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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (51 page)

BOOK: Soy un gato
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Sin embargo, él no pretendía hacer de su rostro un motivo de virtud. En su día le vacunaron, pero para su desgracia el virus inoculado en el brazo abandonó esa localización para dedicarse a florecer por toda su cara. Sucedió durante su niñez, y entonces todavía le daban igual las mujeres, así que, cada vez que le picaba, él se rascaba. De ahí que su cara quedara sepultada por cicatrices que eran como los volcanes cuando expulsan lava de sus conos, dejando irreconocible el semblante original que le dieron sus padres. El mismo solía contar a su mujer cómo en aquellos tiempos anteriores a la Gran Erupción, había tenido una tez lisa y tersa como la superficie de una perla, un cutis precioso, tan bello que hasta los extranjeros se daban la vuelta a su paso para admirar su perfección. Bien podía haber sucedido así pero, por desgracia, no había nadie que pudiera dar fe de ello.

Por muy meritorio o significativo que fuese, este asunto de la viruela seguía constituyendo un problema muy desagradable para él. Desde que tenía memoria, había intentado encontrar algún método que le devolviese a su rostro un aspecto algo menos ofensivo para los temerosos ojos de sus conocidos. Pero las marcas de la viruela no se podían aparcar como el palanquín del doctor Asada. Tenían una presencia insoslayable, y el peso que ejercían en la conciencia del maestro era tan grande, que cada vez que salía a la calle se dedicaba a contar mentalmente el número de personas marcadas de viruela que encontraba en su camino, ya fueran hombres o mujeres. En su diario apuntaba los detalles: cuántos marcados veía en un día, el lugar exacto del encuentro, quizás en el mercado de Ogawamachi o quizás en el parque Ueno. Normalmente, se contentaba con reflejar el número de personas con marcas y palitos, pero en ocasiones se permitía anotar algún detalle, habitualmente exagerado, sobre lo que veía. En cuanto a marcas de viruela, se reconocía a sí mismo como una autoridad indiscutible. El tema le obsesionaba hasta tal punto que tan sólo hace unos días, cuando un amigo suyo recién llegado de sus viajes por el extranjero pasó a visitarle, lo primero que el maestro le preguntó fue:

—Dime, ¿también hay gente marcada de viruelas en Europa?

—Bueno —respondió su amigo tomándose su tiempo antes de contestar—. Algunos hay.

—¿Algunos? ¿Pero eso qué quiere decir? ¿No hay apenas, hay muchos, o sólo hay unos cuantos?

—Si los hay, deben de ser ladrones o vagabundos. Entre las clases instruidas ya no se ve a nadie marcado —respondió indiferente al efecto de su observación.

—¿En serio? Entonces las cosas deben de ser muy distintas allí a como lo son en Japón.

Siguiendo el consejo de su amigo el filósofo, el maestro había abandonado las trifulcas y pendencias con esas pequeñas flores de loto salvaje de la Escuela de la Nube Caída, y desde entonces se había encerrado en su estudio para dedicarse a una actividad bien distinta. Seguía las recomendaciones de su amigo, y se sentaba en silencio sin hacer absolutamente nada, con el único objetivo de entrenar cuerpo y mente para el desapego total. Pero, teniendo en cuenta su inconstancia y su incapacidad para mantenerse de brazos cruzados sin hacer nada, yo no tenía ninguna esperanza de que aquel experimento fuese a llegar a buen puerto. Habría sido mejor que hubiese empeñado todos sus libros de inglés y se hubiese dedicado a recibir clases de una
geisha
para aprender a cantar cualquier canción de moda. En cualquier caso, una persona tan cerril como él no escucharía nunca los consejos de un simple gato, así que desistí de intentarlo, y procuré no acercarme a él durante al menos seis días.

Pero llegó el séptimo día de meditación. Hay monjes de la rama Zen del Budismo que alcanzan la iluminación tras diecisiete días de estricta meditación cruzados de piernas en la postura del loto. Pensé que, vivo o muerto, quizás el maestro hubiera logrado algún resultado concreto durante su encierro. Me acerqué por la galería en silencio hasta el estudio para descubrir los efectos de aquella larga meditación. El cuarto de estudio del maestro era bastante amplio. Estaba orientado al sur y recibía con generosidad los rayos del sol. En el centro había una mesa grande; bueno, más bien era descomunal, desproporcionada. Tenía un metro ochenta de largo por casi un metro de ancho. Su altura estaba en relación a su tamaño y, sin duda, cuando la encargó no lo hizo con la intención de que sirviera de mesa, sino de algo indefinido que bien podía ser una mezcla de mesa y cama. Jamas tuve la oportunidad de preguntarle al maestro por la finalidad de semejante mueble, si era para escribir o para dormir, pero quizás en alguno de sus estrafalarios delirios, pensó que ambas cosas podían conjugarse en un mismo espacio. En cualquier caso, es justo reconocer que la idea no estaba mal del todo, pero, como sucede con tantas buenas ideas, al final el resultado práctico era nulo. Tener una mesa que sirve de cama o una cama que sirve de mesa es absurdo. No hace mucho tiempo, yo mismo tuve oportunidad de ver al maestro durmiendo sobre ella. Ocurrió que, al darse la vuelta en sueños, cayó rodando hasta la galería. Cuando por fin abrió un ojo, se sintió tan avergonzado que, desde entonces, no ha vuelto a utilizarla con tales fines.

Delante de la mesa, el maestro tenía un cojín como de muselina, con tres agujeros provocados por algún cigarrillo mal apagado. El algodón que asomaba por los agujeros lucía un tono renegrido. El maestro, con cara de estar contemplando a Buda en persona, estaba sentado solemnemente encima de sus pies, y de espaldas a mí. Los bordes de su ceñidor, sucio y grisáceo, caían hasta tocar sus plantas. En más de una ocasión había intentado yo jugar con esos bordes, pero aquello no me había provocado ninguna diversión y sí más de un disgusto. Aquella especie de cinturón no era un objeto lo que se dice adecuado para el juego. Sabía perfectamente que del maestro no se podía esperar ninguna idea feliz, así que le miré para comprobar si seguía meditando. En ese momento vi encima de la mesa un objeto resplandeciente, deslumbrante. Me cegó, y parpadeé repetidas veces. Era el reflejo del sol en un espejo. Pero, ¿cuál era la finalidad de ese espejo colocado encima de la mesa? Los espejos pertenecen a los cuartos de baño. De hecho, esa misma mañana, cuando visité el aseo, el espejo estaba allí. Mi poder de reconocimiento era admirable, de eso no cabe duda, aunque lo cierto es que aquel espejo era en realidad el único espejo de la casa. El maestro lo usaba todas las mañanas después de lavarse la cara para peinarse con sumo cuidado el cabello, con la raya en medio. Es posible que suene extraño que un hombre con el carácter del maestro, perezoso para tantas otras cosas, dedicase un tiempo considerable a peinar cuidadosamente su cabello y distribuirlo en dos mitades, pero así era. Durante todo el tiempo de mi estancia en aquella casa, ni en una sola ocasión le había visto llevar el pelo corto. Ni siquiera en los meses más calurosos del verano hacía una excepción. Lo llevaba más o menos largo, y ponía todo su cuidado en dejar caer una parte de su melena hacia el lado izquierdo, y la otra hacia el lado derecho. Sin duda, he aquí otro síntoma de su grave enfermedad mental. Esa forma de peinarse no guardaba mucha relación con la dignidad antigua que emanaba de la mesa del estudio, pero al menos se trataba de una costumbre inofensiva. Dejando de lado la discusión sobre la rareza de su pasión capilar, es necesario fijarse en la verdadera razón de tan extraño y pertinaz comportamiento. La razón era que la viruela de su niñez no se había conformado con dejar marcas en su cara, sino que se había extendido a lo largo y ancho de su cuero cabelludo. Por tanto, si se cortaba el pelo al uno como hacía la mayoría de los hombres, inmediatamente quedarían visibles las marcas que tachonaban su cráneo de cráteres. No importaba si se peinaba mucho o poco: lo único cierto era que un corte de pelo al uno dejaría irremediablemente a la vista todas y cada una de sus marcas viruelosas. El efecto podía resultar ciertamente poético, pensará usted, como el de un campo en barbecho cubierto de luciérnagas, pero seguro que su mujer no apreciaría el espectáculo. Al fin y al cabo, el pelo largo le tapaba las ominosas señales. ¿Qué razón había para mostrar públicamente sus defectos? Si hubiera podido, se habría dejado crecer también la barba para ocultar las marcas de sus mejillas. Era de la opinión de que gastar dinero en cortar algo que crecía gratis era absurdo, y más teniendo en cuenta que el pelo le servía para enmascarar los rastros de su viruela. Ésa era la verdadera razón por la que el maestro se dejaba el pelo largo y, para que no se le desmandase, se lo peinaba partido en dos mitades, para lo cual necesitaba mirarse en un espejo en el cuarto de baño. El espejo, de hecho, era el único objeto de cristal que había en toda la casa. ¿Por qué razón había terminado entonces esa pieza única en su estudio? A menos que sufriera de sonambulismo, debía de haber sido el maestro quien lo llevó ahí, de modo consciente y premeditado. ¿Y por qué? ¿Podía necesitar acaso el espejo para su entrenamiento de inactividad?

Todo esto me trae a la memoria una historia que escuché hace ya un tiempo. Hablaba de un antiguo discípulo que visitó a su maestro, un monje budista de mucha fama y renombre a causa de su virtud e iluminación. Cuando llegó a la casa del maestro, el alumno se lo encontró en plena faena, sudando y sacando brillo a una baldosa. «¿Qué hace, maestro?», preguntó el discípulo. «Estoy intentando hacer un espejo.» Sorprendido, el discípulo señaló que, a pesar de sus innumerables virtudes, nunca lograría obtener un espejo de una baldosa. «En ese caso», dijo el maestro «lo dejaré. Pero si buscamos un paralelismo a esto, se podría decir que ningún hombre sería capaz de alcanzar la iluminación aunque leyese todos los libros de la biblioteca más grande del mundo.» Es posible que el maestro hubiera escuchado alguna versión de esta historia y, convencido de lo fútil de la enseñanza, se hubiera entregado, armado únicamente con su espejo, a demostrar triunfantemente que la nada lo es todo. Yo, mientras, le observaba con precaución, consciente de que su inestabilidad mental podía dar un súbito giro peligroso.

El maestro, ajeno a mi presencia y a mis elucubraciones, seguía mirándose fijamente con gran atención en nuestro único espejo. Ese objeto me parecía de lo más siniestro. Según se decía, hacía falta mucho valor para mirarse en él de noche en una habitación iluminada por una única vela. Recuerdo la primera vez que la hija mayor del maestro me enfrentó a uno; la imagen reflejada en él me alarmó de tal manera que me puse a correr enloquecido por toda la casa hasta completar tres vueltas enteras. Cualquiera que se mire a un espejo, incluso a plena luz del día, con la intensidad con la que lo hacía el maestro, acabaría aterrorizado de la imagen que el espejo le devolvería. Debo decir que su cara, incluso a primera vista, no era parca, precisamente, en elementos aterradores. Me senté y observé detenidamente. Al rato, el maestro empezó a hablar consigo mismo: «Desde luego, tengo una cara horrible», musitó. El reconocimiento de su propia fealdad era algo digno de elogio. A juzgar por las apariencias, su comportamiento era el de una persona desequilibrada, pero ese comentario en concreto sonó bastante cabal. Si seguía por ese camino, podía acabar aterrorizado por su propia fealdad. Hasta que un hombre no se reconoce íntimamente como un villano, no podrá entender los designios del mundo, y quien no demuestra la sabiduría suficiente para comprender el mundo, nunca podrá alcanzar la iluminación. El maestro había llegado al punto de reconocer su maldad intrínseca, y parecía que de un momento a otro se apartaría del espejo para gritar: «¡Qué espanto!». Pero no lo hizo. En lugar de eso, una vez admitió su fealdad, se limitó a inflar los mofletes y a abrir mucho los ojos. No puedo explicar exactamente la razón de ese comportamiento. A continuación, empezó a darse palmaditas en los carrillos. Quizás se tratase de una especie de ritual de brujería. De repente, me pareció que yo ya había visto esa cara en alguna parte. Me estrujé los sesos intentando recordar a quién se parecía el profesor cuando ponía esa cara, y al final obtuve la respuesta: ¡Era clavadito a Osan!

Creo que sería adecuado dedicar en este momento unas cuantas líneas a describir con todo detalle la cara de la sirvienta. Era la suya una cara tumefacta, parecida a esas lamparillas bulbosas hechas de piel seca de pez globo que te regalan cuando visitas el templo de Anamori Inari. Su cara era tan grotescamente mofletuda que a veces ni siquiera se le veían los ojos, de tan ocultos que los tenía entre tantas carnes. Por supuesto, la hinchazón de su cara de pez globo tenía una exacta correspondencia en su rechoncho cuerpo. En el caso concreto de su jeta, su estructura ósea parecía estar diseñada en forma más bien angular, por lo que los mofletes que la recubrían creaban el efecto de que tenía por cara un reloj hexagonal aquejado de una terrorífica hidropesía. Estoy seguro de que, si tuviera la mala fortuna de que Osan escuchase estos comentarios sobre su persona, sin duda montaría en cólera, y yo me vería en problemas, así que, por prudencia, creo que continuaré con el relato de las extrañas actividades del maestro, que parecía, por sus actos, haber sido hechizado de algún modo.

Como decía, primero infló sus mofletes y luego comenzó a golpearlos rítmicamente. Una vez concluido este ritual, volvió a murmurar para sus adentros: «Cuando la piel se estira resulta difícil apreciar las marcas». Después giró la cabeza ligeramente para mostrar su perfil a la luz. «Así, muy mal. Se notan mucho. Pero si la luz me da de frente no llaman tanto la atención. Aunque incluso así son extremadamente desagradables.» Cogió el espejo con su mano derecha y estiró el brazo todo lo que pudo. Escrutó la imagen reflejada en él. «A esta distancia no está tan mal. Es el primer plano lo que me asusta, aunque eso se puede aplicar a muchas otras cosas. No...» Se detuvo aquí, y pareció susurrar una especie de verdad revelada: «No sólo a las caras marcadas por la viruela». Después plantó repentinamente el espejo en la mesa y comenzó a contraer los músculos faciales y a mover compulsivamente ojos, nariz, cejas y mejillas, todo a la vez. Parecía como si los rasgos se le fueran a salir de la cara. ¡Qué cosa tan espantosa, por Dios!, pensé. El maestro también pareció horrorizado por el resultado y dijo: «No, esto es aún peor», y cesó con las horrendas contracciones faciales. «Me pregunto por qué razón mi cara es tan sumamente repulsiva», dijo, y colocó el espejo a corta distancia. Parecía sinceramente perplejo por sus experimentos. Con su índice derecho empezó a estrujarse las aletas de la nariz. Cada vez que emergía una gotita de grasa, cogía un trozo de papel secante, y la limpiaba con él. Daba muestras de una habilidad extrema en esta práctica. Con el mismo dedo con el que se había limpiado la grasa nasal, comenzó a estirarse hacia abajo el párpado inferior de su ojo derecho. Ya no tenía muy claro si estaba dedicado al estudio de las marcas de la viruela, o si jugaba a poner caras monstruosas delante del espejo para hacer reír a alguien.

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