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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (93 page)

BOOK: Sortilegio
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—Yo te acompañaré —le dijo Nimrod a Cal.

—Pueden vernos desde allá arriba.

—Daremos un rodeo. Saldremos por la parte de atrás—. Miró a Suzanna—. ¿De acuerdo? —inquirió.

—Sí —repuso la muchacha—. Adelante, ahora aún estamos a tiempo.

Nimrod se puso en marcha a toda velocidad. Cal iba a remolque tras él, serpenteando entre los árboles y los Videntes que encontraban al paso en medio del bosque. La tensión que producía el hecho de mantener alzado el escudo de protección contra la vista de hombre y Ángel empezaba a cobrarse peaje; varios de los que estaban manteniendo dicho encantamiento se habían desmayado; y era evidente que otros se encontraban a punto de hacerlo.

El sentido de la orientación de Nimrod no falló; salieron por el extremo del bosque que quedaba más distante y al momento se lanzaron a la nieve boca abajo. La profundidad de aquella caída estaba a su favor; prácticamente podía abrirse un túnel en la nieve, sirviéndoles ésta de parapeto en la medida de lo posible entre ellos y la colina. Pero la nieve no podría protegerlos durante todo el camino; había trozos de terreno abierto que tenían que cruzar si no querían verse obligados a seguir una ruta tan desesperadamente tortuosa que les impidiera llegar hasta su objetivo antes del alba. El viento lanzaba sábanas de nieve suelta, pero en los intervalos existentes entre aquellas sábanas de nieve Cal y Nimrod gozaban de un claro panorama de la colina, pero los que estaban en la cima de la misma —si por casualidad miraban hacia abajo— tendrían la misma posibilidad de verlos a ellos. Sin embargo consiguieron adaptarse al ritmo del viento, tumbándose en el suelo cuando amainaba y echando una carrera cuando alguna ráfaga les proporcionaba la oportuna tapadera. De esta guisa avanzaron sin ser vistos, aunque con suma lentitud, hasta hallarse a una distancia inferior a treinta metros del flanco de la colina; y ya parecía que la parte más peligrosa del camino había pasado, cuando el viento cesó repentinamente, y en medio de aquella calma Cal ovó la voz triunfante de Shadwell.

—¡Vosotros!
......decía apuntándoles con el dedo...
¡Os estoy viendo!

Avanzó unos cuantos metros colina abajo y después volvió a subir con intención de alertar a Uriel, que seguía contemplando el cielo.

—¡Corramos a por ella! —le gritó Cal a Nimrod; y abandonando cualquier intento de ocultarse se lanzaron a campo traviesa abriendo un surco en la nieve. Era Cal quien indicaba el camino para llegar a aquello que había perdido. Una rápida ojeada hacia la cima le mostró que Shadwell había despertado a Hobart, el cual se había puesto en pie. El hombre iba en cueros —indiferente a la ventisca— y tenía el cuerpo ennegrecido a causa del fuego y del humo. En cualquier momento, Cal lo sabía, aquel mismo fuego iría a buscarlos a Nimrod y a él.

Echó a correr de nuevo, esperando que la llama lo alcanzase de un momento a otro. Tres pasos tambaleantes y la llama no llegaba todavía. Cuatro, cinco, seis, siete. La llama vengadora seguía sin llegar.

El asombro lo hizo volverse y mirar hacia la colina otra vez. Shadwell seguía en la cima, implorándole al Ángel que llevase a cabo su maldición. Pero en la pausa que mediaba entre una ráfaga de nieve y la siguiente, Cal vio que Uriel estaba ocupado en otro asunto que lo mantenía distraído de su papel de verdugo.

Cal echó a correr de nuevo, sabiendo que a Nimrod y a él les había sido concedida una oportunidad de seguir con vida, pero incapaz de dejar de lamentarse al ver que Suzanna había empezado a escalar la colina para dirigirse al encuentro de la mirada del Ángel.

III. EN LO ALTO DE LA COLINA
1

Suzanna no tenía en mente ningún plan. Pero cuando vio a Nimrod y a Cal avanzando con grandes esfuerzos hacia la colina, se le hizo del todo evidente que si no conseguía distraer de alguna manera al Ángel, antes o después éste los vería y los asesinaría. Y ella no iba a ponerse ahora a pedir voluntarios. Si alguien tenía que distraer la atención del Ángel, ese alguien era ella; al fin y al cabo, Hobart y ella había jugado antes a aquel juego de los Dragones; o al menos a una variante del mismo.

En lugar de salir directamente a través de la pantalla y ofrecerle de ese modo un buen blanco a Shadwell, se deslizó entre los árboles y salió por uno de los lados, moviéndose desde un montón de nieve a otro hasta que se alejó cierta distancia del bosque. Solamente entonces avanzó hasta quedar a la vista del Dragón.

Si hubiera ido más rápida quizás habría podido evitar que Shadwell viera a Cal y a Nimrod; pero el hecho fue que oyó los gritos acusadores del Vendedor momentos antes de salir de su escondite. Con sólo que se hubiera dejado ver veinte segundos más tarde, Shadwell habría logrado alertar a Hobart y a la muerte que éste llevaba dentro, y lo hubiera puesto en acción. Pero cuando el Vendedor volvió a trepar por la colina los ojos de Hobart ya estaban puestos en ella y no tenían la menor intención de apartarse.

Antes de llevar a cabo aquella aparición, Suzanna había estado observando con mucha atención a las dos figuras que se encontraban en la cima de la colina para ver si podía hacerse alguna clase de trato con ellos. Pero la conducta de aquellos dos seres —más en particular la de Uriel— la tenía confundida. Seguramente el Azote tendría tantas ansias de persecución como Shadwell; pero parecía estar completamente distraído del asunto que llevaba entre manos, y se limitaba a mirar fijamente hacia el cielo, como si estuviese hipnotizado. Sólo una vez se vio movido a mostrar el fuego, cuando —sin motivo aparente alguno— el cuerpo del hombre que ocupaba espontáneamente entró en combustión, quedando envuelto en llamas hasta que se le cayó quemada toda la ropa de la espalda y la carne le quedó chamuscada. No se movió ni un centímetro mientras el fuego llevaba a cabo su tarea, sino que permaneció en medio de la pira como un mártir, contemplando el paisaje vacío hasta que —de nuevo sin ninguna razón aparente— el fuego se apagó.

Ahora, mientras Suzanna avanzaba ladera arriba para encontrarse con él, vio con precisión cuan traumatizado se encontraba el cuerpo de Hobart. Las llamas que lo habían envuelto sólo eran el último ataque que su carne había padecido. Se notaba que había sido herido varias veces con anterioridad, y alguno de los agujeros se habían cerrado de un modo incompetente; tenía las manos horriblemente mutiladas; el rostro —de donde habían desaparecido el cabello y las cejas, quemados por el fuego— apenas resultaba reconocible. Pero al ver el modo en que los ojos miraban fijamente desde el centro de aquellas facciones llenas de ampollas, quedaba confirmada una impresión: Hobart, y quizá la fuerza que había dentro de él, se hallaban de algún modo hipnotizados. No daba señales de sentir dolor a causa de las heridas, ni de estar avergonzado por presentarse desnudo delante de ella no como la gloriosa víctima que había soñado ser, sino como una columna de desgracia, apestando a muerte y a carne asada.

Al encontrarse con aquella mirada inexpresiva, el miedo que la necesidad había mantenido a raya hasta aquel momento se apoderó de Suzanna. ¿Sería posible que pudiera superar aquel trance y llegar hasta el Hobart con quien había compartido una historia de Doncella, Caballero y Dragón? Si lo lograba, quizá sobreviviera a la confrontación; o al menos quizá pudiera entretener al enemigo el tiempo suficiente para que los Videntes preparasen nuevas defensas.

Shadwell ya la había divisado. Al lado de Hobart aquel hombre tenía un aspecto positivamente pulcro pero la cara ya era otra cuestión. Las facciones, que tanto habían simulado en otro tiempo, se mostraban ahora enloquecidas, y la fingida cortesía que le ofreció a la muchacha resultó más digna de lástima que irónica.

—Vaya, vaya —le dijo Shadwell—. ¿Y de dónde sales tú?

Tenía las manos hundidas en los bolsillos para mantenerlas calientes, y allí las dejó. No hizo ademán alguno de agarrarla, ni de acercársele. Sabía, probablemente, que ella no podía escapar viva de aquella cima.

—He venido a ver a Hobart —le indicó Suzanna.

—Pues me temo que no está —repuso Shadwell.

—Mentira —dijo ella.

Hobart seguía con los ojos fijos en la muchacha. ¿Había cierto brillo en los mismos que indicaba alguna reacción?

—Te estoy diciendo la verdad —protestó Shadwell—. Hobart ya no existe. Esta
cosa...
es sólo un caparazón. Ya sabes lo que hay dentro. Y no se trata de Hobart.

—Es una lástima —dijo Suzanna jugando a aquel juego civilizado, puesto que le daba tiempo para pensar.

—No es que se haya perdido gran cosa —comentó Shadwell.

—Pero teníamos asuntos pendientes.

—¿Hobart y tú?

—Oh, sí. —Suzanna miró directamente al hombre quemado al mismo tiempo que hablaba—. Esperaba que se acordase de mí. —Al oír eso, la cabeza de Hobart se inclinó un poco, pero luego volvió a erguirse; era un asentimiento rudimentario—. Sí que te acuerdas —le dijo Suzanna. Los ojos no la abandonaban ni un instante—. ¿Eres el Dragón...? —le preguntó.

—Cierra la boca —le ordenó Shadwell.

—¿O el Caballero?

—¡Te he dicho que te calles! —Shadwell echó a andar hacia ella, pero antes de llegar a una distancia suficiente como para poder golpearla, Hobart levantó un brazo y le puso a Shadwell en el pecho el muñón chamuscado de una de sus manos. El Vendedor se apartó.

«Tiene miedo», pensó Suzanna. El halo de temor que ella veía alrededor de la cabeza de Shadwell no hacía más que confirmar lo que ya confesaba el rostro. Allí había más poder del que el Vendedor era capaz de manejar, y por ello tenía miedo. Pero no estaba tan acobardado como para quedarse en silencio.

—Quémala —le dijo a Hobart—. Oblígala a que nos diga dónde están.

A Suzanna le dio un vuelco el estómago. No había tenido en cuenta semejante posibilidad: que la torturasen para obligarla a hablar. Pero ya era demasiado tarde para huir. Además Hobart no daba muestras de obedecer las instrucciones de Shadwell. Se limitaba a mirarla del mismo modo en que la había mirado el Caballero del libro de cuentos: como una criatura herida que se encuentra al final de su historia. Y ella, por su parte, sentía lo mismo que había sentido entonces: temor y fortaleza al mismo tiempo. El cuerpo que tenía ante sí era el receptáculo de un poder devastador, pero sólo con que lograse llegar hasta el interior del mismo —oh, sí, con mucha delicadeza— y hablar con el Hobart cuyo corazón secreto ella conocía, quizá, sólo
quizá
, consiguiera camelárselo para que se pusiera de su parte y en contra del Azote. Los Dragones tenían sus puntos débiles; a lo mejor los ángeles también. ¿Podría ella hacer que éste le ofreciera la garganta?

—Yo... me acuerdo de ti —le dijo él.

La voz era titubeante y dolorida, pero estaba claro que era la de Hobart, no la de su inquilino. Suzanna echó una mirada de reojo a Shadwell, que estaba contemplando con consternación aquel encuentro, y luego volvió a mirar a Hobart, percatándose, al hacerlo, que había algo que parpadeaba dentro de los agujeros sin cerrar de su cuerpo. El instinto le aconsejó a Suzanna retroceder, pero él la detuvo.

—No —le pidió—. No... me abandones. No te hará daño.

—¿Te refieres al Dragón?

—Sí —dijo él—. La nieve lo ha vuelto lento. Se piensa que se encuentra de nuevo en la arena. Solo.

Ahora la falta de actividad del Azote empezaba a cobrar algo de sentido, aunque de forma imprecisa. Encaramado en la colina contemplando aquel desierto de nieve, había perdido la noción del presente. Había regresado al vacío que ocupara durante el milenio y esperaba nuevas instrucciones de su Creador. Y Shadwell no era aquel Creador. Era polvo; polvo humano. Ya no le prestaba atención.

Pero reconocía el olor de los Videntes; y era aquel olor lo que le había llamado la atención allí. Y cuando los encantamientos fallasen, cosa que debía ocurrir pronto, el desierto de nieve no le impediría cumplir con su obligación. Cuando los viera, haría precisamente aquello que había venido a hacer, no por Shadwell, sino por él mismo. Tenía que conseguirlo de prisa.

—¿Te acuerdas del libro? —le preguntó Suzanna a Hobart.

Éste tardó unos momentos en contestarle. Durante el silencio el horno que le ardía en el interior se encendió de nuevo. Suzanna empezó a temer que las palabras de consuelo que él le había dirigido hubiesen estado fuera de lugar; temió que aquellos dos ejecutores de la Ley formaran parte el uno del otro en tal medida que al sacar a uno del estado de trance, hubiera sacado también al otro.

—Dime... —comenzó a decir la muchacha—. El libro...

—Oh, sí —repuso él; y al caer en la cuenta de qué se trataba, la luz se intensificó—. Estábamos allí... —continuó—, entre los árboles. Tú y yo, y...

Dejó de hablar, y la cara, que hasta aquel momento había permanecido distendida, de pronto empezó a retorcérsele. Había pánico reflejado en ella al tiempo que los fuegos se elevaban hasta el borde de las heridas. Por el rabillo del ojo Suzanna vio que Shadwell retrocedía lentamente, como si se estuviera alejando de una bomba de relojería. Se esforzó por buscar a toda velocidad alguna táctica dilatoria, pero no se le ocurrió ninguna.

Hobart estaba llevándose las manos destrozadas a la cara, y al ver aquel gesto Suzanna comprendió cómo aquellas manos habían sido destruidas. Había tratado de obstaculizar el fuego del Azote en alguna ocasión anterior, y como consecuencia había perdido su propia carne.

—Quémala —oyó que mascullaba Shadwell.

Entonces el fuego comenzó a salir. No apareció de súbito, como Suzanna se esperaba, sino que comenzó a rezumar por las heridas que el cuerpo de Hobart había sufrido y también por los orificios nasales, por la boca, el pene y todos los poros, saliendo en fogosos riachuelos a través de los cuales corrían dardos de los propósitos del Azote, dardos que aún eran lentos, pero que poco a poco iban adquiriendo fortaleza. Suzanna había perdido la carrera.

Sin embargo Hobart no estaba vencido del todo; en aquellos momentos estaba realizando un último y galante intento de expresar sus propios pensamientos. Había dejado de hablar aunque se esforzaba por abrir la boca. Pero antes de poder emitir palabra alguna, Uriel le prendió fuego a la saliva. El fuego le lamió la cara, y los rasgos de Uriel se perfilaron detrás del fuego. A través de las llamas Suzanna vio que Hobart tenía los ojos puestos en ella, y cuando las miradas de ambos se encontraron, el inspector echó la cabeza hacia atrás.

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