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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (38 page)

BOOK: Sortilegio
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—¿Conmigo?

—Cuando vuelvas al Reino. Sea con la alfombra o sin ella, yo quiero estar contigo.

Ahora Suzanna alzó la mirada y se dio cuenta de que la expresión que Jerichau tenía en el rostro era la de un acusado en espera del veredicto; estaba pendiente hasta del parpadeo de las pestañas de la muchacha.

Suzanna sonrió mientras trataba de encontrar una respuesta. Por fin dijo:

—Claro, claro. Me gustaría mucho.

—¿De verdad? —le preguntó Jerichau tragando saliva—. ¿De verdad que te gustaría? —La ansiedad le desapareció del rostro, y una sonrisa radiante la sustituyó—. Gracias —continuó—. Desearía con toda el alma que fuéramos amigos.

—Pues seremos amigos —repuso ella.

Suzanna notaba el frío helado de la piedra en la espalda; Jerichau delante de ella, rezumaba calor. Y allí estaba ella, precisamente donde Romo le había aconsejado que estuviera: en el medio.

VII. SHADWELL EN LAS ALTURAS

—Bájame —le dijo el Vendedor a su montura, que tenía la espalda destrozada. Habían trepado por la inclinada ladera de una colina, la más alta que Shadwell había podido encontrar. La vista que se veía desde la cima era impresionante.

Norris no obstante, no tenía mucho interés en las vistas. Se sentó, respirando con dificultad, y apretó contra el pecho el tamborilero manco, dejando que Shadwell se alzase sobre un promontorio y admirase la panorámica iluminada por la luna que se extendía a sus pies.

El viaje hasta allí había proporcionado una hueste de vistas extraordinarias; los habitantes de aquella provincia, aunque estaban evidentemente emparentados con las especies del exterior de la Fuga, de algún modo habían conseguido cobrar nuevas formas gracias a la magia. ¿Cómo, si no, explicar la existencia de polillas de tamaño cinco veces mayor que una mano, que aullaban como gatos en celo desde las copas de los árboles? ¿O de las relucientes serpientes que había visto, colocadas como llamas en el nicho de una roca? ¿O del arbusto cuyos espinos sangraban sobre sus propias flores?

Tales novedades se encontraban por doquier. La exageración que Shadwell había ofrecido a sus clientes para tentarlos con la Subasta había resultado bastante pintoresca, pero a duras penas había conseguido acercarse a la realidad. La Fuga era, con mucho, más extraña de lo que cualquiera de sus palabras hubiese logrado sugerir; más rara, y más angustiosa.

Eso era lo que Shadwell sentía al mirar hacia abajo desde lo alto de la colina: angustia. Lo había ido invadiendo poco a poco durante el recorrido hacia aquel lugar, empezando como dispepsia y aumentando hasta el punto de hacerle sentir una especie de terror. Al principio había intentado no confesarse a sí mismo cuál era la causa que lo producía, pero era tal la fuerza de aquel sentimiento que ya no lo podía negar.

Era
codicia
lo que le había nacido en el vientre; la única sensación que ningún auténtico Vendedor podía permitirse nunca. Trató de sacar el mejor partido del dolor contemplando el paisaje y lo que contenía en términos estrictamente comerciales. ¿Cuánto podría pedir por aquel huerto? ¿Y por las islas de aquel lago? ¿Y por las polillas? Pero por una vez aquella técnica le falló. Miro hacia la Fuga y cualquier tipo de pensamiento comercial se evaporó.

De nada servía esforzarse. Tenía que admitir el hecho amargo: había cometido un terrible error al tratar de vender aquel lugar.

Nunca se le podría poner precio a aquella profusión enloquecedora; ningún postor, por muy acaudalado que fuera, tenía recursos para adquirirla.

Y allí estaba él, contemplando a sus pies la más grande colección de milagros que el mundo hubiese visto nunca, con todas las ambiciones de mandar despóticamente sobre príncipes evaporadas.

Una nueva ambición había venido a sustituir a aquélla. Él mismo sería un príncipe. Más que un príncipe.

He ahí un país extendido ante él. ¿Por qué no había de ser el Rey?

VIII. LA VIRGEN DE PURA SANGRE

La felicidad no era una condición con la que Immacolata estuviera demasiado familiarizada, pero había ocasiones en las que ella y sus hermanas sentían algo parecido. En los campos de batalla al atardecer, cuando el aire que se respira es el último aliento de otra persona; en los depósitos de cadáveres y en los sepulcros. En cualquier lugar donde hubiera muerte, las tres se encontraban a sus anchas; jugaban entre los cadáveres, iban de picnic.

Por eso cuando se cansaron de buscar a Shadwell acudieron a los Escalones del Réquiem. Era el único lugar de la Fuga consagrado a la muerte. De niña Immacolata había acudido allí día tras día a empaparse del dolor de los demás. Ahora sus hermanas se habían marchado en busca de algún padre involuntario, y ella se encontraba allí sola, sumida en unos pensamientos tan negros que el cielo nocturno resultaba cegadoramente brillante al lado de los mismos.

Se quitó los zapatos y comenzó a bajar por los peldaños que conducían hasta el fango negro de la orilla del río. Era allí donde los cuerpos quedaban finalmente abandonados a las aguas. Era allí donde los sollozos habían sido siempre más fuertes y la fe en el más allá vacilaba al enfrentarse al frío hecho de la muerte.

Habían pasado ya muchos, muchos años desde la época en que aquellos rituales estuvieran en boga. La práctica de entregar los muertos a aquél o a cualquier otro río había tocado ya a su fin; los Cucos se estaban encontrando demasiados cadáveres. La cremación había venido a remplazar esta práctica como método habitual de deshacerse de los cuerpos, con gran pesar por parte de Immacolata.

Los Escalones habían servido para dramatizar algo real, ya que descendían hasta adentrarse en el fango. Ahora, allí de pie, mientras el río pasaba velozmente ante ella, Immacolata pensó cuán fácil sería arrojarse a la corriente y seguir el camino de los muertos.

Pero dejaría atrás demasiados asuntos pendientes. Dejaría intacta la Fuga, y vivos a sus propios enemigos. Y aquello no era prudente.

No; tenía que seguir viviendo. Para ver a las Familias humilladas; para ver sus esperanzas, así como sus territorios, convertidos en polvo; para ver sus milagros reducidos a juegos. La destrucción sería en conjunto, demasiado fácil para ellos. Dolería solamente un instante, y luego todo habría pasado. Pero ver a los Videntes esclavizados... por eso sí que valía la pena vivir.

El fragor de las aguas la tranquilizó. Se puso nostálgica al recordar los cuerpos a los que había visto arrebatados por aquel caudal.

Pero, ¿no era otro estruendo diferente lo que estaba oyendo por debajo del río? Immacolata levantó la mira da de las aguas tenebrosas. En lo alto de los peldaños se encontraba una construcción destartalada, poco más que un tejido apoyado en varias columnas, en la que, en otro tiempo, los deudos del difunto menos allegados aguardaban mientras, junto al río, tenía lugar el último adiós. Y ahora Immacolata constató que, precisamente allí, algo se movía; fugitivos entre las sombras. ¿Serían sus hermanas? Sin embargo no presentía la proximidad de éstas.

Aquella pregunta no expresada obtuvo respuesta cuando Immacolata cruzó de nuevo el fango y se acercó hasta el escalón inferior.

—Sabía que estarías aquí.

Immacolata se detuvo, con un pie puesto en el primer peldaño.

—De todos los lugares posibles... éste.

Immacolata se detuvo, con un pie puesto en el primer peldaño.

—De todos los lugares posibles... éste.

Immacolata notó una punzada producida por la agitación. No era a causa del hombre que había salido del refugio de la columna, sino por la compañía que éste traía consigo. Avanzaban en las sombras detrás de él, con aquellos jadeantes y sedosos lomos suyos. ¡Leones! Había venido con los leones.

—Oh, sí —le dijo Romo al ver que la Hechicera se arredraba—. Yo no estoy solo, como lo estaba ella. Esta vez
eres tú
la vulnerable.

Era cierto. Los leones era unas criaturas irreflexivas. Los hechizos no surtirían efecto con ellos. Y los ataques tampoco alcanzarían fácilmente al domador, quien compartía la misma indiferencia de las bestias.

—Hermanas... —comenzó a clamar Immacolata en voz baja—. Venid a mí.

Los leones empezaron a avanzar hasta que salieron a la luz de la luna. Eran seis en total, tres machos y tres hembras. Mantenían los ojos clavados en su amo, en espera de instrucciones.

Immacolata dio un paso hacia atrás. Notaba el fango movedizo bajo los talones. Estuvo a punto de perder el equilibrio. ¿Dónde estarían la Magdalena y la Bruja? Envió otro pensamiento en un intento frenético de encontrarlas, pero el miedo le hacía perder fuerza.

Los leones se encontraban ya en lo alto de los peldaños. Immacolata no se atrevía a quitarles los ojos de encima, aunque odiaba aquella visión. Aquellos animales eran tan imponentes. Y ni siquiera tenían que esforzarse por serlo. Por mucho que la idea le aterrase, Immacolata sabía que tendría que salir huyendo de ellos. Haría que el menstruum la transportase por encima del río antes de que la alcanzasen. Pero comprendió que, distraída como estaba, el menstruum empezaba a tardar demasiado en fluir por ella. Hizo un intento de detener la aproximación de los leones.

—No deberías confiar en ellos... —dijo.

—¿En los leones? —le preguntó Romo esbozando una media sonrisa.

—En los Videntes. Engañaron a Mimi igual que me engañaron a mí. La dejaron en el Reino mientras ellos se ponían a salvo. Son cobardes y engañosos.

—¿Y tú? ¿Qué eres tú?

Immacolata notó que el menstruum empezaba a difundirse por su ser. Teniendo ahora la huida asegurada podía permitirse el lujo de decir la verdad.

—Yo no soy nada —repuso con una voz tan suave que casi se perdía entre el rumor del río—. Yo estaré viva mientras el odio que siento por ellos me mantenga viva.

Fue casi como si los leones comprendieran aquella última observación, porque se lanzaron sobre Immacolata de repente, saltando por los peldaños hacia el lugar donde ella se hallaba de pie.

El menstruum circulaba alrededor de la Hechicera, que empezó a elevarse. En el momento en que esto ocurría, la Magdalena apareció río abajo y dejó escapar un grito.

Aquel grito distrajo la atención de Immacolata, cuyos pies se hallaban a sólo unos centímetros del fango. Era todo lo que le hacía falta al primer león. Se lanzó hacia ella desde los peldaños, y antes de que la Hechicera pudiera evitar el ataque, la atrajo con las garras bajándola del aire. Immacolata cayó hacia atrás en el fango.

Romo se abrió paso entre el resto de la manada y llamó al animal para que regresase junto a él antes de que Immacolata tuviera tiempo de invocar sus poderes. Pero la llamada llegó demasiado tarde. El menstruum había empezado ya a describir espirales alrededor de la bestia, desgarrándole la cara y los lomos; el animal ya no habría podido liberarse aunque hubiese querido. Pero a causa del ataque al menstruum le quedaban pocas reservas para la defensa; el león seguía asestando golpe tras golpe, cada uno de los cuales abría una herida brutal. Immacolata gritaba y se retorcía en el fango, surcado de sangre, pero el león no la soltaba.

Al mismo tiempo que le desgarraba la cara a la Hechicera, el león exhaló un rugido ahogado y cesó en su ataque. Permaneció de pie sobre Immacolata durante unos instantes, mientras entre ambos se elevaba una nube de vapor; luego el animal se apartó hacia un lado. Tenía todo el abdomen abierto desde la garganta hasta los testículos. Aquello no había sido obra del menstruum, sino del cuchillo que ahora caía de la mano de Immacolata. La bestia, con las entrañas colgando, anduvo un buen trecho tambaleándose y luego se desplomó de bruces en el fango.

El resto de los animales comenzaron a lanzar gruñidos de dolor, pero se quedaron donde estaban obedeciendo órdenes de Romo.

En cuanto a Immacolata, las hermanas acudieron ahora en su ayuda, pero ella les escupió unas palabras de desprecio y, arrastrándose, logró ponerse de rodillas. Las heridas que había sufrido habrían dejado a cualquier ser humano, e incluso a la mayoría de los Videntes, muertos allí mismo, en el barro. Tenía la carne y la parte superior del pecho traumáticamente destrozados; la carne le colgaba formando unas tiras repugnantes. Pero a pesar de hallarse en aquel estado logró ponerse trabajosamente en pie y volvió aquellos atormentados ojos suyos, que ahora aparecían en medio de lo que no era más que una pura herida, hacia Romo.

—Destruiré todo aquello que has amado en tu vida... —le dijo con voz palpitante al tiempo que se sujetaba el rostro con las manos; la sangre le chorreaba por entre los dedos—. La Fuga. La especie de los Videntes. ¡Todo! Arrasado. Tienes mi promesa.
Llorarás
.

Si hubiera estado en su mano, Romo no hubiera tenido el menor escrúpulo en acabar con la Hechicera allí mismo. Pero el enviar a Immacolata a mejor vida quedaba fuera del alcance tanto de los leones como del domador; debilitada y todo como estaba, la enemiga y sus hermanas sin duda matarían al resto de los animales antes de que éstos llegasen a tocarlas. Romo tendría que contentarse con lo conseguido en aquel ataque por sorpresa, y confiar en que Mimi supiera, desde el lugar en el que se hallase descansando, que el tormento por el que pasara ya había sido vengado.

Avanzó hacia el león abatido pronunciando suaves palabras. Immacolata no hizo el menor intento de causarle daño, sino que echó a andar hacia los escalones con una hermana a cada lado.

Los leones se mantuvieron donde estaban en espera de una orden que les permitiera desatar su furia. Pero Romo se hallaba demasiado absorto en su propio dolor. Había apoyado la mejilla en la del animal y seguía murmurándole al oído. Después las palabras de consuelo cesaron, y una expresión poco menos que trágica le apareció en el rostro.

Los leones oyeron aquel silencio suyo y comprendieron qué significaba. Volvieron la cabeza hacia él, y al hacerlo Immacolata se elevó en el aire, como un santa llena de fango y heridas, con las hermanas fantasmas arrastrándola como corruptos serafines.

Romo alzó la mirada mientras las tres hermanas ascendían hasta adentrarse en la oscuridad dejando caer un reguero de sangre. Casi en el mismo momento en que la noche empezaba a borrarlas, vio cómo la cabeza de Immacolata se desplomaba hacia un lado, inerte, y las hermanas acudían en su auxilio. Esta vez la Hechicera no despreció la ayuda, sino que permitió que la transportaran.

IX. NUNCA, Y DE NUEVO

El constructor de zigurats que había estado montando guardia a la puerta de la Casa de Capra los estaba llamando a gritos desde la linde del campo, pues la cortesía le impedía acercarse más.

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