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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (59 page)

BOOK: Sortilegio
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—No hagas eso —le conminó Immacolata.

—La Magdalena está muerta —le recordó Shadwell—. Así que, ¿quién va a producir hijos ahora? No puede ser esa vieja perra; es estéril. No, amor. No. Creo que tienes que ser tú. Tendrás que ofrecer por fin tu preciosa vagina.

Al oír aquello Immacolata lo apartó violentamente de sí, y hubiera podido matarlo de no haber sido porque la revulsión que le producía hacerle daño le impidió realizar tal acto. Pronto recobró el control de sí misma. El poder asesino se le iba acumulando detrás de los ojos. Shadwell ya no podía retrasar más la venganza y permanecer a salvo. Ella lo había tomado por tonto, pero él tenía maneras de hacerle lamentar aquella arrogancia. Al tiempo que la Hechicera alzaba la cabeza para escupir el menstruum hacia Shadwell, éste comenzó a pronunciar en alto los nombres que había escrito, sólo horas antes, en el paquete de cigarrillos.

—¡Sousa! ¡Vessel! ¡Fairchild! ¡Divine! ¡Loss! ¡Hannah!

Los hijos ilegítimos acudieron raudos a su llamada, revolviendo al subir las escaleras. Ya no eran aquellas cosas maltrechas y heridas de amor que la Magdalena había amamantado. Shadwell los había tratado con ternura en el breve tiempo que los había tenido con él; les había dado de comer; los había hecho poderosos.

La luz murió en el rostro de Immacolata al oírlos por detrás de ella. Se dio la vuelta en el mismo momento en que ellos pasaban por la puerta.

—Tú me los legaste —le recordó Shadwell.

Immacolata dejó escapar un grito al verlos, gordos y carnosos. Apestaban a matadero.

—Les di sangre en lugar de leche —continuó Shadwell—. Eso hace que me amen.

Produjo un chasquido con la lengua
y
aquellas criaturas se le acercaron servilmente arrastrando órganos para los que aún tenían que encontrar una utilidad.

—Te lo advierto —le dijo Shadwell a Immacolata—. Si tratas de hacerme daño lo tomarán a mal.

Al hablar se dio cuenta de que Immacolata había conjurado a la Bruja de las regiones más frías del Firmamento. Ahora se encontraba en el hombro de la Hechicera, como una sombra inquieta.

—Déjalo —oyó que la Bruja le decía al oído a Immacolata.

Shadwell no pensó ni siquiera un instante que la Hechicera siguiera aquel consejo; pero lo hizo, escupiendo primero en el suelo a los pies de Shadwell y después dándose la vuelta para marcharse. El Profeta apenas podía creer que hubiese ganado la batalla con tanta facilidad. El dolor y la mutilación habían desmoralizado a Immacolata más de lo que él se hubiera atrevido a esperar. La confrontación había terminado sin haber tenido oportunidad de comenzar siquiera.

Uno de los hijos ilegítimos —los cuales permanecían al lado del Profeta— emitió un conmovedor gemido de frustración. Shadwell apartó la mirada de las hermanas y le ordenó que se callase. Hacer tal cosa resultó ser fatal, porque en el mismo instante en que apartó la mirada de la hermana fantasma, ésta se acercó volando hacia él con las mandíbulas abiertas de par en par y unos dientes de repente enormes, dispuesta a sacarle el traicionero corazón.

En la puerta, Immacolata se estaba volviendo hacia atrás otra vez, y el menstruum comenzaba a emanar de ella.

Shadwell gritó para que las bestias acudieran en su ayuda pero en el mismo momento en que lo hacía la Bruja estaba ya sobre él. El aliento se le escapó al sentirse arrojado contra la pared, con las garras de la Bruja arañándole el pecho.

Los ilegítimos no estaban dispuestos a consentir que abatieran a su proveedor de sangre. Se echaron encima de la Bruja antes de que ésta pudiera traspasar la chaqueta con las uñas, y la sacaron a rastras de encima de Shadwell, dando aullidos. Ella había sido la comadrona de aquellas criaturas; los había traído a un mundo de locura y oscuridad. Quizá por esa misma razón no demostraron la menor piedad hacia ella. La hicieron pedazos sin pausa ni excusa.

—Detenlos —
gritó Immacolata.

El Vendedor estaba examinando los desgarrones que la Bruja le había ocasionado en la chaqueta; un instante mas y los dedos de la Bruja le hubieran llegado al corazón.

—¡Quítaselos de encima, Shadwell!
¡Por favor!

—Ya está muerta —repuso él—. Déjalos que jueguen.

Immacolata avanzó para ir en ayuda de su hermana, pero al hacerlo el más grande de los hijos ilegítimos, uno que tenía unos ojos blancos y diminutos como un pez de aguas profundas y la boca semejante a una herida, se interpuso en su camino. La Hechicera le escupió una flecha de menstruum dirigida al palpitante pecho, pero él encajó la herida y llegó hasta Immacolata sin más estorbos.

Shadwell había visto a aquellas monstruosidades matarse entre ellas por puro deporte. Sabía que eran capaces de sufrir horrendas heridas sin arredrarse. Ésta, por ejemplo, llamada Vessel, era capaz de encajar cien heridas como aquélla y seguir tan contento. Además no era estúpido. Había aprendido bastante bien las lecciones que él le había enseñado. En aquel momento saltó sobre la Hechicera; le envolvió el cuello con los brazos y las caderas con las piernas.

Aquella intimidad, Shadwell lo sabía, serviría para distraer a Immacolata. Y de hecho, cuando el monstruo acercó la cara a la de ella, besándole lo mejor que aquellas malformaciones suyas le permitían, la Hechicera se puso a chillar, perdiendo al fin todo control y cálculo. El menstruum fluyó de ella en todas direcciones, perdiendo potencia sobre el techo y las paredes. Aquellas pocas puntas que encontraron al atacante no hicieron otra cosa que excitarlo más. Aunque el ilegítimo no disponía de anatomía sexual propiamente dicha, Shadwell lo había entrenado en los movimientos básicos. Actuó sobre Immacolata como un perro en celo, aullándole en la cara.

Pero abrir la boca fue un error por su parte, pues un fragmento del menstruum se abrió paso por la garganta y se la voló. El cuello del ilegítimo hizo explosión, y la cabeza, ya sin apoyo, cayó hacia atrás colgando de grasientos cordones de materia.

Aun así, siguió colgado de Immacolata, moviendo el cuerpo contra el de ella en desiguales espasmos. Pero la sujeción se había aflojado lo suficiente como para que la Hechicera pudiera arrancarse de encima el cuerpo de aquella bestia, aunque el esfuerzo la dejó ensangrentada de pies a cabeza.

Shadwell llamó a los restantes ilegítimos para que dejasen aquel juego vengativo. Éstos se retiraron y acudieron a su lado. Todo lo que quedaba de la Bruja era un revoltijo semejante a los restos que quedan en una pila después de limpiar en ella pescado.

Al ver aquellos restos, Immacolata, con el rostro flojo hasta el punto de parecer imbécil, emitió un apagado gemido de pena.

—Lleváosla de aquí —dijo Shadwell—. No quiero ver su asquerosa cara. Llevadla a las colinas y tiradla.

Dos de los ilegítimos se acercaron a la Hechicera y la sujetaron. Ella ni siquiera parpadeó, ni levantó un dedo en señal de protesta. Daba la impresión de que ya no los veía. O la matanza de la hermana que le quedaba, o la violación que había sufrido a manos de la bestia, quizá ambas cosas a la vez, habían deshecho algo dentro de ella. De repente se encontró despojada de cualquier tipo de poder para encantar o aterrorizar. Era como un saco, que los ilegítimos sacaban a rastras por la puerta y llevaban escaleras abajo. Ni una sola vez levantó la mirada en dirección a Shadwell.

Este se quedó escuchando cómo iba apagándose el paso arrastrado de los ilegítimos escaleras abajo, todavía con ciertas esperanzas de que ella regresara a buscarlo y le lanzara un último ataque. Pero no. Todo había acabado.

Cruzó hasta el estiércol en que se había convertido la Bruja. Olía a algo podrido.

—Para vosotros —les dijo a las bestias que quedaban, y éstas cayeron de inmediato sobre los despojos y empezaron a pelearse por ellos. Revuelto por aquel apetito, Shadwell volvió la mirada otra vez hacia el Torbellino.

Ya muy pronto la noche caería sobre la Fuga; una última cortina sobre los acontecimientos de aquel día tan ajetreado. Con el día de mañana, un nuevo acto daría comienzo.

En algún lugar, más allá de las nubes que él estaba observando, yacía un conocimiento que los transformaría.

Después de eso ya no volvería a caer la noche, excepto a una orden suya; ni tampoco amanecería el día.

VII. UN LIBRO ABIERTO
1

La Ley había llegado a Nadaparecido; y no había en contrado a nadie. Había hecho su aparición con porras, escudos antidisturbios y balas, preparada para una rebelión armada. Pero tampoco de eso había encontrado ni un soplo. Lo único que había encontrado era un laberinto de calles sombreadas, la mayoría desiertas, y unos cuantos peatones que inclinaban la
cabeza
al menor indicio de un uniforme.

Hobart había ordenado inmediatamente que se llevara a cabo un registro casa por casa. Aquel registro había sido recibido con algunas miradas agrias, pero en realidad poco más que eso. El policía estaba bastante decepcionado; habría sido muy gratificante encontrar algo sobre lo que poder ejercer su autoridad. Resultaba demasiado fácil, lo sabía muy bien, ser arrullado por una falsa sensación de seguridad, en especial cuando una prevista confrontación había fallado y no se había hecho realidad. Vigilancia era ahora la palabra clave; vigilancia sin fin.

Por esa razón Hobart había decidido ocupar una casa que disfrutara de buenas vistas del poblado, sobre todo desde los pisos más altos, un lugar donde pudiera alojar se durante aquella noche. El día siguiente traería consigo el gran empujón sobre el Torbellino, empujón que con toda seguridad no estaría libre de alguna oposición. Pero, ¿quién podría sentirse seguro con una gente como aquélla? Todos eran extremadamente dóciles; como animales cayendo de bruces al primer síntoma de un poder superior.

La casa de la que se había apropiado tenía poco de recomendable, aparte de las vistas. Era un laberinto de habitaciones; había toda una colección de murales desvaídos que el policía no se tomó la molestia de observar detenidamente; los muebles eran escasos y renqueantes. La incomodidad de aquel lugar no molestó a Hobart: él era un amante de la vida espartana. Pero sí que le molestaba el ambiente; experimentaba la sensación de que los inquilinos desalojados seguían allí, sólo que fuera de la vista. Si Hobart hubiese sido un hombre de los que creen en fantasmas, habría asegurado que aquella casa estaba embrujada. Pero no era de ese tipo de hombres, de modo que se guardó sus miedos para él solo, y con ello sólo consiguió que se le multiplicaran.

Había caído la tarde, y las calles allá abajo, estaban sumidas en la oscuridad. Ahora Hobart podía ver poca cosa desde la alta ventana en que se encontraba, pero oía las risas que llegaban desde abajo. Les había dado la noche libre a sus hombres para que se divirtieran, advirtiéndoles que no debían olvidar ni un momento que aquel poblado era territorio enemigo. Las risas que oía se hicieron más alborotadas y luego se fueron apagando calle abajo. «Que disfruten», pensó. Al día siguiente la cruzada los llevaría a un terreno que la gente del lugar consideraba sagrado: si aquella gente pensaba oponer alguna resistencia, sería entonces el momento más adecuado para hacerlo. Ya había visto cómo sucedía lo mismo en el mundo exterior: había hombres incapaces de levantar un dedo aunque les estuvieran quemando la casa y que en cambio se ponían furiosos si alguien les tocaba cualquier baratija que considerasen
santa
. El día siguiente prometía ser ajetreado, y también sangriento.

Richardson había declinado la oportunidad de tomarse la noche libre, prefiriendo quedarse en la casa y hacer un informe de los acontecimientos del día para sus archivos personales. Llevaba un Diario de todos sus movimientos, que registraba con una letra menuda y meticulosa. Ahora estaba trabajando en el mismo, mientras Hobart escuchaba las risas que iban desapareciendo abajo, en la calle.

Finalmente dejó la pluma.

—¿Señor?

—¿Qué hay?

—Esta gente, señor. A mí me parece... —Richardson se interrumpió, dudando si sería lo más acertado expresar en voz alta aquella pregunta que lo había estado atormentando desde que llegaron allí—. A mí me parece que no tienen mucho aspecto de
humanos
.

Hobart observó con atención a aquel hombre. Llevaba el pelo inmaculadamente cortado, las mejillas inmaculadamente afeitadas, el uniforme inmaculadamente planchado.

—Puede que tenga usted razón —repuso.

Un destello de angustia le cruzó entonces a Richardson por el rostro.

—No comprendo, señor...

—Mientras esté usted aquí, no deberá creer nada de lo que vea.

—¿
Nada
, señor?

—Nada de nada —le indicó Hobart. Puso los dedos en el cristal. Estaba frío; el calor de su cuerpo prestó a la punta de los dedos halos de bruma—. Todo este lugar es un amasijo de espejismos. De trucos y trampas. Y no hay que fiarse de nada de ello.

—¿No es real? —quiso saber Richardson.

Hobart se quedó mirando fijamente por encima de
los
tejados de aquel pequeño ningunaparte, y decidió darle la vuelta a la pregunta.
Real
era una palabra que hacía que el mundo diese vueltas, lo que era sólido y verdadero. Y su otra cara,
irreal
, era lo que algún lunático encerrado en una celda se ponía a gritar a las cuatro de la madrugada; irreales eran los sueños de poder que carecían de sustancia alguna que les proporcionara el peso.

Pero el punto de vista que Hobart sostenía sobre aquellos temas había cambiado sutilmente desde que tuviera el primer encuentro con Suzanna. Había deseado poder capturar a aquella mujer más que a ninguna otra persona, y la persecución a la que habían sometido a la muchacha había ido llevando al policía de rareza en rareza hasta que estuvo tan fatigado que apenas si era capaz de distinguir la derecha de la izquierda. ¿Real? ¿Qué
era
real? Quizá (y este pensamiento habría sido inconcebible antes de conocer a Suzanna) real fuera meramente aquello que él
dijera
que era real. Él, Hobart, era el general, y el soldado necesitaba una respuesta en pro de su propia cordura. Una respuesta sencilla que le permitiera dormir profundamente.

Se la dijo.

—Aquí sólo la Ley es real —le indicó Hobart—. Tenemos que atenernos a eso. Todos nosotros. ¿Lo comprende?

Richardson asintió.

—Sí, señor.

Hubo una larga pausa durante la cual alguien en el exterior empezó a dar alaridos como un cherokee borracho. Richardson cerró el Diario y se acercó a la segunda ventana.

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