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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (45 page)

BOOK: Sortilegio
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Shadwell se puso en pie.

—¿De qué se trata?

—¿Tendría la bondad de acompañarme? —fue todo lo que obtuvo como respuesta.

Shadwell no vio razón para no acceder. El sacerdote lo condujo a través de la nave de la iglesia y después lo hizo entrar en una habitación cuyas paredes estaban recubiertas con paneles de madera y que olía a burdel, sudor y perfume, todo mezclado. Al fondo de la habitación había una cortina, que el sacerdote retiró a un lado, y otra puerta.

Antes de dar la vuelta a la llave dijo:

—Debe usted permanecer a mi lado, señor Shadwell, y no aproximarse al Sepulcro...

¿El Sepulcro? Por primera vez desde que había llegado, Shadwell tuvo un atisbo de lo que estaba ocurriendo.

—Comprendo —dijo.

El sacerdote abrió la puerta. Ante ellos se hallaba un tramo muy inclinado de escalones de piedra; estaban iluminados únicamente por la escasa luz que procedía de la habitación que acababan de dejar atrás. Shadwell perdió la cuenta de los escalones al llegar a treinta; después de los primeros diez escalones bajaron inmersos en una oscuridad casi absoluta; el Vendedor mantuvo todo el rato una mano extendida para tocar la pared, que se encontraba seca y helada, a fin de no perder el equilibrio.

Pero ahora, allá abajo, se distinguía una luz. El sacerdote se volvió y lo miró por encima del hombro, con la cara como una pelota pálida en medio de aquellas tinieblas.

—Quédese a mi lado —advirtió—. Es peligroso.

Al llegar al fondo, el sacerdote lo cogió por el brazo, como si no confiase en que Shadwell fuese a obedecer sus instrucciones. Habían llegado al centro del laberinto, al parecer; desde allí partían distintas galerías en todas direcciones, retorciéndose y girando de una manera impredecible. En algunas de ellas brillaban velas. Otras estaban totalmente a oscuras.

Únicamente cuando el guía lo condujo por uno de aquellos pasadizos Shadwell advirtió que no se encontraban solos en aquel lugar. Las paredes estaban todas revestidas de nichos, cada uno de los cuales contenía un ataúd. Se estremeció. Había muertos por todas partes; y era el polvo de éstos lo que notaba en la lengua. Sólo había una persona, él lo sabía, que por voluntad propia aceptase aquella compañía.

En el mismo momento en que concibió este pensamiento, el sacerdote dejó caer la mano con que le sujetaba el brazo, y el hombre se retiró pasillo abajo a cierta velocidad, murmurando una oración al alejarse. La razón de tal huida era una figura cubierta con un velo y vestida de negro de pies a cabeza que se aproximaba a él por el túnel, como una plañidera que se hubiera perdido entre aquellos ataúdes. No tuvo necesidad de hablar ni de levantar el velo para que Shadwell supiera que se trataba de Immacolata.

Esta se detuvo a corta distancia del Vendedor, sin pronunciar palabra. La respiración hacía vibrar los pliegues del velo.

Luego dijo:

—Shadwell.

Pronunció la palabra con poca claridad, incluso con cierto trabajo.

—Creía que te habías quedado en el Tejido —le dijo el Vendedor.

—Estuve a punto de queda allí atrapada —le explicó Immacolata.

—¿Atrapada?

Detrás de él, Shadwell oyó los pasos del sacerdote sobre las escaleras cuando éste salía.

—¿Es amigo tuyo? —le preguntó a la Hechicera.

—Ellos me veneran —repuso ésta—. Me llaman Diosa; Madre de la Noche. Se mutilan a sí mismos para demostrar mejor su adulación. —Shadwell hizo una mueca—. Por eso no se te permite acercarte al Sepulcro. Lo consideran una profanación. Si su Diosa no hubiera intercedido, ni siquiera te habrían permitido llegar hasta aquí.

—¿Por qué tienes que aguantarlos?

—Me proporcionaron un escondite cuando me hizo falta. Un lugar donde sanar.

—¿Sanar de qué?

Y entonces el velo empezó a alzarse lentamente sin que Immacolata llegase a tocarlo. Lo que Shadwell tuvo ocasión de ver debajo del mismo bastó para revolverle el estómago. Las facciones, en otro tiempo exquisitas, de la Hechicera estaban totalmente desfiguradas a causa de las heridas, que le habían dejado una masa de tejido en carne viva y algunas cicatrices rezumantes.

—¿Cómo...? —consiguió decir.

—El marido de la Custodia —repuso Immacolata con la boca tan retorcida y sacada de lugar que le resultaba difícil pronunciar correctamente las palabras.

—¿Él te hizo eso?

—Vino acompañado de varios leones —le indicó ella—. Y yo me descuidé.

Shadwell no quería oír nada más.

—Veo que te ofende —continuó Immacolata—. Eres un hombre sensible.

Esta última palabra la pronunció con la más sutil de las ironías.

—Pero puedes enmascararlo, ¿no? —quiso saber el Vendedor pensando en la habilidad que ella tenía para disfrazarse. Si podía imitar a otros, ¿por qué no copiarse a sí misma, a la persona tan perfecta que era?

—¿Acaso quieres que me comporte como una puta? —le preguntó la Hechicera—. ¿Que me pinte el rostro solamente por pura vanidad? No, Shadwell. Llevaré mis heridas. Son más mi propio yo que lo fue la belleza. —Esbozó una espantosa sonrisa—. ¿No te parece?

A pesar del tono desafiante, le temblaba la voz. Estaba dócil, notó Shadwell, incluso desesperada. El temor a la demencia debía de haberse apoderado de ella otra vez.

—He echado de menos tu compañía —le dijo él tratando de mirarla fijamente a la cara—. Trabajábamos muy bien los dos juntos.

—Ahora tú tienes nuevos aliados —replicó Immacolata.

—¿Te has enterado?

—Mis hermanas han estado contigo de vez en cuando. —Aquella idea no le sirvió a Shadwell de ningún consuelo—. ¿Confías en Hobart?

—Sirve para lo que me propongo.

—¿Y qué es?

—Encontrar la alfombra.

—Cosa que él no ha conseguido.

—No. Todavía no. —Shadwell trató de mirarla directamente a los ojos; trató de dirigirle una mirada amorosa—. Te echo de menos —le dijo—. Y necesito tu ayuda. —Immacolata produjo un sonido silbante con el paladar, pero no contestó—. ¿No es por eso por lo que me has hecho venir aquí? —le preguntó el Vendedor—. ¿Para que podamos empezar de nuevo?

—No —repuso la Hechicera—. Me encuentro demasiado débil para eso.

Incluso estando ansioso como estaba Shadwell por caminar de nuevo sobre la Fuga, la idea de reemprender la persecución en el mismo punto donde la habían dejado —yendo de ciudad en ciudad, allá dondequiera que el viento transportase algún rumor del Tejido— tampoco le seducía mucho.

—Además... —continuó diciendo Immacolata—, tú has cambiado.

—No —protestó Shadwell—. Sigo queriendo el Tejido.

—Pero no para venderlo —le indicó ella—, sino para gobernarlo.

—¿De dónde has sacado semejante idea? —protestó el Vendedor ofreciéndole a Immacolata una ingenua sonrisa. No era capaz de interpretar la ruina de aquel rostro que tenía delante lo bastante bien como para saber si aquel fingimiento suyo surtía efecto—. Hicimos un pacto, Diosa. Vamos a convertirlos a todos en polvo.

—¿Aún sigues deseando eso?

Shadwell titubeó, sabiendo que con una mentira lo arriesgaba todo. Immacolata lo conocía bien —probablemente fuera capaz de leer en su cerebro si se lo proponía—, y quizá perdiera algo más que su compañía si ella advertía que quería engañarla. Pero, por otra parte, la Hechicera había cambiado, ¿no era así? Ahora se presentaba ante él como mercancía estropeada. La belleza, el único poder ingobernable que Immacolata siempre había poseído sobre él, había desaparecido. Ahora era ella la que suplicaba, aunque intentase fingir otra cosa. Shadwell se arriesgó a mentir.

—Lo que quiero es lo que siempre he deseado —dijo—. Tus enemigos son los míos.

—Entonces los tumbaremos —afirmó Immacolata—. De una vez para siempre.

En algún lugar del laberinto que era ahora aquel rostro se encendió una luz. Y el polvo humano de los estantes que había junto a ella comenzó a danzar.

VI. LA MÁQUINA FRÁGIL
1

La mañana del día dos de febrero, Cal halló a Brendan muerto en la cama. Había fallecido, le informó el médico, una hora antes del amanecer; sencillamente se había dado por vencido y se había ido mientras dormía.

Los procesos mentales habían empezado a deteriorarse con gran rapidez aproximadamente una semana antes de Navidad. Algunos días a Brendan le daba por llamar a Geraldine con el nombre de su esposa, y tomaba a Cal por su hermano. Los presagios no eran demasiado buenos, pero nadie se esperaba aquel repentino desenlace. No hubo oportunidad para explicaciones ni despedidas cariñosas. Un día Brendan estaba allí; al día siguiente sólo quedaba llorar por él.

Aunque Cal había querido mucho a Brendan, el dolor se le hizo difícil de expresar. Fue Geraldine quien lloró; fue Geraldine quien manifestó los sentimientos apropiados cuando los vecinos vinieron a expresar sus condolencias. Cal sólo consiguió representar el papel de hijo afligido, pero sin sentirlo. Lo único que se sentía era a disgusto.

Tal sensación fue en aumento a medida que se aproximaba la cremación. Cal fue despegándose cada vez más de sí mismo, considerando con mirada incrédula aquella ausencia de emoción. De pronto parecía que hubiese dos Cal. Uno, el que se mostraba afligido en público, enfrentándose a la tarea que la corrección exigía; el otro era un fulgurante crítico del primero, preocupado por coger
infraganti
cada cliché y cada gesto vacío. Era la voz de Mooney
el Loco
, este segundo; el azote de mentirosos e hipócritas.

«Tú no eres nada real —le susurraba el poeta—. ¡Mírate! ¡Eres una vergüenza!»

Esta confusión comportó algunos efectos secundarios; lo más significativo, los sueños que ahora le volvieron a Cal. Soñaba que flotaba en un aire tan claro como los ojos del amor; soñaba con animales que hablaban como las personas, y con personas que rugían. También soñaba con palomos, incluso varias veces en una misma noche, y en más de una ocasión se despertó con la certeza de que 33 y su pareja le habían estado hablando, a su manera de pájaros, aunque no logró encontrarle sentido al consejo que le daban.

La idea continuaba con él a lo largo del día, y —aunque Cal sabía que aquello era risible— se encontró a sí mismo interrogando a los pájaros cuando les daba el pan diario, pidiéndoles, medio en broma, que soltasen lo que sabían. Pero las aves se limitaban a parpadear y engordar.

El funeral llegó y pasó. Los parientes de Eileen vinieron desde Tyneside, y los de Brendan desde Belfast. Hubo whisky y cerveza «Guiness» para los hermanos de Brendan, y también emparedados de jamón hechos con pan sin corteza. Cuando los vasos y los platos estuvieron vacíos, todos ellos se marcharon a sus casas.

2

—Deberíamos irnos de vacaciones —le sugirió Geraldine una semana después del funeral—. Últimamente parece que no duermes bien.

Cal estaba sentado ante la ventana del comedor, mirando el jardín.

—Necesitamos hacer algunas reformas en la casa —dijo—. Me deprime.

—Siempre podemos venderla —repuso ella.

Era una sencilla solución, que a Cal no le había acudido a la mente entorpecida que tenía ahora.

—Es una idea puñeteramente buena —comentó—. Encontrar un lugar que no tenga la vía del tren al final del jardín.

Empezaron a buscar otra casa inmediatamente, antes de que el buen tiempo hiciese subir los precios. Geraldine se encontraba en su elemento guiando a Cal por distintas propiedades con una incontenible efusión de observaciones e ideas. Encontraron una modesta casa adosada en Wavertree que les gustó a ambos, y la oferta que hicieron por ella fue aceptada. Pero la casa de la calle Chariot resultó bastante más difícil de vender. Los compradores estuvieron a punto de firmar varias veces el contrato, pero finalmente se echaron atrás. E incluso el enorme brío de Geraldine fue perdiendo optimismo a medida que pasaban las semanas.

Perdieron la casa de Wavertee a primeros de marzo, y se vieron obligados a comenzar de nuevo la búsqueda. Pero ya se les había ido gran parte del entusiasmo y no encontraron nada que les gustase.

Y todavía, en sueños, los pájaros seguían hablando. Y Cal continuaba sin lograr interpretar correctamente la sabiduría de aquellas aves.

VII. CUENTOS DE LA CIUDAD FANTASMA
1

Cinco semanas después de que las cenizas de Brendan se esparcieran en el Césped del Recuerdo, Cal le abrió la puerta a un hombre de cara irónica y rubicunda que lucía el escaso cabello que le quedaba peinado desde una oreja hasta la otra para cubrirse la mollera; llevaba la colilla de un pesado puro entre los dedos.

—¿El señor Mooney? —preguntó; y sin esperar confirmación continuó hablando—: Usted no me conoce. Me llamo Gluck. —Se cambió el puro de mano y apretó la de Cal sacudiéndola enérgicamente—. Anthony Gluck. —A Cal la cara de aquel hombre le resultaba vagamente familiar; se estrujó el cerebro tratando de recordar de qué lo conocía—. Me pregunto —siguió Gluck— si podríamos hablar un momento.

—Yo voto a los laboristas —le dijo Cal.

—No estoy haciendo un sondeo. Me interesa la casa.

—Oh —exclamó Cal con una sonrisa radiante—. Entonces adelante.

E hizo pasar a Gluck hasta el comedor. Al pasar, el hombre se detuvo ante la ventana durante unos instantes y se puso a escudriñar el jardín.

—¡Ah! —dijo—. Así que es éste.

—Está hecho un caos en este momento —le indico Cal con un leve tono de disculpa.

—¿Y no lo ha tocado usted desde entonces? —quiso saber Gluck.

—¿Tocado?

—Desde los sucesos de la calle Chariot.

—¿De verdad quiere usted comprar esta casa? —le preguntó Cal.

—¿Comprar? —
inquirió a su vez Gluck—. Oh, no, perdone. Ni tan siquiera me había dado cuenta de que la casa estuviera en venta.

—Dijo usted que le interesaba.

—Y así es. Pero no para comprarla. Me interesa el lugar porque fue el centro de los disturbios del pasado agosto. ¿Estoy en lo cierto?

A Cal sólo le quedaba un recuerdo superficial y lleno de lagunas de los sucesos acaecidos aquel día. Ciertamente se acordaba del monstruoso remolino que tantos daños había ocasionado en la calle Chariot. También podía recordar con bastante claridad la entrevista que mantuviera con Hobart, y cómo la misma le había impedido asistir a la cita que tenía concertada con Suzanna. Pero había otras muchas cosas —el Rastrillo, la muerte de Lilia y, por supuesto, todo lo referente al asunto aquel de la Fuga— que se le había borrado por completo de la cabeza.

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