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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (22 page)

BOOK: Sortilegio
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Y así, loca, era como estaba cuando Shadwell la conoció. Una mujer loca cuya conversación no se parecía a nada de lo que él hubiese podido oír antes, y que, en
sus
desvaríos, hablaba de cosas que, sólo con que él pudiera ponerles las manos encima, lo harían poderoso.

Y ahora he aquí aquellas maravillas. Todas contenidas en una alfombra rectangular.

Se aproximó al centro de la misma, mirando fijamente la espiral de estilizadas nubes y relámpagos llamada el Torbellino. ¿Cuántas noches había permanecido despierto, tendido en la cama, preguntándose cómo sería el interior de aquel flujo de energía? ¿Quizá como estar con Dios? ¿O con el Demonio?

Fue sacado bruscamente de aquellos pensamientos por un aullido que procedía de la habitación contigua; la lámpara situada por encima de su cabeza se oscureció de repente al mismo tiempo que la luz que emitía era absorbida por debajo de la puerta que comunicaba las habitaciones, prueba evidente de la profunda oscuridad que había en el lado más alejado.

2

Todavía no había señal del nuevo día cuando, horas más tarde —al menos eso le pareció—, la puerta se abrió.

Más allá de la misma sólo había oscuridad. Y desde esta oscuridad, Immacolata dijo:

—Ven a ver.

Shadwell se puso en pie sintiendo los miembros rígidos y avanzó cojeando hacia la puerta.

Una ola de calor le salió a! encuentro en el umbral. Era como entrar en un horno en el que se hubieran estado cociendo pasteles de inmundicia y sangre humanas.

Consiguió distinguir débilmente a Immacolata, de pie —quizá flotando— a poca distancia de él. El aire le oprimió la garganta; deseaba con todas sus fuerzas retroceder. Pero ella le hacía señas para atraerle.

—Mira —le indicó mirando fijamente hacia la oscuridad—. Nuestro asesino ha venido. Éste es el Rastrillo.

Shadwell no pudo ver nada al principio. Después un jirón de energía furtiva se deslizó rápidamente pared arriba y al entrar en contacto con el techo despidió hacia abajo un baño de luz corrompida.

Bajo aquella luz Shadwell vio la cosa que ella llamaba Rastrillo.

¿Habría aquello sido un hombre alguna vez? Resultaba difícil de creer. Los Cirujanos de los que había hablado Immacolata habían reinventado toda la anatomía. Colgaba en el aire como un abrigo roto que hubieran dejado en una percha, con el cuerpo de algún modo estirado hasta alcanzar una altura sobrehumana. Luego, como si una ráfaga de brisa se hubiera levantado de la tierra, aquel cuerpo se movió, hinchándose y elevándose. Los miembros superiores —pedazos de lo que alguna vez quizá hubiesen sido tejido humano sujetos en una incómoda alianza por hilos de cartílago vivo— se levantaron, como si el cuerpo estuviera a punto de ser crucificado. Aquel gesto desenvolvió la materia que le ocultaba la cabeza. Al quedar al descubierto la misma, Shadwell no pudo evitar que se le escapase un grito, pues comprendió qué clase de Cirugía se había llevado a cabo sobre el Rastrillo. Lo habían deshuesado. Le habían sacado todos los huesos del cuerpo y habían dejado algo más apropiado para el lecho del océano que para el mundo de los que respiran, un desdichado eco de humanidad alimentado por los encantamientos que las hermanas habían ideado para sacarlo del Limbo. Se balanceaba y se hinchaba, aquella cabeza sin cráneo tomó una docena de formas diferentes mientras Shadwell la miraba. Tan pronto era toda ojos saltones como sólo se veían unas fauces que aullaban para mostrar el disgusto que le producía el hecho de despertar en aquel estado.

—Sshh... —
le susurró Immacolata.

El Rastrillo se estremeció y los brazos se le hicieron algo más largos, como si quisiera matar a la mujer que en otro tiempo le había hecho aquello. Pero, no obstante, permaneció en silencio.

—Domville —le dijo Immacolata—. Hubo un tiempo en el que me profesaste amor.

El Rastrillo echó entonces la cabeza hacia atrás, como si desesperase de lo que el deseo le había llevado a hacer.

—¿Tienes miedo, Rastrillo?

Él la miró con los ojos como ampollas de sangre a punto de reventar.

—Te hemos dado un poco de vida —continuó Immacolata—. Y poder suficiente para volver boca abajo estas calles. Quiero que lo uses.

La visión de aquella cosa estaba poniendo nervioso a Shadwell.

—¿Tiene control de sí mismo? —susurró—. ¿Y si pierde los estribos?

—Déjalo —dijo ella—. Odia esta ciudad. Que la queme si quiere. Con tal que mate a los Videntes, no me importa lo que haga. Sabe que no se le concederá ningún descanso hasta que haya hecho lo que le pido. Y la Muerte es la mejor promesa que ha tenido nunca.

Las ampollas continuaban aún fijas en Immacolata, y la mirada que había en ellas confirmaba las palabras.

—Muy bien —dijo Shadwell; y dándose media vuelta se dirigió de nuevo hacia la habitación contigua. Un hombre sólo podía soportar aquella magia hasta cierto punto.

Las hermanas sentían apetito por la magia. Les gustaba sumergirse en aquellos ritos. El, por su parte, estaba contento con ser humano.

Bueno, casi contento.

V. DE LAS BOCAS DE LOS BEBÉS

El alba empezó a caer sobre Liverpool cautelosamente, como temerosa de lo que iba a encontrarse. Cal observó cómo la luz iba descubriendo la ciudad, que le dio la impresión de ser gris desde las cloacas hasta las chimeneas.

Había vivido allí toda la vida; aquél había sido su mundo. La televisión y algunas revistas lustrosas le habían mostrado de vez en cuando vistas diferentes, pero de algún modo Cal no se las había creído nunca. Eran tan diferentes de las experiencias que tenía o de lo que esperaba conocer en sus setenta años de vida como las estrellas que parpadeaban encendiéndose y apagándose por encima de su cabeza.

Pero la Fuga había sido diferente. Le había parecido, durante un breve y dulce tiempo, un lugar al cual él podía verdaderamente pertenecer. Había sido demasiado optimista. Puede que la tierra lo quisiera, pero no lo querían sus habitantes. En lo que a ellos concernía, Cal era despreciablemente humano.

Anduvo vagando por las calles durante una hora o así. Viendo cómo se iniciaba otra mañana de lunes en Liverpool.

¿Eran tan malos aquellos Cucos de cuya tribu él formaba parte? Sonreían al darle la bienvenida a los gatos que volvían a casa después de una noche de jarana; abrazaban a sus hijos que se marchaban para pasar todo el día fuera; en las radios de las casas sonaban canciones de amor mientras la familia se reunía en la mesa para desayunar. Al contemplarlos Cal se puso fieramente a la defensiva. Maldición, volvería y les diría a los Vivientes lo intolerantes que eran.

Al aproximarse a su casa Cal observó que la puerta principal se encontraba abierta de par en par y que una mujer, a la que reconoció como una vecina pero cuyo nombre ignoraba, se encontraba de pie al final del sendero mirando fijamente hacia el interior de la casa. Solamente cuando ya se encontraba a un par de pasos de la puerta de la tapia, Cal divisó a Nimrod. Éste se hallaba de pie sobre el felpudo de la entrada; llevaba puestas unas gafas de sol que había cogido de la mesilla de noche de Cal y una toga hecha con una camisa que, igualmente, pertenecía a Cal.

—¿Ese niño es suyo? —le preguntó la mujer a Cal cuando éste abrió la puerta de la verja.

—En cierto modo.

—Comenzó a dar golpes en la ventana cuando yo pasaba. ¿No hay nadie que lo cuide?

—Ahora ya lo hay —dijo Cal.

Miró hacia el niño y recordó lo que Freddy había dicho de que Nimrod
sólo parecía
un niño al que hay que llevar en brazos. Después de apartarse las gafas de sol hasta ponérselas sobre la frente, Nimrod le estaba dirigiendo a su visitante una mirada que confirmaba plenamente la descripción hecha por Cammell, Cal, sin embargo, tenía pocas opciones, aparte de representar el papel de padre. Levantó a Nimrod del suelo.

—¿Qué estás haciendo? —le susurró al niño.

—¡Hijos de puta! —repuso Nimrod. Tenía cierta dificultad para dominar el paladar infantil—. Un asesino.

—¿Quién?

Pero cuando Nimrod iba a contestar, la mujer, que había avanzado por el sendero y se encontraba ya a medio metro de la puerta, habló.

—Es adorable —dijo con voz de arrullo.

Antes de que Cal pudiera darle alguna excusa y cerrar la puerta, el niño levantó los brazos hacia ella produciendo un estudiado gorjeo en la garganta.

—Oh... —exclamó la mujer—. Qué dulzura...

Y cogió al niño de los brazos de Cal antes de que este pudiera impedírselo.

Cal percibió un destello en los ojos de Nimrod cuando la mujer lo apretó contra sus generosos senos.

—¿Dónde está su madre? —le preguntó ella.

—Regresará dentro de un rato —repuso Cal intentando arrebatar a Nimrod del objeto de su lujuria. Pero Nimrod no quería irse con él. Estaba radiante mientras ella lo mecía, y se agarraba fuertemente con aquellos regordetes dedos suyos a los pechos de la mujer. En cuanto Cal le puso las manos encima, el niño se puso a llorar.

La mujer lo hizo callar apretándolo contra ella con más fuerza, ante lo cual Nimrod empezó a juguetear con los pezones a través de la delgada tela de la blusa.

—¿Quiere perdonarnos? —dijo Cal desafiando los puños de Nimrod y alejando al bebé de aquellas almohadas antes de que empezase a mamar.

—No deberían dejarlo solo —le indicó la mujer mientras se tocaba con aire ausente el pecho allí donde Nimrod la había acariciado.

Cal le agradeció el interés.

—Adiós, preciosidad —le dijo ella al niño.

Nimrod le tiró un beso. Un relámpago de confusión le cruzó el rostro a la mujer, que luego retrocedió hacia la puerta de la verja al tiempo que la sonrisa que le había ofrecido al niño le desaparecía de los labios.

—Vaya estupidez que has hecho.

Nimrod no se arrepentía. Se encontraba de pie en el pasillo, en el mismo lugar donde Cal lo había puesto en el suelo, y lo miraba desafiante.

—¿Dónde están los demás? —quiso saber Cal.

—Fuera —dijo Nimrod—. Nosotros también vamos.

A cada sílaba iba consiguiendo el control de su lengua. Y también de sus miembros. Trotó hacia la puerta principal y alzó la mano hacia el pomo.

—Me pone enfermo estar aquí —dijo—. Hay demasiadas malas noticias.

Sin embargo, faltaban algunos centímetros para que llegase con los dedos al pomo de la puerta y, tras varios intentos fallidos para alcanzar el mismo, se puso a golpear la madera con los puños.

—Quiero ir a ver —dijo.

—Muy bien —accedió Cal—. Pero baja la voz.

—Sácame
de aquí.

El grito fue auténticamente desesperado. Poco peligro existía en darle al niño una vueltecita por el vecindario, decidió Cal. Había cierto aspecto que resultaba perversamente satisfactorio en la idea de sacar a aquella criatura milagrosa al aire libre para que todos lo vieran; y resultaba aún más satisfactorio tener la certeza de que el niño, a quien había dejado poco antes riéndose de él, ahora se encontraba por completo a su merced.

Sin embargo, cualquier resto de enfado que aún le quedase a Cal hacia Nimrod se evaporó muy deprisa a medida que los poderes de habla del niño se fueron haciendo más sofisticados. Pronto se encontraron inmersos en una fluida y animada conversación, haciendo caso omiso de las abundantes miradas que atraían.

—¡Me dejaron allí! —protestó Nimrod—. Me dijeron que me las arreglase por mi cuenta. —Levantó una minúscula mano—. ¿Cómo?, te pregunto yo.
¿Cómo?

—Para empezar, ¿por qué has adoptado esta forma? —le preguntó Cal.

—Me pareció una buena idea entonces —repuso Nimrod—. Había un marido airado que me perseguía; así que me oculté bajo la forma más inverosímil que se me ocurrió en aquel momento. Pensé que era conveniente mantener la cabeza agachada unas cuantas horas y luego soltarme de nuevo. Algo realmente estúpido. Un encantamiento así necesita
bastante poder
. Y, naturalmente, una vez que comenzó la oleada final, ya no quedaba el menor vestigio de poder para nadie. De modo que me vi obligado a entrar en la alfombra así.

—¿Y cómo vas a volver a la normalidad?

—No puedo hacerlo. No hasta que esté de nuevo en suelo de la Fuga. Me encuentro indefenso.

Se levantó las gafas de sol hacia la frente para echar un vistazo a una beldad que pasaba.

—¿Has visto qué caderas? —le comentó a Cal.

—No babees.

—Se supone que los bebés babean.

—No de la forma que lo estás haciendo tú.

Nimrod apretó las encías.

—Qué ruidoso es este mundo tuyo —dijo—. Y qué necio.

—¿Más necio que en 1896?

—Mucho más. Y sin embargo me gusta. Tienes que contarme cosas de él.

—Oh, Jesús —exclamó Cal—. ¿Y por dónde empiezo?

—Por donde quieras —repuso Nimrod—. Te darás cuenta de que aprendo rápido.

Lo que había dicho era cierto. Durante el paseo de inedia hora que dieron por los alrededores de la calle Chariot estuvo interrogando frenéticamente a Cal sobre una gran variedad de temas, algunos de ellos provocados por cualquier cosa que vieran por la calle, otros concernientes a objetos más abstractos. En primer lugar hablaron de Liverpool, luego de las ciudades en general y finalmente de Nueva York y Hollywood. Hablar de América les llevó a tratar de las relaciones Este-Oeste, punto en el que Cal tuvo que enumerarle todas las guerras y asesinatos que fue capaz de recordar acaecidas desde el año 1900. Tocaron brevemente la cuestión irlandesa y el estado de la política inglesa; luego pasaron a hablar de México, país que ambos anhelaban visitar, y de ahí cambiaron al tema de Mickey Mouse y del principio básico de la aerodinámica para retroceder, vía Guerra Nuclear y la Inmaculada Concepción, hasta el tema favorito de Nimrod: las mujeres. O, más bien a dos de ellas en particular que le habían llamado la atención.

A cambio de aquella breve introducción al siglo XX, Nimrod le dio a Cal una guía del principiante de la Fuga, hablándole en primer lugar de la Casa de Capra, que era el edificio en el cual se reunía el Consejo de las Familias para sus debates; luego hablaron del manto, la nube que ocultaba el Torbellino, y del Brillo Estrecho, el pasaje que conducía a los pliegues del Torbellino; y de allí al firmamento y a los Escalones del Réquiem. El mero hecho de oír aquellos nombres llenaba a Cal de anhelo.

Muchas otras cosas aprendieron por ambas partes, sobre todo el hecho de que, con el tiempo, podían incluso llegar a ser amigos.

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