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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (48 page)

BOOK: Sortilegio
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—Va a ser la reunión más grande hasta ahora... —le dijo—. Nuestro número crece sin cesar. El día se acerca, Jerichau. Nuestra gente está lista y esperando.

—Lo creeré cuando lo vea.

Y lo vio.

Al caer la tarde Nimrod lo llevó por un enrevesado camino hasta un amplio edificio en ruinas, lejos de cualquier lugar habitado por los humanos. En su mejor época aquel lugar había sido una fundición, pero su escala heroica lo había condenado a muerte cuando los tiempos se hicieron más difíciles. Ahora se suponía que aquellas paredes iban a ver el ardor de otro tipo de calor muy distinto.

A medida que se fueron acercando se hizo evidente que había luces en el interior, pero no se oía ruido alguno ni se notaban señales de la inmensa congregación que Nimrod había prometido. Unas cuantas figuras solitarias acechaban entre los escombros de las construcciones de servicios, pero por lo demás el lugar parecía desierto.

Sin embargo, una vez traspasada la puerta, Jerichau tendría que enfrentarse al primer sobresalto de una noche que iba a comportar muchos más; el inmenso edificio estaba lleno a rebosar de cientos de Videntes. Vio a miembros de cada una de las Raíces, Babu y Ye-me, Lo y Aia; vio ancianos y ancianas, e incluso niños pequeños en brazos. De algunos sabía a ciencia cierta que habían estado en el Tejido en un principio, y al parecer habían elegido el verano anterior para probar suerte en el Reino; de otros supuso que serían descendientes de aquellos que habían rehusado el Tejido la primera vez; éstos tenían cierto aire que los señalaba como extraños para su propia patria. Muchos de ellos se hallaban bastante distanciados de sus colegas devotos, como si temieran que les rechazaran.

Resultaba desorientador ver fisonomías, que llevaban la sutil firmeza de sus colegas Videntes, acicaladas y pintadas
a la mode
; Videntes vestidos con pantalones tejanos y cazadoras de cuero, o con vestidos estampados y zapatos de tacón alto. A juzgar por su aspecto, muchos de ellos habían conseguido sobrevivir bastante bien en el Reino; puede que hasta hubieran prosperado. Sin embargo allí estaban. Un susurro de liberación los había hallado en sus escondites entre los Cucos, y se habían apresurado a venir trayendo consigo a sus hijos y plegarias. Videntes que sólo podían conocer la existencia de la Fuga por rumores, de oídas, se habían sentido atraídos por la esperanza de ver un lugar que sus corazones nunca habían olvidado.

A pesar de su inicial cinismo, Jerichau no pudo evitar sentirse conmovido al contemplar aquella multitud silente y expectante.

—Ya te lo había dicho —le susurró Nimrod al tiempo que guiaba a Jerichau entre el gentío—. Nos acercaremos cuanto podamos, ¿eh?

Al fondo del amplio salón habían situado una tribuna, atestada de flores. Había luces revoloteando en el aire, encantamientos Babu, que arrojaban una luminiscencia parpadeante sobre el escenario.

—Él vendrá pronto —le indicó Nimrod.

A Jerichau no le cabía la menor duda de ello. Ya se notaba cierto movimiento en el extremo más alejado de la sala; varias figuras, vestidas todas del mismo color azul oscuro, estaban ordenando a la multitud que retrocediera unos cuantos metros de las cercanías de la tribuna. Los devotos obedecieron la orden sin vacilar.

—¿Quienes son? —le preguntó Jerichau señalando con la cabeza hacia aquellas uniformadas figuras.

—La Élite del Profeta —repuso Nimrod—. Están con él día y noche. Para evitarle cualquier daño.

Jerichau no tuvo tiempo de hacer más preguntas. Una puerta se estaba abriendo ya en la desnuda pared de ladrillo que había al fondo de la tarima; un temblor de excitación recorrió toda la sala. La congregación entera comenzó a moverse hacia la tribuna. La marea de emoción que surgía de allí era contagiosa, de modo que, por mucho que tratase de conservar afiladas sus facultades críticas, Jerichau notó que el corazón le latía a causa de la emoción.

Uno de los miembros de la Élite había aparecido por la puerta abierta transportando una sencilla silla de madera. La colocó en la parte delantera de la tribuna. La multitud empujaba por la espalda a Jerichau, que se encontraba atrapado tanto por la derecha como por la izquierda. Todos los rostros excepto el suyo estaban vueltos hacia el escenario. A algunos les rodaban las lágrimas por las mejillas: la tensión de la larga espera había sido demasiado para ellos. Otros elevaban plegarias silenciosas.

Y ahora otros dos miembros de la Élite pasaron por la puerta, y al separarse revelaron la presencia de una figura vestida de un color amarillo pálido; el mero hecho de verla hizo brotar una oleada de ruidos entre la multitud. No se trataba del jubiloso grito de bienvenida que Jerichau se esperaba, sino de una intensificación del murmullo que había comenzado un rato antes; un sonido suave y anhelante que le agitaba a uno las entrañas.

Por encima de la tarima las llamas flotantes se hicieron más brillantes. El murmullo fue creciendo en profundidad y resonancia. Jerichau tuvo que hacer un denodado esfuerzo para no unirse a los demás.

Las luces habían alcanzado un color blanco, pero el Profeta no se adelantó para bañarse en aquel resplandor de gloria. Se mantuvo atrás, al borde del charco de la luz, atormentando a la multitud, que le imploraba con gemidos que se dejase ver. Pero él se resistía; y ellos seguían llamándole con aquellas plegarias silenciosas que se fueron haciendo febriles.

Sólo después de tres o cuatro minutos de estar manteniéndose atrás, el Profeta consintió en responder a la llamada; entonces avanzó hacia la luz. Era un hombre de considerable tamaño —un colega Babu, supuso Jerichau—, pero cierta falta de firmeza hacía lento su andar. Tenía unas facciones benignas, incluso ligeramente afeminadas; el pelo, fino como el de un bebé, era una melena blanca.

Al llegar a la silla se sentó en ella —al parecer con cierto trabajo— y se puso a examinar la asamblea. Poco a poco el murmullo se fue suavizando. Sin embargo él no habló hasta que hubo cesado por completo. Y cuando lo hizo no fue con la voz que Jerichau se esperaba en un Profeta, estridente y poseída. Sino que lo hizo con una voz leve, musical, de tono suave, incluso vacilante.

—Amigos míos... —comenzó—. Estamos reunidos aquí en el nombre de Capra...

—Capra...

El nombre fue en un susurro de pared a pared.

—He escuchado las palabras de Capra. Dicen que el momento está ya muy, muy cercano. —Hablaba, o al menos ésa fue la impresión que le produjo a Jerichau, casi de mala gana, como si fuese el bajel de aquella sabiduría, aunque no se encontrase, ni mucho menos, cómodo con ello—. Si hay algunos que dudan entre vosotros... —continuó diciendo el Profeta—, que se preparen a despojarse de cualquier clase de duda.

Nimrod le dirigió una mirada a Jerichau, como diciéndole que se refería a él.

—Cada día somos más grandes... —decía el Profeta—. La palabra de Capra se ha extendido por todas partes y está hallando el camino para llegar a los olvidados y a los olvidadizos. Despierta a los que duermen. Hace bailar a los agonizantes. —Hablaba con mucha tranquilidad, dejando que la retórica sustituyese al volumen. La congregación atendía como niños—. Muy pronto estaremos en casa. Es taremos de regreso entre nuestros seres queridos, caminando por donde caminaron nuestros padres. Ya no tendremos que ocultarnos durante más tiempo. Esto es lo que nos dice Capra. Nos levantaremos, amigos míos. Nos levantaremos y brillaremos.

Hubo sollozos apenas reprimidos por toda la sala. El Profeta los oyó, y luego los acalló con una indulgente sonrisa.

—No hay necesidad de llorar —dijo—. Veo que se acerca el final del llanto. El final de la
espera
.

—Sí —dijo la multitud, todos a una—. Sí. Sí.

Jerichau se vio cogido por aquella oleada de afirmación. No tenía deseos de resistirse. El también formaba parte de aquella gente, ¿no era así? La tragedia de ellos era su tragedia; y su anhelo era también el suyo.

—Sí... —se encontró diciendo—. Sí... sí...

A su lado Nimrod le comentó:

—¿Crees ahora?

Y luego él mismo se unió a la cantinela.

El Profeta alzó una mano enguantada para acallar las voces. Esta vez costó más tiempo conseguir que la multitud se tranquilizara, pero cuando el Profeta habló de nuevo su voz era más fuerte, como si aquel despliegue de sentimientos de camaradería le hubiese robustecido.

—Amigos míos. Capra ama la paz del mismo modo que la amamos nosotros. Pero no nos engañemos. Tenemos enemigos. Tenemos enemigos entre los Humanos, y sí, también entre nuestra propia Especie. Hay muchos que nos han hecho trampas. Que han conspirado con los Cucos para mantener dormidos nuestros territorios. Esto lo ha visto Capra con sus propios ojos. Traición y mentiras, amigos míos;
por doquier. —
Inclinó un momento la cabeza, como si el esfuerzo de pronunciar aquellas palabras estuviese a punto de derrotarlo—. ¿Qué haremos nosotros? —preguntó con voz desesperada.

—¡Guíanos! —
gritó alguien.

El Profeta alzó la mano al oír aquello; tenía el rostro turbado.

—Yo sólo puedo mostraros el camino —protestó.

Pero el grito había sido adoptado por otras muchas personas diseminadas por la sala, y fue creciendo cada vez más.

—¡Guíanos! —
le gritaban—.
¡Guíanos!

Lentamente, el Profeta se puso en pie. De nuevo alzó las manos para imponer silencio en la congregación, pero esta vez la multitud no estaban tan dispuesta a ceder.

—Por favor... —dijo, viéndose obligado por primera vez a alzar la voz—. Por favor. ¡Escuchadme!

¿Era sólo imaginación de Jerichau, o las luces situadas encima de la tarima habían empezado a arder con renovado brillo al tiempo que el pelo del Profeta se convertía en un halo por encima de su benevolente cabeza? A juzgar por la expresión de su cara, la llamada a las armas que se elevaba desde el suelo le producía angustia; la
vox populi
quería algo más que vagas promesas.

—Escuchadme —apeló—. Si queréis que os guíe...

—¡Sí! —clamaron quinientas gargantas.

—Si eso es lo que queréis, tengo que advertiros que no resultará nada fácil. Tendríamos que dejar de lado la ternura. Tendríamos que mostrarnos tan duros como la piedra.
Correrá la sangre
.

Aquella advertencia no sirvió para calmar ni un ápice a la multitud. Al contrario, más bien hizo que el entusiasmo alcanzase nuevas cotas.

—Debemos ser astutos... —dijo el Profeta—, como han sido astutos los que han conspirado contra nosotros.

La multitud estaba ya llegando al climax, y Jerichau con ellos.

—¡La Fuga nos llama a casa!

—¡A casa! ¡A casa!

—Y no vamos a desoír su voz. ¡Debemos
marchar
!

La puerta que había en la parte de atrás de la tarima se había abierto un poco, seguramente para que el séquito del Profeta pudiera oír el discurso. Y en aquel momento, cierto movimiento que se produjo allí atrajo la mirada de Jerichau. Había alguien en la puerta, alguien cuyo ensombrecido rostro creyó reconocer.

—Entraremos en la Fuga juntos —
estaba diciendo el Profeta con una voz que por fin parecía haber perdido la fragilidad, la desgana.

Jerichau miró más allá del orador, tratando de distinguir al observador que había junto a la puerta, sumido en una oscuridad que lo ocultaba.

—Les quitaremos la Fuga a nuestros enemigos en el nombre de Capra.

El hombre que Jerichau estaba mirando dio un paso, y durante unos instantes un fugitivo rayo de luz le iluminó. A Jerichau le dio un vuelco el corazón mientras, en silencio, acertaba a dar con el nombre que pertenecía a aquel rostro que estaba viendo. Era una cara que estaba sonriendo, pero él sabía que no había el menor rastro de humor en ella, porque su dueño no conocía el humor. Ni tampoco el amor; ni la piedad...

—¡Gritad, gente mía!
¡Gritad!

Era Hobart.

—Haced que ellos os oigan en su sueño. ¡Que nos oigan y teman nuestro veredicto!

No cabía ninguna duda. El tiempo que Jerichau había pasado en compañía del inspector le había quedado grabado en la memoria para siempre. Era Hobart.

La voz del Profeta iba encontrando mayor fuerza en cada sílaba. Incluso el rostro parecía haberle cambiado de un modo sutil. Cualquier simulación de benevolencia se había dejado de lado; ahora no había más que justa furia.

—Haced correr la voz... —estaba diciendo—. ¡Los exiliados vuelven!

Jerichau empezó a mirar ahora la representación con nuevos ojos, sin dejar por ello de fingir entusiasmo, mientras infinidad de preguntas se le agolpaban en la cabeza, que le latía con fuerza.

La principal de ellas era: ¿Quién era aquel hombre que agitaba a los Videntes con promesas de liberación? ¿Un ermitaño, como lo había descrito Nimrod? ¿Un inocente que estaba siendo utilizado por Hobart para sus propios fines? Aquello era lo mejor que cabía esperar. Y lo peor, que el Profeta y Hobart estuvieran compinchados; una conspiración de los Videntes, junto con los Humanos, creada con una única intención posible: poseer, y quizá destruir, la Fuga.

Las voces a su alrededor eran ensordecedoras, pero Jerichau ya no se sentía alentado por toda aquella marea, sino que estaba empezando a ahogarse en ella. Aquellas personas eran carne de cañón; eran inocentones en manos de Hobart. Se ponía malo sólo de pensarlo.

—Estad preparados —le estaba diciendo el Profeta a la asamblea—. Estad preparados. La hora se acerca.

Y tras aquella promesa, las luces situadas encima de la tarima se apagaron. Cuando, momentos más tarde, volvieron a encenderse, la voz de Capra ya se había ido, dejando una silla vacía y una congregación dispuesta a seguirlo a donde a él se le antojase guiarles.

Hubo gritos por toda la sala pidiendo que hablara de nuevo, pero la puerta de la parte trasera del escenario estaba cerrada y no volvió a abrirse. Poco a poco, dándose cuenta de que no convencerían a su líder para que reapareciese, la multitud comenzó a dispersarse.

—¿No te lo había dicho yo? —le preguntó Nimrod. Apestaba a sudor, como todos ellos—. ¿No te lo había dicho?

—Sí, así es.

Nimrod agarró a Jerichau por un brazo.

—Ahora ven conmigo —le dijo mientras los ojos le lanzaban destellos—. Iremos a ver al Profeta. Le diremos dónde está la alfombra.

—¿Ahora?

—¿Por qué no? ¿Qué necesidad hay de darle a nuestros enemigos más tiempo para que se preparen?

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