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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (42 page)

BOOK: Sortilegio
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—¿Por qué no vamos abajo? —le propuso Cal—. Puedo hacerte algo para desayunar.

—No. Yo no bajo. Hoy no.

—Entonces te prepararé cualquier cosa y te lo subiré, ¿te parece bien?

—Como quieras —respondió Brendan.

Cuando Cal bajaba otra vez por las escaleras, oyó que su padre cerraba con llave la puerta y echaba el cerrojo una vez más.

2

A media mañana se oyeron unos golpes en la puerta. Era la señora Vallance, cuya casa quedaba justo enfrente de la de Mooney.

—Pasaba por aquí —dijo, hecho que se contradecía con las zapatillas que llevaba puestas—, y pensé en entrar un momento para ver cómo iba tu padre. Se comportó de un modo muy extraño con la Policía, según he oído decir: ¿Qué te ha pasado en la cara?

—No es nada.

—A mí me interrogó un policía muy amable —continuó diciendo la mujer—. Me preguntó... —bajó la voz—, si tu padre estaba desequilibrado.

Cal hizo un esfuerzo para no contestar.

—Naturalmente, también deseaban hablar contigo —le indicó la vecina.

—Bueno, pues ya estoy aquí —dijo Cal—. En caso de que me necesiten.

—Mi hijo Raymond dijo que te había visto en la vía. Y que ibas huyendo.

—Adiós, señora Vallance.

—Y mi Raymond tiene muy buena vista.

—He dicho que adiós —le espetó Cal; y a continuación cerró la puerta dando un portazo en las narices de aquella autosatisfecha mujer.

3

No fue aquélla la última visita del día; varias personas se acercaron a la casa para ver si todo iba bien. Estaba claro que en la calle circulaban muchas habladurías acerca de los Mooney. Quizás algún listillo hubiese caído en la cuenta de que precisamente la casa de los Mooney había sido el centro del drama del día anterior.

Cada vez que alguien llamaba a la puerta, Cal esperaba ver a Shadwell en el umbral. Pero por lo visto el Vendedor tenía otras preocupaciones más urgentes que terminar el trabajo que había empezado ante las ruinas de la casa de Shearman. O quizá sencillamente, lo que sucedía es que esperaba a que los astros le fueran propicios.

Luego, justo después del mediodía, mientras Cal se encontraba afuera, en el palomar, dando de comer a las aves, sonó el teléfono.

Entró a todo correr y descolgó precipitadamente. Incluso antes de que ella tuviese tiempo de hablar, Cal ya sabía que se trataba de Suzanna.

—¿Dónde estás?

La muchacha estaba sin aliento, muy agitada.

—Tenemos que salir de la ciudad, Cal Van tras nosotros.

—¿Shadwell?

—No sólo Shadwell. También la Policía.

—¿Tienes la alfombra?

—Sí.

—Pues dime dónde estás. Iré y...

—No puedo. No por teléfono.

—No está pinchado, por el amor de Dios.

—¿Qué te apuestas?

—Tengo que verte —le dijo Cal en un tono entre la súplica y la exigencia.

—Sí... —repuso Suzanna con la voz ya más suavizada—. Sí, claro.

—¿Cómo?

Hubo un largo silencio. Luego la muchacha siguió hablando:

—Donde me hiciste tu confesión.

—¿Que?

—Acuérdate.

Cal se puso a pensar en ello. ¿Qué confesión le había hecho a ella? Ah, sí, «Te quiero», le había dicho. ¿Cómo podía haberme olvidado de eso?

—¿De acuerdo? —quiso saber ella.

—Sí. ¿Cuándo?

—Dentro de una hora.

—Allí estaré.

—No tenemos mucho tiempo, Cal.

Éste iba a decirle que ya lo sabía, pero la comunicación ya se había cortado.

A Cal el dolor que sentía en los magullados huesos le mejoró milagrosamente después de aquella conversación; andaba ya con paso ligero cuando subió las escaleras para ver cómo se encontraba Brendan.

—Tengo que salir un rato, papá.

—¿Has cerrado todas las puertas? —le preguntó su padre.

—Sí, toda la casa está cerrada con llaves y cerrojos. Nada puede entrar. ¿Necesitas algo más?

Brendan se tomó unos momentos para considerar aquella pregunta.

—Me apetece un poco de whisky —dijo al cabo.

—¿Tenemos?

—En la librería —indicó el anciano—. Justo detrás de Dickens.

—Te lo traeré.

Cal estaba sacando la botella del escondite cuando sonó el timbre de la puerta. Casi se le pasó por la cabeza no ir a abrir, pero el visitante insistió.

—Subiré dentro de un minuto —gritó en dirección al piso de arriba; luego abrió la puerta.

El hombre de gafas oscuras le dijo:

—¿Calhoun Mooney?

—Sí.

—Soy el inspector Hobart; y éste es el agente Richardson. Hemos venido para hacerle unas preguntas.

—¿Tiene que ser en este momento? —le dijo Cal—. Precisamente estaba a punto de salir.

—¿Por algún asunto urgente? —quiso saber Hobart.

Cal consideró que era más prudente decir que no.

—No exactamente —repuso.

—Entonces no le importará que le robemos un poco de tiempo —dijo Hobart; y en cuestión de segundos los dos hombres ya habían entrado en la casa.

—Cierra la puerta —le indicó Hobart a su colega—. Parece usted aturdido, Mooney. ¿Tiene algo que ocultar?

—¿Por qué iba a...? No.

—Estamos en posesión de cierta información que indica lo contrario.

Desde el piso de arriba, Brendan llamó a Cal pidiéndole el whisky.

—¿Quién es ése?

—Es mi padre —respondió Cal—. Quería una copa.

Richardson arrancó la botella de las manos de Cal y cruzó la habitación hacia el pie de la escalera.

—No suba —le advirtió Cal—. Lo asustará.

—Qué familia más nerviosa —comentó Richardson.

—No se encuentra bien últimamente —le explicó Cal.

—Mis hombres son como corderos —le dijo Hobart—. Siempre, claro está, que ustedes se encuentren dentro de la ley.

De nuevo llegó la voz de Brendan desde arriba.

—¿Quién es, Cal?

—Sólo unas persona que quieren charlar conmigo, papá —le informó Cal.

Pero en la garganta se le quedaron atravesadas otras palabras. Unas palabras que se tragó y que quedaron sin pronunciar. Una respuesta más cierta.

«Son las ratas, papá. Han conseguido entrar a pesar de todo.»

4

Fueron transcurriendo los minutos. La pregunta fue formulada una y otra vez, como en un tiovivo. Por la forma en que Hobart llevaba el interrogatorio, daba la impresión de que había estado hablando largo y tendido con Shadwell, así que las rotundas negativas de Cal no dieron ningún fruto. Se vio obligado a decir la verdad, aunque contó lo menos que pudo. Sí, conocía a una mujer llamada Suzanna Parrish. No, no sabía nada de la vida de ella, ni le había hablado nunca de qué afiliaciones políticas tenía. Sí, la había visto en las últimas veinticuatro horas. No, no sabía dónde se encontraba ahora.

Mientras contestaba aquellas preguntas trató de no pensar en Suzanna, que lo estaba esperando en el río; le esperaría y, al no encontrarlo, se marcharía. Pero cuanto más se esforzaba Cal en sacarse aquel pensamiento de la cabeza, más insistente se le hacía.

—¿Inquieto, Mooney?

—Tengo un poco de calor, eso es todo.

—Tiene usted que acudir a una cita, ¿no es eso?

—No.

—¿Dónde está la chica, Mooney?

—No lo sé.

—No tiene sentido protegerla. Es de la más asquerosa de las calañas, Mooney. Créame, he visto lo que es capaz de hacer. Cosas que usted nunca creería. Se me revuelve el estómago sólo de pensarlo. —Hablaba con total convicción. Cal no dudaba de que lo decía en serio—, ¿Qué es usted, Mooney?

—¿Qué quiere decir?

—¿Es usted mi amigo o mi enemigo? No existe término medio, compréndalo. No hay
quizá
. Amigo o enemigo. ¿Qué es usted?

—No he hecho nada en contra de la ley.

—Eso soy yo el que tiene que decirlo —le indicó Hobart—. Conozco la Ley. La conozco y la amo. Y no permitiré que escupa sobre ella, Mooney. Ni usted ni nadie. —Se tomó un respiro; luego afirmó—: Es usted un mentiroso, Mooney. No sé hasta dónde ni por qué está usted metido en esto, pero lo que sí sé es que es usted un mentiroso. —Hizo una breve pausa y luego continuó—: De manera que empezaremos de nuevo ¿le parece?

—Le he dicho todo lo que sé.

—Empezaremos otra vez por el principio. ¿Cómo conoció usted a esa terrorista llamada Suzanna Parrish?

5

Después de dos horas y tres cuartos de aquel tiovivo, Hobart acabó por aburrirse de montar en él y le anunció a Cal que de momento había terminado. No se presentarían cargos contra él, por lo menos no de inmediato, pero Cal podía considerarse como sospechoso.

—Hoy se ha ganado dos enemigos, Mooney —le dijo Hobart—. La Ley y yo. Vivirá para lamentarlo.

Luego las ratas se marcharon.

Cal se quedó sentado en la habitación de atrás durante unos minutos tratando de poner en orden las ideas; después subió a ver cómo le iba a Brendan. El viejo se había dormido. Dejando a su padre sumido en sueños, Cal se fue en busca de los suyos.

6

Suzanna se había marchado, naturalmente, hacía mucho.

Cal estuvo deambulando por el vecindario, buscando por los almacenes, confiando en que ella le hubiese dejado algún mensaje. Pero no halló ninguno.

Agotado por todo lo acontecido a lo largo de aquel día, se encaminó a su casa. Al salir por la verja de atrás a Dock Road se percató de que alguien lo estaba vigilando desde un coche aparcado allí cerca. Uno del clan de Hobart, seguramente; uno de aquellos amantes de la Ley. Al fin y al cabo, acaso Suzanna hubiera estado por allí, aunque no se hubiese atrevido a dar a conocer su presencia por miedo a que la descubriesen. La idea de que ella hubiera estado tan cerca, aunque le resultaba frustrante, sirvió también para amortiguar el golpe que le producía el hecho de no verla; al menos en parte. Cuando la situación no fuera tan peligrosa, Suzanna lo llamaría y concertarían otra cita.

Por la tarde se levantó el viento y estuvo soplando durante toda la noche y el día siguiente, trayendo consigo los primeros fríos del otoño. Pero no trajo ninguna noticia.

II. DESESPERACIÓN

Y así continuaron las cosas durante semana y media; ninguna noticia.

Cal volvió al trabajo, aduciendo la enfermedad de su padre para justificar la ausencia, y volvió a emprender la tarea de los formularios de reclamación en el mismo punto donde la había dejado. A la hora de comer solía volver a casa para calentarle algo de comida a Brendan —quien, aunque Cal lo había logrado convencer para que saliera de su habitación, estaba siempre angustiosamente ansioso por volver a ella— y para alimentar a los pájaros. Por las tardes hacía algún intento por adecentar el jardín; incluso reparó la valla. Pero a aquellas tareas les dedicaba solamente un mínimo de atención. Por muchas distracciones que intentara interponer entre él mismo y la impaciencia que sentía, nueve de cada diez pensamientos eran acerca de Suzanna y su preciosa carga.

Pero cuantos más días pasaban sin tener noticias de Suzanna, más tentado se sentía Cal a pensar lo impensable: que la muchacha no iba a llamarle. Bien porque temiera las consecuencias que podrían derivarse de un intento de establecer contacto o, peor aún, porque ya no le resultaba posible hacerlo. A finales de la segunda semana, Cal decidió hacer un intento por su cuenta para encontrar la alfombra. Y utilizó el único medio de que disponía. Soltó los palomos.

Éstos se elevaron en el aire en aérea ovación y se pusieron a volar en círculos sobre la casa. El espectáculo le recordó a Cal aquel primer día en la calle Rue, y los ánimos se le levantaron.

—Adelante —les animó—.
Adelante
.

Los pájaros se pusieron a dar vueltas y más vueltas, como si estuvieran orientándose. A Cal el corazón se le aceleraba un poco cada vez que parecía que uno de los palomos se estaba destacando de la bandada para salir volando en alguna dirección concreta. Con calzado apropiado para correr, Cal se hallaba dispuesto a seguirlos.

Pero tras un rato no demasiado largo, los animales empezaron a cansarse de aquella liberación. Uno a uno fueron bajando entre revoloteos hasta posarse —incluso el número 33—, algunos de ellos en el jardín, otros en los canalones de la casa. Unos cuantos incluso volvieron volando al palomar. Tenían unas perchas bastante incómodas y sin duda los trenes nocturnos les turbaban el sueño, pero para la mayoría de ellos aquél era el único habitat que conocían.

Aunque con toda seguridad allá arriba existían vientos tentadores, vientos que olían a lugares más exuberantes que el palomar situado junto a la vía del tren, al parecer las palomas no tenían ningún deseo de aventurar sus alas en aquellas corrientes.

Las maldijo por aquella evidente falta de espíritu emprendedor; y les dio de comer; y les dio agua; y finalmente regresó abatido a la casa, donde Brendan volvía a hablar de ratas otra vez.

III. OLVIDO
1

La tercera semana de setiembre trajo consigo las lluvias. No aquellas lluvias torrenciales de agosto, que habían caído a raudales desde cielos propios de decorado de ópera, sino lloviznas insignificantes. Los días fueron haciéndose cada vez más grises; y lo mismo, al parecer, le ocurría a Brendan. Aunque Cal intentaba a diario convencer a su padre para que bajara, éste ya no abandonaba nunca el dormitorio. Cal realizó incluso dos o tres denodados esfuerzos por hablar de lo que había ocurrido un mes antes; pero, sencillamente, al viejo no le interesaba aquello. Los ojos se le ponían vidriosos en cuanto se daba cuenta del rumbo que iba a tomar la conversación, y si Cal persistía se irritaba.

Los profesionales médicos juzgaron que Brendan sufría de demencia senil, un proceso irreversible que acabaría por hacerle imposible a Cal la tarea de cuidar de su padre. Le aconsejaron que lo más conveniente para todos los que tenían algo que ver con el problema sería buscarle plaza en una clínica de reposo, donde Brendan estaría perfectamente atendido las veinticuatro horas del día.

Cal rechazó en seguida la sugerencia. Estaba seguro de que el hecho de no separarse de aquella habitación que conocía tan bien —la misma que había compartido con Eileen durante tantos años—, era lo único que evitaba que su padre sufriera una crisis nerviosa total.

No se encontró del todo solo en aquellos esfuerzos suyos por cuidar a su padre. Dos días después del fracaso obtenido al echar a volar los palomos, Geraldine se había presentado en casa. Después de diez minutos de vacilantes disculpas y explicaciones, el tema de la salud de Brendan salió a colación en la conversación, y el sentido común de Geraldine predominó en seguida sobre todo lo demás, «De momento deja a un lado nuestras diferencias —le dijo ella—. Quiero ayudarte.» Cal no podía rechazar una oferta como aquélla. Brendan respondió a la presencia de Geraldine como un niño ante una teta a la que hace tiempo ha perdido. Ella lo mimaba y lo consentía sobremanera, y con Geraldine en la casa ocupando el lugar dejado por Eileen, Cal se encontró de nuevo inmerso en la antigua rutina doméstica de siempre. El cariño que sentía por Geraldine no le resultaba doloroso, lo cual era sin duda alguno signo inequívoco de cuán ligero era aquel sentimiento. Cuando Geraldine se encontraba allí, en casa, se sentía contento de estar con ella. Pero rara vez, si es que esto llegó a ocurrir alguna, la echaba de menos cuando no estaba.

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