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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (57 page)

BOOK: Sortilegio
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—Voy con vosotros —les dijo sin que nadie lo hubiese invitado—. Podéis arreglarme la máquina por el camino.

—¿Y qué hay de Starbrook? —le preguntó Cal.

—Starbrook no va a volver —repuso De Bono—. Ellos esperarán hasta que la hierba les llegue por la espalda, pero no volverá. Y yo tengo mejores cosas que hacer. —Sonrió—. He oído lo que decía la máquina —les confió—.
Hoy hará muy buen día
.

2

De Bono resultó ser un compañero de viaje muy instructivo. No había tema sobre el cual no estuviera dispuesto a entrar en especulaciones, y su entusiasmo al hablar contribuyó a sacar a Suzanna de la melancolía que la había invadido tras la muerte de Jerichau. Cal los dejó que hablasen a sus anchas, él tenía las manos muy ocupadas tratando de andar y arreglar la radio al mismo tiempo. Sin embargo, se las arregló para repetir la misma pregunta de antes referente a de dónde había sacado De Bono aquel artículo.

—De uno de los hombres del Profeta —le explicó De Bono—. Me la dio esta mañana. Tenía varias cajas llenas.

—Lo creo —dijo Cal.

—Es un soborno —comentó Suzanna.

—¿Creéis que no lo sé? —dijo De Bono—. Ya sé que nadie consigue nada gratis. Pero no creo que todo lo que me dé un Cuco sea corrupción. Eso es lo que dice Starbrook. Ya hemos vivido con los Cucos antes, y hemos sobrevivido... —Se interrumpió y dirigió su atención a Cal—. ¿Hay suerte?

—Todavía no. No se me dan muy bien los cables.

—A lo mejor encuentro a alguien en Nadaparecido —dijo De Bono— que me la pueda arreglar. Ahora estamos a un tiro de piedra.

—Nosotros vamos a la Casa de Capra —le dijo Suzanna.

—Yo iré con vosotros. Sólo que
pasando antes
por el pueblo.

Suzanna se puso a discutir.

—Un hombre tiene que comer —continuó De Bono—. Mi estómago cree que me han cortado la garganta.

—Nada de rodeos —le exigió Suzanna.

—No es un rodeo —replicó De Bono con una sonrisa radiante—. Nos cae de paso. —La miró de reojo—. No seas tan desconfiada —le dijo—. Eres peor que Galin. No voy a hacer que os perdáis. Confiad en mí.

—No nos queda tiempo para hacer turismo. Tenemos asuntos urgentes.

—¿Con el Profeta?

—Sí...

—He ahí
un buen pedazo de mierda de Cuco —comentó Cal.

—¿Quien? ¿El Profeta? —preguntó De Bono—. ¿Es un Cuco?

—Eso me temo —le dijo Suzanna.

—Ya ves, Galin no estaba equivocado del todo —le hizo saber Cal—. La radio es un pedacito de corrupción.

—Yo estoy a salvo —les aseguró De Bono—. A mí no puede alcanzarme.

—¿Ah, no? —inquirió Suzanna.

—Aquí no —insistió De Bono dándose unos golpecitos en el pecho—. Estoy sellado.

—¿Es así como tiene que ser? —le preguntó Suzanna dejando escapar un suspiro—. ¿Vosotros os encerráis en vuestras creencias y nosotros en las nuestras?

—¿Por qué no? —quiso saber De Bono—. Nosotros no os necesitamos.

—Pues tú quieres la radio —le recordó la muchacha.

De Bono lanzó un gruñido.

—Pero no
tanto
. Si la pierdo no voy a ponerme a llorar. No merece la pena. Nada que sea de los Cucos la merece.

—¿Es eso lo que dice Starbrook? —le comentó Suzanna.

—Oh, muy lista —repuso él con cierta acritud.

—Yo he soñado con este lugar... —dijo Cal interviniendo en el debate—. Creo que les ocurre a muchos Cucos.

—Puede que
vosotros
soñéis con
nosotros —
repuso De Bono en tono desagradable—. Pero nosotros con vosotros, no.

—Eso no es verdad —le corrigió Suzanna—. Mi abuela amó a uno de los vuestros, y él le correspondió. Si podéis amarnos, también podéis soñar con nosotros. Del mismo modo que nosotros soñamos con vosotros, si se nos da la oportunidad.

«Está pensando en Jerichau —advirtió Cal para sus adentros—; está hablando en abstracto, pero es en él en quien está pensando.»

—¿Es así? —preguntó De Bono.

—Sí, así es —repuso Suzanna con súbita furia—. Siempre es la misma historia.

—¿Que historia? —inquinó Cal.

—Nosotros
la vivimos y
ellos
la viven —le explicó Suzanna mirando a De Bono—. Trata de nacer y de tener miedo a morir, y de cómo el amor nos salva.

Dijo todo esto con gran certeza, como si le hubiera llevado mucho tiempo llegar a esa conclusión y ahora la tuviera por inamovible.

Ello silenció a la oposición durante un rato. Los tres siguieron caminando sin pronunciar palabra durante dos minutos o más, hasta que De Bono dijo:

—Estoy de acuerdo.

Suzanna lo miró.

—¿En serio? —le preguntó, francamente sorprendida.

De Bono asintió.

—¿Una sola historia? —dijo—. Sí, eso tiene bastante sentido para mí. Al final, es lo mismo para vosotros que para nosotros, con encantamientos o sin ellos. Es como tú dices. Nacer, morir; y en medio el amor. —Hizo un pequeño murmullo de apreciación y luego añadió—: Naturalmente; tú sabrás más de esta última parte —dijo, incapaz de reprimir una risita—. Ya que eres una mujer mayor.

Suzanna se echó a reír; y como para celebrar la circunstancia la radio cobró vida de nuevo, con gran deleite de su dueño y asombro por parte de Cal.

—Eres un buen hombre —le gritó De Bono—. ¡Buen hombre!

La cogió de las manos de Cal y empezó a sintonizarla, de manera que fue con acompañamiento musical como entraron en el extraordinario poblado de Nadaparecido.

V. NADAPARECIDO
1

Al adentrarse en las calles, De Bono les advirtió que el poblado había sido construido con una prisa considerable y que no debían esperarse un paradigma de planificación civil. Pero la advertencia de poco sirvió a fin de prepararlos para la experiencia que tenían por delante. Al parecer no había el menor rastro de orden en aquel lugar. Las casas habían sido encajadas unas entre otras en desventurada confusión, separadas por túneles —el término
calles
les hubiese resultado halagador— tan estrechos y tan atestados de ciudadanos que dondequiera que uno ponía el ojo se encontraba con caras y fachadas que iban de lo primitivo a lo barroco.

Pero no estaba oscuro, sin embargo. Había cierta luminiscencia reverberante en la piedra y en el pavimento que iluminaba los pasajes y convertía la pared más humilde en una accidental obra maestra de mortero brillante y ladrillo aún más brillante.

Pero cualquier tipo de esplendor que la ciudad pudiera poseer era más que igualado por sus habitantes. La ropa que vestían poseía aquella misma amalgama constituida por lo severo y lo deslumbrante que los visitantes ya reconocían como la quintaesencia de los Videntes; pero allí, en lo más parecido que había en la Fuga a un entorno urbano, aquel estilo se había llevado hasta extremos inusitados. Por todas partes se veían prendas y equipos extraordinarios. Un chaleco formal que sonaba con las incontables y diminutas campanillas que colgaban de él. Una mujer cuya ropa, aunque abrochada hasta la garganta, era tan similar al color de su piel que a pesar de ir vestida daba la misma impresión que si estuviese desnuda. En el alféizar de una ventana se encontraba sentada una joven con las piernas cruzadas que tenía alrededor del rostro cintas de todos los colores, las cuales flotaban en el aire a pesar de que no se notaba ninguna brisa apreciable. Más abajo, en el mismo callejón, un hombre, cuyo sombrero de fieltro parecía haber sido tejido con su propio pelo, estaba hablando con sus hijas, mientras en una puerta adyacente otro hombre que llevaba un traje hecho de cuerda le cantaba a su perro. Y aquel estilo, naturalmente, producía el estilo opuesto, como el de la negra y la mujer blanca que pasaron silbando desnudas por completo excepto por unos pantalones sujetos con un cordón.

Aunque todos hallaban placer en su apariencia, aquello no constituía un objetivo en sí mismo. Tenían otras cosas en qué ocuparse aquella nueva mañana; no había tiempo para adoptar posturas.

Lo único que al parecer llamaba algo la atención eran unos cuantos curiosos artículos de finales del siglo XX con los que jugaban algunos ciudadanos. Más regalos de la Élite del Profeta, sin duda alguna. Juguetes que se verían deslucidos en cuestión de días, lo mismo que sucedería con las promesas de Shadwell. No había tiempo para intentar convencer a los poseedores de aquellas brillantes tonterías de que era mejor que se deshicieran de ellas; a no tardar ellos mismos descubrirían cuán frágil era cualquier regalo que procediera de aquella fuente.

—Os llevaré a «Los Mentirosos» —le dijo De Bono mientras se abrían paso entre la multitud—. Comeremos allí y luego seguiremos nuestro camino.

Por todas partes había panoramas y sonidos que atraían la atención de los Cucos. Retazos de conversación les llegaban desde umbrales y ventanas; y también canciones (algunas procedentes de aparatos de radio); y risas. Un bebé lloraba a pleno pulmón en brazos de su madre; algo ladró por encima de ellos: Cal miró hacia arriba y vio un pavo real desfilando en un balcón.

—¿Dónde se habrá metido, por amor de Dios? —exclamó Suzanna cuando De Bono desapareció entre la multitud por tercera o cuarta vez—. Es puñeteramente rápido.

—Pero no nos queda más remedio que fiarnos de él. Necesitamos un guía —dijo Cal. Entonces divisó la rubia cabeza de De Bono—. Allí...

Doblaron una esquina. Al hacerlo se elevó un grito en algún lugar más adelante del abarrotado callejón, tan penetrante y tan impregnado de dolor que daba la impresión de que en él debía de haberse cometido un asesinato. El sonido no silenció a la multitud, pero la acallo lo suficiente para que Cal y Suzanna captasen las palabras que siguieron, mientras moría el eco del alarido.

—¡Han quemado la Casa de Capra!

—No puede ser —dijo alguien; y aquella negación encontró eco en todas partes, al correrse la voz. Pero el portador de la noticia no iba a dejar que le gritasen.

—¡La han quemado! —insistía—. Y han matado al Consejo.

Cal se abrió camino entre aquel apretado gentío hasta que logró ver al hombre, que desde luego parecía haber presenciado alguna catástrofe. Iba sucio de humo y barro, y entre aquellas suciedades le corrían las lágrimas mientras repetía la historia, o lo poco que había que contar en esencia. Las negativas poco a poco iban cesando: no cabía la menor duda de que decía la verdad.

Fue Suzanna quien hizo la sencilla pregunta:

—¿Quién ha sido?

El hombre la miró.

—El Profeta... —respondió casi sin aliento—. Ha sido el Profeta.

Al oír aquello la multitud entró en erupción y el aire se llenó de maldiciones e imprecaciones.

Suzanna se volvió hacia Cal.

—No nos hemos dado la suficiente prisa —le confió con lágrimas en los ojos—. Por Dios, Cal, teníamos que haber estado allí.

—No lo hubiéramos logrado —comentó una voz al lado de ellos. De Bono había reaparecido—. No os echéis la culpa de nada —dijo. Y luego añadió—: Ni me la echéis a mí.

—¿Y ahora qué? —quiso saber Cal.

—Encontraremos a ese hijo de puta
y
lo mataremos —le aseguró Suzanna. Cogió a De Bono por un hombro—. ¿Nos enseñarás la salida?

—Claro.

De Bono dio media vuelta y los sacó de la aglomeración de ciudadanos que rodeaban al hombre que lloraba. A medida que avanzaban era evidente que la noticia había llegado ya a todos los oídos y callejones. Las canciones y las risas se habían desvanecido por completo. Unas cuantas personas estaban contemplando la franja de cielo que se veía por entre los tejados como si esperasen un relámpago. La expresión de aquellos rostros le recordó a Cal el aspecto que habían mostrado los habitantes de la calle Chariot el día del remolino: estaban llenos de preguntas sin expresar.

A juzgar por los retazos de conversación que captaban al pasar andando, había alguna discrepancia respecto a lo que había ocurrido exactamente. Unos decían que todos los que se encontraban en la Casa de Capra habían sido asesinados; otros aseguraban que aún quedaban supervivientes. Pero fueran cuales fuesen las discrepancias existentes, los puntos más importantes quedaban fuera de toda discusión: el Profeta había declarado la guerra a todo aquel que se atreviese a desafiar su supremacía; y a tal fin sus seguidores ya estaban arrasando la Fuga en busca de incrédulos.

—Tenemos que salir a campo abierto —les dijo Suzanna—. Antes de que lleguen aquí.

Es un mundo pequeño —observó De Bono—. No tardarán mucho en purgarlo, si son eficientes.

—Y lo serán —observó Cal.

No había señales de pánico entre los habitantes; ningún intento de hacer las maletas y escapar. Aquel tipo de persecución, o algunos sucesos parecidos, ya habían tenido lugar otras veces, o al menos eso parecían decir los rostros fruncidos, y lo más probable era que todo volviera a ocurrir. ¿Tenían acaso que sorprenderse?

Al trío les llevó unos cuantos minutos salir por aquellos tortuosos callejones del poblado hasta encontrarse en campo abierto.

—Siento mucho que tengamos que separarnos tan pronto —le dijo Suzanna a De Bono una vez que hubieron alcanzado las afueras.

—¿Y por qué tendríamos que separarnos?

—Porque nosotros hemos venido aquí para detener al Profeta —le indicó Suzanna—, y eso precisamente es lo que vamos a hacer ahora.

—Entonces os llevaré adonde creo que está.

—¿Dónde? —le preguntó Cal.

—En el Firmamento —repuso De Bono con confianza—. El antiguo palacio. Eso era lo que decían en la calle. ¿No lo habéis oído? Y tiene bastante sentido. Seguro que se apoderará del Firmamento si quiere ser Rey.

2

No se habían alejado mucho de Nadaparecido cuando De Bono se detuvo y les señaló al otro lado del valle, hacia un penacho de humo.

—Algo está ardiendo —dijo.

—Esperemos que sea Shadwell —rogó Cal.

—Me parece que yo debería saber algo de ese hijo de puta —les indicó De Bono—. Si es que vamos a matarlo con las botas puestas.

Le contaron lo que sabían, que era, una vez hubieron hecho el resumen, una insignificancia.

—Qué raro —observó Cal—. Me parece como si lo conociera de toda la vida. Pero ni siquiera hace un año que le puse los ojos encima por primera vez, ¿sabes?

—Las sombras pueden proyectarse en todas direcciones —dijo De Bono—. Eso es lo que creo. Starbrook decía siempre que incluso hay lugares cerca del Torbellino en los que el pasado y el futuro se superponen.

—Me parece que yo tuve oportunidad de visitar uno de ellos la última vez que estuve aquí —comentó Cal.

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