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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (52 page)

BOOK: Sortilegio
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Un pájaro, una persecución, un patio, una alfombra.

Un vuelo (y él el pájaro; ¡sí! ¡sí!); luego enemigos y amigos; Shadwell, Immacolata; los monstruos; y Suzanna, su preciosa Suzanna, ocupando de pronto un claro lugar en la historia que su mente se estaba contando a sí misma.

Lo recordó todo; la alfombra deshaciéndose, la casa desmoronándose; luego la entrada en la Fuga y las glorias que aquella noche había comportado.

Necesitó todos aquellos recién hallados sentidos para retener los recuerdos, pero no se sentía abrumado. Parecía como si soñase todos ellos a la vez; los abarcó en un momento demasiado dulce para poder expresarlo con palabras; una reunión del yo y otro yo secreto que fue un recordar heroico.

Y, tras el reconocimiento, las lágrimas, pues por primera vez tocó el dolor enterrado que había sentido al perder al hombre que le había enseñado el poema que recitase allá, en el huerto de Lo: su padre, que había vivido y muerto sin conocer siquiera una sola vez lo que Cal conocía ahora.

Momentáneamente, la pena y la sal le hicieron recuperar la consciencia de sí mismo, y una vez más tuvo una sola visión, de pie bajo la luz incierta, privado de...

Luego el alma se le remontó de nuevo, esta vez más alto, y más alto, y llegó a alcanzar velocidad de huida.

De pronto se encontró arriba, muy
arriba
, por encima de Inglaterra.

Bajo él la luz caía sobre brillantes continentes de nubes, cuyas extensas sombras se movían en las laderas de las colinas y en los suburbios como silenciosos guardianes del sueño. Cal también avanzó, transportado por los mismos sueños. Sobre franjas de terreno cuyos postes de conducción eléctrica avanzaban a grandes zancadas en zumbantes hileras sobre calles de ciudad que la hora había vaciado de cualquier otra cosa que no fueran criminales y perros callejeros.

Y este vuelo, en el que miraba hacia abajo como un halcón perezoso mientras las estrellas le quedaban a la espalda y la isla debajo, este vuelo fue el compañero de aquel otro que Cal había realizado por encima de la alfombra, por encima de la Fuga.

Tan pronto como su mente hubo regresado al Mundo Entretejido, a Cal le dio la impresión de saber en qué lugar se encontraba éste bajo él. No tenía la vista tan aguda como para localizar el lugar exacto, pero sabía que sería capaz de encontrarlo sólo con que pudiera conservar intacto aquel nuevo sentido cuando por fin regresara al cuerpo que había quedado allá, por debajo de él.

La alfombra se hallaba al nornordeste de la ciudad, de eso
estaba
seguro; a muchos kilómetros de distancia, y seguía alejándose. ¿Estaría en manos de Suzanna? ¿Estaría Suzanna huyendo hacia algún lugar remoto en donde confiaba que sus enemigos no llegasen? No, la noticia era todavía peor que eso, Cal lo presentía. El Mundo Entretejido y la mujer que lo transportaba se hallaban en un terrible peligro, allá abajo, en algún lugar...

Ante aquel pensamiento, su cuerpo se posesionó de nuevo de todo él, Cal lo sintió a su alrededor —el calor, el peso— y se alegró de comprobar su propia solidez. Aquellos pensamientos voladores estaban muy bien, pero, ¿de qué servían sin músculos y huesos para poder actuar?

Un momento después se encontró otra vez de pie bajo la luz de la farola; el río seguía revuelto y las nubes que Cal acababa de ver desde arriba se movían en silenciosas flotillas impulsadas por un viento que olía a mar. Pero la sal cuyo sabor Cal estaba experimentando no era sal marina; eran las lágrimas que había derramado por la muerte de su padre, y por el olvido, y quizá también por su madre, porque ahora le parecía que todas las pérdidas eran una sola, y que todos los olvidos eran un solo olvido.

Pero se había traído consigo una nueva sabiduría de las alturas. Ahora sabía que las cosas olvidadas pueden volver a la memoria otra vez; y que las cosas perdidas podían volver a encontrarse.

Aquello era lo único que importaba en el mundo: buscar y hallar.

Miró en dirección nornordeste. Aunque las muchas vistas que había tenido ahora se habían reducido de nuevo a una sola, estaba completamente seguro de que todavía era capaz de encontrar la alfombra.

La vio con el corazón. Y, habiéndola visto, salió en su persecución.

IX. UN LUGAR SECRETO

Suzanna se removió y salió muy lentamente de aquel sueño producido por alguna droga. Al principio el esfuerzo de mantener los párpados abiertos durante más de unos cuantos segundos resultaba excesivo para ella, y su consciencia se debatía en la oscuridad. Pero poco a poco el cuerpo se le fue purificando él solo de lo que quiera que fuese aquello que Hobart le había metido en las venas. Sólo tenía que darle tiempo al cuerpo para hacer la tarea.

Se encontraba en la parte de atrás del coche de Hobart; eso estaba claro. Su enemigo iba en el asiento delantero, al lado del conductor. En un momento dado Hobart se dio la vuelta y vio que ella se estaba despertando, pero no dijo nada. Sólo se quedó mirándola fijamente durante unos breves instantes, y luego devolvió la atención a la carretera. Había algo inquietamente perezoso en la mirada del policía, como si ahora estuviera seguro de lo que el futuro iba a depararle y no tuviera necesidad de apresurarse para ir a su encuentro.

En el estado de sopor en que se encontraba Suzanna resultaba difícil calcular el tiempo, pero seguramente llevaban varias horas viajando. Una vez que abrió los ojos vio que pasaban por una ciudad dormida —no sabía cuál—; luego los residuos de la droga la vencieron de nuevo, y cuando Suzanna volvió a despertar se encontraban viajando por una tortuosa carretera rural a cuyos lados se alzaban colinas sin luz. Sólo entonces se percató la muchacha de que el coche de Hobart iba a la cabeza de un convoy; a través de la ventanilla trasera vio los faros encendidos de los vehículos que iban detrás. Consiguió reunir las fuerzas suficientes para darse la vuelta. Los seguía un coche celular y detrás varios vehículos más.

De nuevo el sopor venció a Suzanna durante un rato indefinido.

Fue el aire frío lo que la despertó otra vez. El conductor había abierto la ventanilla y el aire le había puesto a Suzanna la piel de gallina en los brazos. Se incorporó y respiró profundamente, dejando que aquel aire acabase de despertarla. La región por la que viajaban era montañosa. Probablemente los Highlands escoceses, supuso; ¿dónde más podía haber picos nevados en plena primavera? Ahora tomaron un camino que los desvió de la carretera y se adentraron por un sendero rocoso, lo cual hizo que tuvieran que aminorar considerablemente la velocidad. El sendero iba subiendo, tortuoso. El motor de la furgoneta que iba detrás funcionaba con dificultad; pero la carretera se hizo más dura y más inclinada antes de conducirlos hasta la cima de la colina.

—Ahí —le dijo Hobart al conductor—. Lo hemos encontrado. ¡Ahí!

Suzanna miró por la ventanilla. No había luna ni estrellas que iluminasen la escena, pero se podía distinguir la masa de montañas todo alrededor, y allá abajo, a lo lejos, unas luces ardiendo.

El convoy continuó por la cima de la colina un kilómetro más o menos, y después emprendió un firme descenso hacia el valle.

Las luces que Suzanna había visto eran faros de coche, vehículos que estaban aparcados en un gran círculo de tal manera que las luces formaban un ruedo. Estaba claro que esperaban la llegada de Hobart; cuando se hallaban a menos de cincuenta metros de aquel círculo, Suzanna vio que varias figuras acudían a recibirla.

El coche se detuvo.

—¿Dónde estamos? —preguntó con voz borrosa.

—Fin de trayecto —fue todo lo que Hobart le dijo. Y luego, refiriéndose al conductor—: Tráela.

Suzanna tenía las articulaciones de las piernas como si fueran de goma; tuvo que sujetarse en el coche un rato antes de convencerlas de que se comportaran como era debido. Sin que el conductor dejara de agarrarla firmemente, la condujeron hacia el ruedo. Sólo entonces se dio cuenta de la magnitud de aquella reunión. Había docenas de coches en el círculo, y muchos más detrás, en la oscuridad. Los conductores y los pasajeros, que ascendían a varios centenares, no eran Humanos, sino Videntes. Entre ellos había anatomías y pigmentaciones que debían haberlos hecho marginados del Reino.

Suzanna comenzó a estudiar los rostros buscando alguno que le resultase conocido, uno en particular. Pero Jerichau no se encontraba entre ellos.

Ahora Hobart penetró en el círculo de luz, y al hacerlo, de entre las sombras del lado opuesto del ruedo avanzó una figura que Suzanna supuso era la del Profeta. Su aparición fue acogida con una suave oleada de murmullos por parte de los Videntes. Algunos intentaron abrirse paso a empujones hacia delante para obtener una mejor vista del Salvador; otros cayeron de rodillas.

El Profeta resultaba impresionante, admitió Suzanna para sus adentros.

Tenía unos ojos hundidos que estaban clavados en Hobart, y una pequeña sonrisa de aprobación le asomó a los labios cuando el inspector inclinó la cabeza ante su amo. De manera que así era como iba aquello. Hobart no era más que un empleado del Profeta, hecho que difícilmente cubría de gloria a este último. Intercambiaron algunas palabras entre ellos, y el aliento de ambos se hizo visible en el aire frío. Luego el Profeta le puso a Hobart una mano enguantada en el hombro y se volvió para anunciar a la asamblea el retorno del Mundo Entretejido. De pronto el aire se llenó de gritos.

Hobart se volvió hacia el coche celular e hizo una seña. De lo más recóndito del coche salieron dos miembros de las cohortes del inspector llevando la alfombra. Entraron en el círculo de luz y, siguiendo las instrucciones de Hobart, tendieron la alfombra a los pies del Profeta. La multitud quedó en silencio por completo ante la presencia de su patria durmiente; y el Profeta, cuando habló, no tuvo necesidad de alzar la voz.

—Hela aquí —
dijo en un tono casi desenfadado—. ¿No os lo había prometido?

Y diciendo esto puso el talón sobre la alfombra. Esta se fue desenrollando delante de él. El silencio continuaba; todos los ojos estaban puestos en el dibujo; doscientas mentes o más compartiendo el mismo pensamiento...

Ábrete Sésamo...

La llamada de todos los ávidos visitantes, hecha ante puertas cerradas y deseando tener acceso.

Ábrete, muéstrate tú misma...

Si fue por aquel acto colectivo de voluntad por lo que dio comienzo la destejedura, o si fue porque el Profeta había activado previamente el mecanismo, Suzanna no pudo saberlo. El hecho es que comenzó. Pero no en el centro de la alfombra, como en la casa de Shearman sino desde las rodillas.

La última vez en que se había deshecho el Tejido había sido más por accidente que por designio, con una salvaje erupción de hebras y pigmentos, la Fuga abriéndose a una súbita y caótica vida. Pero esta vez se había puesto claramente algún sistema en funcionamiento en todo aquel proceso, pues los nudos desplegaban sus motivos en una sucesión preestablecida. La danza de las hebras no fue menos compleja que la vez anterior, pero había una gracia consumada en el espectáculo; los hilos describían las maniobras más elegantes al llenar el aire, dejando un reguero de vida a su paso. Las formas se iban vistiendo de carne y plumas; la roca fluía y los árboles emprendían el vuelo hacia el lugar de sus raíces.

Suzanna ya había visto antes aquella gloria, desde luego, y hasta cierto punto estaba preparada para ello. Pero para los Videntes, y aún más para Hobart y sus matones, aquella visión provocó miedo y respeto en igual medida.

El que vigilaba a Suzanna se olvidó de sus obligaciones y se quedó de pie como un niño que presencia por primera vez una exhibición de fuegos artificiales, sin saber si echar a correr o quedarse. La muchacha decidió aprovechar la oportunidad mientras se le ofreciera, y se escabulló de la custodia de aquel hombre alejándose de la luz que la pondría en evidencia; miró fugazmente hacia atrás el tiempo suficiente para ver al Profeta, cuyo pelo se elevaba como fuego blanco desde la cabeza, de pie en medio del proceso de destejido mientras la Fuga empezaba a cobrar vida en torno a él.

Era difícil apartar la mirada, pero Suzanna echó a correr lo más de prisa que le permitieron las piernas hacia la oscuridad de las laderas. Se alejó veinte, treinta, cuarenta metros del círculo. Nadie la siguió.

Un florecimiento particularmente brillante que se produjo a sus espaldas iluminó momentáneamente el terreno ante ella como si se tratase de una estrella fugaz. Era un terreno áspero, sin cultivos, interrumpido solamente aquí y allá por algún promontorio rocoso; un valle escogido por lo remoto, con toda probabilidad, un lugar donde la Fuga pudiera ser despertada de su sueño sin verse interrumpida por la Humanidad. Cuánto tiempo aquel milagro permanecería oculto, estando el verano tan próximo, era un punto discutible, pero quizá tuviesen algún plan para hacer un encantamiento que desviase la atención de los curiosos.

De nuevo se iluminó la tierra ante Suzanna, y durante un momento la muchacha vislumbró una figura allí delante. Apareció y desapareció con tanta rapidez que ella no pudo dar crédito a sus ojos.

Un metro más adelante, sin embargo, Suzanna notó un frío helado en la mejilla que no fue provocado por un viento natural. Adivinó de dónde procedía en el mismo momento en que sintió su contacto, pero no tuvo tiempo de apartarse ni de prepararse antes de que la oscuridad se desplegase y su dueña se interpusiera en el camino.

X. FATALIDADES
1

El rostro estaba mutilado hasta el punto de haberse hecho irreconocible, pero la voz, más helada que el frío gélido que desprendía el cuerpo, era sin lugar a dudas la de Immacolata. Tampoco se encontraba sola; sus hermanas estaban con ella, más oscuras que la misma oscuridad.

—¿Por qué corres? —le preguntó Immacolata—. No hay adonde escapar.

Suzanna se detuvo. No había modo de pasar entre las tres hermanas.

—Date la vuelta —le dijo Immacolata al tiempo que otro esplendor procedente del Tejido le iluminaba despiadadamente la herida del rostro—. ¿Ves allí, donde está de pie Shadwell? Eso será la Fuga dentro de unos momentos.

—¿Shadwell? —inquirió Suzanna.

—Su bien amado Profeta —fue la respuesta—. Debajo de ese espectáculo de santidad que yo le he conferido, late el corazón de un Vendedor.

De modo que Shadwell era el Profeta. Qué perfecta ironía, que el vendedor de enciclopedias fuera quien acabase vendiendo esperanzas de puerta en puerta.

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