Authors: Natsume Soseki
—¿Y al final fuisteis al teatro? —preguntó Meitei con cara de no pillar del todo el hilo de la historia.
—Queríamos haber ido, pero ya sabéis: mi mujer decía que ya eran las cuatro, y que cualquiera encontraba sitio libre a aquellas horas. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Al final nos quedamos en casa. Si el doctor Amaki hubiese venido sólo quince minutos antes, podría haber mantenido mi promesa. ¡Fue justo por quince minutos! Estaba angustiado. Incluso ahora, cuando pienso en lo estrecho de aquel margen de tiempo, vuelvo a angustiarme sin remisión.
El maestro una vez concluyó su mezquina historia, se las arregló para aparentar ser una persona que había cumplido con su obligación. Me imagino que en el fondo nada le diferenciaba de los otros dos.
—¡Qué lástima! —dijo Kangetsu, sonriendo. Pudimos vislumbrar su diente roto.
Meitei, por su parte, dijo con una falsa ingenuidad:
—Oh, vaya. Tu mujer estará feliz de tener un marido tan considerado y entregado como tú.
Tras las puertas correderas de papel se pudo escuchar a la mujer del maestro como si se estuviera aclarando la garganta.
Escuché tranquilamente las historias sucesivas de estos tres individuos, pero éstas ni me divirtieron ni me entristecieron. Sólo puedo llegar a la conclusión de que los seres humanos no valen para nada, excepto para el uso estruendoso que hacen de su boca con el fin único y exclusivo de matar el tiempo, contando historias sin gracia y riéndose de cosas que no son divertidas. Sé desde hace mucho del egoísmo y de la estrechez de miras del maestro, pero como normalmente tiene bien poco que decir, y la mitad de lo que dice no lo entiendo, tendía a disculparle. Sentía cierta precaución, cierto miedo, incluso algo de respeto hacia él, por su naturaleza inescrutable. Pero una vez escuché su historia, todas mis incertidumbres desaparecieron de golpe para convertirse en simple desprecio. ¿Por qué no podía escuchar las historias de los otros dos en silencio? ¿Qué buen propósito le podía haber llevado a contar una historia tan lamentable como esa sino el único afán de competir con sus invitados? Me pregunto si en sus portentosos escritos, Epicteto abogaba por algún tipo de acción. En resumen, el maestro, Kangetsu y Meitei son más bien como tres eremitas en un reino de paz. Han adoptado una actitud de indiferencia ante la vida, manteniéndose al margen de la gente, apartados de todo como serpientes en su nido, pero en realidad les mueven las mismas ambiciones mundanas que a todo el mundo. La necesidad de competir y la ansiedad por ganar se atisban en sus conversaciones diarias, y sólo un pelo les separa de los Filisteos, que dedicaban sus vidas a denunciar a todo el mundo sin excepción. Son animales del mismo pelaje, reconozcámoslo. Lo que, desde el humilde punto de vista de un felino, es algo de lo más despreciable. Lo único que los redime mínimamente es que su discurso e inventiva son menos aburridos que los de otras criaturas menos sutiles.
Estaba yo meditando sobre la verdadera naturaleza de la raza humana cuando sentí de pronto que la conversación de esos tres especímenes se me hacía insoportablemente aburrida, así que decidí salir a dar una vuelta por el jardín de la señora del arpa japonesa a ver si me enteraba del estado de salud de Mikeko. Era ya el 10 de enero, y habían quitado la decoración de los pinos. Desde lo alto de un cielo límpido brillaba un sol primaveral que iluminaba tierras y mares, y que hacía que incluso los pequeños jardines pareciesen mucho más vivos que tan sólo unos días antes. Había un cojín en la galería de la casa de Mikeko; las puertas correderas estaban cerradas y no se veía a nadie. Probablemente la señora se habría marchado al baño público. No me preocupaba lo más mínimo si la señora había salido o si estaba en casa, pero sí me preocupaba, y mucho, de la salud de Mikeko. Como no se veía un alma, salté a la galería con mis patas llenas de barro y me tumbé en el cojín. Me pareció comodísimo. Me entró una modorra considerable y poco a poco me fui quedando dormido. De pronto escuché unas voces tras las puertas de papel:
—¿Qué tal? ¿Ya esta hecho?
La mujer del arpa japonesa había vuelto a casa.
—He tardado un poco. Fui al templo y ya lo tenían listo.
—A ver, déjame verlo. ¡Es precioso y está muy bien terminado! Con esto Mikeko seguro que descansará en paz ¿Estás segura de que el dorado no se echará a perder?
—Sí. Me he asegurado de ello. Me han dicho que como han utilizado materiales de la mejor calidad, durará más que la mayoría de las tablillas funerarias. Dijeron también que darían una última mano para que el ideograma «honor» en el nombre póstumo de Mikeko quedara escrito en cursiva.
—¿De verdad? Bueno. Pues coloquemos la tablilla en el altar familiar y hagamos la ofrenda de incienso.
Me estremecí. ¿Le había pasado algo a Mikeko? Igual había oído algo mal, así que me puse de pie sobre el cojín y escuche un tintineo familiar: ¡Ting! Luego se escuchó una invocación: «Amen Myouyoshinnyo, sálvanos Buda misericordioso y que descanse en paz». ¡Era la voz de la señora!
—Ahora reza tú también por ella.
De nuevo un ¡ting! y un Amen con la voz de la criada. Mi corazón empezó a latir violentamente. En un momento me sentí como un gato de madera; apenas podía ni pestañear.
—Una desgracia... Y pensar que en principio no era más que un resfriado...
—Quizás, si el doctor Amaki le hubiera dado algún medicamento, aún estaría entre nosotros.
—De hecho, es culpa del doctor Amaki. No prestó ninguna atención a Mikeko.
—No debes hablar así de la gente. Después de todo, a cada uno nos llegará la hora en cualquier momento...
Parecía que ese reputado doctor Amaki no sólo atendía humanos, sino que también se había hecho cargo de Mikeko.
—Una vez que todo ha terminado, yo creo que la culpa fue de ese gato callejero, ya sabes, el del maestro. La sacaba a la calle demasiado a menudo.
—Sí, ese bruto no le hizo ningún bien a Mikeko.
Me hubiera gustado excusarme, pero me daba cuenta que en este momento me convenía más ser paciente. Me contuve y seguí escuchando. Se produjo una pausa en la conversación.
—La vida no siempre discurre por donde uno quiere. Una preciosa gata como Mikeko muere en plena juventud, mientras un gato callejero como ése sigue por ahí sano y salvo, y haciendo maldades...
—Así es, en efecto, señora. Si uno buscara una persona tan encantadora como Mikeko no la encontraría ni con lupa.
La criada no dijo «otro gato», dijo «otra persona». Parece que la criada pensaba que gatos y humanos eran de la misma especie, lo cual no me extrañaba en absoluto. No había más que mirar la cara que tenía ella.
—Si en lugar de nuestra preciosa Mikeko...
—.. .se hubiera muerto ese salvaje gato callejero del profesor. .. ¡Ay! La vida habría sido más justa, señora.
Si todo hubiera ido tan bien como ellas deseaban, yo me habría encontrado en grandes dificultades, de eso estoy seguro. Como nunca he estado muerto no puedo decir si me habría gustado o no la experiencia. El otro día, por ejemplo, amaneció con un frío bastante desagradable, así que me acurruqué en el recipiente donde se colocan las brasas mientras aún conservaban su calor. La criada no se dio cuenta de que estaba allí y le colocó la tapa al recipiente. Escapé de milagro. Me estremezco sólo de pensar la agonía que habría sufrido. Shirokun, mi amiga la gata blanca, que vive enfrente, asegura que si esa agonía dura apenas unos instantes más, uno muere sin remisión. No me quejaría si hubiera muerto yo, en lugar de Mikeko, pero si para ello es imprescindible pasar por una agonía semejante, honestamente, no me preocupa mucho quedarme como estoy.
—A pesar de ser una gata ha tenido un digno funeral como Dios manda, oficiado por un monje. Y ahora ya tiene su propio nombre póstumo. No creo que ella pudiera esperar nada más por nuestra parte.
—Por supuesto que no, señora. De hecho, ha sido bendecida tres veces. La única pega que yo le pondría es que la lectura de los sutras del funeral no ha sido todo lo solemne que era de esperar.
—En efecto. Y creo que la ceremonia ha sido demasiado corta. Pero cuando se lo dije al monje ese del templo Gekkei, me contestó que había cumplido con los preceptos necesarios para asegurar la entrada de un gato en el paraíso.
—¡Madre mía! ¿Y si el gato en cuestión hubiera sido ese gato callejero que llevó a Mikeko a la tumba?
Ya he señalado en varias ocasiones que aún no tengo un nombre, pero esa mujer sigue refiriéndose a mí como «callejero». Razón de más para pensar que se trata de una criatura de lo más necia.
—Un ser tan pecaminoso, señora, no merece descansar en paz. Sin embargo, cuántos textos edificantes se han leído para salvar almas tan puras como la de Mikeko...
No tengo ni idea de cuántos cientos de veces más fui estigmatizado como gato callejero aquella tarde. Decidí dejar de escuchar aquel parloteo interminable, abandoné el cojín y salté al corredor. Agité mi cuerpo de la cola al hocico, y al tiempo encrespé cada uno de mis ochenta y ocho mil ochocientos ochenta y ocho pelos, todos a la vez. Desde aquel día no he vuelto a aventurarme por la casa de la mujer del arpa japonesa. No hay duda de que el monje del templo de Gekkei leerá ahora sutras de inadecuada solemnidad en ayuda de la señora.
Desde hace algún tiempo he notado que no tengo ni fuerzas para salir a la calle. Por alguna razón la vida me parece en extremo fatigosa. Me he hecho un gato tan indolente como indolente es el maestro, sólo que él es un vulgar humano, y eso juega en su contra a ojos del mundo. Es ahora cuando empiezo a entender que es natural que la gente piense que el maestro se ha recluido en su estudio por razón de algún amor fracasado. Como nunca he cazado ninguna rata, Osan no deja de proponer mi expulsión inmediata de la casa. Pero el maestro sabe que no soy un gato vulgar y corriente, y esa es la razón por la que me permite continuar con mi vida ociosa. Por esa comprensión suya, me siento muy agradecido. Es más, aprovecho cualquier oportunidad para mostrarle mi respeto por su gran perspicacia. Tampoco me enfado especialmente con Osan por lo mal que me trata, pues la pobre es tan corta de raciocinio que no entiende por qué soy como soy. Pero ya veréis cuando llegue el día en que venga a esculpirme para el frontispicio de un templo algún maestro tipo Hidari Jingor
o
, el autor de la escultura del Gato Durmiente del templo de Nikkó;
[25]
o bien el equivalente japonés del famoso retratista de gatos francés Steinlen,
[26]
que venga a inmortalizarme en un lienzo. Será ese día cuando estos pobres seres miopes se arrepientan de su falta de visión y empiecen a confiar en mí de veras.
Mikeko estaba muerta. Y yo no podía acercarme a Kuro, así que me sentía sólo. Por suerte me manejaba razonablemente bien entre los seres humanos, por lo que, al menos, no me aburriría. Alguien había escrito recientemente al maestro y le pedía una fotografía mía. A los pocos días otra persona me mandó un paquete lleno de pasteles
kibidango,
típicos de Okayama. Cuanto más simpatía mostraban hacia mí los humanos, más inclinado me sentía yo a olvidarme de mi condición gatuna. Me sentía más próximo a ellos que a los míos, y la idea de algunos de mis congéneres de lanzar a la raza felina a una guerra sin cuartel para arrebatar la supremacía a los bípedos, ya no tenía sentido alguno. Es más, en los últimos meses había evolucionado de tal manera que a veces pensaba en mí mismo como si fuera un ser humano, lo cual era muy alentador. No es que despreciara a los miembros de mi propia raza, sino que me parecía natural sentirme bien entre quienes tenían unas actitudes similares a las mías. Me ofendería si mi creciente inclinación hacia el género humano se estigmatizara como un capricho, como una frivolidad o una traición. Son precisamente quienes lanzan esos furibundos ataques a los demás, los más intransigentes y los menos dotados. Me había graduado y había pasado de felino a humano,
y
ya no me sentía capaz de limitar exclusivamente mis intereses al mundo de Mikeko o Kuro. Con una altanería tan orgullosa como la de los humanos, me sentía ya capaz de juzgar sus pensamientos, sus palabras, sus hechos. Es natural. Sin embargo, y a pesar de haber adquirido esa consciencia de mí mismo, el maestro sólo alcanzaba a tratarme como a un gato ligeramente superior a cualquier vulgar minino de jardín. Por eso se comió todos los pasteles
kibidango
sin la más mínima consideración hacia mí y, por supuesto, sin pedirme permiso, algo muy reprobable. Tampoco se había molestado en preparar mi fotografía y enviarla, como el remitente de los pasteles le pedía. Supongo que esto podría ser motivo de queja, pero como las opiniones del maestro y las mías difieren radicalmente, no puedo hacerme responsable de las consecuencias que traiga su actitud. Desde que intento comportarme con total humanidad, encuentro cada vez más difícil escribir sobre los asuntos de los gatos, con quienes ya no me relaciono apenas. Pido, pues, su indulgencia si a partir de ahora me limito a escribir sobre las actividades de personas tan respetables como Kangetsu o Meitei.
Era domingo y hacía un día precioso. El maestro había salido de su estudio. Alineó frente a él un pincel, tinta china y un soporte para escribir. Se tumbó sobre el vientre
y
comenzó a gruñir y a rezongar. Yo le miraba asombrado, pensando que quizás esos ruidos tan peculiares resultaban ser en realidad los dolores de un parto literario. Después de un rato, escribió en grandes caracteres negros: «Incienso quemándose». ¿Sería acaso un poema, o un
haiku
? En el momento en que pensaba la frase era demasiado ingeniosa para él, la abandonó y comenzó a deslizar su pluma rápidamente por el papel. Escribió una frase completa: «Ahora, después de un cierto tiempo, he estado pensando en escribir un artículo sobre Tennen Koji, el famoso Hombre Santo y Natural...»
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En ese punto el pincel se detuvo en seco. El maestro, pincel en mano, se estrujaba los sesos, pero de allí no parecía salir nada brillante, así que, distraído, empezó a chupar la cabeza del pincel. Poco a poco sus labios comenzaron a adquirir una extraña coloración. Entonces se sacó el pincel de la boca, y justo debajo de lo que había escrito, dibujó un círculo con dos puntos como si fueran ojos, le añadió una nariz con orificios en el centro y, finalmente una simple línea recta a modo de boca. Desde luego, aquello no era un
haiku,
pero tampoco era un fragmento de prosa. Incluso el maestro parecía disgustado con su propia obra pues, casi inmediatamente, de varios trazos embadurnó la cara hasta que en el papel sólo había un borrón. En este momento empezó una nueva frase. Parecía tener una vaga noción que barruntaba algo totalmente diferente; algo inspirado en un poema de estilo chino. Tras varios intentos frustrados empezó a escribir bruscamente en estilo coloquial: «Tennen Koji, el Hombre Santo y Natural, estudia el Infinito, lee los
Anales
de Confucio, come batatas asadas y tiene una nariz moqueante». Una frase ciertamente confusa. Acto seguido la leyó en voz alta declamando y luego se rio a carcajadas: «¡Ja, ja, ja! Interesante. Pero esa nariz moqueante es una imagen de lo más cruel. La tacharé». Eliminó esa parte. No contento con una sola frase, se lanzó a una segunda, y luego a una tercera. Continuó así sin importarle si se estaba sobrepasando. Cuando había escrito ocho renglones, pareció llegar al límite de su arrebato
y
se detuvo. Empezó a retorcerse los bigotes como si quisiera sacarles alguna sentencia final. En esas estaba, retorciéndose los bigotes arriba y abajo, cuando llegó su mujer desde el cuarto de estar y se sentó justo frente a sus narices: