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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (35 page)

BOOK: Sortilegio
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—Muy buena... —comentó entre bocado y bocado.

El placer encontró eco debajo del árbol. Alguien profirió otro sonido de aprecio y Cal apartó la vista de lo que estaba haciendo y descubrió que había un hombre agachado y apoyado contra el tronco, liando un cigarrillo. Volvió a mirar al mono, y luego otra vez al hombre, y la voz del animal cobró un nuevo sentido.

—Buen truco —dijo.

Aquel hombre levantó la vista hacia Cal. Poseía unas facciones angustiosamente cercanas al mongolismo; ofrecía una sonrisa enorme y al parecer tenía dificultades para la comprensión.

—¿Qué? —preguntó la voz entre las ramas.

Confundido y todo como estaba por el rostro que había allí abajo, Cal continuó suponiendo lo mismo, y dirigió la respuesta no al muñeco, sino al ventrílocuo.

—Sabes imitar la voz así.

El hombre siguió sonriendo, pero no dio muestra alguna de haber comprendido. El mono, por el contrario, se echó a reír estrepitosamente.

—Cómete la fruta —le recomendó.

Los dedos de Cal habían seguido pelando la fruta sin darse cuenta. El Giddy estaba ya sin piel, pero a él aún le quedaba cierto temor supersticioso acerca de la fruta robada que le impedía llevársela a la boca.

—Pruébala —insistió el mono—. No es venenosa.

El olor era demasiado tentador. Cal dio un mordisco.

—Por lo menos no lo es para nosotros —añadió el mono echándose a reír de nuevo.

La fruta sabía aún mejor de lo que el olor prometía. La carne era suculenta y el jugo fuerte como un licor. Cal se lamió el que le escurría por los dedos y la palma de la mano.

—¿Te gusta?

—Soberbia.

—Comida y bebida todo en una. —El mono dirigió la mirada hacia el hombre que estaba debajo del árbol—. ¿Te apetece una, Smith? —le preguntó.

El hombre le aplicó una llama al cigarrillo y aspiró el humo.

—¿Me oyes?

Al no obtener respuesta alguna, el mono salió de estampida otra vez hacia arriba, en dirección a las ramas más altas del árbol.

Cal, que se estaba comiendo la pera, había llegado a las semillas que se encontraban en el centro. Comenzó a masticarlas. El ligero amargor que tenían sólo servía para complementar la dulzura del resto.

En aquel momento Cal empezó a percibir una música que sonaba en algún lugar entre los árboles. Tan pronto era rítmica como caprichosamente alocada.

—¿Quieres otra? —le preguntó el mono apareciendo otra vez no ya con dos, sino con varias frutas.

Cal se tragó el último pedazo que todavía le quedaba de la primera.

—El mismo trato —le dijo el mono.

Sintiéndose glotón de pronto, Cal cogió tres y empezó a pelarlas.

—Hay otras personas aquí —le comentó al ventrílocuo.

—Naturalmente —repuso el mono—. Este ha sido siempre un lugar de reunión.

—¿Por qué hablas siempre a través del animal? —le preguntó Cal mientras los dedos del mono le reclamaban una fruta que tenía ya pelada en las manos.

—Me llamo Novello —dijo el mono—. ¿Y quién te ha dicho que es él quien habla? —Cal se echó a reír, tanto de sí mismo como de aquella representación—. El hecho es —continuó diciendo el mono— que ninguno de nosotros dos sabemos quién hace qué. Pero claro, el amor es así, ¿no te parece?

Echó la cabeza hacia atrás y apretó en la mano la fruta para que el licor le corriera por la garganta.

La música había encontrado una nueva sensación embriagadora. Cal estaba intrigado por averiguar cuáles eran los instrumentos que la producían. Ciertamente había violines, silbatos y tambores. Pero entre éstos había otros sonidos que no lograba identificar.

—Cualquier cosa sirve de excusa para organizar una fiesta —dijo Novello.

—Debe de ser el desayuno más grande de la historia.

—Eso diría yo. ¿Quieres ir a ver?

—Sí.

El mono recorrió toda la rama y luego correteó tronco abajo hasta donde se encontraba sentado Smith. Cal, que estaba masticando las semillas de su segundo Giddy, alargó una mano hacia arriba y reclamó otro puñado de fruta de entre el follaje, metiéndose en el bolsillo media docena de ellas por si tenía hambre más adelante; a continuación peló otra para consumirla en el momento.

El sonido de un parloteo entre monos le hizo dirigir la mirada hacia Novello y Smith. La bestia se hallaba posada en el pecho del hombre, y hablaban el uno con el otro con un balbuceo mezcla de palabras y gruñidos. Los ojos de Cal fueron del hombre a la bestia y otra vez al hombre. No pudo distinguir quién decía qué.

El debate terminó bruscamente, y Smith se puso en pie; el mono estaba sentado ahora en su hombro. Sin invitar a Cal a que los siguiera, se abrieron camino entre los árboles. Cal fue tras ellos, pelando fruta y comiendo la por el camino.

Algunos de los visitantes del lugar estaban haciendo lo mismo que había hecho él de pie bajo los árboles; comer peras de Judas. Uno o dos incluso habían trepado a los árboles y se hallaban semiocultos entre ramas, bañándose en aquel perfumado aire. Otros, bien porque eran indiferentes a la fruta o porque estaban saciados de ella, se encontraban tumbados cómodamente en la hierba y hablaban entre ellos en voz baja. El ambiente respiraba tranquilidad.

Mientras caminaba, Cal pensó que el cielo era un huerto; y que Dios era abundancia.

—Es la fruta la que habla —le explicó Novello. Cal ni siquiera se había dado cuenta de que había expresado sus pensamientos en voz alta. Se dio la vuelta y miró al mono, sintiéndose ligeramente desorientado—. Deberías vigilarte a ti mismo —continuó el animal—. Un empacho de peras de Judas no será nada bueno para ti.

—Tengo el estómago fuerte —repuso Cal.

—¿Quién ha dicho nada de tu estómago? —replicó el mono—. No es por capricho que se llama fruta Giddy.

Cal no le hizo caso. El tono condescendiente que utilizaba el animal lo irritaba. Apretó el paso y adelantó al hombre y a la bestia.

—Haz lo que te plazca —le recomendó el mono.

Alguien pasó disparado entre los árboles un poco más adelante de donde se hallaba Cal dejando tras de sí una estela de risas. A los ojos de Cal el sonido se hizo momentáneamente
visible
; vio la subida y bajada de las notas, semejantes a salpicaduras de luz, que se separaban volando como cabezas de esa flor llamada diente de león impulsadas por el fuerte viento. Cogiendo y pelando otra de aquellas extraordinarias frutas de Lo mientras caminaba, se dirigió apresuradamente hacia el lugar de la música.

Y delante de él la escena comenzó a aclararse. Una alfombra de colores azul y ocre estaba extendida en el suelo entre los árboles, con unas mechas sumergidas en aceite que emitían una especie de parpadeo a lo largo del borde; y más al exterior, los músicos que había oído antes. Había cinco; tres mujeres y dos hombres, todos vestidos formalmente con trajes y vestidos entre cuyos oscuros hilos se hallaban de algún modo ocultos brillantes dibujos, de tal manera que al más leve movimiento de los pliegues la luz de la llama revelaba un hechizo que a Cal le recordó la iridiscencia de las mariposas tropicales. Más sorprendente, sin embargo, era el hecho de que aquel quinteto no dispusiera de un solo instrumento. Estaban
cantando
y producían el sonido de violines, flautas y tambores, y ofrecían además otros sonidos que ningún instrumento podría nunca llegar a producir. He ahí una música que no imitaba sonidos naturales, como el canto de pájaros o ballenas, ni tampoco el sonido de los árboles o de los torrentes, sino que expresaba, en cambio, experiencias que yacían entre las palabras; el excéntrico latir del corazón, adonde el intelecto no puede llegar.

Al oírlo, varios estremecimientos de placer le recorrieron la espina dorsal a Cal.

El espectáculo había congregado allí un público de unos treinta Videntes, y Cal se unió a ellos. Unos cuantos advirtieron su presencia, y lanzaron suaves y curiosas miradas en su dirección.

Estudiando a los allí reunidos, Cal trató de asignar aquellas personas a una u otra de las cuatro Familias, pero le resultó del todo imposible. La orquesta coral presumiblemente sería Aia; ¿no había dicho Apolline que era la sangre Aia lo que le había otorgado una buena voz para el canto? Pero entre los demás, ¿quién era quién? ¿Quiénes de aquellas personas pertenecían a los Babu, la Familia de Jerichau, por ejemplo? ¿Quiénes a la familia Ye-me o a la Lo? Había visto rostros negros y caucásicos, y uno o dos con rasgos orientales; había algunos cuyos rasgos no eran completamente humanos: uno con los mismos ojos dorados de Nimrod (y seguramente también con cola, como él); otro par cuyas facciones llevaban unas marcas simétricas que les recorrían el rostro hacia abajo desde el cuero cabelludo; y aún quedaban otros que lucían —bien por los dictados de la moda o de la teología— elaborados tatuajes y peinados. La misma variedad se daba en lo referente a la ropa que vestían; los diseños formales del ropaje de finales del siglo XIX estaban reajustados con intención de favorecer a los que los llevaban puestos. Y en las telas de las faldas, trajes y chalecos, se encontraba la misma iridiscencia, apenas oculta: hebras brillantes de carnaval al acecho entre el tono monocromo.

La admirada mirada de Cal iba de un rostro a otro, y sintió que quería por amigo a cada una de aquellas personas; quería conocerlos, pasear con ellos y compartir con ellos su miserable renta de secretos. Tenía conciencia vagamente de que aquello era algo producido por la fruta. Pero, en ese caso, se trataba de una fruta sabia.

Aunque ya había conseguido saciar el hambre, sacó del bolsillo otra pera; estaba a punto de pelarla cuando la música acabó. Hubo aplausos y silbidos. El quinteto saludó haciendo reverencias. Y mientras tanto un hombre barbudo con la cara tan arrugada como una nuez, que había estado sentado en un taburete cerca del borde de la alfombra, se levantó. Miró directamente a Cal y dijo:

—Amigos míos..., amigos..., tenemos a un extraño entre nosotros.

Los aplausos se fueron apagando. Todos los rostros se volvieron en dirección a Cal; éste notó que se ruborizaba profundamente.

—¡Salga, señor Mooney! ¡Señor
Calhoun Mooney
!

Ganza le había dicho la verdad: allí el aire
realmente
cotilleaba.

El hombre le hacía señas. Cal emitió un murmullo de protesta.

—Adelante. ¡Entreténganos un rato! —fue todo lo que obtuvo por respuesta.

Al oír aquello a Cal empezó a latirle el corazón con una intensidad furiosa.

—No sé —dijo.

—Ya lo creo que sabe —le contradijo el hombre son riendo con ironía—. ¡Ya lo creo que sabe!

Sonaron más aplausos. Aquellos brillantes rostros sonreían alrededor de Cal. Alguien le tocó en el hombro El miró a su alrededor. Era Novello.

—Ése es el señor Lo —le indicó el mono—. No debes negarte a lo que te pide.

—Pero no sé
hacer
nada...

—Todo el mundo sabe hacer
algo —
dijo el mono—. Aunque sólo sea tirarse pedos.

—Vamos, vamos —estaba diciendo Lemuel Lo—. No sea usted tímido.

Muy en contra de su voluntad, Cal se abrió paso entre la concurrencia hacia el rectángulo de mechas.

—En serio... —le explicó a Lo—. No creo que...

—Ha comido de mi fruta con entera libertad —le dijo Lo sin el menor asomo de rencor—. Lo menos que puede hacer es entretenernos.

Cal miró a su alrededor en busca de apoyo, pero lo único que vio fueron rostros expectantes.

—No sé cantar, y parece que tenga dos pies izquierdos —comentó con la esperanza de que el automenosprecio le sirviera como vía de escape.

—Su bisabuelo era poeta, ¿no es así? —le preguntó Lemuel en un tono lleno de reproche hacia Cal por no haber mencionado el hecho.

—En efecto —dijo Cal.

—¿Y no puede usted recitar los versos de su propio bisabuelo? —quiso saber Lemuel.

Cal se quedó pensando en aquello durante unos instantes. Estaba claro que no iban a dejarlo marchar de aquel círculo sin que antes hiciera por lo menos una tentativa de obtener recompensa por aquella glotonería suya, y la sugerencia de Lemuel no era tan mala. Muchos años antes Brendan le había enseñado a Cal uno o dos fragmentos de los versos de Mooney
el Loco
. Para Cal entonces habían significado bastante poca cosa —tendría entonces seis años—, pero las rimas le habían parecido intrigantes.

—La alfombra es toda suya —dijo Lemuel; y se hizo a un lado para permitirle a Cal el acceso al área de actuaciones.

Antes de que éste tuviera oportunidad de recordar ninguno de los versos —hacía dos décadas que los había aprendido; ¿de cuánto lograría acordarse?— se encontró de pie en la alfombra, mirando fijamente al público que se vislumbraba más allá de las luces situadas en el suelo.

—Lo que dice el señor Lo es cierto... —comenzó Cal todo él titubeó—. Mi bisabuelo...

—Hable más alto —le pidió alguien.

—Mi bisabuelo era poeta. Trataré de recitar una de sus poesías. No sé si podré acordarme de todos los versos, pero haré lo que pueda.

Hubo aplausos dispersos después de aquello, lo cual hizo que Cal se sintiera más incómodo que nunca.

—¿Cómo se llama este poema? —le preguntó Lemuel.

Cal se estrujó el cerebro intentando recordarlo. El título le había dicho aún menos que los versos cuando se lo enseñó su padre, pero, de todas maneras, se lo había aprendido como un loro.

—Se llama
Seis perogrulladas —
dijo. La lengua formaba las palabras con más rapidez de lo que el cerebro tarda en desempolvarlas.

—Recítelo, amigo mío —le pidió el hortelano.

El público permaneció en pie conteniendo la respiración; el único movimiento ahora era el de las llamas alrededor de la alfombra.

Cal sonrió.

—«Una parte del amor...»

Durante un instante terrible la mente se le quedó completamente en blanco. Si en aquel momento alguien le hubiera preguntado cómo se llamaba, Cal no habría sido capaz de responder. Cuatro palabras y, de repente, se había quedado sin habla.

Y justo entonces, mientras estaba sobrecogido por el pánico, Cal se dio cuenta de que más que nada en el mundo deseaba complacer a aquella cortés asamblea; de mostrarles cuánto se alegraba de estar entre ellos. Pero aquella maldita lengua suya...

En el fondo de su cabeza, el poeta le dijo:

«Adelante, muchacho. Diles lo que sabes. No intentes recordar. Sólo empieza a hablar.»

Comenzó de nuevo, esta vez sin titubeos, al contrario, con fuerza, como si se supiera los versos a la perfección. Y, maldita sea, resultó que así era. Le fueron fluyendo con facilidad, y se oyó a sí mismo recitándolos con un tono de voz que nunca se hubiese creído capaz de emitir. Era la voz de un bardo la que declamaba.

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