Read Sortilegio Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (12 page)

BOOK: Sortilegio
9.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Adonde vas? —quiso saber Cal.

Geraldine se limitó a reír de nuevo.

Por encima de ellos las nubes se movían de prisa; las estrellas resplandecían entre ellas, aunque con un fuego demasiado débil para iluminar allá abajo. Cal se quedo mirándolas durante un momento, y cuando volvió a mirar a Geraldine ella se le acercaba emitiendo un sonido que no era un suspiro ni una palabra.

Las sombras que la abrazaban eran densas, pero se desenrollaron mientras Cal las miraba, y lo que revela ron hizo que las tripas le dieran un salto mortal. El rostro de Geraldine se había aflojado de algún modo, las facciones empezaban a corrérsele como cera caliente. Y ahora, al desaparecer la fachada, Cal vio a la mujer que había debajo. La vio y comprendió: la cara sin cejas, la boca sin alegría. ¿Quién si no Immacolata?

Hubiera echado a correr entonces, de no ser porque sintió el morro frío de una pistola contra la sien y la voz del Vendedor que le decía:

—Si haces un solo ruido, va a dolerte.

Cal se mantuvo en silencio.

Shadwell hizo seña hacia el «Mercedes» negro que es taba aparcado en el siguiente cruce.

—Muévete —le dijo.

Cal no tenía dónde elegir; apenas podía creer, incluso mientras caminaba, que aquella escena estuviera teniendo lugar en una calle cuyas grietas del pavimento él había contado repetidas veces desde que fue lo bastante mayor como para distinguir el uno del dos.

Lo hicieron entrar en el asiento posterior del coche donde Cal quedó separado de sus captores por una pantalla de vidrio grueso. Todos supondrían, sencillamente, que se había cansado de la fiesta y había decidido marcharse a casa. Se encontraba en manos del enemigo, y además indefenso para hacer nada al respecto.

Se preguntó qué haría ahora Mooney
el Loco
.

La pregunta lo afligió sólo durante un momento antes de conocer la respuesta. Sacó el puro que Norman le había dado para celebrar la ocasión, se recostó en el asiento de cuero, y lo encendió.

«Bien —dijo el poeta—; obtén todo el placer que puedas, mientras haya aún placer que disfrutar. Y aliento para acompañarlo.»

V. EN LOS BRAZOS DE MAMÁ PUS

En medio de la neblina que produce el miedo y el humo del puro, Cal perdió pronto la orientación y no supo qué dirección llevaban. Cuando finalmente se detuvieron. La única pista para saber dónde se encontraban era que el aire tenía un fuerte olor a río. O más bien a los terrenos llenos de ese barro negro que queda al descubierto cuando la marea baja; extensiones de inmundicia que le habían inspirado temor cuando era niño. Hasta que no cumplió los diez años no había sido capaz de caminar por Otterspool Promenade sin que hubiera un adulto situado entre él y la barandilla.

El Vendedor le ordenó salir del coche. Cal se bajó, obediente. Resultaba difícil no ser obediente con una pistola apuntándole a la cara. Shadwell le arrebató inmediatamente el puro de la boca y lo aplastó en el suelo con el tacón del zapato; luego hizo pasar a Cal a través de Una puerta hasta el interior de un recinto vallado. Sólo ahora, al poner los ojos en los montones de desperdicios domésticos que se hallaban más adelante, Cal comprendió verdaderamente adonde lo habían llevado: al basurero municipal. Durante los años anteriores se habían ido construyendo áreas de terreno de parque sobre los detritus de la ciudad, pero ahora ya no había el dinero necesario para transformar la basura en césped. Y basura seguía siendo. El hedor —esa peste agridulce de materia vegetal en descomposición sobrepasaba incluso el olor del río.

—Alto —dijo Shadwell cuando llegaron a un lugar que, a simple vista, no tenía nada de particular.

Cal se dio la vuelta y miró en dirección a la voz. No consiguió ver mucho, pero le pareció que Shadwell se había guardado la pistola en la funda. Aprovechando la ocasión echó a correr sin elegir ninguna dirección en particular, pues lo único que pretendía era escapar. Había dado ya quizá cuatro pasos cuando algo se le enredó entre las piernas y le hizo caer a plomo, sin aliento. Antes de tener la menor oportunidad de ponerse en pie unas formas empezaron a converger sobre él desde todas partes formando una incoherente masa de miembros y gruñidos, aquello no podía ser nada más que los hijos de la hermana-fantasma. Se alegró de la oscuridad que reinaba allí; así al menos no podía verles las deformidades. Pero notó aquellos miembros sobre él; oyó el ruido de los dientes intentando apresarle el cuello.

Sin embargo no intentaban devorarle. Obedeciendo a alguna señal que Cal no vio ni oyó, la violencia disminuyó hasta convertirse en un mero cautiverio. Lo sujetaron con fuerza, anudándole el cuerpo de tal modo que las coyunturas le crujieron, mientras un terrible espectáculo se desplegaba a unos cuantos metros delante de él.

Se trataba de una de las hermanas de Immacolata, no le cabía la menor duda de ello; una mujer desnuda cuya sustancia latía, destellaba y humeaba como si tuviera la médula ardiendo; sólo que lo que estaba ardiendo no podía ser la médula, porque lo más seguro era que aquel ser no tuviera huesos. El cuerpo era una columna de gas gris entrelazada con tiras de un tejido sangriento, y de entre aquel flujo emergían fragmentos de anatomía acabada; un pecho rezumante, un vientre hinchado como si fuera un embarazo que hubiese salido de cuentas hacía ya varios meses, un rostro tiznado en el cual los ojos no eran más que hendeduras cosidas. Todo eso explicaba, sin duda, el modo vacilante de avanzar y la manera en que extendía los humeantes miembros separándolos del cuerpo para tantear el terreno que tenía delante: el fantasma era ciego.

A la luz que aquella atroz madre desprendía, Cal consiguió distinguir con más claridad a los hijos. Ninguna perversión anatómica los había pasado por alto: cuerpos vueltos del revés para mostrar las entrañas y el estómago; órganos cuya función parecía consistir simplemente en rezumar y jadear surcaban el vientre de uno de ellos como si fueran tetas y montaban como una cresta de gallo sobre la cabeza de otro. Pero a pesar de tales corrupciones, todos tenían la cabeza vuelta en actitud de adoración hacia Mamá Pus, sin parpadear siquiera para no dejar de disfrutar ni un momento de la presencia de ella. Era su madre, y ellos sus amorosos hijos.

De súbito, ella empezó a chillar. Cal se dio la vuelta y la miró de nuevo. La hermana de Immacolata había adoptado una nueva postura, agachándose con las piernas abiertas y la cabeza echada hacia atrás al tiempo que expresaba de viva voz el agonizante sufrimiento que padecía.

Detrás de ella se encontraba ahora un segundo fantasma, tan desnudo como el primero. O quizá incluso más, porque de éste apenas podía decirse que tuviera carne. Estaba obscenamente marchito, con las ubres colgando como bolsas vacías y el rostro derrumbado sobre sí mismo en un revoltijo de fragmentos de dientes y cabello. Se había agarrado a su hermana, la que estaba agachada y cuyo chillido había alcanzado ahora un tono tan agudo que era capaz de destrozar los nervios. Cuando aquel hinchado vientre parecía a punto de estallar, surgió lentamente de entre las piernas de la madre un flujo de materia ardiente. La visión de aquello fue acogida con un coro de bienvenida por parte de los hijos. Estaban extasiados. Y el horrorizado Cal, a su manera, también lo estaba.

Mamá Pus estaba dando a luz.

Cuando la nueva criatura emprendió el viaje hacia el mundo de los vivos, aquel chillido agudo se fue convirtiendo poco a poco en una serie de gritos rítmicos. Más que parido, aquel ser fue cagado. No bien la criatura hubo tocado el suelo que la marchita comadrona se puso manos a la obra, interponiéndose entre la madre y los espectadores para retirar los velos de sustancia superflua del cuerpo del nuevo ser. La madre, finalizadas las fatigas del parto, se puso en pie; la llama de su cuerpo se extinguió, y ella dejó a la criatura al cuidado de su propia hermana.

Ahora Shadwell se dejó ver de nuevo. Miró a Cal.

—¿Ve —le dijo con una voz tan baja que era casi un susurro— la clase de horrores que son éstos? Yo ya se lo advertí. Dígame dónde está la alfombra y trataré de conseguir que esa criatura no le toque.

—No lo sé. Le juró que no lo sé.

La comadrona se había retirado; Shadwell, con una fingida piedad en el rostro, hizo lo mismo.

En medio de la inmundicia, a unos pocos metros de Cal, la criatura ya se estaba levantando. Era del mismo tamaño que un chimpancé, y compartía con sus hermanos aquel aspecto de estar traumáticamente herido. Numerosas porciones de entrañas le salían por entre la piel, dejando que el torso se derrumbase sobre sí mismo en algunos lugares y que en otros luciera ridículos colgajos de intestino. Líneas generales de miembros enanos pendían del vientre,
y
entre las piernas le colgaba un escroto de considerable tamaño, humeante como un incensario, pero que no iba acompañado de órgano alguno por donde descargar aquello que hervía dentro.

La criatura conocía bien cuál era su cometido desde el primer aliento: aterrorizar.

Aunque todavía tenía el rostro rodeado de secundinas, aquellos ojos gomosos encontraron a Cal y empezó a acercarse a él arrastrando los pies.

—Oh, Jesús...

Cal empezó a buscar al Vendedor, pero el hombre había desaparecido.

—Ya se lo he dicho —grito dirigiéndose a la oscuridad—. No sé dónde está esa puñetera alfombra.

Shadwell no respondió. Cal volvió a gritar. El bastardo de Mamá Pus ya estaba casi sobre él.

—Jesús, Shadwell, escúcheme, ¿quiere?

Entonces el hijo ilegítimo habló.

—Cal...

En el mismo momento en que pronunciaba el nombre, el ser se retiró la porquería que le envolvía la cabeza. El rostro que apareció debajo carecía de cráneo completo, pero se podía reconocer como el mismo de su padre:
Elroy
. Ver aquellas facciones conocidas en medio de semejante deformidad, fue el colmo de los horrores. Cuando el hijo de Elroy alargó una mano para tocar a Cal, éste se puso a gritar otra vez dándose apenas cuenta de lo que decía, intentando sólo suplicarle a Shadwell que impidiera que aquella cosa lo tocase.

La única respuesta que obtuvo fue la de su propia voz resonando de un lado a otro hasta apagarse. Los brazos de la criatura se extendieron entre espasmos hacia delante y cerró los largos dedos sobre el rostro de Cal. Este trató de luchar para apartarlo de sí, pero la criatura se acercó más a él, abrazándolo con aquel pegajoso cuerpo suyo. Cuanto más se debatía Cal, más atrapado se encontraba.

El resto de los hijos ilegítimos aflojaron ahora el abrazo alrededor de Cal, dejándoselo al nuevo hijo. Éste sólo tenía unos minutos de vida, pero poseía una fuerza fenomenal; las rudimentarias manos que le salían del vientre le arañaban la piel a Cal y lo estrechaban con tanta fuerza que éste apenas lograba que los pulmones se le llenaran de aire.

Con el rostro a unos cuantos centímetros del de Cal, la criatura volvió a hablar, pero en esta ocasión la voz que salió de aquella arruinada boca no fue la de su padre, sino la de Immacolata.

—Confiesa —
le exigió—.
Confiesa lo que sabes
.

—Sólo vi un lugar... —dijo Cal tratando de esquivar el reguero de baba que estaba a punto de caer de la barbilla de la bestia. No lo consiguió. Le dio de lleno en la mejilla, y quemaba como manteca caliente.

—¿Sabes
qué
lugar era el que viste? —le exigió ahora la Hechicera.

—No... —repuso él—. No, no lo sé...

—Pero tú has soñado con ese lugar, ¿no es cierto? Has llorado por él...

La respuesta era sí; claro que había soñado con él. ¿Quién no ha soñado alguna vez con el paraíso?

En tan sólo un instante los pensamientos de Cal saltaron desde el terror del presente al gozo del pasado. A cuando flotaba sobre la Fuga. La repentina visión de aquel País de las Maravillas tuvo la virtud de encender en él una súbita voluntad de resistir. Las glorias que veía con los ojos de la muerte tenían que ser preservadas de toda aquella suciedad que lo estaba abrazando, así como de sus creadores y amos; y en una lucha tan denodada como era la suya, a Cal no se le hacía tan duro perder la vida por una causa así. Aunque no sabía nada en absoluto del actual paradero de la alfombra, estaba dispuesto a perecer antes que arriesgarse a dejar escapar cualquier indicio que pudiera serle de utilidad a Shadwell. Y mientras le quedara algo de aliento, haría todo lo que estuviera en su mano para despistarlos.

El hijo de Elroy pareció adivinar aquella recién encontrada decisión. Apretó más los brazos alrededor de Cal.

—¡Confesaré! —le gritó éste en la cara—. Te diré todo lo que quieras saber.

E inmediatamente empezó a hablar.

El tema de su confesión no fue, sin embargo, lo que los otros querían oír. En lugar de eso empezó a recitarles el horario de los trenes que pasaban por la calle Lime, que se sabía de memoria. Había empezado a aprendérselos a la edad de once años, después de ver a un Hombre de la Memoria en televisión, el cual había demostrado su habilidad recordando detalles de partidos de fútbol elegidos al azar —equipos, tanteos, goleadores— hasta los años treinta. Era un esfuerzo perfectamente inútil, pero aquella lista heroica había tenido la virtud de impresionar poderosamente a Cal, de modo que se había pasado las siguientes semanas guardando en la memoria todas y cada una de las informaciones que podía encontrar, hasta que se le ocurrió que su
magnum opus
pasaba de un lado a otro allá, al fondo del jardín: los trenes. Había empezado aquel mismo día con los trayectos de cercanías, y la ambición de Cal aumentaba cada vez que recordaba con éxito el horario de un día sin equivocación alguna. Había mantenido al corriente aquella información durante años a medida que se cancelaban algunos servicios o se cerraban estaciones. Y la mente de Cal, que tenía dificultades pura relacionar las caras con los nombres, todavía era capaz de vomitar aquella información perfectamente superflua si era necesario.

Y aquello fue lo que les dijo ahora. Los servicios de trenes a Manchester, Crewe, Stafford, Wolverhampton, Birmingham, Coventry, Cheltenham Spa, Reading, Bristol, Exeter, Salisbury, Londres, Colchester; todas las horas de llegadas y salidas y notas adicionales acerca de qué servicios funcionaban solamente los sábados y cuáles no funcionaban nunca los días que los Bancos hacían fiesta.

«Soy Mooney
el Loco
», pensó mientras recitaba aquella obstruccionista lista de servicios con voz brillante y clara, como si se lo estuviera explicando a un imbécil. El truco confundió por completo al monstruo. Miraba fijamente a Cal mientras éste hablaba, incapaz de comprender por qué el prisionero había perdido el temor.

BOOK: Sortilegio
9.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Pure Hate by White, Wrath James
Deadly Donuts by Jessica Beck
For Now (Forever Book 1) by Richards, Kylee
Henna House by Nomi Eve
Antiques to Die For by Jane K. Cleland
Cradle Lake by Ronald Malfi
Brimstone Seduction by Barbara J. Hancock
Charmed Vengeance by Suzanne Lazear