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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (49 page)

BOOK: Sortilegio
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Jerichau ya había previsto vagamente aquella conversación. Tenía preparadas las excusas.

—Antes hay que convencer a Suzanna de que esto es lo más juicioso —indicó—. Y será mejor que eso lo haga yo. Ella confía en mí.

—Entonces iré contigo.

—No, lo haré yo solo. —Nimrod parecía receloso; puede que incluso hasta desconfiado—. Yo me ocupé de cuidar de ti en una ocasión —le recordó Jerichau—. Cuando tenías la forma de un niño de pecho. —Aquél era el as que tenía en la manga—. ¿Acaso ya no lo recuerdas?

Nimrod no pudo reprimir una sonrisa.

—Qué tiempos —comentó.

—Tendrás que confiar en mí de la misma forma en que lo hiciste entonces —le explicó Jerichau. No le gustaba demasiado aquel engaño, pero no había tiempo para detenerse en menudencias éticas—. Déjame que vaya a ver a Suzanna y juntos traeremos aquí la alfombra. Entonces podremos ir todos a ver al Profeta; los tres.

—Bueno —respondió Nimrod—. Supongo que eso es bastante sensato.

Fueron juntos hacia la puerta. El enjambre de devotos ya se iba dispersando en medio de la noche. Jerichau se despidió de Nimrod con alguna promesa más y se alejó de allí. Cuando hubo alcanzado el refugio que le proporcionaba una suficiente distancia y la oscuridad, describió un largo rodeo alrededor del edificio y se encaminó de nuevo hacia el mismo.

IV. CUANDO LOS HOMBRES BUENOS SE VAN

Se puso a llover mientras Jerichau vigilaba la parte trasera de la fundición, pero al cabo de veinte minutos aquella espera se vio recompensada. Se abrió una puerta y por ella aparecieron dos miembros de la Élite del Profeta. Tan ansiosos estaban por llegar al refugio que les proporcionaría su coche —había varios aparcados detrás del edificio—, que dejaron la puerta entreabierta. Jerichau se quedó haciendo tiempo escondido entre la maleza chorreante hasta que aquellos dos se hubieron alejado del lugar en el coche; luego cruzó rápidamente en dirección a la puerta y entró en el edifico.

Se encontró en un pasillo sucio de paredes de ladrillo, del que salían varios pasadizos pequeños. Al final del pasillo ardía una lámpara; el resto del lugar estaba a oscuras.

Una vez que se hubo alejado de la puerta que daba al exterior —y del ruido de la lluvia—, oyó unas voces. Comenzó a avanzar en la dirección en que venían; el pasillo se fue haciendo más oscuro al alejarse de la bombilla encendida. Las palabras iban y venían.

—...el olor de ellos... —decía alguien. Se oyó una risa. Aprovechándola como tapadera, Jerichau avanzó con más rapidez hacia el lugar de donde procedía el ruido. Ahora otra luz, si bien tenue, le dio en los esforzados ojos.

—Te están tomando el pelo —se oyó decir a una segunda voz. Era Hobart quien había hablado—. Ya estamos cerca, te lo digo yo —continuó—. La cogeré.

—No te preocupes por la mujer... —fue la respuesta. La voz que ahora hablaba quizá fuera la del Profeta, aunque el timbre de la misma había cambiado—. Lo que yo quiero es la alfombra. Todos los ejércitos del mundo no valen un carajo si no tenemos nada que conquistar.

El vocabulario que empleaba ahora era bastante menos circunspecto que las palabras que pronunciara unos minutos antes sobre la tarima: ahora ya no se notaba reticencia alguna ante la idea de conducir al ejército; ni ninguna falsa modestia. Jerichau se apretó contra la puerta detrás de la cual tenía lugar la conversación.

—Quítame esta mierda de encima, ¿quieres? —dijo el Profeta—. Me está ahogando.

No bien hubo oído esto cuando la conversación cesó bruscamente al otro lado de la puerta. Jerichau contuvo la respiración, temeroso de perderse aquella parte de la conversación que transcurría en susurros. Pero no consiguió oír nada.

Luego el Profeta siguió hablando.

—No deberíamos tener secretos... —afirmó, aparentemente sin que viniera a cuento—. Ver es creer, ¿no es eso lo que
dice
el refrán?

No bien había acabado de hablar cuando la puerta se abrió repentinamente de par en par. Jerichau no tuvo la menor oportunidad de echarse hacia atrás, sino que fue a parar, dando traspiés, hasta el interior de la habitación. El inspector Hobart lo sujetó al instante. Comenzó a retorcerle un brazo a Jerichau detrás de la espalda hasta que éste creyó que iban a rompérsele los huesos; al mismo tiempo el policía le sujetaba la cabeza con tanta fuerza que al cautivo le resultaba del todo imposible moverla.

—Tenías razón —dijo el Profeta. Estaba de pie, en cueros, tal como vino al mundo, en medio de la habitación; tenía las piernas abiertas y los brazos en jarras, y chorreaba sudor. Una bombilla desnuda arrojaba su inhóspita luz sobre aquella carne pálida, de la cual se desprendía vapor.

—Yo los huelo —afirmó una voz que Jerichau pudo reconocer; y la Hechicera Immacolata se adelantó hasta quedar en el campo de visión de éste. A pesar de la situación, las terribles mutilaciones del rostro de Immacolata le produjeron a Jerichau cierta satisfacción. Aquella criatura había sufrido daño. Y ello era ya causa de regocijo.

—¿Cuánto tiempo hacía que estabas escuchándonos? —le preguntó el Profeta—. ¿Has oído algo interesante? Contesta.

Jerichau miró hacia aquel hombre. Tres miembros de la Élite trabajaban en torno a su cuerpo, secándolo con toallas. No era sólo el sudor lo que le quitaban; algunas partes de su carne —en el cuello y en los hombros, en los brazos y en las manos— se iban desprendiendo también. Aquélla era la sofocante mierda de la que Jerichau le había oído quejarse; se estaba desprendiendo de la piel del Profeta. El aire se encontraba enrarecido con el hedor de los encantamientos malignos: la magia corrupta de la Hechicera.

—Contesta a este hombre —le exigió Hobart mientras le retorcía el brazo a Jerichau hasta que sólo faltaba un ápice para partírselo.

—No he oído nada —repuso Jerichau en un jadeo.

El humeante hombre le arrancó una toalla de las manos a uno de sus ayudantes.

—Jesús —exclamó al tiempo que se frotaba la cara—. Esta porquería es un suplicio.

Varios pedazos de carne cayeron de debajo de la toalla y fueron a dar al suelo, produciendo siseos. El Profeta arrojó la toalla sucia con los pedazos de carne y miró de nuevo a Jerichau. Restos de la ilusión permanecían pegados aún a sus facciones aquí y allá, pero el actor que se ocultaba debajo ya resultaba suficientemente reconocible: era Shadwell, el Vendedor, tan desnudo como el día que vino al mundo. Se arrancó la peluca blanca que llevaba puesta y también la tiró al suelo; luego hizo chasquear los dedos. Inmediatamente le colocaron un cigarrillo, ya encendido, en la mano. Aspiró el humo profundamente, limpiándose un grumo de ectoplasma de debajo de un ojo con la mano cerrada.

—¿Estuviste presente en la reunión? —le preguntó el Profeta a Jerichau.

—Claro que estuvo —intervino Immacolata; pero una cortante mirada de Shadwell le impuso silencio. Éste, de manera inconsciente, se dio un tirón del prepucio.

—¿Fue una buena actuación? —quiso saber—. No, no, claro que fue buena. —Se miró las partes pudendas por debajo de la lustrosa barriga—. ¿Quién cojones eres tú?

Jerichau mantuvo la boca cerrada.

—Te he hecho una pregunta —insistió Shadwell. Se puso el cigarrillo entre los labios y abrió los brazos para que los vestidores pudieran acabar de hacer la
toilette
. Procedieron a limpiarle con toallas los restos de ectoplasma de la cara y el cuerpo, y luego empezaron a empolvarle todo aquel voluminoso cuerpo.

—Yo lo conozco —dijo Hobart.

—¿De verdad?

—Es el compañero de la mujer. Está con Suzanna.

—¿En serio? —inquirió Shadwell—. ¿Has venido a hacer una venta, es eso? ¿A ver cuánto te pagaríamos por ella?

—Yo no la he visto... —dijo Jerichau.

—Oh, sí, ya lo creo que la has visto —le interrumpió Shadwell—. Y vas a decirnos dónde encontrarla.

Jerichau cerró los ojos. «Oh, dioses, haced que esto acabe pronto —pensó—; no permitáis que sufra. No soy fuerte. No soy fuerte.»

—No nos costará mucho —murmuró Shadwell.

—Díselo —le urgió Hobart. Jerichau soltó un grito cuando le crujieron los huesos.

—¡Deje eso! —le ordenó Shadwell. Hobart aflojó un poco la presión—. Deje sus brutalidades para cuando yo no las vea —dijo el Vendedor. Luego levantó la voz—. ¿Me comprende? ¿Sí?
¿Lo comprende?

—Sí, señor.

Shadwell lanzó un gruñido y luego se volvió hacia Immacolata, disipándosele súbitamente toda aquella repentina furia.

—Creo que es posible que tus hermanas disfruten de él —le dijo a la Hechicera—. Hazlas venir, ¿quieres?

Immacolata pronunció un llamamiento, que salió de sus labios deformados como el aliento en una mañana helada. Shadwell volvió a poner su atención en Jerichau, sin dejar de hablar mientras se vestía.

—Hay otras cosas para sufrir aparte de dolor —le indicó alegremente—; a no ser que prefieras decirme dónde puedo encontrar la alfombra.

Se estaba subiendo los pantalones; luego se abrochó la bragueta, echando algunas ocasionales y fugaces miradas en dirección a Jerichau.

—¿Qué esperas? —le indicó al prisionero—. ¿Hacemos algún trato?

Se puso la corbata mientras los ayudantes le ataban los cordones de los zapatos.

—Pues ya puedes esperar, amigo mío. Estos días no hago cambios. Ya no ofrezco tratos. Mis días de Vendedor están contados.

Cogió la chaqueta de manos de su ayudante y se la puso. El forro de la misma empezó a lanzar destellos. A Jerichau le resultaban familiares los extraños poderes de aquella prenda, pues Suzanna le había contado todo al respecto; pero por lo visto Shadwell no tenía deseos de sacarle una confesión por aquel medio.

—Dime dónde se puede encontrar la alfombra —le dijo— o las hermanas de Immacolata y los hijos de éstas te irán deshaciendo nervio a nervio. Yo diría que no te va a ser muy difícil elegir, ¿no?

Jerichau no respondió.

Llegó un viento helado desde el pasillo.

—Ah, ya están aquí las damas —dijo Shadwell; y la Muerte entró volando por la puerta.

V. LAS HORAS PASAN
1

Y él seguía sin volver.

Eran las tres y media de la madrugada. Suzanna había permanecido de pie junto a la ventana mientras se iba haciendo tarde; estuvo mirando a los borrachos que pasaban alborotando y a dos putas inverosímiles que ejercían aquel desesperado comercio suyo hasta que un vehículo de la Policía pasó por allí y, o bien las arrestaron, o las contrataron. Ahora la calle se hallaba desierta, y lo único que ella podía mirar eran los semáforos que cambiaban en los cruces de las calles —verde, ámbar, rojo, verde— sin que pasase vehículo alguno en ninguna de las dos direcciones. Y él seguía sin volver.

Suzanna estuvo barajando una gran variedad de explicaciones. Que la reunión no hubiese terminado aún y que Jerichau no pudiera escabullirse sin levantar sospechas; que hubiera encontrado a algunos amigos suyos entre el público
y
estuviese charlando con ellos de los viejos tiempos. Que esto; que aquello. Pero ninguna de las excusas que se le ocurrían acababan de convencerla. Algo andaba mal. Ella y el menstruum lo sabían.

No habían trazado ningún plan para el caso de que surgieran imprevistos, lo cual había sido una tontería. Suzanna se preguntaba una y otra vez cómo era posible que hubiesen sido tan estúpidos. Ahora se había quedado sola, paseándose por aquella estrecha habitación sin saber qué hacer, qué sería lo mejor; sin querer marcharse por si acaso Jerichau regresaba y descubría que ella acababa de marcharse, pero al mismo tiempo temiendo quedarse por si a él lo hubiesen capturado y en aquel preciso momento le estuvieran dando una paliza para obligarlo a decir dónde podían encontrarla a ella.

Hubo un tiempo en que, en cualquier ocasión como aquélla, Suzanna habría esperado lo mejor. Un tiempo en que se hubiera contentado con la idea de que él regresaría al cabo de un rato, y se hubiera quedado esperándolo pacientemente. Pero la experiencia le había hecho cambiar el modo de ver las cosas. La vida no era así.

A las cuatro y cuarto empezó a hacer el equipaje. El mero hecho de aceptar que las cosas habían salido mal, que ella y el tejido estuvieran en peligro, hizo que la adrenalina le afluyera en abundancia. A las cuatro y media empezó a trasladar la alfombra hasta el piso de abajo. Fue una tarea larga y molesta, pero en aquellos últimos meses Suzanna había perdido cualquier vestigio de grasa, y haciendo aquel trabajo descubrió que tenía muchos músculos que nunca hubiese creído poseer. Y de nuevo el menstruum estaba con ella, un cuerpo de voluntad y luz que hacía posible solamente en minutos lo que de otro modo le hubiese costado horas.

Aun así, ya había un atisbo del alba en el cielo cuando Suzanna echó las maletas (había hecho también la de Jerichau) en la parte de atrás del coche. Él ya no iba a regresar, se dijo a sí misma. Algo lo había detenido, y si no se daba prisa la detendría también a ella.

Se esforzó por reprimir las lágrimas y se marchó en el coche, dejando tras sí otra cuenta de hotel sin pagar.

2

Quizá le hubiera producido a Suzanna cierta satisfacción el ver la cara de Hobart cuando, menos de veinte minutos después de que ella se hubiera marchado, el policía llegó al hotel que el prisionero había citado.

Jerichau había dejado caer muchas cosas mientras aquellas bestias se las veían con él; sangre y palabras en igual medida. Pero las palabras resultaban incoherentes; no más que un balbuceo del cual Hobart se esforzó por sacar algún sentido. El prisionero estuvo hablando de la Fuga, naturalmente, entre sollozos y quejidos; y también de Suzanna. «Oh, mi señora —no hacía más que decir—, oh, mi señora.» Y luego vuelta a sollozar, Hobart lo dejó llorar, y sangrar, y llorar un poco más, hasta que aquel hombre estuvo cerca de la muerte. Luego le hizo una sencilla pregunta: «¿Dónde está tu señora?» Y el loco contestó, aunque su mente ya no supiera quién le hacía la pregunta o ni siquiera si la había contestado.

Y allí, en el lugar del que el prisionero había hablado, se encontraba ahora Hobart, de pie. Pero, ¿dónde estaba la mujer de sus sueños? ¿Dónde estaba
Suzanna
? Otra vez había conseguido marcharse; se había ido de allí a la chita callando; el picaporte de la puerta todavía estaba caliente y el umbral aún lloraba por su sombra.

Sin embargo esta vez había estado muy cerca. Casi la había atrapado. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar aún antes de poder coger la red, de una vez por todas, el misterio de la muchacha y tener entre los dedos la luz plateada de ella? Horas. Días a lo sumo.

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