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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (47 page)

BOOK: Soy un gato
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—¿Crees que el viejo loco sabe dónde le vamos a arrear?

—Es medio tonto.

—¿Tendrá narices para venir a hacernos frente?

—¿Dónde se habrá metido? Creo que le he visto merodeando...

—O sea, que ha salido ya de ese retrete tan apestoso...

—No puede ser.

—Puede que se haya quedado atascado en la taza.

—Igual se lo ha tragado el váter.

—¡Valiente imbécil asqueroso!

—Vamos a hacer que salga.

—Eh, tú, ladra. ¡Guau! ¡Guau!

—¡Guou! ¡Guou!

Todas estas educadas observaciones culminaron con un griterío a base de todo tipo de sonidos guturales, a cuál más desagradable, cuyo objetivo último era sacar al maestro de su refugio en la retaguardia. Un poco más a la derecha de esa avanzadilla, en el campo de deportes, se encontraba el cuerpo de artilleros tomando posiciones. Uno de sus oficiales empuñaba un grueso palo y miraba directamente en dirección a la Cueva del Dragón Durmiente. Detrás de él, a unos pocos pasos, un segundo oficial encargado de cargar las baterías esperaba su turno, y, frente a ellos, un tercer artillero situado a mayor distancia escudriñaba el terreno, agazapado como una rana. Parece ser que hay un nuevo tipo de juego, importado de Estados Unidos, llamado béisbol, en el que los contrincantes se colocan de esta misma forma. Yo no soy más que una criatura ignorante, aunque tengo entendido que este juego se ha convertido en una verdadera pasión en todas las escuelas y universidades de Japón. Hay que reconocer que en Estados Unidos tienen una especial predilección por inventar cosas extravagantes, y supongo que si enseñaron a los japoneses a jugar un deporte como ése, lo harían de modo ingenuo, sin saber que su ejercicio se podría confundir fácilmente con una carga de artillería. Imagino que los americanos, honestamente, creerán que se trata de un deporte más, pero, entre nosotros, incluso el más inofensivo de los juegos, cuando tiene el potencial de fastidiar a todo un vecindario, puede ser claramente una nueva forma de bombardeo. Bajo mi punto de vista, aquellos mozalbetes estaban disimulando, y pretendían hacer pasar el bombardeo por un partido del juego recientemente importado. Por lo visto, se trataba solamente de una cuestión de denominaciones. Cuántas veces no se habrá estafado a la gente en nombre de la caridad; en cuántas ocasiones se disfraza la locura de arrebato poético. Pues bien, con el pretexto de un inocente partido de béisbol, también se puede entablar una verdadera batalla campal. Puede que el béisbol que practica la gente normal no sea más que un deporte, pero aquello que estaban haciendo esos tipejos era un asedio en toda regla. Éste era el sistema de disparo que empleaban aquellos alumnos para lanzar sus misiles dumdum: uno de los oficiales, el segundo de los que he descrito antes, lanzaba el proyectil en dirección al recluta que tenía enfrente, el que empuñaba el palo. Los profanos en este deporte desconocerán sin duda la composición exacta y el aspecto de la mencionada bala dumdum, pero se trataba ciertamente de una cosa durísima, tan contundente como una piedra y, además, envuelta en piel y cerrada herméticamente. El oficial en cuestión lanzaba la bola a toda velocidad y ésta, cortando el viento, se dirigía directa hacia el segundo oficial quien, armado con el enorme palo, la devolvía impulsándola de nuevo con un fantástico golpe. Si erraba el tiro, la bola rodaba por el suelo, sin mayores consecuencias. Sin embargo, cuando acertaba de pleno, la bola rebotaba ruidosamente en el palo, multiplicaba su velocidad, y salía disparada gracias a la energía cinética que el recluta en cuestión le transmitía, con una potencia tal que era capaz de aplastarle la cabeza al dispéptico maestro, aun estando éste situado a prudencial distancia. Los tres artilleros que participaban en el complicado juego de bolas yendo y viniendo eran esenciales para llevar la operación a buen término, pero, junto a ellos, había pequeños y compactos destacamentos que tras cada nueva sacudida prorrumpían en gritos y aplausos:


Strike
.

—Buen golpe.

—¿Habrá tenido bastante con eso?

—¡A por él!

—¡A ver si la devuelves, idiota!

Semejante tormenta de insultos e insolencias habría bastado para desesperar al ya de por sí picajoso maestro. Pero, además, cada ofensa venía acompañada de una posibilidad real de salir herido, por cuanto uno de cada tres misiles
dumdum
aterrizaba irremediablemente en territorio de la Cueva del Dragón Durmiente. Porque, si no era para fastidiar al maestro, ¿de qué iba a servir eso de lanzar pelotazos potencialmente mortales con un bate de béisbol al jardín del vecino? En todo caso, sin embargo, había un inconveniente para el enemigo. Aunque actualmente las pelotas de béisbol se fabrican a todo lo largo y ancho del mundo, éstas siguen siendo muy caras y de factura costosa. Por tanto, como en todas las contiendas bélicas, el suministro de tales proyectiles es limitado. En general, cada unidad de artillería tenía a su disposición dos o tres proyectiles, por lo que no podían permitirse perder uno cada vez que disparaban. En consecuencia, existía un escuadrón de apoyo al equipo principal, cuya única misión consistía en recuperar los proyectiles ya lanzados. Si éstos caían en territorio amigo, no había problema, pero, cuando aterrizaban en territorio hostil, los escuadrones debían actuar con rapidez y voluntad de hierro para arrostrar el peligro sin arrugarse. En condiciones normales, el oficial encargado de empuñar el palo, consciente de la virtual peligrosidad de perder munición en vano, trataba de no lanzar los proyectiles demasiado lejos; pero el objetivo en este caso era, precisamente, el contrario. Aquella unidad no estaba practicando un deporte, estaba metida hasta las cejas en una guerra en toda regla. Así que esa tarde se dedicaron a lanzar sin descanso sus proyectiles al territorio del maestro, para así encontrar una excusa de invasión y de paso irritarle. El constante aterrizaje de balas
dumdum
en el jardín, acompañado de la invasión de hordas estudiantiles en misión suicida para recuperarlas, ponían al maestro ante un dilema irresoluble: ¿respondía a la provocación, con el consiguiente aumento de su cólera, o bien se rendía incondicionalmente? Bajo esas premisas, sólo era cuestión de tiempo que el maestro se quedase totalmente calvo. Uno de los proyectiles, particularmente bien lanzado, atravesó silbando el campo de batalla, sobrevoló la zona donde crecían las paulonias, y, finalmente, fue a aterrizar dentro del jardín de la casa, tras golpear en la valla de bambú donde yo tenía por costumbre realizar mis ejercicios de equilibrio. Sabemos gracias a la primera ley de Newton que un cuerpo se mueve en línea recta y con velocidad constante a menos que actúe sobre él una fuerza extraña. Si el movimiento del proyectil hubiera estado gobernado exclusivamente por esa ley, la cabeza del maestro habría corrido la misma desgracia que la del pobre Esquilo. Sin embargo, por suerte, en su ayuda actuó la segunda ley de Newton, según la cual el efecto del cambio de movimiento es proporcional a la fuerza aplicada sobre él. Una vez salvado el primer escollo, esto es, la muerte del maestro por impacto de proyectil fuera de control, el siguiente paso era esperar la incursión en nuestra propiedad del escuadrón auxiliar recogepelotas. Se les podía escuchar mientras avanzaban posiciones pasándose informaciones del tipo:

—¿Ha caído por aquí?

—No, un poco más a la izquierda.

Todas las incursiones enemigas, en frenética búsqueda de los proyectiles
dumdum
perdidos en territorio hostil, iban acompañadas del máximo escándalo posible, pues hacer la exploración en silencio habría supuesto un fracaso en el verdadero propósito de la misión. Por supuesto, lo primero y fundamental era recuperar el misil perdido, pero no lo era menos intentar molestar al maestro para provocarle uno de sus ataques de rabia. En aquella ocasión concreta, el batallón conocía perfectamente el emplazamiento exacto de la bala. Habían presenciado el golpe, seguido la trayectoria del proyectil, y habían fijado con toda claridad el lugar de impacto. No podía ser complicado deducir su localización última, por lo que lo más sencillo habría sido recoger la pelota potencialmente asesina y marcharse en paz sin levantar más polvareda. Leibniz nos enseña que cualquier forma de existencia depende del mantenimiento de un orden formal. Por tanto, las letras del alfabeto deben estar siempre, de acuerdo con su Ley de Orden Sistemático, en la misma relación secuencial. De igual manera, se deben respetar las relaciones establecidas por las convenciones, por los proverbios y por la sabiduría ancestral. La buena suerte exige que no se pase nunca bajo una escalera, al igual que un murciélago y la luna están indisolublemente unidos. No existe una conexión obvia entre una pelota y una valla, pero a los ojos de los artilleros había una hilazón evidente entre ambas, que las emparentaba íntimamente. Disponían de un enorme espacio vacío donde arrojar sus proyectiles, así que era totalmente innecesario hacerlo dentro de nuestra propiedad. Si tal cosa sucedía, y efectivamente decidían disparar la pelota en la dirección de nuestra casa, era solamente para retar al maestro y obligarle a batirse en el campo de batalla. A pesar de lo que tan claramente nos enseñaba Leibniz, ellos seguían insistiendo en lanzar la pelota una y otra vez en la dirección menos oportuna.

Las cosas habían llegado demasiado lejos, e incluso un hombre tan gandul como el maestro no podía seguir eternamente evitando plantar cara a los alborotadores. ¿Podía un hombre como él, que poco antes había cometido la ingenuidad de poner todas sus esperanzas en los efectos de una inofensiva lección de ética, permanecer allí parado sin hacer nada? En un arrebato de furia salió disparado de la casa y su contraataque por sorpresa tuvo como resultado la captura de un prisionero. Para el maestro fue, sin duda, un acontecimiento extraordinario, pero lo cierto es que aquel temible elemento insurgente apenas contaba quince o dieciséis primaveras, y ni siquiera tenía bigote. Un enemigo poco proporcionado a la edad de un hombre hecho y derecho. Adecuado o no, para el maestro atrapar a aquel sátrapa constituyó un gran acontecimiento. Así que lo arrastró hacia el interior de la casa y lo metió en la galería.

En este punto se hace necesaria una pequeña explicación sobre la táctica que estaba practicando el enemigo. Estaban convencidos, habida cuenta del ataque de ferocidad del día anterior, de que se acercaba el momento en que el maestro perdería definitivamente los nervios. Sabían que, si estando sumido en ese estado de locura lograse capturar a algún miembro de los comandos recogepelotas, sin duda habría problemas. Pero habían previsto que si tal captura tenía lugar, lo mejor sería enviar a algunos de los miembros más jóvenes de la escuela con objeto de minimizar las consecuencias. Todo se arreglaría con una buena regañina y la reputación de la Escuela de la Nube Caída quedaría intacta. Es más, el único perjudicado de verdad sería el propio Kushami, por entrometerse tan estúpidamente en asuntos más propios del patio de un colegio. Ése era el planteamiento del enemigo y, ciertamente, el de cualquier persona razonable. Pero hubo una cuestión que el enemigo pasó por alto: el maestro no era una persona en absoluto razonable. Una buena prueba de ello es que, si hubiera tenido algo de sentido común, no habría dedicado el día anterior a perseguir enfurecido a los alumnos de acá para allá. Un ataque de furia, una afluencia a la cabeza de sangre que hierve, un arrebato de locura, llámese como se quiera, implica que una persona normal se transforme en una especie de lunático. La persona que padece estos ataques, casi siempre leves, no será capaz de distinguir entre mujeres, niños, cocheros o mozos de cuerda y, en su locura pasajera, no logrará más que obtener una momentánea posesión sobre la que descargar su ira. Pero cuando el sujeto, previamente macerado con innumerables ofensas, pierde los papeles completamente, entonces su insignificante víctima, como un imberbe de escuela, se convertirá en un auténtico trofeo de guerra. La captura se habrá hecho, y el único digno de compasión será el pequeño cautivo.

Fue la mala suerte la que le deparó un destino tan aciago, cuando en realidad sólo atendía órdenes de sus superiores como simple soldado raso. Cumplía con su misión de recogepelotas cuando se vio atrapado por un general enemigo, enloquecido totalmente y que, por sus actos y su aspecto, parecía carente del más mínimo sentido común. Incapaz de alcanzar una vía de escape, había sido capturado y arrastrado al interior del cuartel del rival. En tales circunstancias, estaba claro que el ejército enemigo no podía cruzarse de brazos y abandonar a su suerte a uno de sus miembros. Uno a uno, pues, los mozalbetes fueron saltando la valla y acercándose hasta formar una línea frente a la casa del maestro. Serían una docena, y la mayoría de ellos no llevaba puesta su chaqueta de uniforme. Había algunos con las mangas de la camisa remangadas y, en actitud desafiante, se cruzaban de brazos. Otros vestían prendas de franela muy desgastadas y un último llevaba una especie de camisa blanca con sus iniciales en letras mayúsculas bordadas en negro cerca del pecho. Todos y cada uno de ellos parecían aguerridos soldados llegados recientemente de las montañas de Sasayama, en la provincia de Tamba, pues su porte era como el de los montañeses, bien bronceados y con una musculatura bien formada. Era un auténtico desperdicio que les hubiesen mandado la escuela a estudiar ciencias y ética, pues su fuerza hubiera sido más útil si se les habría empleado como pescadores o cocheros, y su servicio a la patria habría sido infinitamente más provechoso. Estaban descalzos y con los pantalones recogidos hasta las rodillas. Tenían aspecto de estar prestos a participar en la extinción del primer incendio que se declarase en la ciudad. Miraban al maestro en profundo silencio. El maestro se enfrentaba a ellos con la misma actitud silenciosa y desafiante. Durante unos instantes de tensión hubo un intercambio de miradas de odio y sangre entre ambas partes.

—¿Vosotros sois también ladrones? —soltó el maestro de golpe, con un tono que infundía pavor.

La cólera que le quemaba por dentro parecía salir de sus orificios nasales como en esas máscaras de león que se usan en algunas danzas tradicionales japonesas. De hecho, parecía que para hacer las máscaras habían utilizado en algún momento como modelo la imagen de un hombre infinitamente enfadado como el maestro. Si no, esas máscaras no darían tanto miedo.

—Nosotros no somos ladrones. Somos alumnos de la Escuela de la Nube Caída.

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