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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (16 page)

BOOK: Sortilegio
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—A lo mejor sucede sencillamente que los malos tiempos han seguido su curso —dijo ella.

—A lo mejor —aceptó Cal al tiempo que abría la puerta del palomar. Mientras lo hacía un tren pasó cerca en medio de un gran estruendo, haciendo temblar la tierra.

—El de las nueve y veinticinco en dirección a Penzance —dijo Cal al tiempo que hacía entrar a Suzanna.

—¿No molesta eso a los pájaros? —le preguntó ella—. Me refiero al hecho de estar tan cerca de las vías.

—Se acostumbraron a ello desde que estaban en el cascarón —repuso él; y entró a su vez a saludar a los pichones.

Suzanna lo estuvo observando mientras él hablaba con los pájaros y pasaba los dedos a través de la tela metálica. Cal era un tipo bastante extraño, de eso no cabía la menor duda; pero probablemente no era más extraño que ella misma. Lo que más le sorprendía era el modo desenfadado con que estaban manejando los imponderables que de repente habían entrado en sus vidas. Se encontraban de pie, intuía Suzanna, apenas asomándose al umbral; en el reino que había más allá, un poco de rareza quizá fuera una necesidad.

De repente Cal se apartó de la jaula.


Gilchrist
—dijo al tiempo que hacía una fiera mueca—. Acabo de acordarme ahora mismo. Estuvieron hablando de un tipo llamado Gilchrist.

—¿Quiénes?

—Cuando yo estaba subido en la tapia. Los hombres de las mudanzas. ¡Dios mío, sí! Al mirar ahora a los pájaros me ha venido todo a la memoria de nuevo. Yo estaba subido en la tapia y ellos hablaban de venderle la alfombra a alguien llamado
Gilchrist
.

—Entonces ése es nuestro hombre.

En cuestión de unos momentos Cal ya estaba de vuelta en casa.

—No tengo bizcocho... —empezó a decir Brendan mientras su hijo se dirigía al teléfono del pasillo—. ¿Qué es ese pánico repentino?

—Nada importante —repuso Suzanna.

Brendan le sirvió una taza de café mientras Cal saquedaba el listín telefónico.

—Tú no eres de aquí, ¿verdad? —le preguntó Brendan a Suzanna.

—Vivo en Londres.

—Nunca me ha gustado Londres —comentó él—. Es un lugar desalmado.

—Tengo un estudio en Muswell Hill. Estoy segura de que a usted le gustaría. —Al ver que Brendan parecía perplejo ante aquello, añadió—: Me dedico a hacer cerámicas.

—Lo he encontrado —dijo Cal con el listín en la mano—. K. W. Gilchrist —leyó—, compraventa de objetos.

—¿Qué es todo esto? —quiso saber Brendan.

—Voy a llamarlo —dijo Cal.

—Es domingo —le indicó Suzanna.

—Muchos de estos sitios están abiertos los domingos por la mañana —repuso Cal; y regresó al pasillo.

—¿Vais a comprar algo? —dijo Brendan.

—Digámoslo así —repuso Suzanna.

Cal marcó el número. Alguien levantó el auricular con prontitud al otro lado de la línea. Una mujer dijo:

—Gilchrist.

—Hola —comenzó Cal—. Desearía hablar con el señor Gilchrist, por favor.

Hubo un silencio momentáneo al otro lado de la línea; luego la mujer dijo:

—El señor Gilchrist está muerto.

«Jesús, Shadwell es rápido», pensó Cal.

Pero la telefonista no se había desanimado.

—Hace ocho años que murió —continuó. Tenía una voz más descolorida aún que la que da la hora por teléfono—. ¿Respecto a qué deseaba usted hablar con él?

—Se trata de una alfombra.

—¿Quiere usted comprar una alfombra?

—No exactamente. Creo que han llevado una alfombra a la tienda de ustedes por error...

—¿Por
error
?

—Eso es. Y tengo que recuperarla urgentemente.

—Me temo que tendrá usted que hablar de eso con el señor Wilde.

—¿Podría usted ponerme con el señor Wilde entonces, por favor?

—Está en la Isla de Wight.

—¿Cuándo volverá?

—El jueves por la mañana. Tendrá usted que volver a llamar entonces.

—Seguramente eso debe ser...

Cal guardó silencio al darse cuenta de que ya no había línea.

—¡Maldición! —exclamó. Luego levantó la vista y vio a Suzanna de pie junto a la puerta de la cocina—. No hay nadie allí con quien hablar. —Suspiró—. Bien. ¿En qué situación nos coloca eso?

—Igual que ladrones en medio de la noche —repuso ella suavemente.

3

Cuando Cal y la muchacha se hubieron ido, Brendan se sentó un rato y se puso a contemplar el jardín. Tendría que ponerse a trabajar en aquel jardín lo antes posible; la carta de Eileen lo había castigado por tener tan descuidado el mantenimiento del mismo.

El hecho de pensar en la carta inevitablemente le hizo acordarse de su portador, el celestial señor Shadwell.

Sin detenerse a analizar el porqué, se levantó y fue al teléfono; luego consultó la tarjeta que el ángel le había dado y marcó el número. El recuerdo que tenía del encuentro con Shadwell casi se le había borrado a causa
de
la brillantez del regalo que el Vendedor le había llevado y ese trato de algún modo concernía a Cal.

—¿El señor Shadwell?

—¿Quién habla, por favor?

—Brendan Mooney.

—Oh, Brendan. Cuánto me alegra oír su voz. ¿Tiene algo que contarme? ¿Algo sobre Cal?

—Se ha marchado a un almacén de muebles de segunda mano y esas cosas...

—Ah, ya sé. Entonces lo encontraremos y lo convertiremos en un hombre feliz. ¿Estaba solo?

—No. Había una mujer con él. Una mujer encantadora.

—¿Cómo se llama esa mujer?

—Suzanna Parrish.

—¿Y el almacén?

Una vaga punzada de duda tocó a Brendan.

—¿Para qué necesita usted a Cal?

—Ya se lo he dicho. Para entregarle un premio.

—Ah, sí. Un premio.

—Algo que lo dejará sin aliento. Dígame el nombre del almacén, Brendan. Al fin y al cabo tenemos un trato. Lo justo es lo justo.

Brendan se metió la mano en el bolsillo. La carta todavía estaba caliente. No había mal alguno en hacer tratos con los ángeles, ¿verdad? ¿Qué otra cosa se podía hacer con mayor seguridad?

Le dio el nombre del almacén.

—Sólo fueron a buscar una alfombra —le explicó Brendan.

El auricular produjo un chasquido.

—¿Está usted ahí? —preguntó Brendan.

Pero el mensajero divino probablemente ya había levantado el vuelo.

IX. QUIEN LO ENCUENTRE SE LO QUEDA
1

El almacén de muebles de ocasión de Gilchrist había sido un cine en otro tiempo, en los años en los que los cines eran todavía locuras suntuosas. Y una locura todavía seguía siéndolo, con aquella fachada de estilo rococó de imitación y una inverosímil cúpula colocada sobre el tejado; pero ahora ya no quedaba en él nada que pudiera ser remotamente suntuoso. El local se alzaba a sólo un tiro de piedra de Dock Road, y era la única propiedad de toda la manzana que permanecía aún en uso, el resto de ellas, o bien estaban tapadas con tablones, o se habían quemado.

De pie en la esquina de la calle Jamaica, y con la vista clavada en aquel abandono que tenía enfrente, Cal se preguntó si el difunto señor Gilchrist se habría enorgullecido de que su nombre estuviera escrito de modo tan llamativo en la fachada de aquel deteriorado establecimiento. Era indudable que allí los negocios no podían ser florecientes, a menos que se tratase de asuntos de esos que resulta conveniente no hacer a la vista del público.

El horario de apertura del almacén se hallaba en un tablón muy ajado a causa de las inclemencias del tiempo, en el mismo lugar en que en otro tiempo el cine anunciase los precios de las localidades. Los domingos el establecimiento permanecía abierto de nueve y media a doce. Ahora eran las dos menos diez. La doble puerta se encontraba cerrada y con los cerrojos echados, y un par de rejas enormes de hierro, una grotesca adición a la fachada, se hallaban cerradas con un candado delante de las puertas.

—¿Qué tal se te da el allanamiento de morada? —le preguntó Cal a Suzanna.

—Bastante mal —repuso la muchacha—. Pero aprendo con rapidez.

Cruzaron la calle Jamaica para inspeccionar el lugar más de cerca. No hubo necesidad de fingir inocencia; no había pasado ningún peatón por la calle desde que ellos llegaran, y el tráfico era mínimo.

—Tiene que haber alguna forma de entrar ahí —dijo Suzanna—. Tú ve por ese lado hasta la parte de atrás. Yo miraré por este otro.

—Muy bien. Nos encontraremos en la parte de atrás.

Se separaron. Mientras que el camino que había tomado Cal se hallaba envuelto en sombras, el de Suzanna estaba expuesto a la brillante luz del sol. De modo que ella se sorprendió a sí misma anhelando que apareciera alguna nube en el cielo. El calor estaba haciendo que le cantara la sangre, como si estuviera sintonizada con alguna emisora de radio extraterrestre cuyas melodías le silbasen alrededor del cráneo.

Mientras Suzanna escuchaba las melodías, Cal apareció dando la vuelta a la esquina; la sobresaltó.

—He encontrado una entrada —le informó; y condujo a Suzanna hasta lo que en otro tiempo había sido una salida de emergencia del cine. También estaba cerrada con un candado, pero tanto éste como la cadena que lo sujetaba se encontraban muy oxidados. Cal ya se había hecho con un pedazo de ladrillo, y con él se puso ahora a golpear la cerradura. Varios fragmentos de ladrillo salieron volando en todas direcciones, pero al cabo de una docena de golpes la cadena se rindió. Cal apoyó un hombro contra la puerta y empujó. Se produjo un estruendo en la parte de dentro al volcarse un espejo y otros varios objetos que estaban apilados contra la puerta; pero consiguió abrir un hueco que, aunque resultara un poco justo, era lo bastante grande como para poder pasar por él.

2

El interior del edificio era una especie de purgatorio en el que miles de objetos domésticos —sillones, armarios, lámparas grandes y pequeñas, cortinas, alfombras— esperaban el Juicio apiladas unas encima de otras formando una polvorienta desgracia. El lugar apestaba a todos aquellos objetos que contenía; a objetos reclamados por la carcoma, la podredumbre o deteriorados por el puro uso; a cosas que un día habían sido de buena calidad y que ahora estaban tan gastadas a causa del tiempo que ni siquiera los fabricantes les habrían dado cabida en sus propias casas.

Y bajo aquel olor de decrepitud se percibía algo más amargo y más humano. El olor a sudor, quizá, absorbido por los tablones del lecho de un enfermo, o el de la pantalla de una lámpara que hubiese estado encendida toda la noche por alguien que no había llegado a ver la mañana. No era aquél un lugar para entretenerse.

Volvieron a separarse, por mor de la rapidez.

—Si ves algo que te parezca prometedor —le dijo Cal—, dame un grito.

Ahora Cal se encontraba eclipsado entre varios montones de muebles.

El silbido que Suzanna tenía en el interior del cráneo no cesó una vez que se quitó del sol; al contrario, empeoró. Puede que fuera la enormidad de la tarea que tenía delante lo que hacía que la cabeza le diera vueltas, como si aquello fuese una búsqueda imposible procedente de algún cuento de hadas, como si buscase una partícula de magia en medio de la desolación y la decadencia.

Aquel mismo pensamiento, aunque formulado de forma diferente, estaba pasándole a Cal por la cabeza en el mismo instante. Cuanto más buscaba, más dudaba de su memoria. A lo mejor no había sido el almacén de Gilchrist el que los tipos de las mudanzas habían nombrado; o quizá aquellos hombres habían decidido que las ganancias que les reportaría llevar la alfombra hasta allí no merecían la pena hacer el esfuerzo.

Al doblar una esquina oyó un sonido semejante al de unos arañazos que procedía de la parte de atrás de un montón de muebles.

—¿Suzanna? —llamó. La palabra salió y regresó sin respuesta alguna.

El ruido se había desvanecido, pero le había provocado a Cal una oleada de adrenalina que le recorrió el organismo. Cal apresuró el paso y se encaminó a la siguiente montaña de mercancías y enseres. Incluso antes de encontrarse a una distancia de aproximadamente cinco metros de la misma, sus ojos ya se habían fijado en la alfombra enrollada que estaba casi oculta debajo de media docena de sillas de comedor y una cómoda. Todos aquellos objetos carecían de la etiqueta que mostraba el precio, lo cual indicaba que eran recientes adquisiciones todavía sin clasificar.

Se puso de rodillas y tiró del borde de la alfombra, en un intento por ver el dibujo. La cenefa estaba estropeada y el tejido desgastado. Al tirar notó que algunas hebras se soltaban. Pero pudo ver lo bastante para confirmar lo que sus entrañas ya sabían: que aquélla era la alfombra de la calle Rue, la alfombra que Mimi Laschenski había vivido y muerto protegiendo; la alfombra de la Fuga.

Se puso en pie y empezó a deshacer el montón de sillas completamente sordo al ruido de pasos que se le acercaban por la espalda.

3

La primera cosa que Suzanna vio fue una sombra en el suelo. Alzó la mirada.

Un rostro apareció entre dos armarios, pero sólo para desaparecer de nuevo antes de que ella pudiera llamarlo por su nombre.

¡Mimi! Era Mimi.

Suzanna se acercó a los armarios. No había ni rastro de nadie. ¿Estaría empezando a perder la cordura? Primero había sentido aquel estruendo dentro de la cabeza y ahora tenía alucinaciones.

Y sin embargo, ¿por qué estaban allí si no creían en los milagros? La duda de Suzanna se ahogó en una súbita oleada de esperanza; la esperanza de que los muertos de algún modo pudieran romper el sello que cerraba el mundo invisible y volver entre los vivos.

Pronunció en voz baja el nombre de su abuela. Y se le concedió una respuesta. No con palabras, sino en forma de aroma de agua de lavanda. A cierta distancia a su izquierda, por un pasillo formado por cajas de té amontonadas, una bola de pelusa rodó y se quedó quieta. Suzanna se acercó a la bola, o más bien a la fuente de donde procedía la brisa que había hecho rodar a aquélla, y el aroma se fue haciendo más intenso a cada paso que daba.

4

—Eso es de mi propiedad, según creo —dijo la voz a espaldas de Cal. Éste se volvió. Shadwell estaba de pie a un par de metros. Llevaba la chaqueta desabrochada—. A lo mejor sería usted tan amable de apartarse, Mooney, y permitir que me lleve lo que es mío.

Cal deseó haber tenido la presencia de ánimo suficiente para ir armado a aquel lugar. No habría vacilado en apuñalar ahora a Shadwell en el ojo resplandeciente y proclamarse a sí mismo un héroe por haber sido capaz de hacerlo. Pero el hecho era que no disponía más que de sus manos desnudas. Tendría que arreglarse con ellas.

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