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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (92 page)

BOOK: Sortilegio
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Un olor a café vino a recibir a Cal cuando Lem lo llevó a un claro del bosque donde ardía otra hoguera, más pequeña que aquella otra al lado de la cual había estado durmiendo. Media docena de Videntes se encontraba allí comiendo. Cal no conocía a ninguno de ellos.

—Éste es Calhoun Mooney —lo presentó Lem—. Poeta.

Uno de los miembros del grupo, que estaba sentado en una silla mientras una mujer se esmeraba en afeitarle la cabeza, dijo:

—Me acuerdo de ti, del huerto. Tú eres el Cuco.

—Sí.

—¿Has venido a morir con nosotros? —le preguntó una muchacha que estaba agachada junto al fuego, sirviéndose café. Aquel comentario, que hubiera sido considerado una indiscreción en otra compañía, provocó risas.

—Si es necesario —repuso Cal.

—Bueno, pues no te vayas con el estómago vacío —le indicó el hombre de la cabeza rapada. Mientras la mujer que hacía de barbero le secaba con una toalla las últimas jabonaduras que le quedaban en el cuero cabelludo, Cal se dio cuenta de que aquel hombre se había dejado crecer la cabellera para ocultar a los ojos del Reino que tenía la cabeza decorada con una pigmentación rítmica. Ahora podía volver a lucirla.

—Sólo tenemos pan y café —dijo Lem.

—Ya me va bien —le indicó Cal.

—Tú has visto al Azote —afirmó uno de los miembros del grupo.

—Sí —repuso Cal.

—¿Tenemos que hablar de eso, Hamel? —intervino la muchacha que estaba junto al fuego.

El hombre no le hizo caso.

—¿Cómo era? —preguntó.

Cal se encogió de hombros.

—Enorme —contestó con la esperanza de que el tema perdiese interés. Pero no era sólo Hamel quien quería saber cosas; todos ellos, hasta la muchacha que había protestado, esperaban más detalles—. Tenía cientos de ojos... —continuó diciendo Cal—. En realidad eso es lo único que vi.

—A lo mejor podríamos cegarlo —comentó Hamel al tiempo que daba una chupada al cigarrillo.

—¿Cómo? —dijo Lem.

—Con la Antigua Ciencia.

—No tenemos poder para conservar puesta la pantalla mucho más tiempo —afirmó la mujer que había estado llevando a cabo el afeitado—. ¿De dónde vamos a sacar la fuerza para encontrarnos con el Azote?

—Yo no entiendo de ese asunto de la Antigua Ciencia —les dijo Cal dando un sorbo de la taza de café que le había llevado Lem.

—En cualquier forma, ha desaparecido toda —dijo el hombre de la cabeza rapada.

—Nuestros enemigos se apropiaron de ella —le recordó Hamel—. Esa perra de Immacolata y su querido; ellos la cogieron.

—Y también los que hicieron el Telar —comentó la chica.

—Están muertos, acabados para siempre —les dijo Lem.

—De todos modos, es igual —les indicó Cal—. No podríais cegar al Azote.

—¿Por qué no? —quiso saber Hamel.

—Tiene demasiados ojos.

Hamel se acercó paseando al fuego y tiró al centro del mismo la colilla del cigarrillo.

—Para vernos mejor —dijo.

La llama con la que ardió la colilla fue de un azul brillante, lo cual hizo que Cal se preguntase qué era lo que aquel hombre había estado fumando. Tras volverle la espalda al fuego, Hamel desapareció entre los árboles dejando una estela de silencio tras de sí.

—¿Me excusas, poeta? —le dijo Lem—. Tengo que ir a buscar a mis hijas.

—Desde luego.

Cal se sentó para terminar de comer, apoyando la espalda contra un árbol a fin de poder ver las idas y venidas. El breve sueño sólo había conseguido limarle las aristas de la fatiga; comer le produjo somnolencia otra vez. Habría podido quedarse dormido allí mismo, donde estaba sentado, pero aquel café cargado que acababa de beber le había ido directamente a la vejiga y tenía necesidad de aliviarse. Se puso en pie y se fue en busca de algún arbusto apartado para hacer justamente eso, perdiendo rápidamente la orientación entre los árboles.

En una arboleda se encontró con una pareja que bailaba al son de la música nocturna emitida por un pequeño transistor, como amantes que se quedan solos en la pista de baile después de cerrar el local, demasiado absortos el uno en el otro para separarse. En otro lugar estaban enseñando a un niño a contar, utilizando para ello a modo de ábaco una sarta de luces flotantes que su madre había formado al hablar. Cal encontró un lugar solitario donde descargarse, y ya estaba abrochándose torpemente los botones de los pantalones prestados que llevaba cuando alguien lo cogió por un brazo. Se dio la vuelta en redondo y se encontró con Apolline Dubois a su lado. Iba vestida de negro, como siempre, pero llevaba pintados los labios y las pestañas, lo cual no la favorecía en nada. Aunque no hubiera visto la botella de vodka casi vacía que ella llevaba en la mano, el aliento de Apolline le hubiera dicho que llevaba una buena parte de la noche bebiendo.

—Te ofrecería un poco —dijo la mujer—, pero ya no me queda más.

—No te apures —le indicó Cal.

—¿Yo? —le preguntó ella—. Yo nunca me apuro. Me apure o no, todo va a terminar mal.

Y acercándose un poco más a Cal, se puso a escudriñarle el rostro.

—Qué mala cara tienes —le anunció—. ¿Cuándo fue la última vez que te afeitaste?

Justo cuando Cal iba a abrir la boca para contestar, algo sucedió en el aire que los rodeaba. Un temblor recorrió el aire, y a continuación vino la oscuridad. Apolline le soltó inmediatamente, dejando caer al mismo tiempo la botella de vodka. La botella le dio a Cal en un pie, pero éste logró contener la maldición que le vino a los labios, y se alegró de ello. Todo sonido procedente de entre los árboles, fuera música o matemáticas, había cesado por completo. También habían cesado los ruidos en la maleza, y el de las ramas. El bosque quedó de pronto tan silencioso como un lecho de muerte, mientras las sombras se espesaban entre los árboles. Cal extendió un brazo y se agarró a un tronco, temiendo perder todo sentido de la orientación. Cuando se volvió a mirar, Apolline estaba retrocediendo, alejándose de él, y solamente era ya visible aquel rostro suyo tan empolvado. Luego se dio la vuelta, y también la cara se perdió de vista.

Cal no se encontraba completamente solo. A su derecha, y a cierta distancia, vio a alguien que emergía del abrigo que proporcionaban los árboles y se apresuraba a cubrir con tierra, a puntapiés, el pequeño fuego junto al cual madre e hijo habían estado ocupados con las lecciones. Ambos estaban quietos, la mujer apretándole a su retoño la boca con la mano, y los ojos del niño, muy abiertos a causa del miedo, vueltos hacia ella. Cuando el último destello de luz se apagó, Cal vio cómo ella le preguntaba algo al hombre, el cual, a modo de respuesta, le hizo un gesto señalando con el pulgar por encima del hombro. Luego la escena se volvió oscura.

Durante unos momentos Cal permaneció inmóvil dándose apenas cuenta de que había gente que se movía y pasaba junto a él —de un modo muy decidido, como si cada cual se dirigiera a su puesto—. En lugar de quedarse donde estaba, agarrado al árbol como un hombre en medio de una nada, decidió ir en la dirección que indicara el hombre que había apagado el fuego y averiguar lo que estaba sucediendo. Echó a andar con las manos extendidas para ayudarse a encontrar el rumbo al abrirse camino entre los árboles. Cada uno de sus movimientos producía algún sonido ingrato: los zapatos de piel de cerdo chirriaban; las manos, al tocar algún tronco, desprendían fragmentos de corteza, lo que producía una sonora lluvia. Pero había un destino a la vista. Los árboles iban disminuyendo en número y entre ellos Cal pudo distinguir el brillo de la nieve. Aquella luz hacía que el avance resultase más fácil, de modo que, ayudado por la misma, llegó a una distancia de menos de diez metros de la linde, del bosque. Ahora sabía dónde estaba. Delante de él se extendía el campo donde había visto jugar a
Novello
; y después la blanca pendiente de la colina de Rayment.

Cuando echó a andar para acercarse más, alguien le puso una mano en el pecho, deteniéndolo; con una seña el rostro obstinado que tenía a su lado lo mandó volverse por donde había venido. Pero alguien que se encontraba agachado entre la maleza, más cerca del borde del bosque, se dio la vuelta y lo miró; luego levantó una mano para dar a entender que podían permitirle el paso. Sólo cuando estuvo a menos de un metro de donde se ocultaba aquella persona, Cal vio que la figura agachada era Suzanna. Aunque se encontraban muy cerca del perímetro de los árboles y la luz irradiada por la nieve resultaba casi fantástica, era difícil ver a Suzanna. Se encontraba envuelta en un encantamiento, como una especie de velo, que se hacía más fuerte cuando la muchacha exhalaba el aliento y se debilitaba cuando inspiraba. Suzanna tenía la atención concentrada otra vez en el campo y en la colina que estaba más allá. La nieve seguía cayendo de forma ininterrumpida; al parecer la propia nieve había borrado las huellas de Cal, aunque quizá no sin ayuda.

—Esta aquí —susurró la muchacha sin mirar a Cal.

Este observó la escena que tenía delante. Allí no había nada fuera de la colina y la nieve.

—Yo no veo... —empezó a decir.

Suzanna lo hizo callar tocándole ligeramente, y con la cabeza le hizo una seña en dirección a los árboles jóvenes situados a las afueras del bosque.

—Ella lo ve —le dijo Suzanna en un susurro.

Cal estudió con atención los arbolitos nuevos y se dio cuenta de que uno de ellos era de carne y hueso. Una muchacha joven estaba de pie en el mismísimo borde del bosque, con los brazos extendidos, cogiéndose con las manos a las ramas de los arbolitos nuevos que tenía a derecha e izquierda.

Alguien emergió de la penumbra y se situó al lado de Suzanna.

—¿A
qué distancia está? —quiso saber el hombre.

Cal reconoció aquella voz, aunque el hombre estaba muy cambiado.

—¿Nimrod?

Los dorados ojos de Nimrod le echaron un vistazo a Cal sin registrar expresión alguna; luego apartó la vista, pero volvió a mirarlo como dándose cuenta de pronto de quién era. Al parecer Apolline estaba en lo cierto, pensó Cal; debía de tener muy mala cara. Nimrod extendió un brazo por delante de Suzanna y le estrechó con fuerza la mano a Cal. Cuando se la soltó, la muchacha que estaba en el borde del bosque dejó escapar una exclamación casi imperceptible, respondiendo así a la pregunta «¿A qué distancia está?» de Nimrod.

Shadwell y Hobart habían aparecido en la cima de la colina. Aunque el cielo detrás de ellos estaba negro, resaltaban contra el mismo incluso a oscuras, con aquellas inconfundibles e irregulares siluetas suyas.

—Nos han encontrado —dijo Nimrod en voz baja.

—Todavía no —repuso Suzanna.

Muy lentamente, se puso en pie y, como obedeciendo a aquella señal, un temblor, hermano gemelo del rumor que había silenciado por primera vez el bosque, empezó a correr entre los árboles. El aire pareció oscurecerse aún más.

—Están reforzando la pantalla —susurró Nimrod.

Cal ardía en deseos de tener algún papel útil que desempeñar allí, aunque lo único que podía hacer era contemplar la colina y esperar que el enemigo volviera la espalda y se fuera a buscar a otra parte. Pero hacía demasiado tiempo que conocía a Shadwell para creer que aquello resultase probable, y ni siquiera se sorprendió cuando el Vendedor echó a andar ladera abajo hacia el campo. El enemigo era obstinado. Había venido a hacer el regalo de Muerte que había anunciado en la calle Chariot y no quedaría satisfecho hasta que lo hubiera hecho.

Hobart, o el poder que se ocultaba dentro de él, se había quedado en la cima de la colina, desde donde podía examinar mejor el terreno. Incluso a aquella distancia la carne de la cara le resplandecía y se le oscurecía como si se tratase de ascuas expuestas a un fuerte viento.

Cal miró fugazmente a sus espaldas. Los Videntes estaban visibles, de pie a intervalos regulares entre los árboles, con la concentración puesta en el encantamiento que se interponía entre ellos y su propia matanza. El efecto redoblado de dicho encantamiento fue suficiente para invadirle los ojos a Cal, a pesar de que se hallaba dentro de los muros. Durante unos momentos la oscuridad del bosque se atenuó, y a Cal le dio la impresión de que podía ver a través de ella la nieve que había al otro lado.

Volvió a mirar a Shadwell, que había llegado al fondo de la ladera y escudriñaba el paisaje que tenía delante. Sólo en aquel momento, al ver al hombre con mayor claridad, Cal recordó la chaqueta que Shadwell había perdido o tirado, y que él también había abandonado en el transcurso del viaje. Estaba allá fuera, en algún lugar del campo que había detrás de la colina de Rayment, donde sus congelados dedos la habían dejado caer. Cuando Shadwell echó a andar en dirección al bosque, Cal se puso en pie y susurró:

—La chaqueta...

Suzanna estaba cerca de él, y respondió en voz baja, casi inaudible:

—¿Qué pasa con la chaqueta? —Shadwell había dejado de andar otra vez, y estaba sometiendo a un detenido escrutinio la nieve que tenía delante. ¿Quedaría aún visible algún vestiglo de las huellas de Cal y
Novello
?—. ¿Sabes dónde está la chaqueta? —le estaba preguntando Suzanna.

—Sí —repuso Cal—. Al otro lado de la colina.

El Vendedor había alzado lo ojos una vez más, y estaba mirando fijamente la escena que tenía delante. Incluso desde lejos estaba claro que la expresión de su rostro era de perplejidad, incluso de sospecha. La ilusión aparente mente resistía. Pero, ¿durante cuánto tiempo más lo haría? Sobre la colina, por encima de Shadwell, habló Uriel, y el viento cargado de nieve transportó sus palabras.

—Los huelo —
dijo.

Shadwell asintió, y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo, escondiéndolo bajo la solapa del abrigo. Luego volvió a mirar la escena que tenía delante. ¿Era el frío lo que le hacía entrecerrar los ojos, o es que estaba viendo un fantasma o algo parecido contra el resplandor de la nieve?

—Vamos a debilitarnos —le dijo Suzanna—. A no ser que consigamos ayuda.

—¿De la chaqueta? —le preguntó Cal.

—En otro tiempo la chaqueta tenía poderes —repuso la muchacha—. Puede que aún los tenga. ¿Podrías encontrarla?

—No lo sé.

—Ésa no es la respuesta que necesitamos.

—Sí. Puedo encontrarla.

Suzanna miró de nuevo hacia la colina. Shadwell había decidido reunirse de nuevo con Uriel y había empezado a trepar por la pendiente. El Ángel había aposentado el cuerpo de Hobart en la nieve y ahora estaba mirando fijamente hacia las nubes.

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