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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (41 page)

BOOK: Sortilegio
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De pronto apareció alguien en la carretera, delante de ellos. Soltando una maldición, Richardson giró el volante, pero dio la impresión de que la figura saltaba y pasaba por encima del coche.

El vehículo se subió a la acera y recorrió unos cuantos metros antes de que Richardson pudiera recuperar de nuevo el control.

—Mierda
. ¿Ha visto usted eso?

Hobart lo había visto, y por ello sintió el mismo dolor incómodo que había sentido antes en el cuartel general. Aquella gente disponía de unas armas que hacían que un hombre perdiera el sentido de lo real, y él amaba la realidad más que a sus propias pelotas.

—¿Lo ha visto? —
repitió Richardson—. El muy puñetero ha salido
volando
.

—No —dijo con firmeza Hobart—. Nada de vuelos. ¿Me comprende?

—Sí, señor.

—Y si algo más se te pone en el camino,
atropéllalo
.

2

La luz que cegase a Cal había cegado también a Shadwell. Se cayó de las espaldas de aquel caballo humano que tenía y se estuvo revolviendo en el suelo hasta que el mundo empezó a enfocarse de nuevo. Cuando lo hizo dos visiones le salieron al encuentro. Una era de Norris, tumbado en el suelo y llorando como un bebé. La otra era de Suzanna, que, acompañada de dos miembros de la Especie, emergía de entre los escombros de la casa de Shearman.

No iban con las manos vacías. Transportaban la alfombra. ¿Dios, la alfombra! Shadwell miró a su alrededor buscando a la Hechicera, pero no había nadie cerca que pudiera serle de ayuda excepto el caballo, que estaba lejos de encontrarse en condiciones de ayudar a nadie.

«Conserva la calma —se dijo a sí mismo—, todavía te queda la chaqueta.» Se cepilló por encima la tierra que se le había pegado. Luego se colocó el nudo de la corbata y echó a andar para interceptar a los ladrones.

—Muchísimas gracias —les dijo al acercarse a ellos— por guardarme lo que me pertenece.

Suzanna le dirigió una única mirada; luego dijo a los que transportaban la alfombra:

—No le hagáis caso.

Y dicho esto, los condujo hasta la carretera.

Shadwell se apresuró a ir tras ellos. Cogió con fuerza a la mujer por el brazo. Estaba decidido a conservar las buenas maneras el mayor tiempo posible; eso siempre desconcierta al enemigo.

—¿Tenemos algún problema? —preguntó.

—Ninguno —dijo Suzanna.

—La alfombra me pertenece, señorita Parrish. Insisto en que permanezca aquí.

Suzanna miró a su alrededor buscando a Jerichau. Se habían separado en los últimos minutos de la reunión que ella había tenido con los ocupantes de la Casa de Capra, cuando Messimeris se la había llevado aparte para ofrecerle algunas palabras de consejo. Éste seguía hablando por los codos cuando el Tejido llegó al umbral de la Casa de Capra; Suzanna no había llegado a oír los últimos consejos.

—Por favor... —dijo Shadwell sonriendo—. Seguramente podamos llegar a un acuerdo. Si usted lo desea, le compraré el artículo. ¿Cuánto diría usted que vale? —Se abrió la chaqueta, no dirigiendo ya el discurso a Suzanna, sino a los otros dos que transportaban la alfombra. Podrían ser fuertes de brazos, pero también eran presa fácil. Ya estaban los dos mirando fijamente al interior de los pliegues de la chaqueta—. ¿Acaso ven algo que les guste? —les dijo.

—Es una trampa —les advirtió Suzanna.

—Pero
mira... —
le dijo uno de ellos.

Y maldita sea si Suzanna, aunque sólo fuera por instinto, no hizo eso exactamente. Si aquella noche no hubiera traído consigo tantas distracciones agotadoras, la muchacha habría tenido las fuerzas necesarias para desviar inmediatamente la mirada, pero en estos momentos no actuó con la rapidez que era de desear. Algo brillaba en el forro nacarado, y Suzanna no podía dejar de contemplarlo.

—Usted realmente
está viendo
algo... —le dijo Shadwell—. Algo bonito para una mujer bonita.

Y así era. Los encantamientos de la chaqueta se habían apoderado por completo de ella en dos segundos, y no pudo resistir la travesura.

En el fondo de la mente una voz la llamaba por su nombre, pero Suzanna no hizo caso. De nuevo la voz volvió a llamarla. «No mires», le decía la voz, pero ella veía algo que estaba tomando forma en el forro.

«¡No,
maldita seas
!», le gritó la misma voz. Y en esta ocasión una figura borrosa se interpuso entre ella y Shadwell. El hechizo se rompió entonces y Suzanna logró desprenderse del tranquilizador abrazo de la chaqueta y distinguió a Cal delante de ella propinándole al enemigo una buena descarga de puñetazos. Shadwell era, con mucho, el más corpulento de los dos hombres, pero el calor de la furia de Cal había conseguido acobardarlo durante unos instantes. «¡Largo de aquí de una puñetera vez!», le gritó Cal.

Pero Shadwell ya se había sobrepuesto a la sorpresa y se lanzó sobre Cal, quien se tambaleó ante semejante contraataque. Consciente de que perdería la lucha en cuestión de segundos, Cal se agazapó debajo de los puños de Shadwell y se agarró al Vendedor en un abrazo de oso. Estuvieron forcejeando durante varios segundos, tiempo precioso que Suzanna aprovechó para guiar a los porteadores de la alfombra entre los escombros y llevárselos de allí.

Consiguieron escapar por los pelos. En el tiempo en que ella se había distraído con la chaqueta casi había sobrevenido el día. Pronto serían un fácil blanco para Immacolata o, desde luego, para cualquier otro que quisiera detenerlos.

Hobart, por ejemplo. Precisamente ahora Suzanna lo vio, justo cuando llegaba al límite de la propiedad de Shearman. El policía se estaba apeando de un coche que estaba aparcado en la calle. Incluso a la dudosa luz reinante en aquel momento —y a cierta distancia—, sabía que se trataba de él. El odio que le profesaba hizo que pudiera olfatearlo. Y además Suzanna, con cierto sentido profético, sabía que el menstruum había despertado otra vez en ella, y que aunque escapasen de Hobart ahora la persecución no acabaría allí. Se había ganado un enemigo para un milenio...

No lo estuvo observando mucho rato. ¿Para qué molestarse? Podía recordar perfectamente hasta el último poro y la última marca del árido rostro de aquel hombre; y si la memoria llegaba a fallarle un poco, no tendría más que volverse a mirar por encima del hombro.

Pues, maldición, Hobart estaría allí detrás de ella.

3

Aunque Cal se agarraba a Shadwell con la tenacidad de un terrier, el peso superior del Vendedor consiguió rápidamente ventaja. Cal se vio arrojado contra los ladrillos, y Shadwell fue tras él. No le concedió cuartel. Empezó a darle patadas, no una o dos veces, sino una docena.

—¡Jodido hijo de puta! —
le gritaba. Las patadas no cesaban de caer sobre Cal con la intención de impedir que se levantase—.
Voy a romperte todos los huesos de ese jodido cuerpo tuyo —
le prometió Shadwell—.
Voy a matarte, puñetero
.

Y vaya si podría haberlo hecho. Pero alguien habló.

—Usted...

El asalto de Shadwell se interrumpió momentáneamente, y Cal miró por entre las piernas del Vendedor y vio que un hombre de gafas oscuras se aproximaba. Era el mismo policía de la calle Chariot.

Shadwell se volvió contra el hombre.

—¿Quién demonios es usted? —quiso saber.

—El inspector Hobart —fue la respuesta.

Cal se imaginó la oleada de inocencia que ahora se estaría abriendo paso en el rostro de Shadwell. Pudo percibirlo en la voz del hombre.

—Inspector. Claro.
Claro
.

—¿Y usted? —le preguntó a su vez Hobart—. ¿Quién es usted?

Cal no oyó el resto de la conversación. Estaba muy atareado en arrastrar el magullado cuerpo por entre los escombros, con la esperanza de que la misma buena suerte que le había permitido a él escapar con vida le hubiese conferido a Suzanna velocidad en su marcha.

—¿Dónde está ella?

—¿Dónde está quién?

—La mujer que se encontraba aquí —dijo Hobart. Se quitó las gafas para ver mejor a aquel sospechoso bajo la media luz existente.

Shadwell pensó que aquel hombre tenía unos ojos peligrosos. Los mismos ojos que una zorra rabiosa. Y además también buscaba a Suzanna. Qué interesante.

—Se llama Suzanna Parrish —continuó Hobart.

—Ah —exclamó Shadwell.

—¿La conoce?

—Ya lo creo. Es una ladrona.

—Es mucho peor que eso.

«¿Qué hay peor que un ladrón?», pensó Shadwell. Pero lo que dijo fue:

—¿Es cierto eso?

—Se la busca para interrogarla, acusada de terrorismo.

—¿Y usted está aquí para arrestarla?

—Sí.

—Buen hombre —comenzó Shadwell. Pensó que qué podía haber mejor. Un déspota amante de la ley, de buenos principios y gallardo. ¿Quién podría pedir un aliado mejor en unos tiempos tan turbulentos como aquéllos?—. Tengo cierta prueba —le dijo— que quizá sea valiosa para usted. Pero es estrictamente para que la oiga sólo usted.

Siguiendo las indicaciones de Hobart, Richardson se retiró hasta una prudencial distancia.

—No estoy de humor para juegos —le advirtió Hobart.

—Créame —le dijo Shadwell—, por mi madre;
esto no es ningún juego. —
Se abrió la chaqueta. La mirada impaciente del inspector se dirigió inmediatamente al forro. Shadwell pensó que aquel hombre tenía hambre,
mucha
hambre. Pero, ¿de qué? Sería interesante de averiguar. ¿Qué sería lo que el amigo Hobart deseaba más que nada en el mundo?—. Acaso..., ¿acaso ve usted algo que le llame la atención?

Hobart sonreía; asintió.

—¿Sí? Entonces cójalo, por favor. Suyo es.

El inspector alargó una mano hacia la chaqueta.

—Adelante —lo animó Shadwell. Nunca había visto una expresión semejante en un rostro humano: semejante salvajismo de malicia inocente.

Una luz se encendió dentro de la chaqueta, y los ojos de Hobart adquirieron una expresión aún más salvaje. Poco después ya retiraba la mano del interior del forro, y Shadwell estuvo a punto de dejar escapar un grito de sorpresa al compartir la visión de aquel lunático. En la palma de la mano de aquel hombre estaba ardiendo un fuego lívido a base de llamas amarillas y blancas. Saltaban hasta alcanzar más de un palmo de altura, ansiosas por consumir algo, y su brillo encontraba eco en los ojos de Hobart.

—Oh, sí —dijo Hobart—. Déme fuego...

—Suyo es, amigo mío.

Shadwell sonrió.

—Usted y yo juntos —le propuso.

Y así dio comienzo un matrimonio hecho en el Infierno.

SEXTA PARTE

DE REGRESO ENTRE LOS HOMBRES CIEGOS

Si un hombre pudiera pasar por el paraíso en un sueño, y conseguir que le regalaran una flor como prenda de que su alma había estado allí realmente, y si él se encontrase en la mano esa flor al despertar... Ay, entonces, ¿qué?

S. T. Coleridge,

Anima Poetae

I. EL TIEMPO HA TRANSCURRIDO
1

Los habitantes de la calle Chariot habían tenido ocasión de presenciar algunas escenas extrañas en los últimos tiempos, pero lograron restablecer el
statu quo
con admirable entusiasmo. Pocos minutos antes de las ocho de la mañana Cal bajó del autobús y recorrió a pie el breve trecho que le separaba del domicilio de los Mooney. A lo largo de toda la calle estaban teniendo lugar los mismos rituales domésticos que él había presenciado allí desde que era un niño. Radios que anunciaban las noticias matinales a través de las ventanas y puertas abiertas: habían hallado a un parlamentario muerto en brazos de su amante; en el Oriente Medio se habían producido bombardeos. Matanzas y escándalos, escándalos y matanzas. Y también: «¿Estaba el té demasiado flojo esta mañana, querido?» O: «¿Se han lavado los niños detrás de las orejas?»

Entró en la casa dándole de nuevo vueltas al problema de qué decirle a Brendan. Cualquier cosa que no fuera la verdad podría acarrear más preguntas de las que era capaz de responder; y, sin embargo, contarle toda la historia... ¿era siquiera
posible
? ¿Existían las palabras adecuadas para evocar aunque sólo fuera un vago eco de las cosas que había visto, de los sentimientos que había experimentado?

La casa se encontraba en silencio, lo cual ya era preocupante. Brendan siempre se había levantado al alba, costumbre que adquirió desde los tiempos en que trabajaba en los muelles; incluso en los peores y recientes momentos se había levantado temprano para saludar a su dolor.

Cal llamó a su padre por el nombre. No obtuvo respuesta alguna.

Entró hasta la cocina. El jardín parecía un campo de batalla. Volvió a llamar a su padre y luego se fue a registrar el piso de arriba.

La puerta del dormitorio de su padre estaba cerrada. Cal probó a mover el picaporte, pero la puerta tenía la llave echada por dentro, algo que antes nunca sucedía. Llamó ligeramente con los nudillos.

—¿Papá? —dijo—. ¿Estás ahí? —Esperó vanos segundos, escuchando atentamente, y luego repitió la pregunta. Esta vez desde dentro le llegó un apagado sollozo—. Gracias a Dios —exclamó aliviado—. ¿Papá? Soy Cal. —Los sollozos se suavizaron—. ¿Me dejas entrar, papá?

Hubo un breve intervalo de silencio; luego oyó los pasos de su padre al cruzar la habitación hacia la puerta. Luego el sonido de la llave al dar la vuelta; la puerta se abrió reacia unos quince centímetros.

La cara que apareció al otro lado era más una sombra que un hombre. Al parecer Brendan no se había lavado ni afeitado desde el día anterior.

—Oh, Dios mío..., papá.

Brendan escudriñó a su hijo con manifiesto recelo.

—¿Eres tú de verdad?

Aquella observación le recordó a Cal el aspecto que debía de tener: la cara magullada y ensangrentada.

—Yo estoy bien, papá —dijo al tiempo que le ofrecía una sonrisa—. ¿Y tú?

—¿Están bien cerradas todas las puertas? —quiso saber Brendan.

—¿Las puertas? Sí.

—¿Y las ventanas?

—También.

Brendan asintió.

—¿Estás completamente seguro?

—Ya te he dicho que sí. ¿Qué es lo que pasa, papá?

—Las ratas —dijo Brendan escudriñando con los ojos el rellano detrás de Cal—. Las he estado oyendo toda la noche. Te digo que subieron por las escaleras. Se detuvieron en lo alto. Las he oído. Eran grandes como gatos. Se quedaron ahí sentadas esperando que yo saliera.

—Pues ya no están.

—Entraron por la valla. Venían del terraplén. Docenas y docenas.

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