Soy un gato (23 page)

Read Soy un gato Online

Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
7.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

La criada colocó un cojín de algodón de vivos colores en el suelo frente a la alcoba, e invitó amablemente al señor Suzuki a que se sentara en el lugar de honor. Luego se retiró. Suzuki inspeccionó la habitación. Comenzó examinando la tira de caracteres chinos colgada de la pared. Se suponía que la había escrito en persona el maestro calígrafo Zen Mokuan.
[41]
Pero, evidentemente, se trataba de una falsificación mal hecha. Decía así: «Las flores se han abierto. Ya llegó la primavera.» Después se fijó en unos brotes de cerezo tempranamente florecidos colocados en uno de esos jarrones baratos que se venden en Kioto. Luego, cuando su inquisitiva mirada se posó sobre el cojín depositado para su comodidad, se encontró con un gato que lo ocupaba plácida y serenamente. Huelga decir que el gato en cuestión era yo mismo.

En ese preciso momento apareció la primera señal de tensión en el ánimo de Suzuki, un temblor tan pequeño que apenas se reflejó en su expresión, que permaneció imperturbable. Sin duda habían colocado allí ese cojín para él, pero antes de que pudiera sentarse un extraño animalejo le había arrebatado el lugar de honor. Esa primera consideración amenazó con perturbar su espíritu. Si el cojín hubiera estado libre, el señor Suzuki se habría sentado humildemente sobre el
tatami
hasta que el maestro en persona le hubiera invitado a ocuparlo. ¿Quién demonios era ese felino que se apropiaba con descaro de un cojín destinado a acoger, antes o después, sus posaderas? Si se hubiera tratado de un ser humano, habría cedido amablemente el puesto, pero que le quitara el sitio un simple gato le parecía algo intolerable. Y también desagradable. Ésa fue la segunda consideración que amenazaba su paz de espíritu. Es más, había algo en la actitud del gato, es decir, en mí, que le resultaba especialmente irritante. No sabía qué era. Yo, mientras, sin mostrar la más mínima señal de disculpa, seguía sentado arrogantemente sobre el cojín y le miraba desafiante como si estuviera preguntándole: «¿Quién diablos eres?». Eso fue lo tercero que minó el ánimo del señor Suzuki. Si tan molesto estaba, podía haberme cogido del cuello y, simplemente, quitarme de allí, pero en cambio se contuvo. Me taladró con la mirada en silencio. Es inconcebible que criaturas tan grandes como los humanos se asusten tanto y no sean capaces de recurrir a su superioridad y solucionar por la vía directa un problema tan insignificante. En lugar de eso, se enredan en una serie de conflictos interiores y de luchas con su propia voluntad. ¿Por qué no se levantó el señor Suzuki y me echó sin más contemplaciones del cojín? La razón es, creo yo, que estaba muy cohibido por su concepto de lo que debía ser una actitud adecuada en una casa ajena a la que se va de visita. Si de lo que hablamos es de usar la fuerza, un niño de tres años
y
apenas un metro de estatura es capaz de lanzarme por ahí sin despeinarse. Sin embargo, un hombre crecido, un hombre de comportamiento recto, como Suzuki, no era capaz de mover ni un dedo contra esta suprema deidad gatuna que se le había apoltronado sobre el cojín. A pesar de que no había testigos, según su estricta ética de lo correcto, un hombre como él no podía rebajarse hasta el extremo de pelearse con un gato por la posesión de un cojín. Sin duda haría el ridículo y dejaría de ser una persona para convertirse en el actor de una farsa. Una discusión con un gato supondría la degradación total. Así que, a fin de salvaguardar su dignidad, Suzuki no tenía más remedio que quedarse de pie, ahí en medio de la habitación. En consecuencia, el rencor y la inquina iban creciendo en su interior a pasos agigantados. Su cara, poco a poco, fue adoptando un gesto de desagrado. A mí sus agrias muecas me parecían bastante cómicas y divertidas, pero intenté mantener un aire de inocencia y contener la risa.

Mientras se desarrollaba esa pantomima silenciosa, el maestro salió del baño, entró en la habitación y se sentó.

—Hola —dijo.

La tarjeta de visita ya no estaba en su mano, así que es de suponer que el nombre de Suzuki Tojuro había sido condenado a algún tipo de penosa finalidad en ese lugar hediondo del que acababa de salir el maestro, justo antes de que pudiera sentir lástima por el trágico destino de la tarjeta, el maestro me cogió del pescuezo y me lanzó volando por el aire en dirección a la galería.

—Siéntate, por favor. ¡Qué sorpresa! ¿Cuándo has vuelto a Tokio? —El maestro ofreció el cojín a Suzuki y éste le dio la vuelta para no tener que sentarse sobre mis efluvios gatunos.

—Me han destinado a la oficina central. Últimamente he estado muy ocupado y no he tenido oportunidad de decírtelo.

—¡Eso es estupendo! Hacía mucho que no nos veíamos. Ésta debe de ser la primera vez desde que te mandaron a provincias, ¿no es cierto?

—Sí. Hace ya casi diez años. En realidad he venido en varias ocasiones, pero siempre por cuestiones de trabajo y no he encontrado nunca el momento de pasarme a visitarte. Espero que no me lo tomes a mal, pero, sinceramente, el trabajo en una empresa te roba todo el tiempo.

—Sí, en diez años se cambia mucho...— observó el maestro mirando a Suzuki de arriba a abajo. Iba peinado con la raya en medio y vestía un traje inglés de lana rematado con una corbata. Un reloj de oro brillaba en su chaleco. Tenía un porte tan distinguido que era difícil imaginar que este hombre fuera amigo del maestro Kushami.

—Ya ves. Ahora me veo obligado a vestirme así... —Suzuki parecía consciente del efecto en cierto modo vulgar que producía la cadena del reloj asomando desde su escondite.

—¿Es de verdad? —preguntó el maestro sin el más mínimo tacto.

—Oro macizo. Dieciocho quilates —respondió Suzuki con una sonrisa petulante—. Parece que tú también has envejecido un poco. Creo que has tenido una hija, ¿no es así?

—No.

—¿Dos?

—No.

—¿Más? ¿Has tenido tres?

—Sí, ahora tengo tres, aunque no se cuántas más me deparará el futuro.

—Sigues tan extravagante como siempre. ¿Cuántos años tiene la mayor? Será bastante grande, supongo.

—Sí. No estoy muy seguro... Andará por los seis o siete.

Suzuki se rió:

—Debe de ser agradable ser profesor. Parece todo tan sencillo. Seguro que llevas una vida de libertad. A mí también me habría gustado...

—Inténtalo. En tres días te habrás arrepentido, hazme caso.

—No lo sé. La vida de un profesor parece magnífica: refinada y sin mucho estrés. Con un montón de tiempo libre y la posibilidad constante de estudiar lo que te interesa. Ser un hombre de negocios no está mal, incluso aunque en mi nivel actual las cosas no sean todo lo satisfactorias que debieran. Si te conviertes en un hombre de negocios, tu obligación es llegar a lo más alto. Si no lo consigues, ya sabes que te espera una vida dedicada a beber sake con tu jefe y a reírle sus bobadas, aunque sea lo que menos te apetezca en el mundo. Resumiendo, te condenarás a una forma de vida absurda.

—He de confesarte que, desde mis días de estudiante, no he sentido ninguna simpatía por los hombres de negocios. No hacen nada si no hay dinero de por medio. A mi entender, son lo que se solía llamar antiguamente, en los buenos tiempos, la escoria de la sociedad.

Teniendo en cuenta con quién estaba sentado, el maestro no andaba, precisamente, sobrado de tacto.

—Vamos hombre. Hay de todo. No siempre somos así. Admitamos que tenemos algunos defectos, pero es que quien no está dispuesto a hacer un pacto con el dinero, no alcanzará nunca el éxito. El dinero, créeme, es un poderoso aliciente y nadie le da la espalda a la ligera. Precisamente, vengo de visitar a un colega. Tiene una teoría según la cual la única forma de triunfar en la vida es practicar la llamada «técnica del triángulo»: intentar escapar de tus obligaciones, eliminar tus buenos sentimientos y desterrar de ti la vergüenza. Eliminar y borrar, ¿lo coges? Es bastante inteligente, ¿no te parece?

—¿Quién ha sido el idiota que te ha dicho eso?

—No es un idiota. Es listo como un zorro, de hecho. Y cada vez más respetado en los círculos empresariales. Quizás le conozcas. Vive justo ahí, a la vuelta de la esquina.

—¿Te refieres a ese esperpento de Kaneda?

—¡Madre mía! Realmente te estás alterando. Hablaba en broma. Lo que quiero decir es que para hacer dinero, uno debe poner los pies en el suelo. No te tomes las bromas tan a pecho.

—Puede que esa técnica del triángulo como la llamas tú sea una broma, pero me concederás que tampoco es para manirse de risa. ¿Qué me dices de su mujer, con su nauseabunda nariz? Si has estado en su casa difícilmente podrás haberla esquivado.

—Ah, la señora Kaneda... Es una persona muy comprensiva.

—No estoy hablando de su capacidad de comprensión. Hablo de su nariz. Su nariz, Suzuki, es una monstruosidad sin par. El otro día compuse un poema haitai sobre su apéndice.

—¿Qué demonios es un poema
haitai
?

—¿Quieres decir que no has oído nada sobre los actuales experimentos en la composición de
haikus
extendidos? Parece que no te enteras de lo que pasa en el mundo.

—Cierto. Cuando uno está tan ocupado como yo, es imposible estar al tanto de las últimas tendencias literarias. De todas formas ni siquiera cuando era un muchacho me interesaba especialmente el asunto.

—¿Sabes la forma que tenía la nariz de Carlomagno?

—Desde luego es que tienes unas ocurrencias... No tengo ni la más mínima idea de cómo era la nariz de Carlomagno.

—Bueno. ¿Y la de Wellington? Sus tropas solían llamarle «la Nariz». ¿Lo sabías?

—¿Por qué demonios tienes ese interés en las narices? Si son redondas o puntiagudas ¿qué importancia tiene?

—Al contrario. El asunto reviste la máxima importancia. ¿Sabes algo de Pascal?

—Preguntas, preguntas, preguntas... ¿Es que me estás examinando? No, no sé nada de Pascal. ¿Qué es lo que hizo?

—Pues Pascal tiene un dicho...

—¿Un dicho?

—«Si la nariz de Cleopatra hubiera sido un poco más corta, la historia del mundo habría sido distinta.»

—¿En serio?

—Quizás ahora entiendas por qué uno no puede subestimar la importancia de las narices.

—De acuerdo. Tendré más cuidado en el futuro cuando hable del tema. Por cierto, hoy he venido porque hay algo que quería preguntarte. Se trata de un muchacho al que solías dar clase. Se llama Kange... Kange... ¡En fin, Kange algo! No me acuerdo exactamente de su nombre, pero según creo os veis bastante.

—Te refieres a Kangetsu.

—¡Eso es, Kangetsu! Bueno, en realidad he venido a hacerte unas preguntas sobre él.

—¿No tendrá que ver con sus expectativas matrimoniales?

—Bien, se podría decir que sí. Como te he dicho, he estado en casa de los Kaneda...

—La Gran Nariz Kaneda estuvo precisamente husmeando por aquí el otro día.

—¿En serio? Bueno, lo cierto es que ella misma me lo d ijo. Me contó que vino a visitarte para obtener cierta información al respecto de ese individuo, Kangetsu, pero que dio la casualidad de que estaba aquí un tal Meitei, y que no pudo sacar nada en limpio porque éste no hacía más que interrumpirle con tonterías y con comentarios frívolos.

—Fue todo culpa suya. Presentarse aquí con una nariz como la suya...

—He de decir que habló de ti con el mayor de los respetos. Sólo se lamentó de que la actuación desplegada por Meitei le impidiera formularte ciertas preguntas personales sobre Kangetsu. Me ha pedido que hable en su nombre. No tengo mucha costumbre en tratar este tipo de asuntos, pero si las dos partes más directamente afectadas no se oponen a ello, no está de más actuar de intermediario en esta historia del matrimonio. De hecho, ésa es la razón de mi visita de hoy...

—¡Qué amable por tu parte! —comentó el maestro ácidamente. A pesar de no que no era proclive a expresar abiertamente sus sentimientos, se conmovió cuando escuchó aquello de «las dos partes más directamente afectadas». Esa conmoción sentimental le hizo sentir como si en una noche cálida y húmeda de verano, una ráfaga de aire fresco entrase por las mangas de su
kimono
. Es cierto que el carácter del maestro era un prodigio de obstinación y de terquedad, pero su naturaleza era completamente distinta a la de esos seres viciosos y sin corazón producto de la civilización moderna. El molde antiguo de su naturaleza se mostraba a las claras cada vez que saltaba ante la más mínima provocación. En realidad, la única razón de fondo de su disputa con la señora Kaneda fue que no podía soportar las maneras tan modernas de que hacía gala. Pero el disgusto con la madre no debía afectar a la hija. De igual manera, dado su desprecio hacia los hombres de negocios, encontraba algo odioso al señor Kaneda. Pero, de nuevo, no se podía culpar de eso a la hija. Kushami no tenía nada en contra de ella, y Kangetsu era uno de sus discípulos favoritos. Le quería igual que si se tratase de un hermano. Si Suzuki estaba en lo cierto al afirmar que las dos partes más directamente afectadas se amaban, entonces no sería un acto digno de un caballero entorpecer el curso de ese amor. Kushami estaba convencido de ser un caballero. Su única duda era si Kangetsu y la señorita Kaneda estaban enamorados realmente, como Kangetsu decía. Si iba a enmendar su actitud, debía estar seguro de cuál era la naturaleza de sus afectos.

—Dime, ¿realmente quiere esa chica casarse con Kangetsu? No me importa lo que piense el señor Kaneda o la Señora Nariz al respecto. Sólo quiero conocer los verdaderos sentimientos de la señorita.

—Bueno, veras... Eso es. Ya entiendo... En fin, supongo que sí lo ama. —La respuesta de Suzuki no ayudaba a aclarar las cosas. Debió de pensar que su única misión era tratar de averiguar algo sobre Kangetsu para luego irle con el cuento a los Kaneda, y no se informó sobre el punto de vista de la señorita. Se consideraba un individuo escurridizo, pero de repente se vio atrapado en un callejón sin salida.

—La palabra «supongo», a mi entender, implica un cierto grado de incertidumbre. —El maestro, sin ningún tacto, como por lo demás era costumbre en él, encaró la cuestión como un toro ante una puerta abierta.

—Cierto. Tienes razón. Quizás debería haberme expresado de una manera más clara. Puede decirse que ahora la muchacha demuestra una cierta inclinación. Ésa es la verdad. ¿Entiendes? Lo que pasa es que la señora Kaneda me ha confiado que en ocasiones habla mal de él.

—¿Cómo? ¿Quieres decir la hija?

—Sí.

—¡Qué insolencia! ¡Qué desvergüenza! Esa chica criticando a Kangetsu. Eso difícilmente puede significar que le tenga en consideración.

Other books

When You Fall... by Ruthie Robinson
Mind Guest by Green, Sharon
Weapon of Choice, A by Jennings, Jennifer L.
Wings of Wrath by C.S. Friedman
Cursed by Wendy Owens
Christmas with Jack by Reese, Brooklyn
By the Book by Pamela Paul