Soy un gato (50 page)

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Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
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—Pues yo me siento tan a disgusto, que últimamente pierdo los nervios con una facilidad pasmosa. Aparte de quejarme y enfadarme, no hago mucho más.

—No hay nada de malo en quejarse. Cuando tengas ganas, quéjate abiertamente de lo que te apetezca. Al menos eso te dará cierta calma interior. Todos somos distintos, no se puede pretender que los demás estén hechos a nuestra imagen y semejanza. Fíjate por ejemplo en los palillos para comer y en el pan. Si no usas palillos, difícilmente podrás comerte el arroz, pero con el pan no sirven de nada. Para comerlo hay que cortarlo y cada cual lo puede hacer a su gusto. Un traje hecho a medida por un sastre te quedará como un guante nada más ponértelo. Pero uno fabricado en serie tardará años en adaptarse a tu cuerpo. Si los padres produjesen niños perfectamente amoldables a las condiciones actuales del mundo, todo funcionaría a las mil maravillas. Pero, si has tenido la desgracia de nacer normal, lo único que se puede hacer es adaptarse hasta encontrar la forma de encajar.

—No veo cómo adaptarme al mundo o a los demás. Es un proceso que me deprime.

—Si uno intenta meterse en un traje demasiado pequeño, es lógico que le cueste trabajo ponérselo, y al final se rompe. Por eso hay tantas peleas, tantos suicidios, tantas revoluciones. Tú, por ejemplo, te pasas el día disgustado. Pero no por ello vas a suicidarte ni a pelearte con nadie, ¿verdad? Nunca es para tanto. Podría ser aún peor...

—El caso es que me enfado constantemente por cualquier nimiedad, y con el primero que se me cruza por delante. Si no hay nadie contra quien descargar mi ira, me voy cargando de vapor, como una olla a presión a punto de estallar.

—Ya veo. Lo que te sucede es que te enfadas contigo mismo. Pero no hay nada de malo en eso.

—Pero ya me he aburrido de ser así.

—Pues entonces déjalo ya.

—Entiendo lo que pretendes, pero digas lo que digas, uno no puede hacer las cosas simplemente con pensarlas.

—Pues yo creo que sí. Pero dejando eso de lado, ¿cuál crees que es la causa de tu profundo descontento?

En respuesta a la pregunta de su amigo, el maestro empezó a relatar la larga y triste historia de los agravios que había sufrido últimamente. Empezó por el episodio de la guerra contra los alumnos de la Escuela de la Nube Caída, y, sin solución de continuidad, pasó a los vecinos que le apodaban «té salvaje», «tejón de barro», así como a los continuos incidentes con sus colegas de la escuela. Su amigo filósofo escucho pacientemente y en silencio la larga lista de quejas y, tras una pausa, se dirigió al maestro con las siguientes observaciones:

—No debes prestar la más mínima atención a lo que dicen tus colegas de la escuela. Seguro que no son más que bobadas. En cuanto a los alumnos de la escuela de aquí al lado, no merecen tu atención. Su triste existencia no merecerá siquiera una nota a pie de página en la historia de la humanidad. Además, un hombre de tu talla intelectual no debería perder el tiempo con eso. Sin embargo, insisten en seguir molestándote, y eso a pesar del arreglo formal al que llegaste. Mira, yo creo que en estas cosas nuestros ancestros japoneses actuaban de una manera mucho más sabia que nosotros, influidos por la maneras europeas y por su así llamado positivismo, al que hemos prestado demasiada atención últimamente. El problema principal con el positivismo es que no reconoce límites. Por mucho que insistas en una acción positiva, uno no adquiere ni la perfección, ni la satisfacción completa. ¿Ves esos cipreses de allí? Supongamos que decides que interrumpen tu vista y decides cortarlos. Entonces te darás cuenta de que la casa que hay detrás se ha convertido en un nuevo obstáculo para tu vista. Cuando consigas derribar la casa, el edificio de más allá se convertirá en una nueva molestia. No habrá un final en tu búsqueda de una vista perfecta. Pues bien, esa profunda insatisfacción que sientes reside en la creencia implícita, muy europea, de que existe un continuo progreso hacia un ideal imaginario. Nunca nadie, ni Alejandro Magno, ni Napoleón siquiera, consiguieron sentirse satisfechos con sus conquistas. Piensa en algo más accesible. Te cruzas con alguien, os dais un golpe y os peleáis. Le llevas a juicio y lo ganas, pero si piensas que ése es el final del asunto, estarás cometiendo un lamentable error. El asunto permanecerá en tu cabeza dando vueltas y más vueltas sin parar, y jamás encontrarás la solución definitiva, y morirás sin haberla obtenido. Esa misma verdad se puede aplicar a cualquier asunto que se te ocurra. Imagina que vivimos bajo un gobierno oligárquico que nos desagrada profundamente y conseguimos cambiarlo por una democracia. Tan pronto como se establezca el nuevo régimen, más participativo, volveremos a no estar satisfechos con sus logros, y ante el riesgo de conmoción social volveremos a buscar una nueva forma de gobierno. Otro ejemplo: si encuentras un río, haces un puente; si una montaña te bloquea el paso, construyes un túnel, y si algo está demasiado lejos, plantas una vía para que circule el tren. Una y otra vez intentamos salvar obstáculos, y, aun así, seguimos sin solucionar el verdadero problema de nuestra insatisfacción positivista. Es cierto que un ser humano solo no puede jamás dar satisfacción a todos y cada uno de sus deseos. El positivismo propio de la civilización occidental ha producido, sin duda, muchos y notables progresos, pero al final no ha producido sino una sociedad profundamente insatisfecha, conformada por gente profundamente infeliz. La civilización tradicional japonesa, en cambio, no buscaba el cambio en los otros, no buscaba el cambio fuera, sino en uno mismo. La diferencia principal entre ambas civilizaciones es que la japonesa asumió desde muy al principio que el ambiente exterior no se podía cambiar significativamente, por mucho que uno se empeñara. Constituye una equivocación pretender encontrar un remedio para las tensiones entre los padres y los hijos a la manera occidental, esto es, mediante un acuerdo. En nuestro caso, preferimos dejar las cosas como están, y sufrir con paciencia ese desarreglo hasta volver a encontrar la armonía doméstica. Y así tenemos la misma actitud de calma ante cualquier problema que pudiera surgir, ya sea entre marido y mujer, amo y esclavo, o entre las castas de comerciantes y de guerreros. Solíamos mantener esa actitud para estar en consonancia con la naturaleza y ser un reflejo de ella. Si, por ejemplo, una montaña bloqueaba el paso natural hacia un país vecino que queríamos visitar, no nos empeñábamos en hacer un túnel e ir contra el orden natural de las cosas, sino que nos limitábamos a no visitar a nuestros vecinos.

»Por este método se conseguía que un hombre estuviera perfectamente contento incluso en el caso de no poder cruzar una montaña, y eso es algo que se entiende mejor cuando se mira bajo el prisma de las sectas Zen de los confucianistas y de los budistas. Nadie, por muy poderoso que sea, puede hacer lo que quiera con el mundo que le ha tocado vivir. Nadie puede detener al sol en su ocaso, ni lograr que los ríos fluyan en dirección a las montañas. Pero cualquier hombre es capaz de hacer lo que quiera con su propia mente. Por tanto, si estás preparado para soportar la disciplina que supone el control mental, alcanzarás la liberación total y no te preocuparás más por pequeñeces como son los alumnos de la escuela, los estúpidos que te llaman tejón de barro, o tus compañeros de trabajo que te hacen desplantes. Para que entiendas lo que estoy diciendo, te pido que escuches la historia del monje Zen Sogan, quien, en el turbulento siglo xiii en China, fue amenazado de decapitación por la espada de un guerrero mongol. Sentado e inmóvil en su postura de meditación, Sogan recitó el siguiente verso que, en mi opinión, nunca se cita suficientemente:

 

Como un relámpago, una espada

puede llevarse mi cabeza como si fuera viento de primavera.

Pero uno no se siente amenazado

por un viento que no sopla.

 

Como puedes imaginarte, el mongol se quedó tan impresionado por el poder de la mente del monje, que se marchó sin tocarle un pelo. Quizás nosotros también, después de muchos años de duro entrenamiento, podamos llegar a un estado de pasividad, de poder y despreocupación como los que mostró el monje en aquella ocasión. No pretendo entender todas y cada una de las complejidades de este asunto, pero una cosa está clara: es un error peligroso depositar una confianza ciega en el positivismo occidental. Tu caso sirve para demostrar mi teoría. Por muy positivamente que luches, no lograrás que los chicos de la escuela dejen de molestarte. Por supuesto, si tuvieras el poder de cerrarla, u ocurriese algo tan grave que llamase la atención de la policía, la cosa sería muy distinta. Pero las cosas están como están, son como son, y ya has llegado al tope de tu actitud positiva, con escasos resultados. Cualquier aproximación positiva a tu problema implica poner sobre la mesa el poder del dinero. También implica el hecho de que estás en clara minoría y desventaja respecto a una turbamulta de enloquecidos terroristas en potencia. Resumiendo, si persistes en esa actitud tuya tan occidental, te verás obligado a doblegarte ante el hombre rico, y serás aplastado y humillado por el enorme peso de esa enorme recua de infantes. La razón principal de tu profundo descontento reside en el hecho de que eres un hombre que no procura su salud y su equilibrio, y sólo se dedica a luchar a ciegas. En resumidas cuentas, eso es lo que te pasa. ¿Me has comprendido bien?

Y así concluyó su larga disertación.

El maestro, que hasta ese momento había escuchado en respetuoso silencio, no dijo ni sí ni no. Pero después de que su amigo se marchase, se encerró en su estudio sin abrir un solo libro y se quedó absorto en sus pensamientos. Suzuki le había dicho que un hombre sabio es el que se deja llevar por la corriente; el doctor Amaki le dio su opinión profesional de que quizás su estado de nervios pudiera controlarse gracias a la hipnosis, y el último de sus visitantes dejó meridianamente claro que, para alcanzar la paz, lo único que debe hacerse es entrenarse duramente para permanecer pasivo ante los estímulos de la vida. En la mano del maestro estaba decidir por cuál de las tres opciones optaba. Porque una cosa estaba clara: no podía seguir así. Debía hacer algo.

Capítulo 9

El maestro tenía la cara picada de viruela. Según tengo entendido, las caras picadas de viruela estaban muy de moda en la época anterior a la restauración Meiji, pero en estos tiempos de la alianza anglo-japonesa, esas caras de cráter están en cierto modo fuera de lugar. El declive de la viruela empezó, precisamente, cuando entró en vigor el tratado de paz, así que era de esperar que esa moda fuera desapareciendo poco a poco a partir de ese momento. He llegado a esta conclusión gracias a una inequívoca lectura de ciertas estadísticas médicas, de las que, al estar regidas por métodos científicos, ni siquiera un gato como yo, una criatura penetrante y crítica, se atrevería a dudar jamás. No conocía la incidencia actual de la viruela a escala mundial, pero lo que está claro es que en mi barrio no hay un solo gato, ni tampoco un humano, salvo el pobre viejo maestro, siento profundamente tener que decirlo, aquejado de esta enfermedad.

Cada vez que le miraba a la cara, me daba cuenta de la mala suerte que había tenido al vivir en el siglo
xx
con una cara tan anacrónica como la suya. Es posible que hace mucho tiempo pudiera haber lucido con bravura sus horrendos agujeros faciales, pero, en la actualidad, y gracias a las leyes de vacunación promulgadas en 1870, las marcas de viruela han quedado restringidas a la parte superior del brazo, que es donde se inocula la vacuna. Los agujeros en sus mejillas y narices podían resultar admirables gracias, precisamente, a su tenacidad y resistencia al cambio y a los nuevos tiempos, pero constituían un agravio al honor de todas las viruelas. Sería una gran idea que el maestro se hiciera borrar esas huellas lo antes posible, dado que debían de sentirse muy solas. Quizás se amontonaban desordenadamente en su cara en virtud de una especie de reunión postrera de clanes caídos en desgracia, que intentan así restaurar su gloria pasada. Ahí estaban, inmersas en una carrera de obstáculos, dando un paso atrás para bloquear el curso del tiempo, y chocando con el pertinaz presente; algo que me merecía el más profundo de los respetos. El único problema de esas viruelas del maestro era que también las llevaba enormemente sucias.

Cuando el maestro era un niño, vivía en el barrio de Ushigome un médico de renombre llamado Asada Sohaku,
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especialista en medicina china. Cada vez que aquel hombre salía de ronda para visitar a sus pacientes, invariablemente utilizaba un palanquín, por lo que tardaba mucho tiempo en ir de un sitio a otro. Tan pronto como murió, y su hijo adoptivo se hizo cargo del oficio, abandonó el palanquín en favor de un
rickshaw
tirado por un mozo. Sin lugar a dudas y en virtud de los nuevos tiempos, el hijo adoptivo rechazó pronto las hierbas tradicionales de su padre para abonarse a la prescripción de aspirinas. Incluso en los tiempos del doctor Asada, recorrer las calles de Tokio en un palanquín debía de resultar un espectáculo de lo más extraño y, seguramente, los únicos que no veían nada raro en ello eran los cerdos enjaulados en los puestos de los mercados, los espíritus de los ancestros y, por supuesto, el propio y anticuado doctor. Digo esto porque las marcas del maestro eran un atavismo tan grande como el palanquín del doctor Asada. Podían ser un motivo de compasión para algunos, pero la terquedad del maestro, que afloraba hasta en su piel, no tenía nada que envidiar a la del médico del palanquín, y, por eso, no mostraba el menor reparo en ir todos los días a la escuela a cara descubierta, con el fin de iniciar a sus incapaces alumnos en los misterios de la lengua inglesa. Para el propósito de sus enseñanzas le venía bien mostrar esa cara picada, pues causaba la impresión de ser una reliquia del pasado impartiendo enseñanzas muy antiguas, pero trasladadas a los nuevos tiempos. Una y otra vez les leía a sus alumnos extractos sacados de sus preciosos textos, y recitaba verdades universales como «los monos tienen manos». Pero, al mismo tiempo, su piel parecía estar respondiendo silenciosamente a la pregunta, no formulada en voz alta, de cuáles eran los estragos que la viruela podía causar en la cara. Cuando los hombres desfigurados como Kushami abandonasen su profesión de maestros, los alumnos preocupados por la enfermedad estarían obligados a encerrarse en las bibliotecas y en los museos para buscar especímenes ya extinguidos, así como a hacer un esfuerzo mental inmenso para tratar de visualizar las señales que dejaba la enfermedad. Algo parecido a lo que hacemos hoy en día cuando tratamos de imaginarnos a los hombres del Antiguo Egipto a partir del examen, bajo los rayos X, de sus momias. Consideradas desde ese punto de vista, al menos las marcas del maestro tenían cierto mérito.

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