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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (44 page)

BOOK: Sortilegio
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El truco, sin embargo, no los libró de sus perseguidores, sino que sólo sirvió para mantenerlos a distancia. Y en más de una ocasión aquella distancia se acortaba de una forma bastante poco tranquilizadora.

2

Habían pasado dos días en Newcastle, en un hotel pequeño situado en la calle Rudyard. Hacía una semana que llovía sin parar, y ambos habían estado contemplando la posibilidad de abandonar el país, de marcharse a algún lugar más soleado. Pero tal opción se veía descartada por serios problemas. Por una parte Jerichau no tenía pasaporte, y cualquier intento de conseguirle uno los habría sometido a ambos a un detenido escrutinio; por otra, era posible que Hobart se hubiera encargado de alertar puertos y aeropuertos de la existencia de ellos dos. Y en tercer lugar, aunque ellos pudieran viajar, la alfombra resultaría más difícil de transportar. Lo más probable era que se vieran obligados a perderla de vista, y Suzanna no estaba dispuesta a tal cosa.

La discusión fue de un tema a otro mientras se comían una pizza y bebían champán. La lluvia azotaba el cristal de la ventana.

Y entonces a Suzanna le empezó aquel aleteo en el bajo vientre que ya había aprendido a reconocer como presagio de algo. Miró hacia la puerta y durante unos angustiosos momentos pensó que el menstruum había llegado demasiado tarde a darle el aviso, porque vio abrirse la puerta y allí estaba Hobart, mirándola directamente a la cara.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Jerichau.

Aquellas palabras le hicieron caer en la cuenta de su error. El fantasma que veía esta vez era más sólido que nunca, lo que probablemente significaba que el acontecimiento que anunciaba era inminente.

—Hobart —repuso la muchacha—. Y no creo que dispongamos de mucho tiempo.

Jerichau puso cara de contrariedad, pero no cuestionó la autoridad de Suzanna en tal materia. Si ella decía que Hobart estaba cerca, era que estaba cerca. La muchacha se había convertido en la que auguraba las cosas; en la bruja. Leía en el aire y siempre hallaba en él malas noticias.

Trasladarse era un asunto bastante laborioso a causa de la alfombra. En cada lugar en donde se detenían no les quedaba más remedio que convencer o bien al propietario o bien al director del hotel de que la alfombra tenía que estar con ellos en la habitación. Cuando se marchaban se veían obligados a maniobrar para volver a meterla en el vehículo de turno de aquel día. Todo lo cual llamaba la atención de un modo que no les convenía en absoluto. Pero no les quedaba otra alternativa. Nadie había prometido nunca que el cielo fuera a ser una carga ligera de llevar.

3

Menos de treinta minutos más tarde, Hobart empujaba la puerta de la
suite
del hotel y la abría. Aún se notaba en la habitación el calor de la respiración de la mujer. Pero ella y aquel negro suyo ya se habían marchado.

¡Otra vez! ¿En cuántas ocasiones durante los últimos meses se había visto Hobart plantado en medio de los desperdicios que ellos dejaban atrás, había respirado el mismo aire que la muchacha y había visto en la cama las huellas de su cuerpo? Pero siempre era demasiado tarde. Siempre iban ya por delante, muy lejos, y todo lo que le quedaba era otra habitación embrujada.

No había noches de descanso para Hobart, no, ni días de paz, hasta que la atrapase y la tuviera bien sujeta. Capturarla había acabado por convertirse en una obsesión; y también en un castigo.

Demasiado bien sabía él que, en esta era de decadencia en la que cada una de las perversiones encuentra su apologista, la muchacha sería elocuentemente defendida una vez que consiguiesen capturarla. Por eso se ocupaba él personalmente de buscarla, él y unos cuantos de sus hombres, para tener ocasión de enseñarle a Suzanna el verdadero rostro de la ley antes de que los liberales vinieran con sus alegatos. Ella pagaría lo que les había hecho a los héroes de Hobart. Lloraría suplicando piedad, pero él sería fuerte y haría oídos sordos a aquellas súplicas.

Naturalmente, para ello contaba con un buen aliado: Shadwell.

No había nadie entre sus superiores en quien él confiase como confiaba en aquel hombre; eran como dos almas gemelas. Y eso le daba fuerzas.

Y, lo que era más extraño, también le daba fuerzas el libro, aquel libro de códigos que le había quitado a la muchacha. Había hecho estudiar aquel volumen minuciosamente; el papel, la encuadernación; todo había sido analizado en busca de la menor insignificancia que pudiera haber oculta. Pero no habían hallado nada. Sólo quedaban las palabras y las ilustraciones. Éstas también habían sido estudiadas por expertos. Las historias allí narradas eran, al parecer, cuentos de hadas normales y corrientes. Las ilustraciones, al igual que el texto, también aparentaban inocencia.

Pero Hobart no se dejaba engañar. Aquel libro significaba algo más que un «Frase una vez», eso no lo dudaba ni por un instante. Cuando por fin tuviera en sus manos a aquella mujer, le sacaría el significado de aquello a viva fuerza, y ningún pusilánime sería capaz de impedírselo.

4

Desde aquella ocasión en que Hobart estuvo a punto de atraparlos en Newcastle, anduvieron con más cautela. En lugar de visitar ciudades importantes, donde la presencia de la Policía era grande, empezaron a buscar comunidades más pequeñas. Aquello, naturalmente, también tenía sus desventajas. La llegada de dos forasteros y una alfombra levantaba oleadas de curiosidad y muchas preguntas.

Pero aquel cambio de táctica funcionó. Al no permanecer más de treinta y seis horas en el mismo lugar y trasladarse de modo irracional de ciudad en ciudad, de un pueblo a otro, el rastro que dejaban tras ellos se fue enfriando. Los días en que se veían libres de sabuesos se fueron convirtiendo poco a poco en semanas, y las semanas en meses, y por fin dio la impresión de que los perseguidores se hubieran dado por vencidos.

Durante aquella temporada los pensamientos de Suzanna a menudo se volvían hacia Cal. Habían pasado muchas cosas desde aquel día junto al Mersey en que él le declarase su amor. Suzanna se había preguntado a menudo hasta qué punto lo que Cal sentía era debido a cierto conocimiento inconsciente de cómo le había afectado el menstruum al entrar en él, y hasta qué punto era amor en el sentido convencional de la palabra. A veces la muchacha anhelaba coger el teléfono y llamarle para hablar con él; de hecho, lo había intentado en varias ocasiones. ¿Era paranoia lo que le había impedido hablar, o había —como le dictaba el instinto— alguna otra presencia en la línea que monitorizaba la llamada? La cuarta y la quinta vez, que llamó ni siquiera fue Cal quien contestó, sino una mujer que exigía saber quién hablaba, y al ver que Suzanna permanecía en silencio amenazó incluso con denunciarla. No volvió a llamar más; sencillamente no valía la pena correr riesgos.

Jerichau tenía opiniones al respecto.

—Mooney es un Cuco —le dijo cuando salió en la conversación el nombre de Cal—. Deberías olvidarte de él.

—Y si es un Cuco, no vale nada, ¿no es eso? —le preguntó ella—. ¿Y yo qué?

—Tú eres una de nosotros —le contestó Jerichau—. Tú eres una vidente.

—Hay muchas cosas de mí que tú no sabes —le indicó Suzanna—. Durante años y años no he sido más que una chica normal y corriente.

—Tú nunca has sido corriente.

—Oh, sí —le corrigió la muchacha—. Créeme, lo era. Y aún lo soy.
Aquí —
dijo dándose golpecitos en la frente—. A veces me despierto y no puedo creer lo que ha pasado..., lo que me está
pasando
. ¡Cuando pienso en cómo era antes...!

—De nada sirve mirar atrás —apostilló Jerichau—. De nada sirve pensar en lo que podrían haber sido las cosas.

—Tú ya no lo haces, ¿verdad? Ya me he dado cuenta. Ni siquiera hablas de la Fuga.

Jerichau sonrió.

—¿Para qué? —dijo—. Soy muy feliz tal como estoy. Contigo. Puede que mañana sea distinto. Puede que ayer fuese distinto, no me acuerdo. Pero hoy,
ahora
, soy feliz. Hasta empieza a gustarme el Reino.

Suzanna recordó a Jerichau perdido entre la multitud en la calle Lord. ¡Cuánto había cambiado!

—¿Y si no vuelves a ver la Fuga nunca más?

Jerichau se quedó meditando durante un momento.

—¿Quién sabe? Mejor no pensar en eso.

Era un idilio inverosímil. Ella, aprendiendo sin cesar una nueva visión que le era transmitida por el poder que llevaba dentro. Él, cada día más seducido por el mismo mundo cuyas trivialidades Suzanna iba viendo cada vez con más claridad. Y al comprender esto, que tanto difería de las simplificaciones por las que se había regido hasta
aquel
momento, Suzanna tenía cada vez más la certeza de que la alfombra que transportaban era la última esperanza, mientras que Jerichau —cuyo hogar estaba contenido en el Tejido— parecía cada vez más indiferente al destino del mismo, ocupado en vivir sólo el momento
presente
y
para
el momento presente, y apenas afectado por la esperanza o el pesar. Cada vez hablaba menos de encontrar un lugar seguro para la Fuga y más de cualquier otra cosa tentadora que hubiese visto en la calle o en la televisión.

Y ahora, con frecuencia, a pesar de que Jerichau estaba su lado y le decía que siempre podría contar con él, Suzanna sentía que estaba sola.

5

Y en algún lugar, detrás de ella, Hobart también se sentía solo, incluso rodeado de sus hombres o en compañia de Shadwell; solo. Soñando con Suzanna, con el perfume que la muchacha había dejado para burlarse de él, y con las brutalidades a las que la sometería.

En aquellos sueños le ardían las manos, como le había sucedido ya en una ocasión con anterioridad, y cuando Suzanna luchaba contra él las llamas lamían las paredes de la habitación y trepaban hasta el techo hasta que la habitación se convertía en un horno. Y entonces Hobart se despertaba con las manos delante de la cara, chorreando sudor en lugar de fuego, contento de que la ley le impidiese ser presa del pánico y contento también de estar del lado de
los
ángeles.

V. NUESTRA SEÑORA DE LOS HUESOS
1

Aquéllos fueron días oscuros para Shadwell.

El Vendedor había emergido de la Fuga con muchos bríos —poseído por una nueva amplitud de miras— únicamente para ver cómo le arrebataban delante de sus narices el mundo sobre el que tanto ansiaba gobernar. Y no sólo eso, sino que Immacolata, a quien él habría podido recurrir en busca de ayuda, había decidido al parecer quedarse dentro del Tejido. Al fin y al cabo, la Hechicera era un miembro de los videntes, aunque éstos la hubiesen rechazado. Quizá Shadwell no debiera sorprenderse tanto de que, una vez de regreso en los terrenos a cuyo dominio en otro tiempo ella había aspirado, Immacolata se hubiera sentido empujada a permanecer en él.

Shadwell no estaba completamente desprovisto de compañía. Norris, el Rey de la Hamburguesa, todavía continuaba sometido a su voluntad, y además se encontraba muy contento con aquella servidumbre. Y, naturalmente, también estaba Hobart. Existían muchas probabilidades de que el inspector estuviera loco, pero tanto mejor si era así. Y además tenía una particular aspiración que Shadwell estaba convencido de que un día podría utilizar en su propio beneficio. Ello era —como Hobart decía— una cruzada justa.

Pero de poco sirve una cruzada si no hay nada contra lo que montarla. Habían pasado cinco largos meses y, a medida que transcurrían los días y seguía sin encontrar la alfombra, la desesperación de Shadwell iba en aumento. Al contrario que otros entre aquellos que habían conseguido salir de la Fuga aquella noche, el Vendedor recordaba la experiencia hasta en el menor detalle. La chaqueta —cargada con los encantamientos del país— le mantenía vivos los recuerdos. Quizá demasiado vivos. Raramente transcurría una hora completa sin que se muriera de ganas de estar allí.

Pero había más en aquel anhelo que el mero deseo de poseer la Fuga. Durante las largas semanas de espera, Shadwell había llegado a albergar una ambición todavía más profunda, si alguna vez volvía a tener ocasión de hollar aquel suelo, cuando así fuera haría algo que nunca antes había osado hacer ninguno de los videntes: entrar en el Torbellino. Y aquella idea, una vez concebida, le estuvo atormentando durante todos y cada uno de los momentos que permanecía en vigilia. Seguramente tendría que pagar algún precio por semejante intrusión, pero, ¿acaso no valía la pena correr el riesgo? Oculto bajo aquella máscara de nubes, el Manto, había una concentración de magia nunca igualada en la historia de los Videntes y, por lo tanto, en la historia del mundo.

La Creación se albergaba en el Torbellino. Entrar allí y ver por uno mismo secretos como aquéllos, ¿no sería acaso una clase de Divinidad?

2

Y aquel día tuvo el decorado que mejor encajaba con el curso de aquellos pensamientos: una pequeña iglesia dedicada a santa Philomena y san Callixtus, semioculta entre el yermo hormigón y la
City
de Londres. Shadwell no había acudido a aquel lugar por el bien de su alma; lo había invitado a ir el sacerdote que en aquellos momentos decía la misa de mediodía para un pequeño grupo de oficinistas. Un hombre al que él no había visto nunca antes, pero que le había escrito diciendo que tenía noticias importantes; noticias que podían ser muy provechosas para Shadwell. Y el Vendedor había acudido allí sin la menor vacilación.

Shadwell había sido educado en el catolicismo; y aunque hacía tiempo que tenía descuidada la fe, no había olvidado los rituales que aprendiera de niño. Escuchó el Sanctus y movió los labios al ritmo de las palabras, aunque hacía veinte años desde la última vez que había asistido a un acto como aquél. Después la Oración Eucarística —algo breve y dulce, para que los contables no se alejaran demasiado de sus cálculos—, y más adelante la Consagración.

«Tomad y comed todos de él. Este es mi cuerpo que será entregado por vosotros...»

Viejas palabras; viejos ritos. Pero aún estaban llenos de un profundo sentido comercial.

Hablar de Poder y Fuerza siempre atraería público. Los Señores nunca pasaban de moda.

Absorto en estos pensamientos, Shadwell ni siquiera se dio cuenta de que la misa había terminado hasta que el sacerdote apareció a su lado.

—¿El señor Shadwell? —El Vendedor alzó la vista que tenía puesta en los guantes de cabritilla. La iglesia se encontraba ya vacía por completo, excepción hecha de ellos dos—. Hemos estado esperándolo —le dijo el sacerdote sin esperar la confirmación de que se estaba dirigiendo al hombre acertado—. Sea usted muy bienvenido.

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