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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (31 page)

BOOK: Sortilegio
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¿Sufría un espejismo o se advertía ya cierta inquietud entre los nudos? Parecía como si las criaturas que allí había luchasen contra la condición en que se hallaba, conscientes de que el día había amanecido, pero sin energía suficiente para despertar.

Y ahora captó, por el rabillo del ojo, una figura desnuda que estaba agazapada a los pies de una compradora. Sin duda era uno de los Videntes; pero ninguno que el conociera. O por lo menos no reconocía el cuerpo. Pero aquellos ojos...

—¿Nimrod? —murmuró.

La criatura lo había visto a él, y se arrastró desde el seguro lugar donde se hallaba hasta el borde de la alfombra. Nadie se había dado cuenta. Shadwell se había reunido de nuevo con los compradores, tratando de evitar que la subasta se convirtiera en un baño de sangre. Se había olvidado de la existencia de Cal.

—¿Eres tú? —le preguntó Cal a Nimrod.

Éste asintió, apuntándose hacia la garganta.

—¿No puedes hablar?
¡Mierda!

Cal echó un fugaz vistazo hacia la puerta. Immacolata seguía allí a la espera. Tenía la misma paciencia que un pájaro carroñero.

—La alfombra... —continuó diciendo Cal—. Tenemos que despertarla.

Nimrod lo miró de forma inexpresiva.

—¿No comprendes lo que te digo?

Antes de que Nimrod pudiera responder por señas, Shadwell, que había apaciguado ya a los compradores, anunció:

—Empezaremos de nuevo. —Y luego añadió, dirigiéndose a Immacolata—: Llévate de aquí a este asesino.

Cal disponía, en el mejor de los casos, de algunos segundos antes de que la Hechicera pusiera fin a su vida. Estudió desesperadamente la habitación buscando una salida. Había varias ventanas, todas cubiertas con pesados cortinajes. Quizá si lograba llegar hasta una de ellas pudiera arrojarse al exterior. Aunque la caída lo matase, nada podía ser peor que morir a manos de Immacolata.

Pero ésta se detuvo antes de llegar a él. Desvió la mirada, que hasta entonces había tenido clavada en Cal, y la dejó vagar libremente. Se dio la vuelta hacia Shadwell y pronunció sólo una palabra:

—Menstruum...

Al mismo tiempo que Immacolata hablaba, la habitación que había detrás de la puerta, aquélla donde Apolline y Freddy habían quedado abandonados, se inundó de un brillante resplandor tan fuerte que atravesó la puerta y salpicó la alfombra. Con aquel toque, los colores parecieron hacerse más vivos.

Y luego un chillido de ira —la voz de la Bruja— se elevó desde aquella misma habitación seguida de un mayor derrumbamiento de luz.

Aquello nuevos sonidos y visiones bastaron para revolucionar de nuevo a los compradores. Uno se dirigió a la puerta, bien fuera para mirar por ella o para escapar, y cayó de espaldas tapándose los ojos
con
las manos y gritando que se había quedado ciego. Nadie acudió en su ayuda. El resto del grupo se retiró al extremo opuesto de la habitación, mientras la furia iba en aumento en el otro lado.

Una figura había aparecido en la puerta con unas hebras de brillo que describían espirales a su alrededor. Cal la reconoció al instante a pesar de la transformación.

Era Suzanna. Una especie de fuegos artificiales líquidos le corrían como venas por los brazos y se le derramaban por la punta de los dedos; le bailaban en el vientre y en los pechos y le salían por entre las piernas para incendiar el aire.

Al verla de aquel modo, a Cal le llevó varios segundos reaccionar y darle un saludo de bienvenida; pero para entonces las hermanas ya habían atravesado la puerta en persecución de Suzanna. La batalla había causado graves daños en ambos bandos. El despliegue del menstruum no lograba ocultar las sangrantes heridas que Suzanna tenía en el cuello y por todo el cuerpo; y aunque el dolor era algo que muy probablemente quedara fuera del al canee de la experiencia de las hermanas fantasmas, ellas también estaban desangrándose.

Debilitadas o no, cayeron hacia atrás cuando Immacolata levantó la mano, reservándose a Suzanna para ella, la hermana viva.

—Llegas tarde —le dijo—. Estábamos esperándote.

—Mátala —le indicó Shadwell.

Cal estudió la expresión del rostro de Suzanna. Por más que lo intentase, la muchacha no podía disimular del todo el agotamiento.

Ahora, quizá por el hecho de notar los ojos de Cal fijos en ella, volvió la vista en la dirección de éste y ambas miradas se encontraron; después le miró las manos, que él tenía aún con la palma vuelta sobre el Tejido. ¿Podría leerle ella el pensamiento?, se preguntó Cal. ¿Comprendería Suzanna que la única esperanza que les quedaba yacía dormida a los pies de la muchacha?

De nuevo sus miradas se encontraron, y en los ojos de ella Cal vio que sí lo comprendía.

Debajo de los dedos de Cal el Tejido comenzó a hormiguear, como si una suave descarga eléctrica estuviera recorriéndolo. No quitó la mano, sino que permitió que aquella energía se sirviera de él a su antojo. Ahora Cal era sólo una parte del proceso: un círculo de energía recorría la alfombra desde los pies de Suzanna hasta las manos de Cal y subía a través de los ojos de éste, desde los cuales volvía hacia ella siguiendo la línea de la mirada de ambos.

—Detenlos... —dijo Shadwell comprendiendo débilmente aquella travesura. Pero cuando Immacolata empezó a avanzar de nuevo hacia Cal, uno de los compradores dijo:

—El cuchillo.

Cal no dejó de mirar a Suzanna, pero el cuchillo ahora se veía flotando entre ellos, como si lo hubiera elevado en el aire el calor de los pensamientos de ambos.

Suzanna no tenía más idea que Cal de por qué o cómo estaba pasando aquello, pero también captó, si bien vagamente, la noción del circuito que corría a través de ella, el menstruum, la alfombra, Cal y la mirada entre ambos, para acabar volviendo de nuevo a ella. Fuera lo que fuese aquello que estaba ocurriendo allí, disponía solamente de algunos segundos para realizar su milagro antes de que Immacolata alcanzase a Cal y rompiera el círculo.

El cuchillo había empezado ahora a girar sobre sí mismo, adquiriendo mayor velocidad a cada vuelta que daba. Cal sintió una plenitud en los testículos que le resultaba casi dolorosa; y —lo que era más alarmante— experimentó la sensación siendo separado del mismo, a través de los ojos, para ir a reunirse con la mirada de Suzanna justamente en el cuchillo que había entre ambos, el cual se estaba moviendo a una velocidad tal que parecía una bola de plata.

Y luego, súbitamente, cayó del aire como un pájaro abatido de un solo golpe. Cal siguió con la mirada el descenso, que finalizó con un ruido sordo cuando la punta fue a enterrarse en el centro de la alfombra.

En un instante una onda de choque recorrió centímetro a centímetro la urdimbre y la trama, como si la punta del cuchillo hubiera cercenado una hebra de la cual dependiera la integridad del conjunto. Y con aquella hebra corrida, el Tejido quedó suelto.

3

Fue el fin del mundo, y el principio de
mundos
.

Primeramente una nube salvaje con forma de columna se elevó desde el medio del Torbellino y voló hacia el techo. Al chocar, se abrieron en éste grandes grietas que causaron una avalancha de yeso sobre las cabezas de todos los que se encontraban debajo. Durante un momento a Cal se le ocurrió que lo que Suzanna y él habían desencadenado quedaba ya más allá de su jurisdicción. Luego empezaron los prodigios, y tales preocupaciones se le olvidaron por completo.

En la nube se producían relámpagos, que describían arcos al salir en dirección a las paredes y a través del suelo. Al saltar hacia adelante, los nudos que había de un extremo al otro de la alfombra abandonaban las configuraciones que tenían, y las hebras empezaban a crecer como el grano en pleno verano derramando colores al elevarse. Era algo muy parecido a lo que Cal y Suzanna habían soñado varias noches atrás, sólo que multiplicado por cien; hilos ambiciosos que trepaban y proliferaban por la habitación.

La presión de aquel crecimiento bajo Cal bastó para arrojarlo fuera de la alfombra al saltar las hebras de sus ataduras y empezar a esparcir las semillas, de un millar de formas diferentes, a derecha e izquierda. Algunas eran más rápidas que otras al elevarse y alcanzaban el techo en cuestión de segundos. Otras, en cambio, elegían el camino de las ventanas, dejando estelas de color al romper el cristal y salir corriendo a enfrentarse con la noche.

Dondequiera que se pusiera el ojo se veían nuevas y extraordinarias exhibiciones. Al principio aquella explosión de formas resultaba demasiado caótica para tener ningún sentido, pero, en cuanto el aire se halló inundado de color, las hebras empezaron a formar detalles más preciosos, diferenciándose las plantas de la piedra, la piedra de la madera, y la madera de la carne. Un hilo excitado hizo explosión contra el tejado produciendo una verdadera lluvia de motas, cada una de las cuales, al entrar en contacto con el humus del Tejido —que se estaba deteriorando rápidamente—, le arrancaba diminutos retoños. Otro hilo tendía unos senderos de niebla gris azulada y en zigzag por toda la habitación; un tercero y un cuarto se iban entrelazando, y de aquella unión saltaban luciérnagas que dibujaban en su movimiento ave y bestia, y a las cuales sus compañeros revestían de luz.

En cuestión de segundos la Fuga había llenado por completo la habitación, creciendo con una rapidez tal que la casa de Shearman ya no podía darle cabida. Los tablones del suelo resultaron arrancados de cuajo cuando las hebras se pusieron a buscar nuevos territorios; las vigas se apartaron violentamente. Tampoco los ladrillos ni el mortero constituyeron una mejor defensa contra los hilos. Lo que no obtenían por las buenas, lo conseguían por las malas; sencillamente lo volvían todo boca abajo.

Cal no tenía intención de quedar enterrado allí. Por muy hechiceros que fueran aquellos dolores propios de un parto, seguro que no faltaba mucho para que la casa se derrumbase. Escudriñó por entre los fuegos artificiales hacia el lugar donde antes había estado Suzanna, pero ésta ya no se encontraba allí. Los compradores también intentaban escapar, luchando como perros callejeros presas de pánico.

Tras ponerse en pie con dificultad y a toda prisa, Cal echó a andar hacia la puerta. Pero no había dado más que un par de pasos cuando vio a Shadwell avanzando hacia él.

—¡Hijo de puta! —
le gritaba el Vendedor—,
¡Entrometido hijo de puta!

Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó una pistola, y apuntó con ella a Cal.

—¡A mí nadie me contraría, Mooney! —
le gritó; y luego disparó.

Pero en el mismo momento de apretar el gatillo alguien saltó sobre él. Shadwell cayó de lado. La bala falló con mucho el blanco.

El salvador de Cal era Nimrod. Ahora corría hacia Cal con una expresión de urgencia. Y tenía motivos para ello. La casa entera había empezado a temblar y se oían estruendos de capitulación procedentes de arriba y de abajo. La Fuga había llegado hasta los cimientos, y su entusiasmo estaba a punto de echar la casa abajo.

Nimrod agarró a Cal por un brazo y comenzó a tirar de él, no hacia la puerta, sino hacia la ventana, porque aquel retoñante Tejido las había arrancado todas. Más allá de los escombros de la casa, la Fuga estaba contando su largamente callada historia aquí y allá, llenando la oscuridad todavía con más magia.

Nimrod echó un fugaz vistazo hacia atrás.

—¿Vamos a saltar? —le preguntó Cal.

Nimrod sonrió irónicamente y apretó aún con más fuerza el brazo de Cal. Una rápida mirada hacia atrás le mostró a Cal que Shadwell había encontrado la pistola y les estaba apuntando con ella a la espalda.

—¡Vigila! —gritó.

A Nimrod se le iluminó el rostro e inmediatamente le oprimió a Cal la nuca con la mano para obligarle a agachar la cabeza. Un instante después Cal comprendió por qué, pues vio una oleada de color que brotaba del Tejido; Nimrod se lanzó delante de ella justamente con Cal.

Aquella fuerza los transportó a ambos haciéndolos pasar a través de la ventana, y durante un momento de pánico no tuvieron bajo los pies nada más que aire. Después el brillo pareció solidificarse y extenderse bajo ellos, y se encontraron viajando por él como practicantes de surfing sobre una ola de luz.

El viaje acabó demasiado pronto. Pocos segundos después fueron depositados bruscamente en un campo a cierta distancia de la casa, y la ola se alejó en medio de la noche engendrando a su paso toda clase de flora y fauna.

Atontado, pero lleno de regocijo, Cal se puso en pie; quedó encantado al oír exclamar a Nimrod:

—¡Ja!

—¿Ya puedes hablar?

—Eso parece —repuso Nimrod con una sonrisa más amplia que nunca—. Aquí estoy fuera del alcance de ella...

—De Immacolata.

—Desde luego. Deshizo mi encantamiento por tentar a los Cucos. Y ya lo creo que resulté ser tentador. ¿Te fijaste en la mujer del vestido azul?

—Apenas.

—Se quedó colada por mí a primera vista —dijo Nimrod—. Quizá tendría que ir a buscarla. Va a necesitar un poco de ternura, tal como están las cosas...

Y sin decir una palabra más volvió sobre sus pasos en dirección a la casa, que estaba a punto de convertirse en un montón de escombros. Sólo cuando ya desaparecía en aquella confusión de luz y polvo, advirtió Cal que Nimrod poseía cola en su verdadera forma.

Sin ningún género de duda Nimrod sería capaz de cuidarse solo, pero había otros que tenían preocupado a Cal. Por una parte Suzanna, y también Apolline, a quien había visto por última vez tumbada junto a Freddy en la antecámara de la habitación de Subastas. Todo era estruendo y destrucción, pero, no obstante, Cal echó a andar de nuevo hacia la casa para ver si podía encontrarlas.

Era como nadar contra corriente en medio de una marea en tecnicolor. Algunas hebras surgidas tardíamente volaban y estallaban a su alrededor, muchas de ellas rompiéndose contra su cuerpo. Se mostraban, con mucho, más amables con el tejido vivo que con el ladrillo. Su contacto no le producía a Cal daño alguno, sino que le confería nuevas energías. El cuerpo le hormigueaba como si acabara de salir de una ducha de agua helada. Y la cabeza le zumbaba.

No había ni señal del enemigo. Cal confiaba en que Shadwell hubiese quedado enterrado en aquella casa, pero conocía demasiado bien la suerte que suelen tener los malvados como para creer que aquello fuera probable. No obstante, consiguió vislumbrar a varios de los compradores deambulando en el brillo. No se ayudaban los unos a los otros, sino que se abrían camino en solitario; o bien miraban fijamente al suelo por miedo a que éste se abriera bajo sus pies, o bien se tapaban, al tropezarse, las lágrimas con las manos.

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