tan poderosos que entre dos o tres podían derrotar hasta a un oso adulto, pero a la vez tan veloces que podían atrapar en carrera a un ciervo. Arrasaban con sus gruesas pezuñas los matojos mientras babeaban como lobos posesos por la influencia de la luna a medida que se acercaban a su presa.

El elfo que iba en cabeza, un joven varón conocido con el nombre de Foxfire
[1]
por el color bermejo de sus cabellos, echó un vistazo sombrío a sus espaldas. Pronto, los sabuesos los tendrían a su alcance..., y los humanos no andarían mucho más atrás. Se requería poca destreza para seguir el rastro de vegetación destrozada que los perros de caza dejaban tras de sí, como si fuera una gruesa y mellada cicatriz en el bosque.

Foxfire no acababa de decidir cuál de los dos intrusos era menos natural en aquel entorno..., el perro o su amo. Había visto lo que eran capaces de hacer aquellos mastines con un elfo prisionero. Gaylia, una joven sacerdotisa de su tribu, había sido acorralada por aquellos perros hasta tropezar con los dientes de acero de una trampa de pie, y luego había sido degollada por los canes. Los humanos habían dejado su cuerpo destrozado y despedazado para que los elfos lo encontraran y, junto a él, dejaron también las huellas que indicaron a Foxfire que los humanos se habían quedado a contemplar cómo los perros asesinaban a la indefensa sacerdotisa.

—A los árboles —ordenó Foxfire, lacónico—. Desperdigaos, pero no permitáis que os sigan. Nos encontraremos al anochecer en la fresneda.

Los elfos, siete en total, todos ellos armados con arcos y aljabas llenas de flechas negras, se desperdigaron por las copas de árboles centenarios con la agilidad de las ardillas. Allí podían ser invisibles a los ojos de los humanos y quedarían fuera del alcance de las fauces de sus compañeros de cuatro patas. Se esfumaron entre la espesa vegetación, pasando de árbol a árbol cada uno por una ruta distinta.

Sólo Foxfire se quedó en la retaguardia, con la sensación de ser un mapache enraizado en el suelo mientras esperaba que los cazadores acudieran a la llamada de la jauría. Los mastines rodearon el cedro de grandes proporciones sin dejar de ladrar, gruñir y rascar la corteza del macizo tronco. Foxfire era consciente del peligro que entrañaba su posición y jamás habría sido capaz de pedirle a uno de sus subordinados que hiciese lo que él estaba a punto de hacer, pero necesitaba respuestas.

El elfo esperó pacientemente a que los humanos aparecieran a la vista. Eran una veintena, pero Foxfire tenía ojos sólo para uno. Reconocía a aquel humano por su talla corpulenta, la capa gris oscuro que flotaba como una nube de tormenta a su espalda y las botas con puntera de acero que llevaba. El elfo había encontrado unas huellas inusualmente grandes cerca del lugar donde había muerto Gaylia..., unas huellas que se veían limpias cuando alrededor la tierra se veía empapada de sangre, unas huellas que indicaban que el hombre se había quedado allí contemplando el terrible destino de la hembra elfa. Posteriormente, tras el combate que había costado la vida a dos guerreros elfos, Foxfire había vislumbrado de reojo el revuelo de aquella capa gris oscuro mientras el hombre arrastraba a uno de los guerreros elfos para apartarlo de allí..., con un propósito que Foxfire ni siquiera se atrevía a imaginar. Sólo sabía que para los elfos de Tethir aquel hombre era un enemigo formidable y perverso.

Observó con detenimiento el rostro del hombre para recordarlo. Era fácil de memorizar, porque armonizaba con las sombrías hazañas de su dueño: barba negra, nariz aguileña y ojos tan fríos y grises como las nubes de nieve que coronaban las cimas de las montañas Espiral de las Estrellas.

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