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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (74 page)

BOOK: Sortilegio
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Pero para aquella raza de hombres —tanto ascetas como exploradores— que estaban medio enamorados de la idea de perderse en un final semejante, el número de expediciones que se habían vuelto atrás al enfrentarse cara a cara con la ausencia enloquecedora de la Región, o que habían desaparecido al adentrarse en ella, era simplemente un aliciente.

Algunos desafiaban aquel despoblado en nombre de la cartografía, decididos a trazar el mapa del lugar para los que pudieran ir allí después que ellos, y acababan descubriendo únicamente que allí no había ningún mapa que trazar, que aquello no era más que un castigo para sus espíritus. Otros iban en busca de tumbas y ciudades perdidas, donde riquezas fabulosas aguardaban a aquellos hombres que fueran lo suficientemente fuertes como para meter la mano en el Infierno y arrebatar aquellas riquezas. Y había aún otros, unos cuantos pacientes y reservados, que iban allí en nombre de Academo buscando verificación de teorías geológicas o históricas. Y otros, en fin, buscaban allí el Arca; o el Edén. Todos tenían una cosa en común: que si regresaban de la Región Vacía —aunque el viaje hubiera podido llevarles sólo un trayecto de un día en aquel lugar— lo hacían como hombres cambiados. Nadie podía poner los ojos en un vacío semejante y regresar al hogar y a la chimenea
sin
haber perdido una parte de sí mismo para siempre en el desierto. Muchos, tras haber soportado una vez el vacío, regresaban allí una y otra vez, como retando al desierto a que se los quedase para siempre; y sin estar contentos hasta que así era. Y aquellos pocos infelices que morían en sus casas, morían con los ojos puestos, no en los rostros amorosos que se hallaban a la cabecera de la cama ni el cerezo en flor que se veía por la ventana, sino en aquel descampado que los llamaba como sólo sabe llamar el Abismo, prometiéndole al alma el bálsamo de la nada.

2

Durante años Shadwell había oído hablar a Immacolata del vacío en el que residía el Azote. Ella hablaba del mismo principalmente en términos abstractos, como un lugar de arena y terror. Aunque el Vendedor había procurado consolarla de aquel temor lo mejor que había sabido, pronto dejó de hacer caso de aquellos balbuceos.

Pero allí, de pie sobre la colina desde donde se divisaba el valle que antes ocupase la Fuga, con sangre en las manos y odio en el corazón, había vuelto a recordar las palabras de Immacolata. En los meses venideros se pondría a la tarea de descubrir por su cuenta aquel lugar.

Había tenido la suerte de que le vinieran a las manos fotografías del
Rub al Khali
al comienzo de tales averiguaciones, y rápidamente había asumido la creencia de que aquél era el terreno baldío que la Hechicera había visto en sus sueños proféticos. Incluso ahora, en los últimos años del siglo, seguía siendo en gran parte un misterio. Las rutas aéreas comerciales, todavía procuraban evitarlo, y aunque ahora lo atravesaba una carretera, el desierto se tragaba a cualquiera que intentase explorar aquellos espacios. El problema de Shadwell era, por lo tanto, éste: si de hecho el Azote
vivía
en algún punto de la Región Vacía, ¿cómo iba él a ser capaz de hallarlo en medio de aquel vacío tan inmenso?

Empezó a consultar a los expertos, en particular a un explorador llamado Emerson que por dos veces había cruzado la Región en camello. Ahora era un hombre marchito y confinado a guardar cama; al principio mostró desprecio ante la ignorancia de Shadwell. Pero después de conversar durante unos minutos se fue abriendo ante la obsesión de que daba muestras su visitante, y le proporcionó muchos y buenos consejos. Cuando le habló del desierto lo hizo como de una amante que le hubiera dejado heridas de azotes en la espalda, pero cuya crueldad anhelase sufrir de nuevo.

Al despedirse le dijo:

—Le envidio a usted, Shadwell. Vive Dios que le envidio.

3

Aunque Emerson le había dicho que el desierto ora siempre una experiencia solitaria, Shadwell no se fue solo al
Rub al Khali
; se llevó consigo a Hobart.

La ley ya no llamaba a Hobart como antes. Una investigación de los hechos que habían estado a punto de destruir la Brigada lo había encontrado culpable de negligencia criminal; hasta hubiera podido encarcelado, pero sus superiores llegaron a la conclusión de que era un desequilibrado —en realidad lo más probable era que lo hubiese sido siempre—, y el hecho de exponer ante la opinión pública un sistema que daba empleo a semejante loco y someterlo a la investigación de un juicio, no cubriría a ninguno de ellos de gloria. En lugar de eso se ideó toda una historia —que convertía en héroes a aquellos hombres que habían entrado en la Fuga con Hobart y habían muerto allí—, y jubilaron con paga completa a los que habían conseguido salir, aunque fuera con la cordura hecha jirones. Hubo un intento por parte de varias afligidas esposas de desmentir aquel cuento, pero cuando se empezaron a desvelar algunos indicios de la explicación auténtica, éstos parecieron infinitamente más inverosímiles que la mentira. Tampoco es que los supervivientes fueran capaces de hacer ningún relato coherente de lo que habían experimentado. Los pocos detalles que pudieron desprenderse sirvieron exclusivamente para confirmar su demencia.

Hobart, no obstante, no halló que la locura fuese un lugar de refugio, pues había permanecido en poder de la misma durante muchos años. La visión de fuego que Shadwell le había proporcionado —y que era lo que le había decidido a tomar partido por el Vendedor desde el principio— seguía obsesionándole, a pesar de que Shadwell ya se hubiera desembarazado de la chaqueta. Sabedor de que en compañía del Vendedor nadie iba a mofarse de aquella obsesión suya, Hobart decidió permanecer a su lado. Con Shadwell sus sueños habían estado más cerca que nunca de convertirse en realidad; y aunque las ambiciones compartidas por ambos habían salido derrotadas, aquel hombre seguía hablando un idioma que la demencia de Hobart entendía perfectamente. Cuando el Vendedor le habló del Azote, Hobart comprendió que sólo podía tratarse del Dragón de sus sueños bajo otro nombre. Una vez, aunque esto lo recordaba a duras penas, había buscado aquel monstruo en un bosque, pero sólo había hallado confusión allí. Aquel Dragón del bosque era un impostor; no era la auténtica bestia que todavía anhelaba conocer. Ahora sabía dónde aguardaba aquella leyenda; no en un bosque, sino en un desierto, donde el aliento de la bestia había reducido toda materia viviente a cenizas y arena.

Juntos fueron, pues, a una aldea situada en el límite sur de la Región; un lugar tan intrascendente que ni siquiera tenía nombre.

Allí se vieron obligados a abandonar el jeep, y, con el chófer actuando de intérprete, contrataron guías y camellos. No fueron sólo los problemas prácticos que planteaba el hecho de cruzar la Región en su vehículo lo que hizo que Shadwell cambiara las ruedas por pezuñas. Fue el deseo —fomentado por Emerson— de formar parte del desierto en la medida en que fuera posible. Adentrarse en aquel vacío no como conquistadores, sino como penitentes.

Localizar a dos guías para la expedición sólo fue cuestión de una hora, a pesar de que eran muy pocos los que se encontraban dispuestos o en condiciones físicas apropiadas para emprender el viaje. Ambos hombres pertenecían a la tribu de
Ahl Murra
, que era la única entre todas las tribus que afirmaba tener parentesco espiritual con la Región. Al primero, un tipo llamado Mitrak Talaq, lo eligió Shadwell porque se jactaba de haber guiado hombres blancos hasta el interior del
Rub al Khali
(y de haber conseguido salir) en cuatro ocasiones. Pero no quería ir si no era en compañía de otro hombre más joven que respondía al nombre de Jabir, y que el primero describía unas veces como su primo, otras como medio primo
y
otras como cuñado. Este otro aparentaba tener poco más de quince años, pero poseía la escuálida fuerza y la mirada sabia y experimentada de un hombre que tuviera tres veces esa edad.

Dejó que Hobart regatease con ellos, aunque les llevó algo de tiempo ultimar los términos del arreglo, pues el árabe que Hobart había aprendido para aquella expedición era primitivo, y el inglés que hablaban los árabes era bastante malo. Sin embargo parecían conocer bien la profesión. La adquisición de los camellos fue un asunto que les ocupó medio día; y las compras de víveres otra mañana.

Fue por lo tanto trabajo de sólo cuarenta y ocho horas llevar a cabo los preparativos para la travesía.

Sin embargo, el día señalado para la partida, Shadwell —cuyo estado quisquilloso le había impedido satisfacer convenientemente la barriga— cayó presa de ciertos transtornos intestinales que le convirtieron el vientre en agua. Con las tripas revueltas no conseguía retener en el organismo ni un bocado de comida el tiempo suficiente para que le aprovechase, y por ello se debilitó rápidamente. Destrozado a causa de la fiebre y con acceso solamente a la medicación más rudimentaria, lo único que podía hacer era refugiarse en la casucha que habían alquilado, buscar un rincón donde no le diera el sol y quedarse allí sudando la enfermedad.

Pasaron dos días sin que mejorase. No estaba acostumbrado a la enfermedad, pero en las pocas ocasiones en que
había
caído enfermo siempre se había escondido para sufrir en privado. Allí la intimidad era algo casi imposible de conseguir. Todo el día oía escarbar por fuera de la puerta y de la ventana a la gente que pugnaba por tener la oportunidad de asomarse por las rendijas a ver a aquel infiel gimiendo echado en un asqueroso camastro. Y cuando los lugareños se cansaron del espectáculo, aún quedaron las moscas para vigilar a Shadwell, moscas sedientas de las emponzoñadas aguas de sus labios y ojos. Ya hacía tiempo que había aprendido que era inútil tratar de ahuyentarlas. Se limitó a quedarse tumbado en medio de un charco de sudor y dejarlas que bebieran mientras flotaba mentalmente hacia lugares más frescos.

Al tercer día Hobart le sugirió que sería mejor que pospusieran el viaje, despidieran a Ibn Talaq y a Jabir y Egresaran a la civilización. Allí Shadwell podría recuperar las fuerzas para luego volver a realizar otra tentativa.

Shadwell protestó bastante, aunque aquella idea ya se le había pasado por la cabeza en más de una ocasión. Cuando por fin la infección abandonase su cuerpo, no estaría en buena forma para desafiar a la Región.

Aquella noche, no obstante, las cosas cambiaron. Por una parte se levantó viento. No llegó a rachas, sino en un asalto firme, transportando arena que se metía por debajo de la puerta y por las rendijas de la ventana.

Shadwell había conseguido dormir un poco a lo largo del día precedente, y aquel descanso le había resultado beneficioso, pero ahora el viento le impedía estar a gusto. El desasosiego le afectó también al intestino, obligándole a permanecer la mitad de la noche sentado sobre el cubo que le habían proporcionado mientras daba rienda suelta a las entrañas.

Así estaba —sentado como un desgraciado en medio de una nube de flatulencia— cuando oyó la voz por primera vez. Provenía del desierto, y subía y bajaba como el lamento de una viuda infernal. Shadwell nunca había oído nada parecido.

Se levantó, ensuciándose las piernas al hacerlo, con el cuerpo sacudido por los escalofríos.

Era el Azote lo que estaba oyendo, no le cabía la menor duda. El sonido era apagado, pero incuestionable. Una voz de dolor y poder; una de
llamada
. Les ofrecía un poste indicador. No tendrían que adentrarse a ciegas en el desierto esperando que la suerte los condujese a su destino. Seguirían la ruta por donde había venido el viento. Y antes o después, ¿nos llevaría hasta la criatura cuya voz transportaba?

Se subió los pantalones y abrió la puerta. El viento recorría salvaje el diminuto pueblo, depositando arena allí por dondequiera que pasaba y gimoteando a la puerta de las casas como un perro rabioso. Shadwell se quedo escuchando otra vez para oír la voz del Azote; rezaba para que no se tratase de alguna alucinación causada por el hambre. No lo era. Lo oyó de nuevo, el mismo aullido angustiado.

Uno de los aldeanos pasó apresuradamente por delante del punto en que se hallaba Shadwell. El Vendedor salió de la casucha y cogió al hombre por el brazo.

—¿Oyes eso? —le preguntó.

El hombre volvió hacia Shadwell un rostro lleno de cicatrices. Le faltaba un ojo.

—¿Lo oyes? —dijo Shadwell señalándose la cabeza al tiempo que el sonido volvía a oírse.

El hombre se zafó de un tirón de la mano de Shadwell, que lo sujetaba.


Al hiyal —
respondió escupiendo prácticamente aquellas palabras.

—¿Eh?


Al hiyal... —
repitió el hombre apartándose de Shadwell como si de un idiota peligroso se tratase y poniendo la mano en el cuchillo que llevaba en el cinturón.

Shadwell no tenía ánimos para ponerse a discutir con aquel hombre; levantó las manos sonriendo y lo dejó con sus propios problemas.

Una curiosa alegría se había apoderado de él haciendo que el cerebro hambriento se le pusiera a cantar. Al día siguiente se adentrarían en la Zona, y al infierno con los malditos intestinos. Mientras pudiera tenerse derecho sobre una silla de montar, estaría en condiciones de hacer aquel maldito viaje.

Permaneció de pie en medio de aquella calle miserable mientras el corazón le martilleaba con fuerza; tenía las piernas temblorosas.

—Te oigo —dijo; y el viento le quitó aquellas palabras de los labios como si por alguna perversa genialidad conocida sólo por los vientos del desierto pudiera regresar por el camino por el que había venido y entregar las palabras de Shadwell al poder que le aguardaba en medio del vacío.

II. OLVIDO
1

Nada, ni en los libros que había leído ni en los testimonios que había escuchado, ni siquiera en la atormentada voz que había oído en el viento la noche anterior, había preparado a Shadwell para la completa desolación del
Rub al Khali
. Los libros describían aquellos territorios baldíos lo mejor que se pueden describir con palabras, pero no conseguían evocar la terrible unidad de aquel lugar. Ni siquiera Emerson, cuya mezcla de moderación y pasión había sido en extremo persuasiva, había llegado a rozar la desnuda verdad.

El viaje duró muchas horas, unas tras otras, horas implacables de calor y horizontes desnudos, siempre con el mismo cielo imbécil en lo alto y el mismo suelo muerto bajo los pies de los camellos.

A Shadwell no le quedaban energías para malgastar en conversaciones; y Hobart siempre había sido un hombre callado. En cuanto a Ibn Talaq y el muchacho, ambos cabalgaban delante de los infieles susurrando algo de vez en cuando, pero guardando silencio la mayor parte del tiempo. Sin otra cosa en que desviar la atención, la mente convertía en tema central el propio cuerpo, y Shadwell pronto se encontró obsesionado por las sensaciones. El ritmo de los muslos al rozar contra la silla o el sabor
de
la sangre en los labios y encías; aquello era lo único que servía para alimentar el pensamiento.

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