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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

Sombras de Plata (10 page)

BOOK: Sombras de Plata
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—En efecto. ¿Algún problema?

—Bueno..., no. Esperaba algo un poco más..., largo, supongo. Más propio de la tierra, y posiblemente masculino.

—Era el nombre de mi madre —proclamó el enano en un tono de veneración que dejaba poco margen para la discusión.

No obstante, Arilyn deseaba hacerle todavía una pregunta más.

—Ahora que has visto el tesoro, supongo que regresarás a por él, ¿no?

Era una cuestión lógica, teniendo en cuenta que los enanos solían rivalizar con los dragones en su ansia por atesorar riquezas. Arilyn deseaba regresar a la cámara del tesoro algún día y, aunque suponía que la pérdida de una simple diadema y un sirviente enano podía pasar desapercibida, los estragos causados por una horda de enanos provocarían sin duda que la entrada al palacio de Assante que tanto le había costado encontrar fuera sin duda descubierta y reforzada contra futuras incursiones.

Pero Jill se limitó a soltar un bufido.

—He estado en esa prisión rosada durante diez años. No tengo intención de regresar ahí jamás. Si hay algo que te interese de ahí, allá tú, pero no permitas que te atrapen. No hay nada que se merezca
eso
.

Mientras hablaba, tenía la mirada fija en un punto hacia el este..., hacia las montañas de la Espiral de las Estrellas donde se encontraba su hogar. Arilyn se sintió tentada de creerle.

Mientras ascendían por la pronunciada pendiente, le contó brevemente lo que le esperaba al otro lado del túnel, pero la expresión extasiada del rostro de Jill al imaginar aquellas maravillas superó con creces la avaricia que podía haberle despertado el tesoro.

—Pensé que deseabas regresar de inmediato a la Espiral de las Estrellas —comentó, pero mientras lo hacía, le deslizó a hurtadillas a Jill un puñado de monedas de plata. Nadie se molestaría si pagaba a las muchachas de la señora Penélope con monedas extraídas del tesoro de Assante.

El enano se encogió de hombros y se embolsó el botín.

—He estado lejos de estos túneles durante diez años, y regreso ahora con los bolsillos llenos de tesoros. ¡Nadie me va a echar de menos si me retraso un par de horas, ni me va a preguntar cómo me he gastado la plata!

Lord Hhune sostuvo la diadema en sus rollizas manos, contemplándola con semblante satisfecho mientras la hacía girar hacia uno y otro lado.

—La reliquia de una época desaparecida —murmuró en tono de veneración—. Fue el aderezo de boda de la joven princesa Lhayronna, casada con su primo, el rey Alejandro III. ¡Un recordatorio de que aquellos que llevan la corona deben enfrentarse a la espada! —musitó devotamente, citando un conocido refrán tethyriano.

Y un precepto que él precisamente no iba a seguir, se apresuró a añadir Arilyn en cínico silencio. Lord Hhune era un hombre poderoso en Espolón de Zazes, no sólo por ser un rico mercader y cabecilla de la Cofradía Marítima, sino también por ser miembro del Consejo de Nobles, órgano que ejecutaba los edictos del bajá Balik. En su condición de miembro de ese consejo había participado recientemente en un intento de organizar una toma de posesión de la ciudad por parte de la cofradía. Arilyn no habría persistido en su asalto furtivo a la fortaleza de Assante si no hubiese existido la perspectiva de encontrarse cara a cara con lord Hhune para sopesarlo cuando la tarea hubiese finalizado.

A cada minuto que pasaba en presencia de Hhune aumentaba el desagrado que producía en Arilyn aquel hombre. Corrían rumores de que había matado a un dragón rojo, y Arilyn estaba dispuesta a creérselo, siempre y cuando el dragón no hubiese salido todavía del cascarón. Hhune era un hombre de gran corpulencia, pero parecía haber pasado más tiempo engullendo dulces que empuñando una espada. A pesar de todo, una persona poco observadora podía llegar a vislumbrar en él cierto aspecto distinguido, e incluso noble. Los trajes oscuros y costosos que llevaba habían sido confeccionados de forma que ocultasen su volumen, y lucía un pelo y un espeso bigote negro bien recortado que apenas empezaba a verse veteado de blanco. Los ojos, diminutos y oscuros, se veían enlustrados con un barniz de cortesía, pero Arilyn, que había conocido a muchos hombres avariciosos y fríos no se sentía engañada por aquél. Hhune no era hombre que pudiese contentarse con su nivel actual de poder, ni en su opinión la diadema era un simple tesoro para ser admirado. Arilyn se había empapado lo suficiente de historia terthyriana para sospechar lo que Hhune tenía en mente.

Tras la caída de la familia real de Tethyr, muchos de los partidarios de la realeza habían salido huyendo rumbo a Espolón de Zazes. Durante varios años, hubo movimientos clandestinos para restablecer la monarquía, tal vez con una familia real nueva. Balik parecía estar a punto de conseguirlo, pero Arilyn dudaba que el autoproclamado bajá disfrutara durante mucho tiempo más del apoyo de los realistas. Las simpatías que despertaba el bajá Balik en el sur eran cada vez menores y el círculo interior se ampliaba cada vez más de hombres procedentes de Calimshan o incluso Halruaa. Arilyn suponía que, en un breve período de tiempo, el bajá Balik quedaría depuesto y optaría por la corona un hombre o una mujer más poderosos. Ahí era donde intervenía la diadema. Estar en posesión de un objeto tan significativo de la antigua familia real podría ayudar a Hhune a ganarse el apoyo de cualquier facción o familia que consiguiera el poder. Podía incluso utilizarla como puntal en su propia apuesta.

¿Y por qué no? La yegua de Arilyn poseía un pedigrí más noble que el hombre que tenía ante ella, pero Hhune había conseguido el título de lord sin más mérito que el de comprar una propiedad hacía unos cuantos años. Aunque tampoco era Hhune una excepción. En Tethyr, el terreno poseía más valor que cualquier otra forma de riqueza, y estar en posesión de un buen pedazo garantizaba de inmediato un título nobiliario. Durante los años que habían seguido a la destrucción de la familia real, y la aniquilación de muchas de las nobles estirpes que tenían lazos de sangre con la realeza, las mansiones señoriales, los condados e incluso los ducados pasaban de mano en mano como baratijas en una feria campestre. Aquellos hombres y mujeres que tenían dinero suficiente para adquirir terreno, o suficiente poder para apoderarse de él, ganaban de inmediato títulos nobiliarios y en consecuencia Tethyr se había visto poblada de sucedáneos de barones y condesas.

Aquello constituía una ofensa para los sentidos elfos de Arilyn, su profundo respeto por la tradición y su amor inconfesado por la familia. Pero lo que más la molestaba de aquella moda era que incluso los nobles más insignificantes estaban empezando a mostrar signos de ambición mucho más acusada de lo que su recién obtenido estado sugería. La amenaza de un golpe de las cofradías había sido desbaratada por completo, e incluso de forma despiadada, pero en Espolón de Zazes bullían todavía rumores que aseguraban que tal o cual barón o lord estaba reuniendo poder y partidarios.

La ambición era una característica importante en Tethyr, y Hhune rebosaba de ella por todos lados. Arilyn vislumbró sueños de gloria en sus ojos cuando se puso a contemplar la diadema de amatistas y pensó que sería aconsejable vigilar a aquel hombre y, si fuera necesario, refrenar sus ambiciones.

Al final, Hhune colocó la corona en su escribanía y concentró toda su atención en la semielfa.

—Habéis hecho un buen trabajo. ¡Os pagaré vuestros honorarios multiplicados por dos si me decís cómo conseguisteis introduciros en el palacio de Assante!

Arilyn ya se esperaba la pregunta. Negarse a contestar podía valerle el mismo destino que se reservaba a los sirvientes de Assante, así que había preparado una verdad a medias no carente de verosimilitud. Esbozó una sonrisa que pretendía ser a la vez fría y seductora, una expresión bastante útil que había copiado de Hurón, y concentró toda su fuerza en Hhune.

—De vez en cuando Assante se hace traer mujeres nuevas a su residencia y no me fue difícil incluirme en la selección.

Los ojos negros de Hhune le dedicaron una sonrisa apreciativa de arriba abajo.

—Sí, me lo creo —respondió, galante—. Pero ¡contadme cómo es la cámara del tesoro!

Esto sí que
no
se lo esperaba Arilyn, pero al ver un atisbo de codicia en la mirada de Hhune, decidió explotar aquel filón. ¡Tal vez con un poco de estímulo se prestara a financiar su próxima expedición!

—¿Qué otros objetos cogisteis? —prosiguió Hhune antes de que ella pudiese hablar—. Me encantaría tener ocasión de echarles una ojeada.

Arilyn alargó los brazos con gesto compungido.

—Nada más. ¡La vestimenta de los harenes no deja mucho espacio para atesorar objetos! Sin embargo, me dediqué a destruir parte de las cosas que no podía llevarme — añadió, con la sospecha de que Hhune apreciaría cualquier merma en la riqueza de una persona rival.

El jefe de cofradía soltó una risotada, encantado.

—Espléndido, espléndido, pero confío en que no demasiadas.

—Soy incapaz de describir las maravillas que todavía quedan allí —comentó, pensativa.

—¿Querríais hacer otra expedición?

—No demasiado pronto —respondió Arilyn con suavidad—. La próxima vez que me introduzca en el palacio de Assante, será para atender un asunto personal.

Hhune sostuvo su mirada durante un prolongado instante y, al final, asintió.

—Estas cosas requieren mucha planificación —comentó en tono de indiferencia, suponiendo, tal como quería Arilyn, que ella estaba planeando desafiar y conseguir desalojar de su puesto al maestro asesino—. Y son costosas. Por favor, enviad todas las facturas a mi atención..., con discreción, por supuesto. A cambio, sólo os pido que me dejéis pujar a mí primero por todos los tesoros que podáis conseguir.

«Todos menos uno —asintió Arilyn en silencio—. Todos menos uno.»

5

El día llegaba ya a su fin y Foxfire lo sabía, aunque en las profundidades del bosque no había prolongación alguna de sombras que indicase la hora. Allí la umbría era total y profunda y el único cielo estaba constituido por miles y miles de capas de ramas cubiertas de hojas y pinos aterciopelados que tamizaban la luz del sol. Hasta el mismo aire que respiraban parecía verde y vital.

El elfo estaba a bastantes kilómetros de distancia de Árboles Altos, la aldea oculta de su tribu, pero él y sus dos compañeros avanzaban a buen ritmo a través del espeso follaje y tan silenciosos e invisibles como un trío de ciervos. Aquel bosque, en toda su amplitud, era el hogar de los elfos, y sus ritmos circulaban por sus venas y estallaban como cánticos en sus almas.

Foxfire iba en cabeza en rumbo constante hacia el oeste, con destino a una arboleda situada al este del enclave comercial conocido como Piedra Musgosa. En tiempos remotos, más felices y seguros que los de ahora, los elfos de la tribu elmanesa habían comerciado con los humanos que vivían en aquella ciudad fronteriza con el bosque, pero luego había llegado el reinado brutal de los tethyres, aquella familia real que parecía dispuesta a exterminar a los elfos de aquellas tierras. La tribu elmanesa se había visto forzada a retirarse a las sombras del bosque y proclamar su propio gobierno mediante el Consejo Elfo. Durante muchos años, todos aquellos que se aventuraban en el bosque vivían y morían según las normas dictadas por aquel consejo, pero en aquellos tiempos de conflictos, hasta la voz sabia y colectiva del consejo había titubeado y había caído en el silencio. La alianza entre elfos se había roto y cada clan había seguido su propio camino. En concreto la tribu Suldusk, siempre un poco reticente a mezclarse con sus hermanos y hermanas elmaneses, había desaparecido en la penumbra profunda de la espesura más suroriental y nadie sabía a ciencia cierta cuántos elfos quedaban con vida entre aquella selva centenaria.

Aun así, quedaba un asentamiento de elfos en el Claro del Consejo, y los ancianos que allí vivían seguían siendo la mejor fuente de información y de noticias del bosque. Foxfire confiaba en encontrar respuestas que pudieran justificar lo que estaba sucediendo con su pueblo.

Los elfos habían poblado el bosque de Tethir desde antes de que la memoria elfa pudiera recordar, y eso que los elfos tenían longevas memorias, pero por primera vez en sus nueve décadas de vida, Foxfire temía que los días de su gente en aquellas tierras estuvieran contados. Demasiados cambios habían acontecido a los elfos, y con demasiada rapidez, para que ellos pudieran asimilarlos o adaptarse. Foxfire era de naturaleza optimista y encontraba siempre la parte positiva de todas las situaciones, además de esperar que la suerte estuviera siempre de su parte en todas las cosas. Asimismo, tenía el don de inspirar la misma confianza en aquellas personas que lo rodeaban, pero ni siquiera él podía dejar de prestar atención a los temores de que una nueva penumbra se había cernido sobre Tethir, y los recientes acontecimientos sugerían que pronto podía regresar la Era de la Tiranía.

Los elfos tampoco se ayudaban a sí mismos. Foxfire no podía apartar de su mente las insinuaciones que había hecho aquel humano, Bunlap. ¿Acaso era posible que varios clanes estuviesen atacando de verdad granjas y caravanas? Y, si eso era cierto, ¿qué conflictos nuevos acarrearía esa actitud a las tribus de Tethir?

—No estamos lejos —comentó Korrigash, un cazador y guerrero de cabellos negros, el mejor amigo de Foxfire. El taciturno elfo apenas hablaba, y el hecho de que lo estuviese haciendo ahora indicaba la gravedad de la situación en que se encontraban.

Aunque Korrigash era casi tan terco como un enano, no existía nadie bajo la capa de estrellas a quien Foxfire apreciara más ni en quien más confiara. Hacía ya mucho tiempo que eran amigos y rivales, desde que de pequeños jugaban a tirarse cualquier cosa que pudiesen encontrar, ya fuera guijarros que alfombraban el suelo forestal hasta musgo que crecía alrededor de sus pañales. En la actualidad su rivalidad se traducía en competiciones con armas o con arcos, o se encaminaba a conseguir la sonrisa de una doncella elfa, pero cuando patrullaban o se veían inmersos en un combate, Korrigash ocupaba siempre su lugar natural por detrás de Foxfire, cediéndole instintivamente el liderazgo al guerrero de cabellos rojizos. Y de un modo semejante, Foxfire había aprendido a leer los pensamientos no formulados que se ocultaban tras las escasas palabras de su amigo.

—El Claro del Consejo está detrás de esos cedros. —Foxfire señaló con el arco una espesura de coníferas—. Los ancianos sabrán si hay verdad en las historias de los humanos.

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