Sortilegio (53 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Sortilegio
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—Fue idea
suya
, de Shadwell —le explicó la Hechicera—, proporcionarles un Mesías. Ahora tienen una cruzada justa, como la denomina Hobart. Van a reclamar la tierra prometida. Y a destruirla en el proceso.

—No caerán en eso.

—Ya han caído, hermana. Las guerras santas son mucho más fáciles de comenzar que los rumores, tanto entre los miembros de tu especie como entre los de la mía. Se creen todas y cada una de las sagradas palabras que se les dice, como si sus vidas dependieran de ello. Lo cual es cierto en un sentido. Se ha estado conspirando contra ellos y se les ha engañado... y ahora están dispuestos a romper la Fuga en pedazos con tal de lograr ponerles las manos encima a los culpables. ¿No es algo perfecto? La Fuga morirá a manos precisamente de los mismos que han venido a salvarla.

—¿Y eso es lo que Shadwell quiere?

—Shadwell es un hombre, y quiere adoración. —Miró por encima del hombro de Suzanna hacia la alfombra, que se estaba destejiendo, y hacia el Vendedor, que continuaba en el centro—. Y eso es lo que tiene ahora. Así que está feliz.

—Es digno de lástima —comentó Suzanna—. Eso lo sabes tú tan bien como yo. Y sin embargo le diste poder. Tu poder.
Nuestro
poder.

—Para lograr mis propios fines, hermana.

—Le diste la chaqueta.

—Eso fue cosa mía, sí. Aunque ha habido veces en que he lamentado haberle hecho ese regalo.

Los rasgados músculos del rostro de Immacolata no eran capaces de los engaños de otro tiempo. Al hablar no podía disimular la pena que le embargaba.

—Debiste quitársela —le dijo Suzanna.

—El don de un hechizo no puede
prestarse —
le indicó Immacolata—, sólo puede regalarse, y además a perpetuidad. ¿Es que tu abuela no te enseñó
nada
? Ya va siendo hora de que aprendas, hermana. Yo te daré algunas lecciones.

—¿Y qué consigues a cambio?

—Olvidarme del regalo que me hizo Romo. —Se tocó la cara—. Y del hedor de los hombres. —Hizo una pausa, y aquel mutilado rostro se le ensombreció—. Ellos te destruirán por tu fuerza. Los hombres como Hobart.

—Yo quise matarle en cierta ocasión —dijo Suzanna recordando el odio que había sentido.

—Y él lo sabe. Por eso sueña contigo. Muerte a la doncella. —Una carcajada brotó de la boca de Immacolata—. Están todos locos, hermana.

—No
todos —
dijo Suzanna.

—¿Qué tengo que hacer para convencerte? —le preguntó la Hechicera—. Para hacerte entender que te traicionarán. Que ya te han
traicionado
.

Sin que aparentemente diera ni un paso, se apartó de Suzanna. Algunas parpadeantes hebras de luz avanzaban ahora entre ellas, al extenderse la Fuga salieron de su escondite. Pero Suzanna apenas si lo notaba. Tenía los ojos clavados en la vista que había quedado al descubierto al apartarse a un lado Immacolata.

La Magdalena estaba allí, suntuosamente arropada en pliegues de ectoplasma, como encajes: una novia fantasma. Y de debajo de las faldas de aquella criatura una lastimosa figura comenzaba a emerger volviendo el rostro hacia Suzanna.

—Jerichau...

El hombre tenía los ojos nublados; aunque los tenía puestos en Suzanna, no daba ninguna señal de reconocimiento.

—¿Lo ves? —le dijo Immacolata—. Traicionada.

—¿Qué le habéis
hecho? —
exigió Suzanna.

No quedaba nada del Jerichau que ella había conocido. Daba la impresión de ser algo que ya estuviese muerto. Tenía la ropa hecha trizas, y la piel moteada le supuraba por docenas de crueles heridas.

—No te conoce —le indicó la Hechicera—. Ahora tiene una esposa nueva.

La Magdalena alargó la mano y le acarició la cabeza a Jerichau como si se tratase de un perro faldero.

—Se echó en los brazos de mi hermana por su propia voluntad... —le dijo Immacolata.

—Déjalo en paz —le gritó Suzanna a la Magdalena. Debilitada por las drogas, el control de sí misma se le iba peligrosamente de las manos.

—Pero si esto es amor —le dijo Immacolata para provocarla—. Con el tiempo vendrán los niños. Muchos hijos. La lujuria de Jerichau no tiene límites.

La sola idea de Jerichau copulando con la Magdalena hizo estremecer a Suzanna. De nuevo lo llamó por su nombre. Esta vez él abrió la boca, y dio la impresión de que tratase de formar una palabra con la lengua. Pero no. Todo lo que su paladar pudo emitir fue un chorrito de saliva.

—¿Ves con qué rapidez se buscan placeres nuevos? —le dijo Immacolata—. En cuanto vuelves la espalda, él va y se pone a arar un nuevo surco.

La rabia se acumuló en Suzanna hasta llegar a superar la repugnancia que sentía. Y la rabia no vino sola. Aunque los vestigios de la droga aún le hacían difícil concentrarse, empezó a notar el menstruum ambicioso en el vientre.

Immacolata también lo advirtió.

—No seas perversa... —le dijo con una voz que pareció susurrarle a Suzanna al oído—. Tenemos más cosas en común que diferencias.

Al tiempo que la Hechicera hablaba, Jerichau levantó las manos del suelo en dirección a Suzanna, y entonces ésta notó por qué no había en la mirada de aquel ser muestras de reconocimiento. No podía verla. La Magdalena había cegado a su consorte para mantenerlo cerca. Pero Jerichau sabía que Suzanna estaba allí: la oía, le tendía los brazos.

—Hermana... —le dijo Immacolata a la Magdalena—, haz que tu marido se comporte.

La Magdalena se apresuró a obedecer. La mano que le tenía puesta a Jerichau en la cabeza empezó a hacerse más larga, los dedos bajaron por la cara de él y se entrelazaron en la boca y en los agujeros de la nariz. Jerichau trató de resistirse, pero la Magdalena tiró de él hasta que lo hizo caer hacia atrás entre las pestilentes enaguas.

Sin previo aviso, Suzanna sintió que el menstruum se derramaba de ella y salía volando hacia la atormentadora de Jerichau. Sucedió en menos tiempo que se tarda en verlo. Vislumbró las facciones de la Magdalena, tensas al dar un chillido, y luego el torrente de luz plateada golpeó a ésta. El grito del fantasma se hizo añicos, y varios fragmentos de sonido salieron despedidos describiendo espirales —una queja sollozante, un alarido de ira— al tiempo que el asalto la levantaba en el aire.

Como siempre, los pensamientos de Suzanna fueron un segundo por detrás del menstruum. Antes de que la muchacha fuera completamente consciente de lo que estaba haciendo, la luz ya estaba desgarrando al fantasma, abriendo agujeros en aquella materia de la que estaba formado. La Magdalena se tomó la revancha, y la corriente del menstruum transportó de nuevo el ataque hasta el rostro de Suzanna. Ésta notó que la sangre le salpicaba el cuello, pero las púas no hicieron más que espolear la furia que sentía; estaba desgarrando al enemigo como si fuera un pañuelo de papel.

Immacolata no había permanecido como mera espectadora pasiva de todo aquello, sino que había lanzado su propio ataque contra Suzanna. La tierra se estremeció bajo los pies de la muchacha y luego se elevó alrededor de ésta como si fuese a enterrarla viva. Pero el cuerpo sutil lanzó hacia atrás aquella pared de tierra y se volvió hacia la Magdalena con redoblada furia. Aunque el menstruum parecía tener vida propia, eso era sólo una ilusión, Suzanna era la poseedora de tal poder, ella lo sabía; ahora más que nunca. Era
su
propia ira la que lo alimentaba, la que lo hacía sordo a la piedad o la disculpa; era ella, Suzanna, quien no se sentiría satisfecha hasta que la Magdalena quedase deshecha.

Y de pronto, todo acabó. Los gritos de la Magdalena cesaron en seco.

«Basta», instruyó Suzanna. El menstruum dejó caer los pocos fragmentos de ectoplasma podrido al suelo, todo salpicado, y retiró su luz al interior de su dueña. Desde el ataque al contrataque y al
coup de grace
habían transcurrido quizá una docena de segundos.

Suzanna miró hacia Immacolata, cuya expresión era de pura incredulidad. Temblaba de pies a cabeza, como si fuera a caerse al suelo presa de un ataque. Suzanna aprovechó la oportunidad que se le brindaba. No tenía manera de saber si podría sobrevivir a un ataque sostenido de la Hechicera, y ahora, ciertamente, no era el momento adecuado para poner a prueba tal cuestión. Al tiempo que la tercera hermana se arrojaba entre los desperdicios de la Magdalena y empezaba a llorar a gritos, Suzanna puso pies en polvorosa.

Ahora la marea de la Fuga saltaba ya por todas partes en torno a ellas, y el aire brillante sirvió para camuflar la huida de la muchacha. Sólo después de haber cubierto algo más de diez metros volvió en sí y se acordó de Jerichau. No había quedado ni rastro de él en las inmediaciones de la Magdalena muerta. Rezando a fin de que Jerichau hubiera podido hallar el camino para escapar del campo de batalla, Suzanna siguió corriendo mientras el estruendo horrendo de la Bruja le resonaba con fuerza en los oídos.

2

Suzanna corrió sin parar, creyendo sentir una y otra vez el frío helado de la Virgen en el cuello. Pero por lo visto aquella persecución sólo eran imaginaciones suyas, pues estuvo corriendo sin estorbo alguno durante dos kilómetros o más por la pendiente del valle y después por la cresta de una colina, hasta que la luz del Tejido que avanzaba se convirtió en algo débil detrás de ella.

Pasaría muy poco tiempo antes de que la Fuga la alcanzase, y cuando eso ocurriera ella necesitaría disponer de alguna estrategia. Pero primero tenía que recobrar el aliento.

La oscuridad la protegió durante un rato. Permaneció de pie tratando de no pensar demasiado en lo que acababa de hacer. Pero un cierto regocijo ingobernable la embargaba por completo. Había matado a la Magdalena; había destruido a una de la Tres: la hazaña no era pequeña. ¿Acaso el poder que tenía dentro de ella había sido siempre igual de poderoso? ¿Había estado madurando tras la ignorancia de Suzanna, haciéndose sabio, haciéndose letal?

Por alguna razón recordó entonces el libro de Mimi, que presumiblemente Hobart aún conservaría en su poder. Ahora más que nunca esperaba Suzanna que aquel libro pudiera enseñarle algo acerca de lo que era ella y de cómo aprovecharlo. Tendría que recuperar el volumen, aunque ello supusiera enfrentarse a Hobart una vez más.

Al tiempo que pensaba todo esto oyó que alguien pronunciaba su nombre, o algo parecido. Miró en la dirección de donde procedía la voz, y allí, de pie a unos cuantos metros de ella, se encontraba Jerichau.

Había conseguido escapar de la Magdalena, aunque tenía la cara marcada por los dedos etéreos de la hermana. Su maltrecho cuerpo estaba a punto de desplomarse y, al mismo tiempo que pronunciaba el nombre de Suzanna por segunda vez y tendía los marchitos brazos hacia ella, las piernas cedieron bajo su peso y cayó boca abajo al suelo.

Suzanna se arrodilló a su lado en seguida y le dio la vuelta. Jerichau era ligero como una pluma. Las hermanas lo habían despojado de todo menos de aquella chispa de resolución que lo había hecho ir tambaleándose detrás de Suzanna. Ellas podían sacarle la sangre; y el semen y los músculos. Pero Jerichau había conservado el amor.

Lo atrajo hacia sí. Jerichau reclinó la cabeza sobre los pechos de la muchacha. Respiraba rápida y superficialmente, y tenía el cuerpo frío y lleno de temblores. Suzanna le acarició la cabeza; el débil halo de luz que le rodeaba la cabeza jugueteó entre los dedos de ella.

Pero Jerichau no se contentó simplemente con que ella lo acunase, sino que se apartó del cuerpo de la muchacha unos cuantos centímetros para poder extender una mano y tocarle la cara. Las venas de la garganta le latieron con fuerza cuando intentó hablar. Suzanna le conminó a guardar silencio diciéndose que ya tendrían tiempo de hablar más tarde. Pero Jerichau hizo un pequeño gesto negativo con la cabeza, y ella pudo comprender al abrazarle cuan cerca estaba el final. Suzanna no trató caritativamente de fingir otra cosa. Había llegado la hora de morir y Jerichau había buscado los brazos de ella como el lugar donde llevar a cabo esa obligación.

—Oh, mi dulce... —empezó a decir Suzanna sintiendo dolor en el pecho—. Mi dulce hombre...

De nuevo Jerichau se afanó por hablar, pero la lengua no le ayudaba. Sólo consiguió emitir algunos débiles sonidos que Suzanna no pudo descifrar.

Se inclinó más hacia él. Jerichau ya no se resistió a que lo consolase, sino que la cogió por un hombro y se acercó más a ella para hablarle. Esta vez la muchacha logró entender lo que él decía, aunque las palabras que pronunció eran poco más que suspiros.

—No tengo miedo —le dijo Jerichau exhalando la última palabra en un aliento que ya no tuvo continuación, pero que fue a dar en la mejilla de ella como un beso.

Luego la mano de Jerichau perdió las fuerzas y resbaló del hombro de Suzanna; Jerichau cerró los ojos y se fue.

Un pensamiento amargo le acudió a Suzanna: que aquellas últimas palabras de él habían sido tanto una súplica como una declaración. Jerichau había sido el único a quien ella le había contado cómo en el almacén el menstruum había conseguido sacar a Cal de la inconsciencia. ¿Habría sido aquel «No tengo miedo» una manera de decirle «déjame morir; no te agradecería que me resucitases»?

Fuera lo que fuese lo que Jerichau había querido decir, Suzanna ya nunca lo averiguaría.

Lo depositó suavemente en el suelo. En una ocasión él le había dicho palabras de amor que habían desafiado la condición de ambos y se habían convertido en luz. ¿habría él otras palabra que desafiasen a la Muerte, o se hallaría ya en camino hacia la región adonde se había marchado también Mimi, rompiendo todo contacto con el mundo que Suzanna aún ocupaba?

Parecía que así era. Aunque permaneció allí mirando el cuerpo hasta que le dolieron los ojos, ningún murmullo salió de él. Jerichau había dejado el cuerpo en la tierra, y a ella haciéndole compañía.

XI. CAL, VIAJANDO HACIA EL NORTE
1

Cal estuvo viajando hacia el Norte a través de la noche en medio de grandes dificultades. Quizá fuese la fruta lo que le mantenía los sentidos despejados de una manera tan sobrenatural; o eso, o un recién hallado sentimiento de determinación que le empujaba con fuerza hacia delante. El caso es que mantenía alerta sus facultades analíticas, tomando instintivamente cualquier clase de decisión en lo referente a la dirección que debía seguir.

¿Era quizá el mismo instinto que ya habían poseído los palomos el que ahora lo orientaba a él? Una extraña sensación de estar soñando que iba más allá del alcance del intelecto o de la razón: ¿ganas de volver a
casa
? Así era como Cal se sentía. Notaba que se había convertido en pájaro, y que se orientaba no por las estrellas (que estaban cubiertas de nubes) ni por el polo magnético, sino movido por la urgente necesidad de volver a casa; de volver al huerto en el que, en medio de un círculo de caras amorosas, él, de pie, había pronunciado los versos de Mooney
el Loco
.

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