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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (76 page)

BOOK: Sortilegio
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A unos cientos de metros del lugar donde se encontraban, un torrente de arena era transportado hacia afuera a través de la muralla, produciendo un fuerte bramido al salir. A medida que se fueron aproximando se les hizo evidente que aquello no era una entrada, sino una brecha de la muralla. La piedra había sido derribada y formaba montones de escombros.

Shadwell fue el primero en llegar hasta aquellos pedazos diseminados por el suelo, muchos del tamaño de casas pequeñas, y empezó a gatear por ellos hasta que por fin pudo mirar hacia abajo, hacia el interior de aquel lugar para guardar el cual había sido erigida la muralla.

A su espalda, Hobart lo llamó:

—¿Qué se ve?

Shadwell no le contestó. Se limitó a seguir estudiando, con ojos incrédulos, la escena que aparecía detrás de la muralla, mientras el viento, que rugía al pasar por la brecha, amenazaba con derribarlo del lugar en que se hallaba encaramado. No había ni palacios ni tumbas allí, al otro lado de la muralla. Y desde luego, no había rastro, ni siquiera el más ligero rastro, de que el lugar estuviese habitado; ni obeliscos, ni columnatas. Sólo había arena y más arena; arena sin fin. Otro desierto que se alejaba de ellos tan vacío como el que habían dejado atrás.

—Nada.

No fue Shadwell quien habló, sino Hobart. También había escalado por los peñascos y se encontraba de pie al lado de Shadwell.

—Oh... Jesús. Nada.

Shadwell no contestó. Sencillamente bajó gateando por el otro lado de la brecha y se situó a la sombra de la muralla. Lo que Hobart había dicho parecía ser cierto: allí no había nada. Pero entonces, ¿por qué tenía la certera de que aquello era en cierto modo un lugar sagrado? Caminó entre el fango de arena que el viento había amontonado contra los escombros de la brecha y se puso a examinar las dunas. ¿Sería posible que, simplemente, la arena hubiera
tapado
el secreto en busca del cual habían llegado hasta allí? ¿Estaría el Azote allí escondido, y su alarido sería el de alguien que está enterrado vivo? Y si era así, ¿cómo iban a poder localizarlo?

Se dio la vuelta y miró de soslayo hacia lo alto de la muralla. Luego, siguiendo un impulso, empezó a escalar por el borde abierto de la brecha. La marcha le resultaba muy pesada, Shadwell tenía las piernas y los brazos cansados, y el viento había pulido la piedra a base de estar mucho pasando continuamente por allí, pero al final consiguió llegar hasta la cima.

Al principio le pareció que todos los esfuerzos habían sido en balde. Lo único que había conseguido a cambio del sudor era una vista de la muralla, que se alejaba en ambas direcciones hasta perderse en la distancia.

Pero cuando se puso a examinar la escena que tenía debajo, notó que había un
dibujo
visible en las dunas. No ese dibujo ondulado creado de forma natural por el viento, sino algo mucho más elaborado, cierto número de diseños geométricos, inmensos, tendidos en la arena y separados unos de otros por paseos o carreteras. En sus investigaciones acerca de los desiertos Shadwell había leído algo sobre unos diseños trazados por pueblos antiguos en las llanuras de Sudamérica; dibujos de pájaros y dioses que vistos desde tierra no decían nada, pero que habían sido trazados con intención clara de encantar a algún espectador celestial. ¿Sería ése el caso también allí? ¿Habrían levantado la arena hasta formar aquellos surcos y bancos con la intención de dirigir un mensaje al cielo? Y si era así, ¿qué poder lo habría hecho? Se hubiese necesitado toda una pequeña nación para trasladar tanta arena; y además el viento desharía mañana lo que se hubiera hecho hoy. Entonces, ¿de quién sería obra aquello?

Quizá la noche lo diría.

Volvió a deslizarse, esta vez muralla abajo, hasta donde se encontraban Hobart y los demás esperándole entre las piedras caídas.

—Acamparemos aquí esta noche —dijo.

—¿Dentro de la muralla o fuera? —quiso saber Hobart.

—Dentro.

IV. URIEL

La noche cayo como un telón. Jabir encendió una hoguera al abrigo de la muralla, donde no alcanzara el aliento despiadado del viento, y allí comieron un poco de pan y bebieron café. No hubo conversación. El agotamiento se les había apoderado también de la lengua. Se limitaron a permanecer sentados, encorvados, mirando fijamente las llamas.

A pesar de que le dolían los huesos, Shadwell no podía dormir. A medida que se fue consumiendo el fuego y los demás empezaron a sucumbir uno a uno a la fatiga, se quedó él solo montando guardia. El viento amainó un poco al avanzar la noche, y su bramido se convirtió poco a poco en un gemido. Tranquilizó a Shadwell como si se tratase de una nana y al final hizo que se le cerraran los párpados. Detrás de los mismos veía los apretados dibujos del interior del ojo. Luego el vacío.

Oyó en sueños la voz de Jabir. Lo llamaba desde la oscuridad, pero él no quería contestar. El descanso resultaba demasiado dulce. Sin embargo, la voz le llegó de nuevo: era un espeluznante chillido. Esta vez abrió los párpados.

El viento había cesado por completó. En lo alto las estrellas brillaban en un cielo perfecto, temblando cada una en su lugar. El fuego se había apagado, pero había luz suficiente para que Shadwell viera que tanto Ibn Talaq como Jabir no se encontraban en sus puestos. Se levantó, se acercó adonde estaba Hobart y lo sacudió para que se despertase.

Al hacerlo captó con la mirada algo que había en el suelo, un poco más allá de la cabeza de Hobart. Se quedó mirando hacia allí, sin creer del todo lo que veía.

Había
flores
en el suelo, o al menos eso era lo que le pareció ver. Racimos de flores en medio de un follaje abundante. Levantó la vista del suelo, y un grito de asombro le salió de la garganta apergaminada.

Las dunas habían desaparecido. En su lugar se alzaba Una jungla, toda una orgía de árboles que desafiaban en altura a la muralla. Eran especies inmensas y cargadas de flores cuyas hojas llegaban a alcanzar el tamaño de un hombre. Bajo el toldo que formaban se encontraba una maleza compuesta de vides, arbustos y hierbas.

Durante un momento dudó de su propia cordura, hasta que oyó que Hobart, a su lado, decía:
«Dios mío»

—¿Tú también lo ves? —le preguntó Shadwell.

—Claro que lo veo... —dijo Hobart—. Un jardín.

—¿Jardín?

A primera vista una palabra así apenas bastaba para describir aquel caos. Pero un examen posterior le mostró que existía un orden en funcionamiento en aquello que inicialmente pareciera sólo anarquía. Bajo los inmensos árboles cargados de flores se extendían las avenidas; había césped y terrazas. Desde luego aquello era una especie de jardín, aunque uno encontraría poco placer al pasear por él, pues a pesar de la superabundancia de especies —plantas y arbustos de todas las formas y tamaños—, no había entre ellos ni una sola variedad que tuviera color. Ni los capullos, ni las ramas, ni las hojas, ni los frutos; todo, hasta la más humilde brizna de hierba, había sido despojado de cualquier pigmento.

Shadwell aún no había reaccionado de la sorpresa que le producía aquello cuando otro grito surgió de las profundidades. Esta vez era la voz de Ibn Talaq; y la voz fue alejándose en una pronunciada curva hasta convertirse en un agudo chillido. Shadwell echó a andar en aquella dirección. El suelo se notaba mullido bajo los pies, lo cual le hacía ir más despacio, pero el chillido continuaba, interrumpido sólo por algunos suspiros que parecían sollozos. El Vendedor echó a correr, llamando al guía por su nombre. Ya no le quedaba miedo ninguno; tan solo un ansia abrumadora por ver cara a cara al creador de aquel enigma.

Cuando Shadwell avanzaba por uno de los frondosos bulevares, sembrado todo él de la misma vegetación sin colorido que el resto, el grito de Ibn Talaq
cesó de
repente. Shadwell quedó momentáneamente desorientado. Se detuvo y se puso a examinar el follaje en busca de alguna señal de movimiento. Pero no halló ninguna. La brisa no movía ni una sola brizna; y tampoco se percibía —para acabar de completar aquel misterio— el menor indicio de perfume, ni siquiera sutil, de entre aquellas masas de flores.

Detrás suyo Hobart masculló una palabra de advertencia. Shadwell se dio la vuelta, y estaba a punto de maldecir la falta de curiosidad del otro hombre cuando se fijó en el rastro que habían dejado sus propias huellas. En el Torbellino sus talones habían hecho brotar vida. Aquí la habían destruido. Dondequiera que él había puesto el pie, las plantas sencillamente se habían desmoronado, desapareciendo.

Se quedó mirando el suelo vacío, precisamente al lugar donde antes había habido hierba y flores, y la explicación de aquella extraordinaria vegetación se le hizo evidente. Sin hacer caso ahora a Hobart, echó a andar hacia el arbusto más cercano, cuyas flores colgaban de las ramas como si fueran incensarios. Con mucho tiento se decidió a tocar con los dedos una de aquellas flores. Al más leve contacto la flor se hizo pedazos, cayendo de la fama en una cascada de arena. Rozó con los dedos la flor de al lado: ésta también cayó, y con ella la rama y las exquisitas hojas que sostenía;
todo
volvía a convertirse en arena al tocarlo.

Las dunas no habían desaparecido durante la noche para dar paso a aquel jardín. Se habían
transformado
en jardín; se habían levantado obedeciendo alguna orden inimaginable para crear aquella ilusión estéril. Lo que a primera vista parecía un milagro de fecundidad no era más que una mofa. Era arena. Sin aroma, sin color, sin vida: un jardín muerto.

Una súbita repugnancia se apoderó de él. Aquel engaño era demasiado parecido al trabajo de los Videntes: un encantamiento engañoso. Se arrojó en medio de la maleza y se puso a azotarlo todo con furia a derecha e izquierda, destruyendo los arbustos y produciendo unas nubes acres al hacerlo. En cuanto rozaba un árbol con la mano, éste se desplomaba como una fuente que se agota.

Las flores más elaboradas caían hechas pedazos al menor roce. Pero Shadwell no quedó satisfecho. Siguió azotando hasta que formó un pequeño claro en medio de aquella eclosión de follaje.

—¡Encantamientos! —
no hacía más que gritar mientras la arena le caía encima como si fuese lluvia—. ¡Encantamientos!

Habría continuado de aquel modo hasta lograr una destrucción más ambiciosa, de no haber sido porque el alarido del Azote —el mismo que oyera días atrás, mientras estaba sentado en medio de su propia mierda— empezó a dejarse oír. Aquella voz lo había hecho acudir allí soportando la desolación y el vacío; ¿y todo para llegar a qué? A más desolación, más vacío. Sin que la ira se le mitigase con la destrucción que había causado, se dio la vuelta hacia Hobart.

—¿De dónde procede ese chillido?

—No sé —repuso Hobart tambaleándose unos cuantos pasos hacia atrás—.
De todas partes
.

—¿Dónde estás? —le exigió Shadwell gritando hacia las profundidades de la ilusión—. ¡Déjate ver!

—No... —le dijo Hobart con la voz henchida de miedo.

—Éste es tu Dragón —le recordó Shadwell—. Tenemos que conseguir verlo.

Hobart movió negativamente la cabeza. El poder que había creado aquel lugar no era un poder que él estuviera deseoso de ver. Sin embargo, y antes de que pudiera retroceder, Shadwell lo agarró.

—Vamos a conocerlo los dos juntos —le dijo—. Nos ha engañado a
ambos
.

Hobart se debatió por soltarse del agarrón de Shadwell, pero abandonó los esfuerzos cuando sus aterrados ojos percibieron la visión de una forma que había aparecido ahora por el extremo más lejano de la avenida.

Era tan alto como la copa de los árboles; medía por lo menos siete metros, y rozaba con la cabeza —de calor blanco hueso y alargada— los pétalos de arena, que caían al suelo describiendo espirales.

Aunque continuaba aullando, aquello carecía de boca; y, desde luego, de cualquier otro rasgo facial excepción hecha de los ojos, que poseía en un número aterrador; hileras gemelas de ranuras desprovistas de párpados o pestañas le corrían a cada lado de la cabeza. Puede que tuviera unos cien ojos en total, pero ni aunque uno se le quedase mirando durante un siglo averiguaría cuál era verdaderamente el número, porque aquella cosa, a pesar de toda la solidez que tenía, no daba la impresión de quedar fija. ¿Estarían las ruedas que movían su corazón conectadas con líneas de fuego líquido a otras cien geometrías capaces de impregnar el aire que ocupaba? ¿Acaso batían a su alrededor innumerables alas, y en sus entrañas ardería una luz como si hubiera tragado estrellas? Nada era seguro. Tan pronto parecía estar encerrado en una matriz de luz en movimiento o en un andamio herido por relámpagos, como el dibujo se convertía en c
onfetti
llameante que le hormigueaba en las extremidades antes de desaparecer bruscamente. En un momento era éter y al siguiente un monstruo destructor de hombres.

Y entonces, tan súbitamente como había empezado, el alarido que aquel ser estaba produciendo cesó.

El Azote dejó de moverse.

Shadwell soltó a Hobart mientras un hedor a mierda se elevaba desde los pantalones de éste, que se desplomó hacia el suelo emitiendo pequeños sollozos. Shadwell lo dejó allí tumbado, al mismo tiempo que la cabeza del Azote, en un laberinto de geometrías, localizó a los seres que habían irrumpido como intrusos en su jardín.

Shadwell no huyó. ¿De qué iba a servirle huir? Aquel terreno desértico se extendía en todas direcciones durante miles de kilómetros cuadrados. No había ningún sitio hacia donde correr. Lo único que podía hacer era quedarse allí parado y compartir con aquel terror las noticias de que era portador.

Pero antes de tener tiempo de pronunciar una palabra, la arena empezó a moverse bajo sus pies. Durante un instante pensó que el Azote se proponía enterrarlo vivo haciendo que el suelo se licuase. Pero en vez de eso la arena se retiró como si se tratase de una sábana, y allí debajo —a escasa distancia de donde se encontraba Shadwell—, y tumbado cuan largo era, apareció el cadáver de Ibn Talaq. El hombre estaba desnudo por completo, y se notaba que le habían sometido a sobrecogedores tormentos. Le habían quemado ambas manos hasta hacerlas desaparecer, dejando unos muñones ennegrecidos de los que sobresalía el hueso quebrado. Igualmente le habían destruido los genitales, y los ojos estaban abrasados. De nada servía pretender que aquellas heridas le hubieran sido infligidas después de muerto: la boca todavía esbozaba un grito de agonía.

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