Authors: Natsume Soseki
—Pues bien, os diré esto. No sólo sois unos ladrones, sino que además sois unos mentirosos. ¿Cómo podrían entrar los alumnos de esa escuela en una propiedad privada sin permiso?
—Puede ver perfectamente el escudo de la escuela en nuestras gorras.
—Pueden ser robadas también. Aunque, aun concediendo que seáis quienes decís ser, explicadme entonces cómo es posible que alumnos de esa respetable escuela se comporten como ladrones, como vulgares mentirosos, como asquerosos usurpadores.
—Nosotros sólo hemos venido a por nuestra pelota.
—¿Y quién os ha dado permiso para entrar en mi propiedad para buscar esa pelota?
—Hemos entrado sin querer.
—Lo que sois es una panda de desgraciados.
—Tendremos más cuidado en el futuro. Le pedimos disculpas.
—¿Por qué diablos tendría yo que perdonar a una panda de jóvenes delincuentes, todos completos extraños, que se dedican a asaltar de mi propiedad para venir a molestarme?
—Pero, de verdad, señor. Somos alumnos de la escuela.
—Si eso es cierto, ¿en qué curso estáis?
—En tercero.
—¿Es eso cierto? —Sí.
Inmediatamente después, el maestro volvió la cabeza en dirección a la casa y llamó a la criada, que respondió prestamente. Osan asomó un instante después por la puerta.
—Ve inmediatamente a la Escuela de la Nube Caída, y trae a algún responsable.
—¿A quién?
—A quien quieras, pero tráelo aquí de inmediato.
A pesar de las instrucciones recibidas, como la escena del jardín era tan extraña, las órdenes del maestro tan imprecisas y la situación general tan demencial, Osan, en lugar de salir corriendo hacia la escuela, se quedó ahí plantada con una sonrisa estúpida en los labios.
El maestro tenía la impresión de estar librando una importante batalla, y lo menos que se podía esperar es que los suyos acataran las órdenes sin rechistar y con la mayor diligencia posible. Y en lugar de eso, lo que hacía Osan era quedarse allí pasmada sin decir nada y con una sonrisa de idiota dibujada en la cara. El maestro volvió a estallar hecho una furia:
—¿No me has oído? Te he dicho que vayas a la escuela y traigas a alguien, me da igual quién sea. ¿No lo entiendes? Un profesor, una secretaria, al jefe de estudios, quien sea.
—¿Se refiere al director?
Conviene aclarar que, en lo referente a los asuntos de la escuela, esa ignorante de Osan desconocía todo lo relacionado con la jerarquía académica, y no tenía ni idea de quién era quién. Para ella lo mismo era el jefe de inspectores del ministerio que un miserable bedel.
—Sí. A quien sea. Me da igual. ¿Es que no entiendes lo que te estoy diciendo?
—Y si no está ninguno de esos, ¿qué le parece si le traigo al portero?
—No seas imbécil. ¿Cómo va a hacerse cargo de una situación como ésta un vulgar portero?
Osan salió camino de la escuela sin haber entendido ni una palabra, ni tener la más mínima idea de la razón última del encargo. Seguramente volvería con el portero. Yo estaba impaciente por ver cómo aparecían los dos para enfrentarse con el maestro, cuando el que apareció por la puerta principal fue el profesor de ética. Tan pronto como tomó asiento, el maestro Kushami lanzó la más desquiciada fórmula de cortesía que se le ocurrió:
—La clepsidra apenas ha derramado dos gotas relucientes desde que esos bárbaros han llegado a invadir mi propiedad.
El maestro entonces emprendió un discurso a la antigua usanza, tan obtuso e incomprensible que parecía directamente sacado de esa famosa obra de teatro
kabuki
en la que aparece el juramento de lealtad de los cuarenta y siete samuráis. Continuó con una pregunta cargada de sarcasmo:
—¿Podría usted decirme si estos caballeros son alumnos matriculados en su distinguida escuela?
El profesor de ética no dio muestras de sorpresa. Miró por encima de su hombro en dirección a los chavales que formaban en el jardín, y luego volvió a mirar al maestro. Con total indiferencia contestó:
—Sí. Son todos estudiantes de la escuela. Les hemos dado repetidas instrucciones de que dejaran de molestarle con sus juegos. Lamento profundamente esta situación.
Y luego miró de nuevo a los mozalbetes.
—¿Se puede saber, chicos, por qué habéis cruzado la valla?
Los estudiantes no son más que estudiantes. En todas partes pasa lo mismo. Confrontados con su profesor de ética, parecían no tener nada que decir. Callados, inmóviles y acobardados, estaban allí quietos como un rebaño de ovejas sorprendido por una inesperada nevada.
El maestro se lanzó:
—Como esta casa está justo al lado de la escuela, me doy perfecta cuenta de que es inevitable que las pelotas caigan de vez en cuando aquí dentro. Si esos muchachos de ahí se limitasen a saltar la valla para recogerlas en silencio y marcharse, no diría nada, ¡pero es que lo hacen a voz en grito...!
—Tiene usted toda la razón. Volveré a insistirles para que tengan más cuidado. Pero como son tantos, y uno se los puede encontrar jugando por todas partes, comprenderá que resulta imposible para los profesores mantenerlos a raya. —Y dirigiéndose a los alumnos, les espetó—: Y vosotros, escuchadme: si se os vuelve a colar la pelota, salid del colegio y venid hasta aquí para pedirle permiso al maestro para recogerla. ¿Lo habéis entendido? —Se volvió de nuevo hacia el maestro y continuó—: Como usted sabe, nuestra escuela es enorme, y el deporte es uno de los pilares actuales del actual sistema educativo. Es inevitable que surjan inconvenientes de vez en cuando, y siento de verdad que le incomoden tanto. Le pido que les perdone usted. Desde ahora, cada vez que tengan que entrar a por una pelota, vendrán por la puerta principal y solicitarán su permiso.
—Eso sería una solución muy satisfactoria para mí. Pueden echar la pelota tantas veces como quieran, pero que de ahora en adelante llamen a la puerta para pedir el correspondiente permiso. Llegados a este punto, le devuelvo a sus alumnos para que se los lleve a la escuela, y le pido perdón por haberle hecho venir hasta aquí para tratar asuntos tan nimios.
Como de costumbre, el maestro empezaba sus arrebatos con frases grandilocuentes y terminaba viniéndose abajo como un muñeco de trapo. El profesor de ética condujo a los fornidos montañeses hasta la puerta principal, y desde allí continuaron su camino hacia la escuela. De esta forma, concluyó el famoso incidente del que venía hablando hace rato. Habrá quien encuentre este episodio cómico, así que el que quiera reír que lo haga libremente. Tales cosas pueden carecer de importancia real, pero no para el maestro, para quien eran de una magnitud considerable. Se le puede achacar que se preocupara de cosas insignificantes, y hay quien incluso le comparará con una flecha muy pequeña disparada con un arco muy grande. Pero es conveniente recordar que esa flechita constituye la esencia del carácter del maestro, y es su peculiar carácter el que le ha convertido durante estos meses en un conocido personaje de una novela cómica por entregas. Los que le tilden de loco por perder tiempo y energía en asuntos pueriles con chavales de escuela, tendrán razón y estaré de acuerdo con ellos. Como también lo estoy, por supuesto, con algunos críticos que le achacan no haber madurado lo suficiente desde su más tierna infancia.
Una vez concluido el relato del incidente, iniciaré ahora el de sus consecuencias. Así lo exige la lógica narrativa. Los escrupulosos me culparán de saltar de una cosa a la otra sin orden ni concierto, pero no soy un gato tan simple y desordenado como pueda parecer. En cada una de mis palabras, en cada una de mis frases, suele ir implícita una filosofía del cosmos, y no es necesario juntar todo eso para crear un sistema completo, claro y consistente, con un principio y un final cuidadosamente planificados, para ofrecer una visión general de toda la creación. Habrá quien me lea con más o menos atención y se tome mis aseveraciones por simples vulgaridades, por pura cháchara, y no vea filosofía por ninguna parte, sino meros sermones moralizantes. Así que animo al lector a que, a fin de evitar estas confusiones, evite leerme tumbado o bien sentado de cualquier manera, o bien saltándose párrafos enteros o deglutiéndolos como si fueran comida barata. Cuando Ryû S
o
gen leía alguna obra del escritor y político chino Kan Tai-Shih, tenía la deferencia de lavarse las manos con agua de alhelí antes de comenzar la lectura. En fin, yo no pediría tanto.
Me contentaría con que cada cual se comprase con su propio dinero la revista en que este relato se publica por entregas, y no cometiese el abuso de pedírsela prestada a un amigo para así leerla sin pagar. Ahora, por tanto, me dispongo a detallar las consecuencias del incidente, y para quien piense que no tiene importancia, he de decirle que se equivocará de plano si no continúa leyendo hasta el final.
Al día siguiente, tras el gran acontecimiento, salí a la calle a dar un paseo. Al doblar la esquina me di de bruces con el señor Kaneda, que caminaba en animada conversación con su protegido, el señor Suzuki. Precisamente, este último salía de la mansión de Kaneda, donde había ido de visita, y fue en ese momento cuando se encontró con su propietario de cara aplastada, que llegaba en su coche particular. Hacía tiempo que había perdido el interés por lo que pasaba en la casa de los Kaneda, así que ya no me pasaba tanto por allí. Pero, al encontrarme tan inesperadamente con estos dos individuos, mi interés por los asuntos de la casa Kaneda revivió. A Suzuki también hacía tiempo que no le veía, así que encontrarles a los dos juntos constituyó para mí un inesperado honor. Me acerqué para escuchar lo que decían. Sus palabras fluían hacia mis oídos con una sorprendente ligereza. No es que hubiera desarrollado una capacidad por encima de lo común para ser testigo involuntario de las conversaciones que se desarrollaban a mi alrededor, es que ambos hablaban a voz en grito y era inevitable enterarse de todo lo que decían. En cualquier caso, no había motivo para reprocharme nada, pues, por lo que toca al señor Kaneda, no tenía ningún escrúpulo en mandar espías donde fuera con tal de proteger sus intereses. Si se enfadaba al tenerme como oyente, eso sólo serviría para demostrar su nulo sentido de la justicia. De todos modos, escuché la conversación, repito, no por decisión propia, sino porque las palabras fluían directamente hasta mis oídos:
—Acabo de estar en su casa. ¡Qué suerte encontrarle aquí fuera! —decía Suzuki sobreactuando, como siempre.
—Una suerte, desde luego. De hecho, mira tú, quería verte.
—¿En serio? ¡Qué coincidencia! ¿Hay algo que pueda hacer por usted?
—Nada serio. Aunque se trata de algo que sólo tú puedes hacer.
—Estése seguro de que, se trate de lo que se trate, lo haré encantado. ¿Qué tiene en mente?
—Bueno, verás... —El señor Kaneda buscaba las palabras adecuadas.
—Si lo prefiere, puedo volver en otro momento...
—No, no. No te preocupes, no es tan importante. Pero mira, ya que estás aquí, aprovecharé...
—Por favor...
—Se trata de ese amigo vuestro tan raro... Kushami creo que se llama.
—¡Ah, sí! Kushami. ¿Qué ha hecho ahora?
—En realidad nada, pero no me quedé totalmente satisfecho desde lo último que nos pasó, ya sabes... Se me quedó un mal sabor de boca.
—Le entiendo. Vanagloriarse como él lo hace es enfermizo. Debería tener en cuenta su verdadera posición social, pero no. Lejos de eso, anda por ahí como si fuera el señor de la creación.
—Eso es. Ese desprecio que muestra hacia los hombres de negocios me saca de quicio. Parece no estar dispuesto a asumir el verdadero poder del dinero. Pensé en darle una lección para demostrarle de lo que es capaz un hombre de negocios, y durante un tiempo le envié a unos cuantos charlatanes para que le molestasen por un precio módico, ciertamente. Pero su terquedad es impresionante. En mi vida había visto a nadie con una cabeza tan dura como la suya. De hecho, sigue en sus trece respecto a su consideración de lo que supone ser un hombre de negocios moderno. No hay quien le haga bajarse del burro.
—El problema es que no entiende bien lo que significa ganar y perder dinero. Además, es incapaz de apreciar y de poner en una balanza sus ventajas y desventajas. Es un tipo incorregible. Siempre ha sido así, completamente ajeno a sus propios intereses. Es un caso perdido.
El señor Kaneda explotó en una risotada al oír la definición que hacía Suzuki.
—¡Has dado en el clavo! He intentado todo tipo de estrategias para desesperarle y, teniendo en cuenta su limitado nivel de inteligencia, he llegado incluso a contratar a unos alumnos de la escuela de ahí al lado para que lo acosen.
—¡Buena idea! ¿Y funciona?
—Creo que sí. Esta vez parece que lo he puesto al borde de la desesperación. Es sólo una cuestión de tiempo que la presión suba al máximo y estalle.
—Con tantos enemigos juntos no podrá resistirlo. ¡Qué inteligente es usted, señor Kaneda!
—Sí creo que está a punto de rendirse. Parece ya muy debilitado, de hecho. Creo que está empezando a probar su propia medicina. En cualquier caso, me gustaría que te dieras una vuelta por allí para comprobar personalmente cómo está.
—Con mucho gusto. Iré para allá inmediatamente, y a mi regreso le informaré puntualmente de todo lo que vea y oiga. Será interesante y, además, me dará la oportunidad de ver en directo cómo sucumbe.
—Bien, pues. Te veré más tarde. Estaré esperándote impaciente.
—De acuerdo, señor.
¡Así que se trataba de un nuevo complot contra el pobre Kushami! Esa conversación mostraba bien a las claras cuán avasalladora puede ser la gente rica. Kaneda, en su maldad, era el responsable de que el maestro perdiera el sentido común, y de que los pelos de su cabeza se le comenzaran a caer irremisiblemente, hasta convertir su cráneo en una pista de aterrizaje para las moscas, o en un objeto que amenazaba con correr el mismo destino infortunado que el del pobre Esquilo. Yo no sé por qué razón la Tierra gira alrededor de su eje, pero lo que es seguro es que el dinero contante y sonante es la motivación de todas las cosas. Y son precisamente los hombres de negocios los que mejor conocen el verdadero poder y el alcance del dinero. Si el sol sale por el este y se pone por el oeste no es sino por la influencia de los hombres de negocios. Había empezado a reconocer lentamente sus derechos casi divinos y a atribuir mi atraso a la atmósfera e influencia cultural de la humilde morada de maestrillo donde había sido confinado casi desde mi nacimiento. Había llegado el momento de que el bigotudo maestro despertara y se diera cuenta de cómo eran las cosas en realidad. El hecho de que se mantuviera en sus trece, sólo podía ser una cosa: peligroso. Peligroso incluso para una vida tan sosa, dispéptica y ameboidea como la del maestro. Me preguntaba cómo encajaría la visita de Suzuki, una visita con truco. Estaba seguro de que la forma de admitirle en su casa constituiría el indicador exacto del grado en que el maestro valoraba la verdadera dimensión del poder de un hombre de negocios. Por otro lado, no me perdería ese encuentro por nada del mundo. Aunque sólo sea un gato anónimo, acepto los imperativos de la lealtad, y la seguridad del maestro me preocupa enormemente. Me di media vuelta, y volví a casa a toda prisa para ver si llegaba antes que el repugnante de Suzuki.