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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (80 page)

BOOK: Sortilegio
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«Lo que se imagina no tiene que perderse nunca.»

Y en aquellos días incluso era feliz.

4

Luego, a principios de la tercera semana de diciembre cualquier frágil esperanza de disfrutar de unos buenos tiempos acabó bruscamente.

El clima se volvió glacial aquella semana. No sólo crudo, sino ártico. No había caído nieve de momento, sólo hacía un frío tan profundo que la punta de los nervios no podía distinguirlo del fuego. Suzanna seguía trabajando en el estudio, nada predispuesta a dejar de crear, aunque la estufa de parafina apenas lograba elevar la temperatura por encima de cero grados, por lo que la muchacha se veía obligada a ponerse dos jerséis y tres pares de calcetines. Pero apenas si notaba diferencia. Nunca había estado tan preocupada con aquello que creaba como lo estaba ahora, forzando el barro a adquirir las formas que veía en la mente.

Entonces, el día diecisiete y sin previo aviso, se presentó Apolline a visitarla. La eterna viuda iba ataviada de negro de pies a cabeza.

—Tenemos que hablar —le dijo a Suzanna en cuanto se cerró la puerta.

Suzanna la condujo al estudio y le desocupó un asiento en medio del caos allí reinante. Pero Apolline no quiso sentarse, sino que estuvo paseando por la habitación y acabó deteniéndose ante las ventanas cubiertas de escarcha; se puso a atisbar por ellas mientras Suzanna se limpiaba con agua el barro que tenía en las manos.

—¿Te están siguiendo? —le preguntó Suzanna.

—No sé —fue la respuesta—. Puede.

—¿Quieres café?

—Preferiría algo más fuerte. ¿Qué tienes?

—Sólo brandy.

—Pues ya me va bien.

Se sentó. Suzanna localizó la botella que guardaba para sus esporádicas fiestas de mujer sola y le sirvió una dosis generosa en una taza. Apolline la apuró, la llenó por segunda vez y luego comenzó a hablar:

—¿Has tenido los sueños?

—¿Qué sueños?

—Todos los hemos tenido —le dijo Apolline.

Por el aspecto que ésta tenía —la cara cetrina a pesar del frío, y los ojos rodeados de ojeras—, a Suzanna le extrañaba que hubiera dormido algo últimamente.

—Unos sueños terribles —continuó diciendo la viuda—, como si fuera el fin del mundo.

—¿Y quiénes los han tenido?

—¿Quiénes no? —dijo Apolline—. Todo el mundo, y los mismos sueños. El mismo sueño aterrador. —Había apurado la taza por segunda vez, y ahora cogió la botella del banco para servirse otro trago—. Algo malo va a suceder. Todos lo presentimos. Por eso he venido.

Suzanna la estuvo observando mientras la viuda se servía más brandy, y se hizo mentalmente dos preguntas distintas. Primero: ¿eran aquellas pesadillas sencillamente el resultado inevitable de los horrores que los Videntes habían tenido que soportar, o eran algo más? Y en este segundo caso, ¿por qué
ella
no los habían tenido también?

Apolline interrumpió aquellos pensamientos de Suzanna con unas palabras ligeramente borrosas a causa de la ingestión de alcohol.

—La gente va diciendo que se trata del Azote. Que viene a buscarnos de nuevo, después de todo este tiempo. Por lo visto, así es como dio a conocer su presencia en otras ocasiones. En sueños.

—¿Y tú crees que tienen razón los que dicen eso?

Apolline hizo una mueca de dolor al tiempo que daba otro lingotazo de brandy.

—Sea lo que sea, tenemos que protegernos.

—¿Estás sugiriendo alguna clase de... ofensiva?

Apolline se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo—. Puede. La mayoría de ellos son tan
puñeteramente pasivos...
La manera en que se vuelven de espaldas y se conforman a tragar todo lo que les venga encima me pone enferma. Son peores que putas. —Guardo silencio y suspiró profundamente. Luego añadió—: Algunos de los más jóvenes tienen metido en la cabeza que quizá podamos hacer resurgir la Vieja Ciencia.

—¿Con qué finalidad?

—¡Para acabar con el Azote, naturalmente! —le dijo Apolline bruscamente—. Antes de que él acabe con nosotros.

—¿Qué probabilidades crees que tenemos?

—Poco más de cero —gruñó Apolline—. Jesús, ¡no lo sé! Por lo menos ahora conocemos cuál es su juego. Y eso ya es algo. Algunos de nosotros vamos a volver a los lugares donde había algún poder, para ver si podemos pescar algo útil.

—¿Después de todos estos años?

—¿Quién los cuenta? —dijo la viuda—. Los encantamientos no envejecen.

—Entonces, ¿qué es lo que estamos buscando?

—Señales. Profecías. Sabe Dios.

Dejó la taza y se acercó otra vez con desgana hacia la ventana, frotando la escarcha con la palma de la mano enguantada para poder ver el exterior. Atisbo durante un rato y luego emitió un gruñido meditabundo antes de volver una vez más los ojos entornados hacia Suzanna.

—¿Sabes lo que creo? —le preguntó.

—¿Qué?

—Que nos estás ocultando algo.

Suzanna no dijo nada, lo cual provocó un segundo gruñido por parte de Apolline.

—Es lo que pensaba —continuó diciendo la viuda—. Tú crees que nosotros mismos somos nuestro peor enemigo, ¿no es eso? Que no se nos pueden confiar secretos. —Tenía la mirada negra y brillante—. Puede que tengas razón —aceptó—. Caímos en la pantomima de Shadwell, ¿no es cierto? O por lo menos algunos de nosotros.

—¿Tú no?

—Yo tenía entonces otras cosas en que pensar —respondió Apolline—. Negocios en el Reino. Y si vamos a eso, todavía los tengo... —La voz se le fue apagado—. Creí poder volverles la espalda a los demás, ya ves. Ignorarlos y ser feliz. Pero no puedo. Al final... creo que mi lugar debe estar
entre
ellos, Dios me ampare.

—Hemos estado muy cerca de perderlo todo —le recordó Suzanna.

—Lo
hemos perdido —
aseveró Apolline.

—No del todo.

Los inquisidores ojos de la viuda se agudizaron aún más, y Suzanna estuvo a punto de soltar todo lo que les había pasado a Cal y a ella dentro del Torbellino. Peto la apreciación de Apolline era acertada: no
confiaba
en ellos, con aquellos milagros suyos. El instinto le decía que se guardase para ella sola el relato del telar durante un poco más de tiempo. Así que en lugar de contárselo puntualizó:

—Por lo menos todavía estamos vivos.

Apolline, notando sin duda que Suzanna había estado a punto de hacerle una revelación y que al final se había echado atrás, escupió en el suelo.

—Eso es un pequeño consuelo —dijo—. Quedamos reducidos a ir escarbando en el Reino a ver si olisqueamos algún encantamiento. Es una lamentable...

—¿Y qué puedo yo hacer para ayudar? —La expresión de Apolline era casi venenosa; nada le hubiera producido mayor satisfacción, supuso Suzanna, que pisotear a aquella Cuco enrevesada—. No somos enemigas.

—¿No?

—Tú
sabes
que no lo somos. Quiero hacer por vosotros todo lo que esté en mi mano.

—Eso es lo que dices —repuso Apolline sin mucha convicción. Miró hacia la ventana, buscándose con la lengua en la mejilla alguna palabra amable—. ¿Conoces bien esta desgraciada ciudad? —le preguntó al fin.

—Muy bien.

—Así pues, podrías ir a buscar por ahí, ¿verdad? Por todas partes.

—Lo haré.

Apolline se sacó del bolsillo una tira de papel arrancada de un cuaderno.

—Aquí tienes algunas direcciones —le indicó a Suzanna.

—¿Y tú dónde estarás?

—En Salisbury. Allí hubo una masacre bastante tiempo atrás, antes del Tejido. Una de las masacres más crueles, en realidad; murieron cien niños. A lo mejor consigo olfatear algo por allí. —De pronto los estantes donde Suzanna había colocado parte de su obra reciente le llamaron la atención a Apolline. Se acercó a ellos arrastrando las faldas por el polvo de la arcilla—. Creí que me habías dicho que no habías tenido sueños, ¿no es así? —comentó.

Suzanna examinó la hilera de figuras. Llevaba tanto tiempo sumergida en la producción de su obra que apenas se había dado cuenta de la potencia de aquellas piezas, ni de la consistencia de la obsesión que yacía tras ellas. Ahora las veía con nuevos ojos. Eran todas ellas figuras humanas, pero retorcidas hasta un punto inverosímil, como si (cuando el pensamiento le acudió a la mente, a Suzanna se le erizaron los cabellos) se encontraran en el centro de un fuego devorador, captadas precisamente un instante antes de que el fuego les borrase las facciones. Como toda su obra actual, las piezas estaban sin barnizar y ejecutadas toscamente. ¿Sería porque su tragedia se hallaba aún sin escribir? ¿O sencillamente sería una idea fermentando en la mente del futuro?

Apolline bajó una de aquellas figuras y le pasó el pulgar por los retorcidos rasgos.

—Tú has estado soñando con los ojos abiertos —le comentó; y Suzanna comprendió sin ninguna sombra de duda que aquello era cierto—. Es un buen parecido —dijo la viuda.

—¿Con quién?

Apolline depositó de nuevo aquella máscara trágica en el estante.

—Con todos nosotros.

III. NADA DE NANAS
1

Cal se encontraba durmiendo solo cuando tuvo la primera de las pesadillas.

Empezaba en la Montaña de Venus; él deambulaba por allí, con las piernas a punto de cederle bajo el cuerpo. Pero con ese horrible presentimiento de desastre que otorgan los sueños, Cal se daba cuenta de que no era prudente cerrar los ojos y dormirse. En cambio permaneció allí de pie, en el cálido suelo, mientras ciertas formas que parecían iluminadas por un sol que ya se hubiese puesto tras la montaña danzaban a su alrededor. Había un hombre bailando allí cerca ataviado con unas faldas como de tejido viviente; una muchacha se acercó volando, dejando un rastro de olor a sexo; había amantes entre la hierba crecida, copulando. Uno de ellos lanzó un grito, Cal no sabía seguro si de placer o de alarma, y un instante después era él el que se encontraba corriendo por la ladera de la montaña mientras algo lo perseguía, algo enorme y sin escrúpulos.

Mientras corría gritaba para alertar a los amantes, a la muchacha pájaro y el bailarín, del horror que había venido a buscarlos a todos ellos, pero la voz le salía lastimosamente débil —era la voz de un ratón—, y al momento toda la hierba a su alrededor empezaba a arder sin llamas. Ante sus ojos los cuerpos que copulaban ardían envueltos en llamas; un instante después la muchacha caía del cielo, con el cuerpo consumido por el mismo fuego venenoso. De nuevo Cal lanzó un grito en esta ocasión de terror, y trató de saltar por encima de las llamas que avanzaban por el suelo hacia él. Pero no fue lo bastante ágil. Se le prendieron los talones y notó que el calor le subía por la parte posterior de las piernas mientas seguía corriendo.

Aullando ahora, encontró un impulso extra de velocidad, y de repente la Montaña de Venus desapareció, y él iba corriendo descalzo por las calles que conocía
desde
niño. Era de noche, pero las farolas de la calle habían sido aplastadas, y sentía bajo los pies los adoquines rotos que le hacían la marcha imposible.

El perseguidor continuaba tras él, olfateándole los talones carbonizados.

Seguro de que antes o después lo alcanzaría, Cal buscaba un refugio en algún lugar mientras iba corriendo, pero las puertas de las casas —incluso las de sus amigos de la infancia— estaban cerradas con clavos, y había tablones en las ventanas.

Allí no había manera de encontrar ayuda. Lo único que podía hacer era seguir corriendo con la vana esperanza de que el monstruo se distrajera con una presa más tentadora.

Descubrió un callejón; se zambulló en el mismo. Torció una esquina; torció otra. Delante, una pared de ladrillo, y en ella una puerta a través de la cual se lanzó sin pensarlo dos veces. Sólo entonces se dio cuenta de adónde lo había llevado aquel inevitable camino. Reconoció el recinto de inmediato, aunque la pared era el doble de alta que la última vez que había estado allí; la puerta a través de la cual había pasado hacía un momento se había sellado sola. Era el patio de atrás de la casa de Mimi Laschenski. Una vez, en otra vida, él había estado de pie encima de aquella pared, y se había caído de bruces para ir a dar, finalmente, al paraíso. Pero ahora no había ninguna alfombra en aquel patio, ni tampoco presencia alguna, ya fuera pájaro u hombre, para ofrecerle consuelo. Sólo él, los cuatro rincones ensombrecidos del patio y el sonido de su perseguidor que se aproximaba al escondite.

Se refugió en uno de los rincones y se agachó. Aunque los talones, que sentía debajo de las nalgas, ya se habían apagado, el pánico que sentía no había hecho lo mismo; Cal estaba enfermo de miedo.

El monstruo se acercaba. Cal olía el calor de su piel. No era un calor de
vida —
ni de sudor o de aliento—, sino de un fuego muerto y seco; antiguo, despiadado; un horno en el que podía incinerarse todo lo bueno del mundo. Contuvo la respiración. Tenía un dolor paralizante en la Vejiga. Se puso las manos entre las piernas para protegerse el pene y los testículos, temblando de terror. «Que se vaya —suplicó en silencio a la oscuridad—; que me deje en paz y seré bueno como el pan para siempre; lo juro.»

Aunque apenas podía creer en su suerte, la súplica fue oída, porque la presencia que estaba al otro lado de la tapia abandonó la persecución y se retiró. A Cal se le elevó un poco el ánimo, pero continuó en aquella nada cómoda posición hasta que su instinto en el sueño le dijo que el enemigo se había retirado por completo. Sólo entonces se atrevió a ponerse en pie de nuevo, con las articulaciones crujiéndole al hacerlo.

No podía contener por más tiempo la presión de la vejiga. Se volvió hacia la pared y se desabrochó la cremallera. Los ladrillos estaban calientes a causa de la presencia de la criatura, y la orina siseó al caer contra ellos.

A medio chorro, y de repente, salió el sol, que inundó el patio. No, no era el sol. Era su perseguidor, elevándose por encima de la pared con la cabeza más caliente que cien mediodías, y la boca como un horno abierta de par en par.

Cal no pudo evitar mirarlo a la cara, aunque con toda seguridad aquello lo cegaría. Vio ojos suficientes para toda una nación, muy apretados unos al lado de otros e insertados en grandes ruedas; tenía los nervios sacados como hebras brillantes, y estaban anudados en el vientre de la criatura. Había más, mucho más, pero Cal sólo tuvo tiempo de vislumbrarlo antes de que el calor lo incendiase desde la cabeza hasta las uñas de los pies.

Chilló.

Y con el grito el patio desapareció, y Cal se encontró de nuevo viajando sobre la Montaña de Venus, sólo que esta vez el paisaje que había debajo de él no era de tierra y roca, sino de carne y hueso. Era su propio cuerpo sobre lo que estaba volando, su ser se había convertido en un mundo y estaba ardiendo, ardiendo hasta extinguirse. Aquel chillido suyo era el grito de la tierra, y se elevo más y más hasta que todo estuvo completamente consumido.

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