Sortilegio (50 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Sortilegio
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—Casi mía —se dijo Hobart. Apretó el libro de cuentos de hadas contra el pecho, para que ninguna de las palabras allí contenidas pudiera escaparse, luego dejó la cámara de su dama para volver a emprender la cacería.

VI. HOLA, FORASTERA
1

Suzanna odiaba abandonar la ciudad, sabiendo que al hacerlo también abandonaba a Jerichau en algún lugar; pero sintiera lo que sintiese por él —y eso ya era algo difícil en sí mismo—, la muchacha sabía que no le convenía entretenerse. Tenía que marcharse, y de prisa.

Pero, ¿ella sola? ¿Cuánto tiempo sobreviviría, cuánto tiempo
podría
sobrevivir de aquel modo? Un coche, una alfombra y una mujer que a veces ni siquiera estaba del todo segura de ser humana...

Tenía bastantes amigos por todo el país, y también algunos parientes, pero no conocía a ninguno lo suficiente como para fiarse de él. Y además le harían preguntas, aquello era inevitable, y no había ni siquiera una parte de toda aquella historia que Suzanna se atreviera a intentar explicar. Pensó en regresar a Londres, al piso que tenía en Battersea, donde su antigua vida —Finnegan y las tarjetas del día de san Valentín que siempre le mandaba fuera de época, los cacharros, la humedad del cuarto de baño— le estaría esperando. Necesitaba la compañía de alguien que, sencillamente, los aceptase a ella y a su silencio.

Tenía que ser Cal.

Al pensar en él se le alegró el espíritu. Le vino a la cabeza la ávida sonrisa del muchacho, aquellos ojos suaves, sus suaves palabras. Probablemente resultaba más peligroso buscarle a él que regresar a Londres, pero ya estaba cansada de calcular riesgos.

Haría lo que el instinto le dijera que hiciese; y el instinto le dijo:

2

—¿Cal?

Hubo un largo silencio al otro extremo de la línea telefónica, lo que le hizo pensar que se había interrumpido la comunicación.

—Cal, ¿estás ahí?

Entonces él dijo:

—¿Suzanna?

—Sí. Soy yo.

—Suzanna...

Al oírle pronunciar su nombre, la muchacha sintió que estaba al borde de las lágrimas.

—Tengo que verte, Cal.

—¿Dónde estás?

—En el centro de la ciudad. Cerca del monumento de la Reina Victoria.

—Al final de la calle Castle.

—Si tú lo dices... ¿Puedo verte? Es muy urgente.

—Sí, por supuesto. No estoy demasiado lejos de ahí. Ahora mismo salgo. Te veré en los escalones dentro de diez minutos.

A los siete minutos Cal ya estaba allí, vestido con un traje de trabajo color gris carbón cuyo cuello llevaba subido para protegerse de la llovizna; parecía uno más entre los cien muchachos parecidos —contables y ejecutivos jóvenes— que Suzanna había visto pasar mientras esperaba bajo la imperiosa mirada de Victoria.

Cal no la abrazó, ni siquiera la tocó. Sencillamente se detuvo a un par de metros de donde la muchacha se encontraba y se quedó mirándola con una mezcla de placer y desconcierto; luego dijo:

—Hola.

—Hola.

La lluvia se iba haciendo más densa por momentos.

—¿Quieres que hablemos en el coche? —le preguntó ella—. No me gusta dejar sola la alfombra.

Ante la mención de la alfombra, el desconcierto se acentuó en el rostro de Cal, pero éste no dijo nada.

Conservaba en la cabeza una vaga imagen de sí mismo revolviendo en un almacén sucio en busca de una alfombra, seguramente
la
alfombra a la que la muchacha se refería, pero el seguir el hilo de toda aquella historia le resultaba bastante difícil.

El coche se hallaba aparcado en la calle Water, a un tiro de piedra del monumento. La lluvia golpeaba el techo del vehículo cuando se sentaron uno al lado del otro.

La preciosa carga de Suzanna, la carga que ella tanto detestaba dejar abandonada, se encontraba guardada en la parte trasera del coche, enrollada y cubierta toscamente con una sábana. Por más que se esforzaba, Cal no conseguía poner en claro por qué aquella alfombra era tan importante para ella; ni tampoco por qué aquella mujer —con la que sólo recordaba haber pasado unas cuantas horas— resultaba tan importante para él. ¿Por qué el mero sonido de su voz por teléfono lo había hecho acudir corriendo a su lado? ¿Por qué el estómago había empezado a darle vueltas al verla? Resultaba absurdo y frustrante sentir tanto y saber tan poco.

Las cosas se aclararían se dijo para tranquilizarse, una vez que empezasen a hablar.

Pero se equivocaba al hacer aquella suposición. Cuanto más hablaban más abrumado se sentía.

—Necesito tu ayuda —le dijo Suzanna—. Ahora no puedo explicártelo todo (no tenemos tiempo para ello), pero por lo visto ha aparecido una especie de Profeta que va por ahí prometiendo el regreso a la Fuga. Jerichau fue a una de las reuniones y no ha regresado.

—Espera —le dijo Cal levantando las manos para cortar aquella avalancha de información—. Espera un momento. No consigo seguir el hilo de esto. ¿Jerichau?

—Supongo que aún te acordarás de Jerichau —quiso saber Suzanna.

Era un nombre poco corriente, que no resultaba fácil de olvidar. Pero no lograba ponerle rostro.

—¿Lo conozco yo? —preguntó Cal.

—Buen Dios, Cal...

—Para ser sinceros..., hay muchas cosas... que tengo borrosas.

—De mí sí que te acordarás.

—Sí. Claro. Claro que sí.

—Y de Nimrod. Y de Apolline. Y de la noche que pasamos en la Fuga.

Suzanna se dio cuenta, incluso antes de que él murmurase «No», de que Cal no recordaba nada.

Quizá lo que allí estaba funcionando era un proceso natural; un medio por el cual la mente se enfrenta a aquellas experiencias que contradicen los prejuicios de toda una vida sobre la naturaleza de la realidad. La gente, sencillamente,
olvida
.

—Tengo unos sueños muy extraños —le confesó Cal con el rostro lleno de confusión.

—¿Qué clase de sueños?

Cal movió la cabeza de un lado a otro. Sabía que el vocabulario de que disponía resultaba en esta ocasión tristemente inadecuado.

—Me resulta difícil de describir —comenzó a decir—. Es como si fuera un niño, ¿sabes? Sólo que no lo soy. Y paseo por un lugar donde no he estado nunca. Pero no me he perdido, sin embargo. Oh,
mierda... —
Se dio por vencido, irritado por aquellos líos que se hacía—. No soy capaz de describirlo.

—Estuvimos
allí
una vez —le dijo Suzanna con calma—. Tú y yo. Estuvimos allí. Eso con lo que sueñas
existe
, Cal.

Este se quedó mirando a la muchacha durante unos largos momentos. La confusión no le desapareció del rostro, pero se vio suavizada por una levísima sonrisa.

—¿Existe? —preguntó.

—Oh, sí. De veras.

—Cuéntamelo —le pidió Cal con suavidad—. Por favor, cuéntamelo.

—Yo tampoco sé por dónele empezar.

—Inténtalo —le dijo él—. Por favor.

Había un gran anhelo en los ojos de Cal; una gran necesidad de saber.

—La alfombra... —comenzó Suzanna.

Entonces Cal echó una ojeada hacia el asiento de atrás del automóvil.

—¿Es tuya? —inquirió.

Suzanna no pudo evitar echarse a reír.

—No —repuso—. El lugar con el que sueñas... está aquí. Está en esta alfombra.

Pudo notar cómo en Cal luchaban la incredulidad y la fe en ella.

—¿Aquí? —
le preguntó él.

A veces a ella misma casi se le hacía difícil alcanzar a comprender aquel hecho, y eso que Suzanna tenía una ventaja sobre Cal, o incluso sobre el pobre Jerichau: poseía el menstruum como piedra de toque de lo milagroso. Así que no culpaba a Cal por dudar.

—Tienes que confiar en mí —le dijo—. Por muy imposible que te suene todo.

—Eso ya lo sé —repuso Cal con voz tensa—. En algún lugar de mi interior,
eso lo sé
.

—Claro que sí. Y recordarás. Yo te ayudaré a recordar. Pero ahora necesito tu ayuda.

—Sí. Cualquier cosa que quieras.

—Hay gente que me persigue.

—¿Quiénes? ¿Por qué?

—Ya te hablaré de ellos en mejor ocasión. El caso es que quieren destruir el territorio con el que tú sueñas, Cal. El mundo que se oculta en esta alfombra. La Fuga.

—¿Quieres esconderte en mi casa?

Suzanna hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—Corrí un gran riesgo al llamar a tu casa para que me dieran el número de tu oficina. Puede que ahora ya me estén esperando allí.

—Geraldine no les diría nada.

—Pero no puedo arriesgarme.

—Podríamos ir a casa de Deke, en Kirby. Allí nadie nos encontrará.

—¿Confías en él?

—Claro.

Suzanna puso el motor en marcha.

—Yo conduciré —dijo—. Tú muéstrame el camino.

3

Torcieron por la calle James cuando la lluvia ya había empezado a caer con una furia monzónica. No lograron llegar muy lejos. Al cabo de unos cuantos metros el tráfico se encontraba detenido.

Cal bajó el cristal de la ventanilla y sacó la cabeza para ver cuál era el problema. Resultaba difícil estar seguro de nada con aquella cortina de lluvia, pero por lo visto había habido una colisión, y ésa era la causa de que el tráfico se estuviera retrasando. Unos cuantos conductores de la cola, los más impacientes, intentaban abrirse paso por el carril del autobús asomando el morro del coche, pero no lo conseguían y su esfuerzo sólo servía para aumentar la confusión. Empezaron a sonar las bocinas; uno o dos conductores bajaron de los coches, poniéndose las chaquetas a modo de improvisados paraguas, para ver qué ocurría.

Cal se echó a reír en silencio.

—¿Qué es lo que te hace gracia? —le preguntó Suzanna.

—Hace una hora me encontraba tan tranquilo sentado en el Departamento de Reclamaciones metido en papeles hasta los codos...

—Y ahora tienes por compañía a una fugitiva.

—A mí ya me parece bien el cambio —comentó Cal con una sonrisa.

—¿Por qué demonios no podemos avanzar?

—Voy a ver qué sucede —dijo Cal. Y antes de que Suzanna pudiera impedírselo ya había bajado del coche y se estaba abriendo paso entre aquel laberinto de vehículos, tirándose de la chaqueta hacia arriba en un vano intento por protegerse de la lluvia.

Suzanna lo miró mientras él se alejaba; comenzó a tamborilear con los dedos sobre el volante. No le gustaba aquella situación. Resultaba demasiado visible; y visible significaba vulnerable.

Cuando Cal llegaba ya al lado opuesto de la calle, un destello de luces azules en el espejo retrovisor lateral atrajo la atención de Suzanna. Se dio la vuelta para mirar y vio a varias motocicletas de la Policía que avanzaban siguiendo la hilera de vehículos hacia el lugar del accidente. El corazón le dio un vuelco.

Miró hacia Cal con la esperanza de que ya estuviese de regreso, pero él continuaba observando el tráfico. «Sal de ahí, de en medio de la lluvia, maldito seas —lo conminó mentalmente—; te necesito aquí.»

Había otros agentes, éstos a pie, que se abrían paso calle arriba, e iban hablando con los ocupantes de todos los coches. Sin duda les aconsejaban que se desviasen; algo por completo inocente. Lo único que ella tenía que hacer era conservar la sonrisa.

Delante de Suzanna los coches comenzaron a moverse lentamente. Los agentes motorizados dirigían el tráfico haciendo que los automóviles rodearan el lugar del accidente; para ello detenían a los que venían en dirección contraria. La muchacha miró hacia el lugar en el que se hallaba Cal, quien miraba fijamente calle abajo. ¿Debería bajar del coche y llamarlo para que regresara? Mientras Suzanna sopesaba las opciones que tenía, un agente apareció a su lado, dando unos golpecitos en la ventanilla. Ella bajó el cristal.

—Espere la señal —le indicó el policía—. Y tómeselo con calma.

El agente la miraba fijamente, con la lluvia chorreándole por el casco y la nariz.

Suzanna le ofreció una sonrisa.

—Muy bien —le dijo—. Tendré cuidado.

A pesar de que él ya le había dado instrucciones, no se movía de la ventanilla, sino que seguía mirando a Suzanna fijamente.

—Yo conozco su cara —le dijo.

—¿De verdad? —le preguntó Suzanna esforzándose por asumir un frívolo aire de coquetería, cosa que estuvo muy lejos de conseguir.

—¿Cómo se llama usted?

Antes de que la muchacha tuviera tiempo de decirle una mentira, uno de los agentes que estaban situados más adelante llamó al que le hacía las preguntas. Éste se incorporó, lo que le proporcionó a Suzanna la oportunidad de echar un vistazo hacia atrás en dirección a Cal, que se encontraba al borde de la acera, mirando fijamente hacia el coche. Suzanna le hizo una pequeña señal negativa a través del cristal empañado por la lluvia. El agente captó la advertencia.

—¿Sucede algo? —le preguntó.

—No —repuso ella—. Nada en absoluto.

Otro de los agentes, que se estaba acercando al coche, gritaba algo por encima del ruido de la lluvia y del estruendo de los motores de los coches parados. Suzanna pensó que cuanto más tiempo se quedara allí peor se iban a poner las cosas; y torció el volante. El agente que se encontraba al lado de la ventanilla le dijo a gritos que se detuviera, pero la suerte ya estaba echada. Al mismo tiempo que el coche se lanzaba hacia adelante, Suzanna aventuró una brevísima mirada en dirección a Cal. Con angustia vio que éste se hallaba distraído tratando de rodear coches para abrirse paso. Y aunque la muchacha lo llamó a gritos, Cal no se dio cuenta de ello. Suzanna volvió a gritarle. Él levantó la mirada, pero ya era demasiado tarde; el agente que estaba delante iba corriendo hacia el coche. Lo alcanzaría antes de que Cal tuviese tiempo de cruzar media calle. A Suzanna no le quedaba otra elección más que escapar mientras tuviera tiempo de rezar.

Aceleró, y el agente que se hallaba delante del coche a duras penas tuvo el tiempo necesario para quitarse de en medio; el vehículo le pasó a unos veinte centímetros. No había tiempo de mirar hacia Cal; Suzanna eludió el lugar del accidente a toda velocidad, confiando en que Cal aprovechase la ocasión para poner pies en polvorosa.

No había recorrido más de cuatrocientos metros cuando oyó el sonido de las sirenas alzarse detrás de ella.

4

Cal tardó al menos diez segundos en dilucidar lo que había sucedido y otros dos en maldecir su propia pereza. Hubo un momento de confusión en el cual ninguno de los agentes parecía estar seguro de si esperar instrucciones o emprender la persecución, pero durante ese tiempo Suzanna había dado ya la vuelta a la esquina.

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