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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (64 page)

BOOK: Sortilegio
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Allí se quedó revoloteando, y contempló el ritual que se estaba llevando a cabo abajo.

A primera vista los que llevaban a cabo el ritual parecían esferas de gas luminoso; eran quizá unas cuarenta, algunas grandes, otras diminutas, de colores que iban desde frescos tonos pastel hasta amarillos pálidos y rojos. Pero al caer flotando hacia abajo desde la cúpula de la caverna, atraído no por la gravedad, sino por el simple deseo de saber, Cal se dio cuenta de que aquellos globos distaban mucho de encontrarse vacíos. Dentro de sus limites iban apareciendo distintas formas, como fantasmas de geometría perfecta. Aquellas visiones eran efímeras, duraban como mucho algunos segundos antes de que pálidas nubes las cubrieran por completo y nuevas configuraciones ocuparan su lugar. Pero duraban lo suficiente para que él pudiera ver lo que eran.

En varias de las esferas distinguió formas que parecían fetos humanos, con enormes cabezas y extremidades semejantes a hebras que les envolvían todo el cuerpo. Pero no bien los había visto cuando ya desaparecían, y en su lugar se veía una gran salpicadura de azul brillante que convertía a la esfera en un enorme globo ocular. En otra los gases se dividían una y otra vez, como una célula enamorada de sí misma; en una tercera las nubes se habían convertido en ventisca, en cuyas profundidades Cal vio un bosque y una colina.

Tenía la certeza de que todas aquellas entidades eran conscientes de que él se encontraba en la caverna, aunque ninguna rompió el ritmo de sus movimientos para darle la bienvenida. Cal no se sintió ofendido por ello. La danza que describían era elaborada, y no sería poca la confusión que se habría producido en el caso de que alguna de ellas se hubiese desviado de su curso. Había una exquisita inevitabilidad en aquel movimiento; algunas de las esferas se movían sin cesar hasta llegar a una distancia de las otras tan diminuta como la anchura de un cabello, pero luego se balanceaban alejándose un instante antes de que tuviera lugar la desastrosa colisión; otras procedían en familias, unas en torno a otras, mientras se movían simultáneamente en el gran círculo que giraba en el centro de la caverna.

Pero en aquel lugar, sin embargo, había otras cosas que tuvieron la virtud de fascinar a Cal además de la tranquila majestad de la danza, porque por dos veces, en el flujo de una de las esferas más grandes, divisó una imagen portadora de una extraordinaria carga erótica. Una mujer desnuda, cuyos miembros desafiaban todas las leyes de la anatomía, flotaba en medio de una almohada de nubes, en una postura que era pura exhibición sexual.

Cuando Cal la miraba ella desaparecía, dejándole en la mente la imagen de la invitación; los labios, la vagina, las nalgas. No había nada que recordara a una puta en toda aquella exhibición; un crimen así habría sido una deshonra, cosa que no tenía cabida en aquel círculo encantado. Las presencias estaban demasiado enamoradas de la existencia para ocuparse de semejantes tonterías.

También amaban la muerte, de una forma igual de inequívoca. Una de las esferas tenía en el centro un cadáver podrido y cubierto de moscas, y lo revelaba con el mismo deleite que sus glorias compañeras.

Pero la muerte no le interesaba a Cal; le interesaba la mujer.

«No podemos hacer nada esta noche —le había dicho De Bono—, excepto el amor.» Y ahora Cal se daba cuenta de que aquello era cierto.

Pero el amor tal como él lo había conocido arriba, en el suelo, no resultaba muy apropiado allí. La mujer contenida en la esfera no necesitaba palabras tiernas; le ofrecía libremente su compañía. La cuestión era: ¿cómo le expresaría Cal el deseo que sentía? Se había dejado atrás la erección, sobre la Montaña de Venus.

No tenía que haberse preocupado; ella ya estaba al corriente de los pensamientos que se le ocurrían a Cal. Cuando la vio por tercera vez, la mujer pareció atraerlo con la mirada hacia el centro de la danza. Y Cal se encontró de pronto ejecutando un lento, muy lento, salto mortal, hasta colocarse al lado de su amante.

Al llegar a aquel lugar Cal se dio cuenta con exactitud de cuál era su función allí.

La voz que oyera en la montaña lo había llamado
Mooney
, y aquel nombre no había sido elegido al azar. Él había venido desde allí arriba en forma de luz, de luz de luna [
Nota del traductor
: Juego de palabras,
Moon
significa luna en inglés, y a él lo llaman Mooney], y allí había encontrado su órbita en medio de una danza de planetas y satélites.

También cabía dentro de lo posible que aquello fuera simplemente la interpretación que Cal le daba. Quizá los imperativos de aquel sistema pertenecieran tanto al amor y a las tormentas de nieve como a la astronomía. Ante milagros como aquél las conjeturas resultaban infructuosas. Aquella noche, existir lo era todo.

Las presencias comenzaron a describir otro circuito y Cal, que estaba perdido en el puro deleite de aquel viaje predestinado y que no dejaba de dar vueltas (allí no había pies ni cabeza; sólo el placer del movimiento), se distrajo momentáneamente y apartó la atención de la mujer que había visto. Pero cuando la órbita en la que se encontraba lo llevó hacia fuera describiendo un amplio arco, una vez más tuvo ocasión de poner la mirada en el planeta habitado por la mujer. Ésta emergió en el mismo momento en que Cal la miraba, pero sólo para volver a perderse de nuevo entre nubes. ¿Acaso estaría él llevando a cabo los mismos ritos para ella, convirtiéndose de humanidad en abstracción para regresar al florecimiento de una nube lechosa? Cal sabía bien poca cosa de sí mismo, de aquel Mooney, en su órbita singular.

Todo lo que podría llegar a comprender acerca de lo que él era, tendría que averiguarlo por las esferas sobre cuyos rostros estaba derramando aquella luz que le habían prestado. Tal vez fuera aquélla la condición de las lunas.

Ya era bastante.

Comprendió en aquel momento cómo hacen el amor las lunas. Hechizando las noches de los planetas; removiendo los océanos; bendiciendo al cazador y al segador. Cien maneras de hacer el amor que sólo necesitan las ilimitadas anatomías de luz y espacio.

Mientras Cal pensaba todo esto la mujer se abrió para bañarse en él, para ofrecer la vagina y dejar que la luz de Cal le proporcionase placer.

Y al penetrarla, Cal sintió el mismo calor, la misma posesividad, la misma vanidad que había marcado siempre al animal que había sido, pero en lugar de esfuerzo allí encontró felicidad, en lugar de la sempiterna e inminente sensación de pérdida, duración; en lugar de urgencia, la impresión de que aquello podría durar siempre, o, mejor dicho, que cien vidas humanas eran sólo un momento en la duración de la vida de las lunas, y que su paseo en aquel empíreo carrusel había convertido el tiempo en una tontería.

Ante aquel pensamiento una terrible sensación de patetismo lo invadió. ¿Se había marchitado y muerto todo lo que había dejado atrás en la montaña mientras aquellas constelaciones se movían firmemente dando vueltas?

Cal miró hacia el centro del sistema, al cubo en torno al que cada cual trazaba su trayectoria —fuera excéntrica o regular, distante o íntima—,
y
allí, en el lugar desde el cual él sacaba su luz, se vio a sí mismo durmiendo en la ladera de una colina.

«Estoy
soñando
», pensó; y de pronto se levantó —como una burbuja dentro de una botella— menos luna que Mooney. La bóveda de la caverna —que Cal advirtió vagamente se asemejaba a la parte interior de un cráneo— estaba oscura por encima de él, y durante un instante pensó que iba a estrellarse contra la cúpula y a morir; pero en el último momento el aire se puso brillante a su alrededor y Cal se despertó mirando hacia el cielo surcado de luz.

Era el amanecer sobre la Montaña de Venus.

3

Del sueño que había tenido, una parte al menos era verdad. Se
había
desprendido de dos pieles, igual que una serpiente. Una de las pieles, la ropa, se encontraba esparcida en la hierba a su alrededor. La otra, la mugre acumulada a lo largo de sus aventuras, había sido lavada durante la noche, bien por el rocío o bien un chaparrón de lluvia. Fuera lo que fuese, Cal ahora estaba seco del todo; el calor de la tierra sobre la que yacía (aquella parte tampoco había sido un sueño) lo había secado y le había proporcionado un olor dulce. Se sentía también alimentado y fuerte.

Se sentó. El bálsamo que era De Bono ya estaba de pie, rascándose las pelotas y mirando fijamente hacia el cielo: una dichosa combinación. La hierba le había dejado huellas en la espalda y en las nalgas.

—¿Te han complacido? —le preguntó a Cal al tiempo que le guiñaba un ojo.

—¿Complacido?

—Las Presencias. ¿Te han proporcionado dulces sueños?

—Sí.

De Bono sonrió obscenamente.

—¿Quieres contármelo? —inquirió.

—No sé cómo...

—Oh, no seas modesto.

—No, es que yo... he soñado que era... la luna.

—¿Qué has soñado
qué
?

—He soñado...

—¿Te traigo al lugar más parecido que tenemos a una casa de putas, y tú sueñas que eres la luna? Eres un hombre muy raro, Calhoun.

Recogió el chaleco y se lo puso, moviendo la cabeza ante aquella rareza de Cal.

—¿Y

qué has soñado? —inquirió Cal.

—Te lo diré un día de éstos —respondió De Bono—. Cuando seas lo bastante mayor.

4

Se vistieron en silencio y luego emprendieron el descenso de la suave ladera de la montaña.

XI. UN TESTIGO
1

Aunque el día había amanecido bien para Suzanna a causa de la milagrosa huida de Hobart, se había deteriorado rápidamente. Por la noche la muchacha se había sentido extrañamente protegida y tranquila; con el alba le había invadido una ansiedad indefinible.

Y algunas otras ansiedades que sí
podía
definir. La primera, el hecho de que se había quedado sin guía. Sólo tenía una idea muy somera de en qué dirección quedaba el Firmamento, así que decidió dirigirse hacia el Torbellino, que era bien visible a cualquier hora, y hacer cuantas averiguaciones pudiera durante el camino.

Su segunda fuente de preocupación eran las numerosas señales que indicaban que los acontecimientos en la Fuga estaban dando rápidamente un giro hacia lo peor. Un gran manto de humo flotaba sobre el valle y, aunque había llovido durante la noche, los incendios aún ardían en muchos lugares. En el camino se encontró con varios puntos en donde habían tenido lugar las batallas. En uno de esos lugares había un coche carbonizado, colgado de un árbol como si fuese un pájaro de acero, que con seguridad habría volado hasta allí a causa de alguna explosión, o bien era que se había puesto a levitar. A Suzanna le resultaba imposible saber qué fuerzas habían entrado en pugna la noche anterior, así como qué armas se habían empleado, pero resultaba obvio que la lucha había sido horrenda. Shadwell había dividido a los habitantes de aquella tierra, en otro tiempo tranquila, con su charla profética, logrando que se enfrentaran hermanos contra hermanos. Esa clase de conflictos son tradicionalmente los más sangrientos, de modo que no debía resultarle sorprendente, por tanto, ver los cuerpos abandonados allí donde habían caído para que zorros y aves los destrozasen, negándoles incluso la mera cortesía de un entierro.

Si había alguna brizna de consuelo que sacar de aquellas escenas, era que la invasión de Shadwell no había quedado del todo sin oposición. La destrucción de la Casa de Capra había sido un enorme error de cálculo por parte del Profeta. Cualquier oportunidad de conquistar la Fuga mediante las palabras se había evaporado con aquel único gesto propio de un tirano. Shadwell ya no podía tener la esperanza de ganar aquellos territorios a escondidas o valiéndose de la seducción. O supresión armada, o nada.

Después de haber visto por sí misma el daño que aran capaces de causar los encantamientos de la Fuga, Suzanna albergaba ciertas débiles esperanzas de que cualquier supresión de esa calaña posiblemente encontrara resistencia. Pero, ¿qué daño —quizá irreversible— le costaría a la Fuga el que sus habitantes conquistaran la libertad? Todos aquellos bosques y prados no estaban concebidos para albergar en su seno atrocidades; la inocencia que tenía de tales horrores era parte de su poder para encantar.

Fue en un lugar así —en otro tiempo inmaculado, y ahora demasiado familiarizado con la muerte— donde Suzanna encontró la primera persona viva durante el viaje de aquel día. Era uno de aquellos misteriosos retazos de arquitectura de los cuales la Fuga se jactaba; en este caso se trataba de una docena de pilares alineados en torno a un estanque poco profundo. Encima de uno de dichos pilares se encontraba sentado un fibroso hombre de mediana edad que iba vestido con un abrigo mugriento —y con unos binoculares de gran tamaño colgados del cuello— que, al ver que la muchacha se acercaba, levantó la vista del cuaderno en el que estaba garabateando.

—¿Buscas a alguien? —inquirió el nombre.

—No.

—De todas maneras, están todos muertos —le dijo él sin apasionamiento alguno—. ¿Ves?

El pavimento que había alrededor del estanque estaba salpicado de sangre. Los que la habían derramado yacían boca arriba en el fondo de las aguas, con las heridas de un color blancuzco.

—¿Es obra tuya? —le preguntó Suzanna.

—¿Mía? Buen Dios, no. Sólo soy un testigo. Y tú, ¿con qué Ejército estás?

—Con ninguno —dijo la muchacha—. Voy por mi cuenta.

El hombre tomó nota de aquello.

—No te creo necesariamente —dijo mientras escribía—. Pero un buen testigo apunta siempre todo lo que ve y oye, aunque dude de ello.

—¿Qué es lo que
has
visto? —le preguntó Suzanna.

—Confusión —repuso él—. Gente por todas partes, y nadie que estuviese seguro de quién era quién. Y derramamiento de sangre, tanta como nunca pensé ver aquí. —Escudriñó a Suzanna—. Tú no eres Vidente —le dijo.

—No.

—Sólo has entrado aquí por casualidad, ¿no es eso?

—Algo parecido.

—Pues yo que tú volvería a salir. Nadie está a salvo del todo. Un montón de gente ha hecho las maletas y ha entrado al Reino antes de que les masacraran.

—Entonces, ¿quién queda para pelear?

—Hombres salvajes. Sé que yo no debería aventurar una opinión, pero eso es lo que a mí me parece. Bárbaros enfurecidos por todas partes.

Al tiempo que el hombre hablaba Suzanna oyó unos gritos a cierta distancia de allí. Tras el desayuno, los hombres salvajes habían vuelto ya al trabajo.

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