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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (43 page)

BOOK: Sortilegio
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En cuanto a la Fuga, Cal hacía todo cuanto podía por mantener frescos los recursos, pero no le resultaba nada fácil, ni mucho menos. El Reino poseía unos medios tan sutiles y numerosos de provocar el olvido que él apenas se daba cuenta de cómo le iban desapareciendo.

Solamente en aquellas ocasiones, a mitad de un monótono día cualquiera, en que algo —un aroma, un grito— le recordaba que en una ocasión él había estado en otro sitio, y llegaba casi a respirar el aire de aquel lugar o volvía a encontrarse con sus habitantes, sólo entonces Cal se daba cuenta realmente de cuán poco firmes eran sus recuerdos. Y cuanto más se empeñaba en perseguir aquello de lo que se estaba olvidando, más se le escapaba.

Las glorias de la Fuga iban quedando reducidas poco a poco a meras palabras cuya realidad Cal ya no era capaz de conjurar. Cuando pensaba en el huerto, éste se parecía cada vez menos a aquel extraordinario lugar en el que había dormido (dormido y soñado que la vida que ahora estaba viviendo era un sueño), y cada vez le parecía más una plantación de manzanos común y corriente.

El milagro se le iba escapando, y Cal parecía incapaz de sujetarlo.

Seguramente morir era así, pensaba; perder las cosas que uno quiere y ser incapaz de impedir que pasen.

Sí, aquello era en cierto modo como morir.

2

Brendan, por su parte, continuaba como siempre. A medida que fueron pasando las semanas, Geraldine se las arregló para convencerle de que se reuniera con ellos en el piso de abajo; pero a Brendan le interesaban pocas cosas aparte del té y la televisión, y su conversación ahora se reducía prácticamente a dejar oír algún gruñido que otro. A veces Cal observaba el rostro de su padre cuando éste se desplomaba delante del televisor —sin que le cambiase en absoluto la expresión ya hubiera en la pantalla sabios o comediantes, y se preguntaba qué habría sido del hombre que había conocido en otro tiempo. ¿Se escondería el antiguo Brendan en alguna parte, detrás de aquellos ojos hueros? ¿O habría sido sólo una ilusión todo el tiempo, el sueño de un hijo que desea la permanencia de su padre y que, como la carta de Eileen, sencillamente se había evaporado? «Quizá aquello fuera para bien —pensaba Cal—, quizá así era como Brendan se protegía de su dolor»; pero luego trataba de quitarse de encima aquellos pensamientos. ¿No era eso lo que se decía cuando pasaba un ataúd, que era lo mejor que podía pasarle? Brendan no estaba muerto todavía.

Con el transcurso del tiempo la presencia de Geraldine se hizo tan reconfortante para Cal como para el viejo. La sonrisa de la muchacha era lo más alegre que aquellos meses sombríos podían depararle. Iba y venía de un lado a otro y cada día resultaba más indispensable, hasta que, la primera semana de diciembre, Geraldine sugirió que quizá fuera más conveniente que se quedase a dormir en la casa. Aquello era natural, dado el curso que habían tomado las cosas.

—No quiero casarme contigo —le dijo llanamente a Cal. El triste espectáculo del matrimonio de Theresa (tras cinco meses de duración ya se tambaleaba) le había confirmado sus recelos acerca del matrimonio—. Antes sí que quería casarme contigo —le confió—. Pero ahora me contento sólo con estar contigo.

Geraldine resultaba una compañía bastante fácil; era realista y sin sentimentalismos; tan buena compañera como amante. Era ella quien se ocupaba de que las facturas se pagasen a tiempo y de que la cajita donde guardaban el té estuviera siempre llena. También fue Geraldine quien le sugirió a Cal que vendiera los palomos.

—Tu padre ya no demuestra el menor interés por ellos —le indicó en más de una ocasión—. Ni siquiera se dará cuenta de que desaparecen.

Y aquello era cierto. Pero Cal se negó en redondo a considerar seriamente aquel asunto de la venta. Quizá, al llegar la primavera, el buen tiempo haría que su padre volviera a prestarles atención a los pájaros.

—Sabes que eso no es cierto —le dijo Geraldine cuando él le comentó aquello—. ¿Por qué tienes tanto empeño en conservarlos? No sirven más que para dar trabajo.

Luego dejaba correr el tema unos cuantos días, pero sólo para volver a sacarlo a colación en cuanto le daban pie para ello.

La historia se repetía una y otra vez. A menudo, en el transcurso de tales conversaciones —que poco a poco se fueron haciendo más acaloradas—, a Cal le daba la impresión de estar oyendo el eco de sus padres: de nuevo estaba caminando por los mismos senderos. Y, como su padre, Cal, aunque maleable en casi todos los demás temas, se mostraba inamovible en éste. No estaba dispuesto a vender los pájaros.

La verdadera razón de aquella testarudez no era, naturalmente, que a Cal le quedaran excesivas esperanzas acerca de la rehabilitación de Brendan, sino el hecho de que aquellos pájaros constituían el único eslabón concreto que servía para unirlo con los acontecimientos acaecidos durante el verano anterior.

En las semanas que siguieron inmediatamente a la desaparición de Suzanna, Cal se apresuraba a comprar cada día una docena de periódicos y escudriñaba a fondo todas las páginas en busca de alguna noticia que hablase de la muchacha, de la alfombra o de Shadwell. Pero nunca había nada, y al final —incapaz de soportar aquel desengaño diario— se había cansado de buscar. Tampoco recibió más visitas de Hobart ni de sus hombres, lo cual, en cierto modo, le daba pie para imaginarse malas noticias. Él, Cal, había pasado a ser algo irrelevante. La historia, si es que continuaba aún escribiéndose, transcurría sin su concurrencia.

Le daba tanto miedo la idea de llegar a olvidarse por completo de la Fuga, que corrió el riesgo de escribir todo lo que recordaba sobre la noche que había pasado en ella, lo cual, cuando se puso a la tarea, resultó ser tan escaso que llegó a deprimirle. También anotó los nombres que recordaba: Lamuel Lo; Apolline Dubois; Frederick Cammell... Los colocó a todos en la parte de atrás de su agenda, en la sección reservada a los teléfonos. Sólo que aquellas personas no tenían número de teléfono; y tampoco dirección. Sólo eran nombres poco corrientes a los cuales cada vez se sentía menos capaz de asignarles rostros.

3

Algunas noches tenía sueños de los que se despertaba con el rostro lleno de lágrimas.

Geraldine intentaba consolarlo lo mejor que podía, dado que Cal afirmaba siempre no recordar bien aquellos sueños cuando despertaba. Lo cual, en cierto sentido, era verdad. No recordaba nada que pudiera expresar con palabras: solamente sentía una dolorosa tristeza. Entonces ella se tumbaba a su lado, comenzaba a acariciarle el pelo y le decía que, aunque aquélla fuera una mala época, las cosas podrían estar aún peor. Y, desde luego, tenía razón. Poco a poco los sueños fueron haciéndose menos frecuentes hasta que terminaron por cesar del todo.

4

En la última semana de enero, con las facturas de las Navidades aún delante y demasiado poco dinero para pagarlas, se decidió a vender los palomos. Todos menos 33 y su pareja. A éstos los conservó, aunque cada vez le costaba más recordar por qué lo hacía; y a finales del mes siguiente el motivo que fuese se le había olvidado por completo.

IV. LOS NÓMADAS
1

El transcurso del invierno resultó ciertamente pesado para Cal, pero para Suzanna albergó peligros muchos peores que el aburrimiento y las pesadillas.

Aquellos peligros habían comenzado el día siguiente de la noche que pasó en la Fuga, cuando Shadwell estuvo a punto de capturarla a ella y a los hermanos Peverelli. Su vida y la de Jerichau, con quien ella se había reunido en la calle que pasaba por detrás de la propiedad de Shearman, apenas habían dejado de estar en peligro desde entonces.

Ya le habían advertido de esto en la Casa de Capra, y también de muchas otras cosas. Pero de todo lo que había aprendido allí, el tema que más profunda impresión le había causado era el Azote. Los consejeros se habían puesto pálidos al hablar de cuan cerca del exterminio se habían visto las familias. Y aunque los enemigos que ahora iban pisándoles los talones —Shadwell y Hobarteran de una índole muy diferente, ella no podía evitar creer que estos y el Azote brotaban de la misma tierra venenosa. Todos eran, cada cual a su manera, enemigos de la vida.

Y eran igualmente implacables. Permanecer un paso por delante del Vendedor y de su nuevo aliado resultaba agotador. Suzanna y Jerichau habían dispuesto de unas pocas horas de gracia el primer día, cuando una falsa pista dejada por los hermanos había alcanzado el éxito al confundir a los sabuesos, pero hacia el mediodía Hobart había recuperado de nuevo el rastro. La muchacha no había tenido más remedio que abandonar la ciudad aquella misma tarde en un coche de segunda mano comprado para sustituir al vehículo de la Policía que habían robado. Usar su propio coche, Suzanna lo comprendía, habría sido como enviar al aire señales de humo.

Un hecho la sorprendía: no había rastro alguno, ni el día en que se había vuelto a tejer la alfombra ni en lo sucesivo, de Immacolata. ¿Sería posible que la Hechicera y sus hermanas hubieran decidido quedarse en la alfombra? ¿O incluso que hubiesen quedado atrapadas en ella en contra de su voluntad? Quizá aquello fuera esperar demasiado. Sin embargo, el menstruum —al que Suzanna cada día estaba más capacitada para controlar y utilizar— nunca le mostraba el menor indicio de la presencia de Immacolata.

Jerichau se mantuvo a una respetuosa distancia en aquellas primeras semanas; incómodo, quizá, por la preocupación de Suzanna con el menstruum. Él no podía serle útil en el proceso de aprendizaje; la fuerza que la muchacha poseía era un misterio para él; su virilidad la temía. Pero poco a poco Suzanna lo fue convenciendo de que ni dicha fuerza ni ella (si es que podían considerarse dos entidades separadas) albergaban el menor atisbo de mala voluntad hacia él, y Jerichau comenzó a encontrarse menos incómodo en compañía de aquellos poderes. Suzanna incluso pudo hablarle de la primera vez que había tenido acceso al menstruum, y de cómo éste a continuación había ahondado en Cal. Ella agradecía la oportunidad de hablar de aquellos sucesos, pues los había tenido guardados demasiado tiempo, consumiéndola. Jerichau tenía pocas respuestas que ciarle, pero el mero hecho de poder contarlo parecía aliviar la ansiedad de la muchacha. Y cuando más se relajaba, más mostraba el menstruum lo que valía. Le confería un poder que resultó inestimable durante aquellas semanas; una habilidad para la premonición que le mostraba formas fantasmales del futuro. Había visto el rostro de Hobart en las escaleras, a la puerta de la habitación donde ellos se ocultaban, y había sabido así que el policía llegaría al lugar donde estaban antes de que transcurriera mucho tiempo. A veces también veía a Shadwell, pero en la mayor parte de las ocasiones a quien veía era a Hobart, con ojos desesperados, pronunciando el nombre de ella con aquellos labios tan delgados. Era la señal que indicaba que había que seguir huyendo, naturalmente, fuera cual fuese la hora del día o de la noche. Hacer las maletas, recoger la alfombra, y marcharse.

Suzanna poseía además otros talentos, todos ellos enraizados en el menstruum. Podía ver las luces que Jerichau le mostrara por primera vez en la calle Lord; y después de un período sorprendentemente breve, casi no las notaba: no eran más que una información como otra cualquiera —como la expresión de un rostro o el tono de una voz— que utilizaba para interpretar el temperamento de un desconocido. Y había otra habilidad visionaria que ahora poseía, situada entre las premoniciones y los halos, es decir, que podía ver las consecuencias de los procesos naturales. No veía sólo el brote, sino la flor en que aquel brote se habría convertido al llegar la primavera y, si miraba un poco más lejos, el fruto que vendría a continuación. Aquella capacidad de percepción del
potencial
de las cosas tuvo varias consecuencias. Por una parte, Suzanna dejó de comer huevos. Por otra, se encontró luchando contra un fatalismo engañoso que, si no se hubiera resistido, habría podido dejarla a la deriva en un mar de cosas inevitables, siguiendo cualquier camino por donde el futuro hubiera querido guiarla.

Fue Jerichau quien la ayudó a salvarse de esa peligrosa marea con aquel ilimitado entusiasmo suyo por ser y hacer. Aunque la flor y la marchitación de la flor fueran algo inevitable, tanto los Humanos como los Videntes tenían decisiones que tomar antes de la muerte: sendas por las que viajar y sendas que ignorar.

Una de aquellas decisiones que tomar fue si seguir siendo compañeros o convertirse en amantes. Eligieron ser amantes, aunque ocurrió con tanta naturalidad que Suzanna no habría sabido decir con precisión en qué momento se tomó tal decisión. Ciertamente, nunca hablaban de ello de forma explícita; aunque quizá hubiera flotado en el aire desde la conversación que mantuvieran en aquel campo cercano a la Casa de Capra. Sencillamente parecía lo más normal que se consolasen así el uno con el otro. Jerichau era un compañero de cama sofisticado, muy sensible a los más sutiles cambios de humor; tan pronto estallaba en ruidosas carcajadas como adquiría una gran seriedad.

Además era, con gran regocijo por parte de Suzanna, un brillante ladrón. A pesar de todas las vicisitudes que comporta la vida de fugitivos, comían (y viajaban) como reyes sencillamente porque Jerichau tenía los dedos muy ligeros. La muchacha no lograba averiguar cómo su compañero conseguía tener tanto éxito, si se trataba de algún sutil encantamiento que emplease para distraer la mirada de cualquier observador, o si era que, sencillamente, había nacido ladrón. Fuera cual fuese el método que empleaba, podía robar cualquier cosa, grande o pequeña, y raramente pasaba un día sin que probase alguna cara delicadeza o se dieran el gusto de complacer su recién descubierta pasión por el champán.

Aquello hacía también más fácil la huida en el terreno práctico, porque eran capaces de cambiar de coche con tanta frecuencia como les apeteciera, dejando un rastro de vehículos abandonados a lo largo del camino que seguían. Dicho camino no los llevaba en ninguna dirección determinada; simplemente, viajaban hacia donde les indicaba el instinto. La intencionalidad, le había dicho Jerichau, era la manera más fácil de dejarse coger. Un día, mientras viajaban, le explicó a Suzanna que él nunca tenía intención de robar, al menos no hasta después de haberlo hecho; y que de ese modo nadie sabía nunca qué era lo que se proponía hacer, porque ni siquiera él mismo lo sabía. A Suzanna le gustaba aquella filosofía; y también le atraía el sentido del humor de Jerichau. Si alguna vez conseguía regresar a Londres —a su arcilla y su horno— vería si aquella nación era capaz de producir estética además de sentido criminal. Quizá dejarse ir fuese el único control verdadero. ¿Qué clase de objetos de cerámica haría si trataba de no
pensar
en ello?

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