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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (91 page)

BOOK: Sortilegio
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Sin querer pararse a pensar en lo que aquello significaba, se concentró de nuevo en la ascensión. Ahora cada paso que daba se convertía en un importante desafío. Se veía obligado a levantar las rodillas hasta la altura de la ingle para pisar por encima de la nieve y no arrastrarse entre ella. Los músculos que se le estaban congelando protestaban a cada paso que daba, pero por fin llegó, y una vez en la cima se le ofreció un puro panorama blanco. Era como si la casa de Inglaterra hubiese quedado desierta y una sábana de polvo se hubiese extendido sobre sus muebles hasta el momento en que regresaran los dueños.
Si
es que volvían. Era muy posible, mientras se estaba de pie allí, en lo alto y se miraba hacia el vacío blanco que reinaba abajo en medio de un completo silencio, creer que los dueños nunca regresarían a aquel lugar abandonado, y que él, Cal, se encontraba solo.

Pero
había
una colina, y sólo podía ser la que él buscaba porque no había otra. Entre ésta y el lugar donde él se hallaba, no obstante, yacía una extensión de campos cubiertos por la nieve. Al ver la distancia que aún le quedaba por recorrer a Cal parecieron hundírsele las entrañas; pero sabía que quedarse allí parado sólo haría que se le agarrotasen los músculos, así que emprendió a la carrera la bajada de la pendiente sin apenas tener control de su propio cuerpo.

Hacia el final de la pendiente la nieve se fue haciendo cada vez más profunda y Cal, más que caminar, lo que hacía era nadar. Pero al empezar a cruzar el campo en dirección a la colma aquel dolor paralizante motivado por el frío comenzó a disiparse, y una inercia muy bien recibida vino a sustituirlo. Cuando ya se encontraba a mitad de camino, se le resbaló de los dedos el paquete que Gluck le había dado, hecho del que su consciencia cada vez más disminuida, apenas si se percató. Los pensamientos de Cal, cada vez mas encogidos, se concentraban ahora en lo cómoda que parecía aquella nieve entre la que se iba abriendo paso como un arado. A lo mejor debería dejar la larga caminata durante un raro y tumbarse sobre aquella almohada prístina. La cabeza se le iba poniendo más pesada por momentos, y la nieve tenía que ser... ¡oh!, tan cómoda. ¿Qué había de malo en tumbarse un rato en ella hasta que se sintiera más fuerte? Pero por perezosos que se le estuvieran volviendo los pensamientos, no estaba tan ido como para no darse cuenta de que el hecho de dormirse lo mataría. Si se detenía ahora, se detendría para siempre.

Al llegar al pie de la colina de Rayment, Cal se encontraba casi al borde del colapso, pero se obligó a sí mismo a subir la cuesta paso a paso. Aquella pendiente era más larga que la primera que había subido, pero en cambio no era tan inclinada. Cal no se encontraba en condiciones de detenerse a pensar en lo que encontraría al otro lado; necesitaba toda la concentración mental de que disponía para obligar a los miembros de su cuerpo a seguir avanzando. Pero cuando ya estaba a pocos metros de la cumbre, levantó la cabeza con la débil esperanza de ver las estrellas. Sin embargo las nubes se habían sellado, ocultándolas; otro asalto se estaba fraguando en el cielo con renovadas fuerzas.

Dos pasos más y llegó a la cima; una vez allí volvió la mirada hacia el paisaje que se extendía a los pies de la colina. No había nada que ver. Ninguna señal de nada que remotamente se pareciese a un escondrijo en toda la distancia que podía abarcar la aterrada vista de Cal. Sólo campos y más campos cubiertos de nieve, alejándose y perdiéndose en la distancia, desiertos y silenciosos. Estaba solo.

Si hubiera tenido fuerzas para llorar habría llorado. Pero en lugar de ello dejó que le venciera el agotamiento y cayó sobre la nieve. No había manera de que pudiera hacer el viaje de regreso hasta el coche, suponiendo que hubiera sido capaz de encontrar el camino. Aquel sueño fatal que había venido negándose a sí mismo venía, sencillamente, a apoderarse de él.

Pero en el momento en que los párpados empezaban a cerrársele capto un movimiento en los terrenos desiertos de la base de la colina: algo correteaba por la nieve.

Trató de enfocarlo; no lo consiguió; se apretó la cara con los dedos para espabilarse; levantó la vista y volvió a mirar. Los ojos no le engañaban.
Había
algo moviéndose en aquella página en blanco que tenía delante; un animal de alguna clase.

¿Podría ser... un
mono
?

Hundió los brazos en la nieve y se esforzó por levantarse, pero al hacerlo perdió el equilibrio y cayó hacia delante. Durante varios segundos tierra y cielo no fueron más que un borrón mientras Cal rodaba pendiente abajo para ir a detenerse finalmente envuelto en hielo. Le costó unos instantes recobrar el sentido de la orientación, pero cuando lo logró vio que el animal —y sí, ¡e
ra
un mono!— huía de él.

Se puso en pie, más nieve que hombres, y se lanzó dando tumbos tras el mono. ¿Hacia dónde corría aquel animal, por amor de Dios? Sólo tenía campo abierto por delante.

De repente el animal desapareció. Tan pronto lo tenía con toda claridad ante él y le estaba dando alcance, como ya el animal había desaparecido del campo, igual que si hubiera huido por una puerta abierta y la hubiera cerrado de un portazo. Cal se detuvo, sin creer lo que sus ojos evidentemente le mostraban. ¿Sería aquel animal alguna clase de espejismo? ¿O sencillamente el frío le había transtornado a él la cordura?

Se quedó mirando fijamente la nieve. Había huellas claras en ella, huellas de pezuñas, allí donde había estado jugando el mono. Siguió las huellas, y el testimonio de sus ojos se confirmó. Las huellas se detenían en seco unos cuantos metros de donde Cal se encontraba. Y más allá de ese punto sólo había nieve limpia y sin pisar; hectáreas de nieve.

—Muy bien —dijo Cal dirigiéndose al campo vacío—. ¿Dónde estás?

Al hablar dio un paso más hacia el lugar donde el mono había llevado a cabo el truco de la desaparición, y repitió la pregunta.

—Por favor... —le suplicó con voz desfallecida—, ¿donde estás?

No obtuvo respuesta alguna, naturalmente. Los espejismos no hablan.

Cal miró fijamente las huellas y sintió que se le escapaban los últimos vestigios de esperanza.

Entonces una voz dijo:

—No te quedes ahí parado en medio del frío.

Cal levantó la vista. No había nadie visible a su derecha ni a su izquierda. Pero las instrucciones se repitieron.

—Da dos pasos adelante. Y date prisa.

Cal dio un paso, tanteando. Cuando estaba a punto de dar el segundo, apareció un brazo directamente delante de él y, agarrándolo por el anorak, lo sacó de la nieve.

II. REFUGIO CONTRA LA TORMENTA
1

Al otro lado de la cortina a través de la cual habían tirado de Cal, se encontraba un bosque con un techo de ramas tan denso que solamente una salpicadura de nieve había conseguido traspasarlo hasta llegar al suelo, de modo que el terreno que uno pisaba allí estaba cubierto de musgo y de hojas. El lugar era oscuro, pero Cal pudo distinguir a cierta distancia un fuego encendido cuya luz resultaba acogedora y era promesa de una tibieza aún más acogedora. No había ni rastro del hombre que lo había sacado de la nieve; por lo menos Cal no logró ver a nadie hasta que una voz dijo:

—Vaya tiempo más horrible tenemos. —Y entonces Cal se dio la vuelta y vio al mono
Novello
y a su compañero humano que estaban de pie a no más de un par de metros de distancia, camuflados por la inmovilidad—. Ha sido Smith quien lo ha hecho —dijo el mono inclinándose hacia Cal—. Ha sido él quien ha tirado de ti hasta hacerte entrar aquí. No dejes que me echen a mí la culpa. —El hombre miró al animal de reojo—. Él no me habla —anunció
Novello
— porque me extravié y salí al exterior. Bueno, a lo hecho, pecho, ¿no? ¿Por qué no vienes aquí y te acercas al fuego? Será mejor que te tumbes antes de que te caigas.

—Sí —reconoció Cal—. Por favor.

Smith le enseñó el camino. Cal lo siguió mientras se esforzaba, con el cerebro aún estupefacto, por comprender lo que acababa de experimentar. Puede que los Videntes estuvieran acorralados, pero nunca les faltaban un truco o dos; la ilusión que ocultaba de la vista aquel bosque había resistido un examen concienzudo. Y una vez atravesada la barrera, había una segunda sorpresa: la estación del año. Aunque las ramas de los árboles estaban peladas en su parte superior y era musgo del verano anterior lo que Cal iba pisando, había en el aire un perfume de primavera, como si el hielo que tenía atrapada a la Isla de los fantasmas de punta a punta no tuviera arraigo en aquel lugar. La savia circulaba; los brotes se hinchaban; por doquier las cosas iban entregando sus células a la dulce labor del crecimiento. Aquella súbita clemencia le provocó una suave euforia a Cal, pero sus miembros helados no captaron el mensaje. Al llegar a unos cuantos metros de distancia del fuego notó que el cuerpo perdía las fuerzas necesarias para mantenerse erguido. Cal extendió la mano buscando apoyo en uno de aquellos árboles, pero el árbol se alejó de él —o al menos eso le pareció a Cal—, que cayó hacia adelante.

No llegó a dar contra el suelo. Unos brazos intentaron sujetarlo, y Cal se abandonó a ellos. Dichos brazos lo transportaron hasta la proximidad del fuego y lo depositaron suavemente en el suelo; una mano le tocó la mejilla; Cal apartó la mirada de las llamas y vio a Suzanna arrodillada a su lacio, con la luz del fuego reflejándosele en la cara.

Cal pronunció el nombre de la muchacha, o al menos confió en haberlo hecho. Luego perdió el conocimiento.

2

Ya había sucedido antes, eso de que Cal cerrara los ojos viendo a Suzanna para despertar más tarde y encontrarse con que ella ya no estaba. Pero esta vez no fue así. Esta vez la muchacha estaba esperándole al despertar del sueño. No sólo esperándolo, sino abrazándolo y meciéndolo. Las distintas capas de ropa, papel hecho pulpa y fotografías que Cal llevaba puestas se las habían quitado mientras dormía, y le habían envuelto la desnudez en una manta.

—He encontrado el camino para venir a casa —le dijo a Suzanna cuando de nuevo pudo hacer uso de la lengua.

—Fui a buscarte a la calle Chariot —le indicó ella—, pero la casa ya había desaparecido.

—Ya lo sé...

—Y también estuve en la calle Rue.

Cal asintió con la cabeza.

—De Bono fue a buscarme... —Hizo una pausa, silenciado por aquel recuerdo. Ni el fuego ni los brazos de Suzanna que lo rodeaban pudieron impedir que se estremeciera al revivir la experiencia que tuvo lugar en medio de la niebla y vislumbrar aquello que la misma ocultaba a medias—. El Azote nos persiguió —concluyó.

—Y Shadwell —añadió Suzanna.

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

La muchacha le contó lo del Sepulcro.

—Entonces, ¿ahora qué sucede? —le preguntó él.

—Estamos esperando. Tenemos puesto el encantamiento. Y esperamos. Ahora estamos todos aquí. Tú eras el único que faltaba.

—Pues ya estoy aquí —le dijo Cal suavemente.

Suzanna lo abrazó con más fuerza.

—Y ya no habrá más separaciones —le indicó la muchacha—. Sólo tenemos que rezar para que pasen de largo.

—Nada de rezos,
por favor —
dijo una voz desde detrás de Suzanna—. No queremos que nos oiga ningún ángel. —Cal estiró el cuello para ver al recién llegado. Las arrugas del rostro que tenía delante se habían acentuado, y la barba se había vuelto un poco más canosa; pero aquél seguía siendo el rostro de Lem, y la sonrisa de Lem—. Poeta —continuó Lo inclinándose para pasarle una mano por el cuello a Cal—, por poco te perdemos.

—Ni pensarlo —repuso Cal esbozando una sonrisa—. ¿Todavía tienes la fruta?

Lo se dio unas palmaditas en el bolsillo interior de la chaqueta, cuya modernidad le favorecía bastante.

—Aquí la tengo —dijo—. Y hablando de ello. ¿Tiene hambre nuestro hombre?

—Yo siempre puedo comer —le comentó Cal.

—Hay suficiente comida para que te hartes.

—Gracias.

Lem estaba a punto de marcharse, pero se dio la vuelta y con gran solemnidad dijo:

—¿Me ayudarás a plantar, Calhoun? ¿Cuando llegue la temporada?

—Ya sabes que sí.

Lem asintió.

—Te veré dentro de un rato —le dijo; y se retiró del círculo de luz de la hoguera.

—¿Ya se ha secado mi ropa? —preguntó Cal—. No puedo ir por ahí de esta forma.

—Déjame ir a ver si te consigo algo prestado —repuso Suzanna.

Cal se incorporó para permitir que la muchacha se levantase, pero antes de hacerlo ella lo besó en los labios. No fue un beso desenfadado; el contacto hizo entrar a Cal en calor más que una docena de hogueras. Cuando Suzanna se marchó de su lado, tuvo que envolverse en la manta para disimular el hecho de que algo más que la savia se estaba levantando aquella noche.

Una vez solo, tuvo tiempo de pensar. Aunque se había encontrado a pocos pasos de la muerte ya se le hacía difícil recordar el dolor que había padecido hacía tan poco tiempo; era posible, incluso, pensar que no existía mundo alguno fuera de aquel bosque encantado, y que podrían quedarse allí para siempre haciendo magia. Pero por seductora que resultase la idea, Cal sabía que albergarla, aunque sólo fuera durante unos momentos, resultaba peligroso. Si tenía que haber una vida para los Videntes después de aquella noche —si por alguna clase de milagro Uriel y su cuidador los pasaban
realmente
por alto—, entonces esa vida había que vivirla como parte del País de las Maravillas que había encontrado en la oficina de milagros de Gluck. Un solo mundo, indivisible.

Después de un rato, durante el cual Cal estuvo dormitando, Suzanna regresó con una colección de prendas de vestir y se las puso al lado.

—Yo voy a darme una vuelta por los puestos de vigilancia —le indicó la muchacha—. Te veré más tarde.

Cal le dio las gracias por la ropa y empezó a vestirse. Aquélla era la segunda vez que le prestaban ropa en veinticuatro horas, y era —previsiblemente, dada su procedencia— más extraña que todo lo que le había proporcionado Gluck. Le hizo gracia lo chocante de los estilos: un chaleco formal y una ajada cazadora de cuero; unos calcetines muy extraños y zapatos de piel de cerdo.

—Ése es precisamente el modo en que debe vestirse un poeta —le aseguró Lemuel Lo cuando volvió a buscar Cal—. Igual que un ladrón ciego.

—Me han llamado cosas peores —repuso Cal—. ¿No me habías hablado de comida?

—Así es —asintió Lem; y se llevó a Cal lejos de la hoguera. Una vez que los ojos de Cal, deslumbrados por las llamas, se hubieron acostumbrado a la media luz, se dio cuenta de que había Videntes por todas partes; encalmados en las ramas o sentados en el suelo entre los árboles; y tocios ellos rodeados de sus bienes terrenales. A pesar de la familiaridad que aquella gente tenía con toda suerte de maravillas, esa noche se parecían a un grupo cualquiera de refugiados, con la mirada oscura y llena de cautela y la boca tensa. Algunos, era cierto, habían decidido pasar de la mejor manera posible la que bien pudiera ser la ultima noche que pasaran vivos. Los amantes yacían abrazados intercambiando susurros y besos; un cantante lanzaba al aire una canción de agradable ritmo, al cual bailaban tres mujeres con una calma entre paso y paso tan profunda que se perdían entre los árboles. Pero la mayoría de los fugitivos estaban inertes y permanecían bajo llave y candado por temor a que hiciera aparición aquello que les producía tanto pavor.

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