Authors: Natsume Soseki
—Discúlpeme un momento —dijo mientras se levantaba para ir al estudio a buscar su sello.
Caí rodando de un modo ciertamente poco ceremonioso sobree el
tatami
. Toito aprovechó la ocasión para apañarse en secreto un trozo de bollo. Estaba seco y durante un momento pareció invadirle el pánico mientras masticaba compulsivamente sin poder tragar. Me vino a la memoria mi propia experiencia matutina. El maestro volvió con su sello justo en el momento en el que el bollo era deglutido finalmente por Toito. No pareció darse cuenta de que el contenido del plato había menguado. De todos modos, si lo hubiera hecho, yo me habría convertido inmediatamente en el principal sospechoso.
Una vez se marchó Toito, el maestro volvió a su estudio donde encontró una carta de su amigo Meitei:
—Le deseo un muy féliz Año Nuevo...
Al maestro le pareció que la carta empezaba con un tono excesivamente formal. La cartas de Meitei raramente eran tan serias. El otro día, sin ir más lejos, escribió: «Ultimamente, como no estoy enamorado de ninguna mujer, tampoco recibo cartas de ninguna. Pero no se preocupe por mí. Sigo vivo». Comparado con ésta, la del Año Nuevo parecía excepcionalmente distinta:
Me gustaría mucho ir a visitarte, pero últimamente estoy tan ocupado que me resulta imposible. No seré tan pesimista como tú. He decidido empezar este Nuevo Año, un año que nunca se repetirá en la historia, con la actitud más optimista posible. Espero que lo entiendas...
El maestro entendía bastante bien y pensaba que, de ser él, Meitei habría estado muy ocupado divirtiéndose. Continuó leyendo:
Ayer tuve un rato libre e invité al señor Toito a comer unas
albóndregas
. Por desgracia, y debido a un sencillo problema de abastecimiento ajeno a mi competencia, finalmente no pude consumar la invitación. Una lástima.
El maestro sonrió y pensó que la carta pronto volvería a tener el tono habitual de siempre:
Mañana asistiré a una fiesta para jugar a las cartas en casa de un cierto barón. Pasado mañana tengo un banquete de Año Nuevo en la Sociedad de los Estetas, y el día después una fiesta de bienvenida organizada para recibir al profesor Toribe. Después...
Lo que contaba era bastante aburrido, así que el maestro se saltó unas cuantas líneas:
Como puedes ver, por causa de todas estas incesantes celebraciones, de esas reuniones en la que se toca música
N
o
, se recitan
haikus
, se habla de
tanka
, y también de Nueva Poesía, estaré absolutamente ocupado durante un tiempo. Esta es la razón por la que me veo en la obligación de enviarte esta felicitación de Año Nuevo en lugar de visitarte personalmente para hacerlo. Espero que sepas perdonarme...
—¡No tienes por qué venir a verme! —le contestó el maestro ,a voz en grito.
La próxima vez que tenga oportunidad de hacerte una visita, me gustaría invitarte a cenar. Si bien no hay nada especialmente selecto en mi humilde despensa, podríamos ir a algún restaurante a comer unas buenas
albóndregas
. Espero que la ocasión se presente pronto...
—¡Todavía con el cuento ese de las
albóndregas
!—murmuró el maestro. Aquella invitación era un insulto en toda regla. Empezaba a sentirse realmente indignado.
Sin embargo, parece que por problemas de suministro no es posible encontrar los ingredientes necesarios para la elaboración de este plato excelso. En ese caso, me gustaría ofrecerte lengua de pavo...
—¡Vaya! Este tipo cada vez tiene más recursos —pensó el maestro. Pero no pudo por menos que seguir leyendo.
Como sabes, la carne aprovechable de cada lengua de pavo es inferior a la mitad de un dedo meñique. Por tanto, y con el fin de satisfacer a tu insaciable estómago...
—Vaya sarta de patrañas —refunfuñó el maestro con resignación.
... creo que al menos sería necesario adquirir veinte o treinta ejemplares para prepararte el plato como mereces. Sin embargo, rara vez puede uno ponerle el ojo encima a un pavo, que yo sepa, salvo quizás a los dos o tres que viven en el zoológico de Asakusa. Y tampoco, me temo, mi pollero dispone actualmente de tales aves para los propósitos que te he comentado. Esto me supone un disgusto, un gran disgusto...
—Si te sientes a disgusto es porque te da la gana. —El maestro no parecía dispuesto a mostrar el más mínimo signo de gratitud ante la desdicha de su amigo.
Este plato a base de lenguas de pavo estuvo muy de moda en la época dorada del Imperio Romano, cuando todo era orgullo y prosperidad. ¡No puedes imaginarte cómo he codiciado probar en alguna ocasión ese producto del lujo gastronómico! El colmo de la elegancia...
—Puedo imaginármelo perfectamente. ¡Qué ridiculez! —El maestro se mostraba muy frío.
Desde aquel tiempo hasta el siglo XVI, las lenguas de pavo eran una exquisitez indispensable en todos los banquetes. Si no me falla la memoria, cuando el conde de Leicester invitó a la reina Isabel de Inglaterra a Kenilworth, la lengua de pavo estaba en el menú. Y en una de las escenas de banquete de Rembrandt, se ve claramente un fastuoso pavo sobre la mesa...
El maestro empezó a pensar que si Meitei había encontrado tiempo suficiente para inventar una historia como ésa, es que, realmente, no debía de estar tan ocupado.
En todo caso, si continúo deleitándome con todas estas comidas como hasta ahora, sin duda terminaré por tener un estómago tan débil como el tuyo...
—¡Decir «como el tuyo» era innecesario! No tiene ningún derechoo a ponerme como el prototipo del dispéptico —refunfuñó i el maestro.
De acuerdo con los historiadores más serios, los romanos solían ofrecer dos o tres banquetes al día. Así que, si unimos el consumo exagerado de comida al hecho de que aquella gente se veía obligada a sentarse a la mesa dos o tres veces cada jornada, sin solución de continuidad, y honrando a sus anfitriones cada una de las veces, la consecuencia lógica fue que los romanos, en general, se veían aquejados de unos horribles desórdenes gástricos. Iguales, estoy seguro, a los que tú padeces...
—¡Iguales a los que tú padeces! ¡Qué impertinencia!
Pero aquellos hombres, que habían estudiado cómo compaginar el lujo con la salud, consideraban esencial no sólo devorar cantidades desproporcionadas de
delicatessen
, sino también mantener sus intestinos en perfecto estado de funcionamiento. De acuerdo con esto, dieron con un formula secreta...
—¿En serio? —el maestro de pronto pareció entusiasmado.
Después de comer tomaban, invariablemente, un baño Tras el baño, a través de métodos cuyo secreto se perdió durante mucho tiempo, procedían a vomitar en un cuenco todo lo ingerido previamente. Así lograban mantener sus estómagos perfectamente limpios. Entonces se sentaban de nuevo a la mesa para degustar más exquisiteces y delicadezas. Luego, tomaban otro baño y vomitaban de nuevo. De esta manera, a través de la regurgitación de sus platos favoritos, lograban evitar el más mínimo daño a sus órganos internos, y, en mi humilde opinión, mataban dos pájaros de un tiro.
—¡Vaya que si lo hacían! —La expresión del maestro denotaba una viva envidia por el logro de los romanos.
Hoy en día, en pleno siglo XX, al margen de tanta actividad y tantos banquetes, cuando nuestra nación se encuentra en el segundo año de la guerra contra Rusia, nos vemos desbordados por los acontecimientos y las celebraciones. En consecuencia, creo firmemente que ha llegado el momento para nosotros, para el pueblo de esta victoriosa nación, de cambiar nuestra mentalidad y empezar a estudiar e imitar ese verdadero arte de los romanos, consistente en tomar cada día baños purgantes, por nuestra propia salud. De otra manera, mucho me temo que la gente de esta poderosa nación se convierta en un futuro próximo en totalmente dispéptica, como tú...
—¿Qué? ¡Como yo, otra vez! Vaya un amigo... —exclamó el maestro.
Ahora supon que nosotros, que afortunadamente estamos familiarizados con todo lo occidental, contribuimos a descubrir a través del estudio de la Historia Antigua y las leyendas de nuestros padres, la fórmula secreta que ha estado perdida durante tanto tiempo, y que pondría solución a todos nuestros problemas. Si lo lográsemos y pudiéramos hacer uso de ella en nuestra era Meiji, nuestro descubrimiento constituiría un verdadero acto de virtud. Sería una forma de conjurar las enfermedades en este florecimiento que vivimos actualmente y, más aún, justificaría nuestra vida entera que hasta ahora ha estado gobernada constantemente por la indulgencia y el placer.
Mi amo pensó que toda esta historia parecía una nadería bastante extraña.
De acuerdo con todo esto que te estoy contando, he buceado en diversas obras relevantes de autores de la talla de Gibbon, Mommsen y Goldwin Smith,
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pero siento reconocer que sin mucho resultado hasta el momento. Sin embargo, como bien sabes, soy un hombre que cuando empieza un proyecto no para hasta alcanzar sus objetivos últimos. Por tanto, creo que el descubrimiento de los fundamentos del método de la purga por baños no se hará esperar mucho tiempo. Te haré saber de mis avances en la materia, estate seguro de ello. Por eso prefiero posponer la degustación de las albóndregas y las lenguas de pavo estofadas hasta no haya puesto el broche de oro a mi descubrimiento. Algo que no sólo conviene a mi investigación, sino también a tu sufrido estómago.
—¡Me ha estado tomando el pelo todo el tiempo! Su escritura es tan sobria que me lo he tomado todo al pie de la letra. Meitei debe de ser un hombre de lo más ocioso para dedicarse a perder el tiempo gastándome una broma así —dijo el maestro entre risas.
Pasaron varios días sin que se produjera ningún acontecimiento especial. Pensándolo bien, fueron tan aburridos que me entretenía incluso contemplando como se marchitaba el narciso en su jarrón blanco, o cómo florecía lentamente la rama de ciruelo del jardín. Salí a dar una vuelta un par de veces a ver si me encontraba con Mikeko, sin resultado alguno. La primera vez pensé que estaba fuera, y la segunda me enteré de que en realidad estaba enferma. Escondido tras las aspidistras junto al lavadero, pude escuchar la siguiente conversación entre la señora y la criada a través de las puertas correderas de papel:
—¿Se ha tomado Mikeko su comida?
—No, señora. No ha comido nada desde esta mañana. La he colocado a los pies del brasero, a ver si así se dormía.
No parecía que estuvieran hablando de una gata. La trataban como si fuera un ser humano. Si lo comparaba con mi propia situación, no podía por menos que sentir cierta envidia, pero al mismo tiempo me alegré mucho de que a mi amada gatita la tratasen tan bien.
—Eso no es bueno. Si continúa sin comer, estará cada vez más débil.
—Así es, señora. A mí también me pasa. Si no como un día, soy incapaz de trabajar al día siguiente.
La criada respondía como si reconociese que la gata era un ser superior a ella. Y, en cierto sentido, parecía que, al menos en esa casa, así era.
—¿La ha llevado al doctor?
—Sí, y el doctor se comportó de una manera bastante extraña. Cuando entré en la consulta con Mikeko de los brazos, me preguntó si me había resfriado e intentó tomarme el pulso. Le dije: «No, doctor. Yo no soy la paciente». Y le planté delante a Mikeko. Entonces me dijo que no sabía ni una palabra de las enfermedades de los gatos, y que si la dejaba tal cual, probablemente mejoraría ella sola.
—¡Eso es terrible!
—Me enfadó tanto su actitud que le solté: «Si se pone usted así de impertinente, no hace falta que se moleste en examinarla. Se trata de nuestra preciosa gata». La cogí en brazos de nuevo y me la traje a casa.
—¿De veras?
«De veras» era una de esas elegantes expresiones que nunca se escuchaban en casa de mi amo. Había que ser la decimotercera viuda del
shogun
, sobrina de no sé quién, para poder pronunciar una frase como ésa. Me quedé totalmente impresionado Vaya refinamiento.
—Parece que está algo resfriada...
—Sí. Estoy segura de que ha cogido frío y le duele la garganta. Cuando uno coge frío le entra una tos de lo más honorable.
Como era de esperar en la criada de la decimotercera viuda del shogun, sobrina de no sé quién, era muy rápida con los honoríficos.
—Además, desde hace un tiempo vengo escuchando que hay una cosa que llaman tisis...
—En estos tiempos hay que ser muy cuidadoso. Esas enfermedades como la tuberculosis o la peste negra aumentan escandalosamente entre la población.
—Cosas así no existían en la época del shogunato, así que habrá que tener cuidado también con ella.
—¿Habla usted en serio, señora? —preguntó la criada impresionada.
—No sé como ha podido resfriarse si casi no sale fuera...
—No. Pero últimamente frecuenta malas compañías —dijo la criada como si estuviera revelando un secreto de Estado.
—¿Mala compañías?
—Sí, señora. Ese gato apestoso de la casa del maestro en la calle principal.
—¿Se refiere a ese profesor que hace esos ruidos horribles por las mañanas?
—El mismo... Ése que cuando se lava la cara por la mañana canta que parece un ganso al que estuvieran estrangulando.
Eso: un ganso ahogándose. Eso es lo que mi amo parecía al levantarse. Hay que decir que cada mañana, cuando mi amo se enjuaga la boca en el cuarto de baño, tiene la fea pero arraigada costumbre de entonar unos extraños gorgoritos, muy desagradables y ciertamente poco ceremoniosos, a la vez que se golpea la garganta con el cepillo de dientes. Si está de mal humor, estoy convencido de que grazna por pura venganza contra el mundo. Si está de buen humor, lo hace incluso más vigorosamente, para mostrar así que su ánimo es exultante. Según su mujer, no fue hasta mudarse a aquella casa cuando adoptó esa costumbre tan molesta. Desde que se instalaron en la casa, no falla un día en que no ensaye sus gorgoritos. Se trata de un hábito exasperante. Nosotros, los gatos, no somos capaces de imaginar qué le lleva a hacer algo así. Pero bueno, lo dejamos pasar. Lo que no pude dejar pasar, desde luego, fue ese calificativo que se me asignó de «gato apestoso». Continué escuchando con disimulo: