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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (58 page)

BOOK: Sortilegio
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—¿Y cómo era?

Cal movió la cabeza de un lado a otro.

—Pregúntamelo mañana —respondió.

El camino que seguían los había llevado hasta un territorio pantanoso. Se adelantaron en el barro saltando de piedra en piedra, y toda esperanza de conversación se vio acallada por el clamor de ranas que se alzaba de entre los juncos. A medio camino llegó a sus oídos el ruido de motores de coche. Dejando a un lado toda precaución, cruzaron hasta tierra firme por la ruta más directa, hundiéndose hasta los tobillos en aquella tierra empapada de agua mientras las ranas —tan pequeñas como la uña de un dedo pulgar y de color rojo amapola— saltaban ante ellos a centenares.

Al llegar al otro lado Cal se encaramó a un árbol para desde allí poder obtener una mejor panorámica. Aquel ventajoso punto le permitió divisar un convoy de coches que se dirigía hacia el poblado. No necesitaba carreteras para nada. El convoy se abría paso a fuerza de volante y potencia en caballos de vapor. Bandadas de pájaros alzaban el vuelo a su paso; los animales —aquellos que eran lo suficientemente rápidos— salían de estampía.

Suzanna lo llamó desde abajo.

—¿Qué ves?

—Es la chusma de Hobart, supongo.

—¿Hobart?

En cuestión de segundos la muchacha estaba subida al árbol junto a Cal, avanzando poco a poco por una rama para que no le estorbasen las hojas.

—Es él —la oyó decir casi para sus adentros—. Dios mío, es él.

Se volvió hacia Cal, y éste vio en los ojos de Suzanna una fiereza que no le gustó mucho.

—Vas a tener que irte sin mí —le dijo ella.

Bajaron del árbol y, una vez en el suelo, empezaron a discutir.

—Tengo asuntos pendientes con Hobart. Tú sigue adelante, que yo ya te encontraré cuando haya terminado.

—¿No puede esperarse? —le preguntó Cal.

—No —
le dijo la muchacha con firmeza—. No puede. Tiene el libro que me dio Mimi y quiero que me lo devuelva.

Suzanna notó la expresión de perplejidad que se reflejaba en el rostro de Cal, y antes de que éste comenzase a expresarlos en voz alta pudo oír todos los argumentos que él tenía en contra de que se separasen. Shadwell era el único objetivo verdadero, le diría Cal; no era aquél el momento de distraerse con otras cosas. Y además, un libro no era más que un libro, ¿no era cierto? Al día siguiente seguiría en el mismo sitio. Todo lo cual, desde luego, era totalmente cierto. Pero en algún lugar de su vientre Suzanna presentía que aquel apego de Hobart hacia el libro encerraba alguna lógica perversa. Quizá las páginas contuvieran un tipo de conocimiento que ella podría utilizar en el conflicto que se avecinaba, codificado en aquellos «Érase una vez». Ese, exactamente, era el convencimiento de Hobart, y lo que el enemigo cree de uno suele ser cierto. O si no, y para empezar, ¿por qué son enemigos de uno?

—Tengo que volver —le aseguró Suzanna—. Y no hay nada más que discutir.

—Entonces iré contigo.

—Puedo vérmelas con él yo sola, Cal —le indicó la muchacha—. Vosotros dos tenéis que seguir hacia el Firmamento. Yo ya sabré cómo llegar hasta donde estéis una vez que tenga en mi poder el libro.

Hablaba con una convicción inagotable; Cal comprendió que sería inútil discutir con ella.

—Entonces ve con cuidado —le dijo al tiempo que la rodeaba con los brazos—. No corras riesgos.

—Y tú igual, Cal. Hazlo por mí.

Dicho eso, se alejó.

De Bono, que hasta entonces había permanecido todo el tiempo al margen de aquella conversación jugueteando con la radio, preguntó ahora:

—¿No vamos con ella?

—No —dijo Cal—. Quiere ir sola.

De Bono puso cara de sorpresa.

—¿Un asunto amoroso? —preguntó.

—Algo parecido.

3

Suzanna volvió sobre sus pasos hacia el poblado con urgencia, incluso con un entusiasmo, que no lograba comprender del todo. ¿Era solamente porque deseaba que el enfrentamiento acabase de una vez por todas? ¿O acaso podría ser que realmente estuviese
ansiosa
de ver otra vez a Hobart, que éste se hubiera convertido en una especie de espejo en el cual pudiera conocerse mejor a sí misma?

Al volver a adentrarse por las calles —que los dudada nos, habiéndose retirado detrás de las puertas, habían ahora dejado más o menos desiertas—. Suzanna confiaba en que Hobart supiese que ella andaba cerca. Esperaba que el corazón de aquel hombre latiera un poco más de prisa al aproximarse ella, y que le sudasen las palmas de las manos.

Si no era así; ya le enseñaría ella lo que era bueno.

VI. LA CARNE ES DÉBIL
1

Aunque Shadwell había puesto sus miras en ocupar el Firmamento —el único edificio de la Fuga digno de alguien que se encuentre al borde de la Divinidad—, una vez que se hubo instalado allí se encontró con que era una residencia inquietante. Cada uno de los monarcas y matriarcas que habían ocupado aquel lugar en el transcurso de los siglos había conferido una visión peculiar a los salones y antecámaras con el único propósito de superar los misterios del ocupante anterior. El resultado era en parte un laberinto, en parte un místico viaje en un tren fantasma.

No era él el primer Cuco que exploraba los milagrosos pasillos del Firmamento. Varios otros miembros de la Humanidad habían logrado penetrar en aquel palacio años atrás para deambular por allí sin que los que habían construido el palacio les pusiesen ningún obstáculo, ya que no tenían deseo alguno de enturbiar la tranquilidad allí reinante con palabras fuertes. Perdidos en las profundidades del palacio, aquellos pocos Cucos habían tenido oportunidad de contemplar cosas que se llevarían consigo a la tumba. Una cámara en donde las baldosas de las paredes tenían tantas caras como un dado y daban vueltas eternamente; cada una de las caras encajaba en un fresco que nunca tenía un reposo lo bastante prolongado como para que la vista llegase a abarcarlo en su totalidad. Había también una habitación en la que la lluvia caía sin cesar, una cálida lluvia nocturna de primavera, y del suelo emanaba el típico olor de las aceras al refrescarse; y otra que a primera vista parecía completamente normal, pero que estaba construida con unas geometrías capaces de seducir los sentidos de tal manera que un hombre tan pronto podía creer que la cabeza se le hinchaba hasta llenar la habitación como que se le encogía hasta alcanzar el tamaño de un escarabajo.

Y al cabo de una hora, o de un día, de intrusión entre aquellas maravillas, algún guía invisible los conducía hasta la puerta, y emergían de allí como de un sueño. Luego tratarían de explicar lo que habían visto, pero algún fallo de la memoria y de la lengua entraba en funcionamiento para dejar reducidos sus intentos a un mero balbuceo. Desesperados, muchos de ellos volvían en busca de aquel delirio. Pero el Firmamento era una fiesta movible, y siempre se había escapado.

Shadwell era el primer Cuco, por lo tanto, que recoma aquellos pasillos hechiceros y los llamaba propios. No obstante, aquello no le proporcionaba placer alguno. Quizá fuera ésa la más elegante venganza del palacio sobre aquel no deseado ocupante.

2

A última hora de la tarde, antes de que la luz disminuyera demasiado, el Profeta se dirigió hacia lo alto de la atalaya del Firmamento para examinar desde allí sus territorios. A pesar de las exigencias de las últimas semanas —la mascarada, los mítines, el constante politiqueo—, no se encontraba cansado. Todo lo que les había prometido a sus seguidores y a sí mismo se había convertido en realidad. Era como si su actuación en el papel de Profeta le hubiera conferido poderes proféticos. Había encontrado el Tejido, tal como había dicho que haría, y se lo había quitado a los que lo custodiaban; había conducido a sus cruzados hasta el mismísimo corazón de la Fuga, silenciando con velocidad casi sobrenatural a cualquiera de aquellos que lo habían desafiado. Desde su elevado estado actual no había otra ruta por la que subir excepto la que llevaba a la Divinidad, y el medio para conseguir tal avance era visible desde donde él se encontraba en aquel momento.

El Torbellino.

Su Manto se agitaba y tronaba, ocultando sus secretos de la vista de todos, incluso de la de Shadwell. Daba igual. Al día siguiente, cuando el batallón de Hobart hubiera terminado la supresión de los nativos, escoltaría al Profeta hasta la puerta del Torbellino, el lugar que los Videntes llamaban Brillo Estrecho, y él entraría.

¿Y
entonces?
Ah, entonces...

Notó un frío helado en la nuca que lo sacó de sus pensamientos.

Immacolata estaba de pie en la puerta de aquella habitación mirador. La luz no era indulgente con ella. Ponía de manifiesto las heridas que tenía con toda su supurante gloria; y también ponía de manifiesto la fragilidad de la Hechicera; y su rencor. A Shadwell le repugnaba verla.

—¿Qué quieres? —le preguntó en tono exigente.

—He venido a reunirme contigo —respondió ella—. No me gusta este lugar. Apesta a Ciencia Antigua. —El Profeta se encogió de hombros, y le dio la espalda—.
Se lo
que estás pensando, Shadwell —continuó diciendo Immacolata—. Y, créeme, no sería prudente.

Shadwell no había oído pronunciar su nombre desde hacía mucho tiempo, y no le gustó cómo sonaba. Era una vuelta atrás en una biografía que ya casi había dejado de creer que fuese la suya.

—¿Qué
es lo que no sería prudente? —quiso saber.

—Tratar de abrir brecha en el Torbellino. —Shadwell no contestó—.
Es eso
lo que pretendes, ¿no es así?

Immacolata todavía podía leer en su mente con demasiada facilidad.

—Quizá —repuso el Profeta.

—Eso sería un error que alcanzaría proporciones de cataclismo.

—¿Oh, de veras? —inquirió él sin quitar los ojos del Manto—.
¿Y
por qué?

—Ni siquiera las Familias son capaces de comprender lo que crearon cuando pusieron en funcionamiento el Telar —le indicó la Hechicera—. Es algo que no se alcanza a conocer.

—No hay
nada
que no se pueda conocer —gruñó Shadwell—. No para mí. Ya no.

—Tú sigues siendo un hombre, Shadwell —le recordó ella—. Y eres vulnerable.

—Cierra la boca —le espetó el Profeta.

—Shadwell...

—¡Cierra la boca! —
repitió; luego se volvió hacia Immacolata—. No quiero oír más tu derrotismo. Aquí estoy, ¿no es así? He vencido a la Fuga.

—Nosotros
la vencimos.

—Muy bien,
nosotros. ¿Y
qué quieres a cambio de ese pequeño servicio?

—Ya sabes lo que quiero —dijo Immacolata—. Lo que siempre he querido. Un
genocidio
lento.

Shadwell sonrió. La respuesta que tenía a aquello hacia mucho tiempo que había estado formándose. Y cuando la exteriorizó habló lentamente.

—No —dijo—. No, no lo creo.

—¿Por qué hemos estado persiguiéndolos todos estos años? —le preguntó la Hechicera—. Era para que tú obtuvieras provecho y yo venganza.

—Pero las cosas han cambiado —le indicó él—. Eso debes comprenderlo.

—Tú quieres gobernarlos. Eso es, ¿no?

—Quiero más que eso —le aseguró Shadwell—. Quiero saber qué gusto tiene la creación. Quiero saber lo que hay en el Torbellino.

—Te hará pedazos.

—Lo dudo —dijo Shadwell—. Nunca he sido más fuerte que ahora.

—En el Sepulcro —le recordó Immacolata— dijiste que los destruiríamos
juntos
.

—Mentí —repuso Shadwell con ligereza—. Te dije lo que tú querías oír porque te necesitaba. Pero ahora me asqueas. Tendré otras mujeres nuevas cuando sea un Dios.

—¿De manera que un Dios? —A Immacolata pareció divertirle sinceramente aquella idea—. Tú eres un
vendedor
, Shadwell. Eres un cochambroso vendedor de tres al cuarto. Es a mí a quien adoran.

—Oh, sí —repuso Shadwell—. He visto a tu Culto. Un depósito de huesos y un puñado de eunucos.

—No dejaré que nadie me haga trampas, Shadwell —le aseguró Immacolata avanzando hacia él—. Y mucho menos tú, de todos los hombres.

Hacía muchos meses que Shadwell sabía que antes o después llegaría aquel momento en que la Hechicera comprendiese que la había estado manipulando. Y se había estado preparando para las consecuencias, despojándola callada y sistemáticamente de todos sus aliados y aumentando al mismo tiempo su propio arsenal de defensa. Pero Immacolata seguía teniendo el menstruum —de eso nunca se la podría despojar—, y aquello era formidable. En aquel momento lo vio retoñar en los ojos de la Hechicera y no pudo evitar sentir un amargo sobrecogimiento ante el menstruum.

Sin embargo consiguió dominar el instinto; en lugar de encogerse avanzó hacia ella y, poniéndole una mano en la cara, le acarició las lesiones y costras.

—Probablemente... —murmuró—. Pero tú no me matarías, ¿verdad?

—No me dejaré engañar —repitió Immacolata.

—Pero los muertos, muertos se quedan —sentenció Shadwell en tono apaciguador—. Yo no soy más que un Cuco. Y ya sabes lo débiles que somos. No hay Resurrecciones para nosotros.

La caricia de Shadwell se había ido haciendo más rítmica. Ella, la perfecta virgen; ella, todo hielo y pesar. En otros tiempos Immacolata le habría quemado la piel de los dedos por aquella indignidad cometida sobre su persona. Pero Mamá Pus estaba muerta, y la Bruja no era más que su inútil yo lunático. La otrora poderosa Hechicera era débil y se sentía cansada, y los dos lo sabían.

—Todos estos años, amorcito... —le recordó Shadwell—, todos estos años me has estado dando sólo la cuerda justa, sólo la tentación justa...

—Nos pusimos de acuerdo... —intervino Immacolata—. Entre los dos.

—No —reiteró Shadwell como si estuviera corrigiendo a un niño—. Tú me utilizaste, me elegiste a mí entre todos los Cucos porque, si hemos de decir la verdad, los demás te
asustaban. —
Immacolata intentó contradecirlo, pero él le puso la mano en la garganta—. No me interrumpas —le dijo. Ella obedeció—. Siempre has sentido desprecio por mí —continuó Shadwell—. Ya lo sé. Pero te era útil, y sabías que haría lo que me dijeras mientras me durasen los deseos de tocarte.

—¿Y es eso lo que quieres ahora? —inquirió la Hechicera.

—En otro tiempo... —dijo el Profeta casi llorando la perdida—, en otro tiempo hubiese sido capaz de matar por sentir el pulso de tu garganta. Así. —Apretó un poco la mano—. O por haber acariciado tu cuerpo...

Le puso la palma de la otra mano en el pecho.

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