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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (19 page)

BOOK: Soy un gato
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—¡Seguro que es él! Tiene la pinta que podrías esperar de alguien que pensara que existe de verdad el té salvaje. Y eso por no hablar de ese apestoso mostacho que se ha dejado crecer...

—¡Valiente desgraciado!

Si el hecho de lucir bigotes conllevara la desgracia, me temo que todos los gatos seríamos unos enormes desgraciados.

—Y qué me dices de ese tal Meitei ¡Vaya un tipejo siniestro! Un engendro como hay pocos. ¿Y no dice que el barón Makiyama es su tío? No creo que alguien con una cara como ésa pueda tener un tío barón.

—Más tonta eres tú por creerte todo lo que dice un individuo como ése, de dudosos orígenes.

—Puede que sea culpa mía, querido, tienes razón. Pero hay un límite, y él lo sobrepasó con creces. —La señora Kaneda, parecía especialmente molesta. Lo extraño es que ninguno de los dos mencionara a Kangetsu. Me preguntaba si habían dejado de hablar de él justo antes de que yo llegara, o si, por el contrario, habían dado por finalizado el tema de los esponsales de su hija y, por tanto, habían decidido olvidarle al pobre. Me quedé un tanto inquieto con esta circunstancia, pero no podía hacer nada al respecto. Durante un rato me quedé agazapado en silencio, pero entonces sonó un timbre al fondo del pasillo y decidí acercarme hasta la puerta para ver qué pasaba. Cuando llegué descubrí a una mujer muy parecida a la de la señora Kaneda, y que hablaba con voz desagradable. Como sus voces se parecían bastante, deduje que se trataba de su famosa hija, esa encantadora muchacha por la que Kangetsu bebía los vientos y por la que había estado a punto de perecer ahogado. Por desgracia, una puerta corredera de papel nos separaba y me resultó imposible calibrar de primera mano cuán bella era. Tenía una enorme curiosidad por saber si ella también tenía insertada en mitad de la cara un apéndice tan aparente como el de su madre. Deduje, por el ruido que hacía al respirar por la nariz, que era bastante improbable que su aparato nasal pasara por una simple naricilla de cerdito. Como hablaba continuamente y nadie contestaba, pensé que estaría usando uno de esos aparatos tan modernos que la gente viene instalando últimamente en sus casas, un teléfono.

—¿Hablo con el teatro Yamato? Quería reservar para mañana el tercer palco de platea, fila tres. ¿De acuerdo? ¿Lo tiene? ¿Cómo dice? ¿Que no puede? Pero tiene que reservarlo. ¿Por qué voy a estar bromeando? No sea estúpida. ¿Quién demonios es usted? ¿Cuál es su nombre? ¿Chokichi? Bien, Chokichi: lo está haciendo rematadamente mal. Dígale a la dueña que se ponga al aparato. ¿Qué? ¿Dice que es usted capaz de arreglárselas con lo que sea? ¿Cómo se atreve a hablarme así? ¿Sabe quién soy yo? Soy la señorita Kaneda. ¡Vaya! Así que ya estaba usted al tanto de quién era. ¡Pues es usted una majadera! ¿No me entiende? Le habla Kaneda, Ka-ne-da. Ah, vaya, y ahora me da las gracias por nuestro patrocinio. ¿Pues sabe lo que le digo? ¡Que no quiero para nada su estúpido agradecimiento! Lo que quiero el tercer palco en la platea. No se ría, estúpida. Deber de ser usted terriblemente estúpida. ¿Qué soy qué? ¡Si no deja esas insolencia le prometo que colgaré! ¿Me oye? Le prometo que se arrepentirá. Hola. ¿Sigue ahí? Hola, hola. ¡Hable! ¡Respóndame! Hola, hola, hola...

Parecía que la tal Chokichi había colgado. Así que la chica estaba histérica y apretaba el teléfono como si estuviera fuera de sus casillas. A sus pies había un perrito faldero que empezó a ladrar. Decidí que lo mejor era desaparecer, así que salté a la galería para esconderme debajo.

Justo en ese momento escuché unos pasos aproximándose y el sonido de una puerta corredera que se abría. Agucé el oído.

—Su padre y su madre preguntan por usted. —Sonaba como la voz de una asistenta.

—Y a mí qué narices me importa —fue la vulgar contestación de la señorita Kaneda.

—Me envían a buscarla porque hay algo que desean decirle.

—Me estás molestando. Ya te he dicho que me da igual.

—Han mencionado algo relacionado con el señor Kangetsu. —La asistenta intentaba cambiar con sutileza el humor de la joven.

—¡Me importa un bledo si quieren hablar de Kangetsu o de Pingetsu! Odio a ese hombre. Tiene cara de huevo, y me mira como si fuera una calabaza desorientada. —Su tercer exabrupto de la tarde iba dirigido al ausente Kangetsu—. ¡Vaya! —siguió la muchacha como si nada—. ¿Cuándo te has hecho ese corte de pelo? Pareces una occidental.

La pobre sirvienta tragó saliva y contestó secamente:

—Hoy.

—¡Vaya descaro! Una vulgar asistenta... ¡Lo que hay que ver! —Su cuarto ataque había cambiado de dirección—. Y eso que llevas ahí, ¿no es un collar nuevo?

—Sí, es el que me dio usted hace unos días. Lo había guardado en mi joyero porque me parecía demasiado bueno para mí, pero como el otro que tenía se había puesto muy feo, me he decidido a cambiarlo.

—¿Y cuándo dices que te lo di?

—Lo compró en enero, en Shirokiya. Tenía unos luchadores de
sumo
como motivos decorativos sobre un fondo verde oscuro. Dijo que era demasiado sombrío para su estilo, y por eso me lo regaló.

—¿Te lo regalé, dices? La verdad es que te queda muy bien, y es muy provocativo.

—Muchas gracias, señorita.

—No era un cumplido. Estoy muy molesta contigo.

—Sí, señorita.

—¿Cómo aceptaste algo que te queda tan bien sin decirme nada?

—Pero...

—Si te queda tan bien a ti, seguro que a mí me quedará mucho mejor.

—Seguro que a usted le quedará precioso, señorita.

—¿Y por qué no lo dijiste entonces? En lugar de eso te quedas ahí como un pasmarote sin decir nada, sabiendo perfectamente que quiero que me lo devuelvas.

Sus imprecaciones parecían no tener fin, y yo me preguntaba cómo acabaría todo aquello. Entonces, de repente, se escuchó desde la habitación contigua la voz del señor Kaneda:

—Tomiko, Tomiko mía, ven aquí.

La muchacha, sin más opción que obedecer a su padre, salió enfurruñada de la habitación. Su perrito faldero, algo más grande que yo, una espantosa criatura, fea como el demonio, con los ojos y la boca apiñados en mitad de su desagradable cara, salió trotando detrás de ella.

En ese momento me dirigí de nuevo a la puerta de la cocina con mi habitual caminar sibilino, salí a la calle y volví a casa. La expedición había resultado todo un éxito.

Al volver repentinamente de esa hermosa mansión a nuestro mísero y angosto cuchitril, me sentí como si hubiera bajado de la luminosa cima de una montaña, a la más oscura de las cavernas. Mientras duró mi misión de espionaje no tuve oportunidad de fijarme en detalles como la decoración de las habitaciones, o de las puertas, ventanas, y cosas por el estilo. Pero tan pronto como volví a la casa del maestro fui consciente de la ramplonería de lo que me rodeaba,
y
entendí perfectamente a lo que se refería Meitei cuando hablaba de mediocridad. Me inclinaba a pensar que más valía aspirar a ser un hombre de negocios, antes que un simple profesor. Estos pensamientos me sumieron en una gran incertidumbre. Decidí recurrir al infalible oráculo de mi cola para conocer su sentencia. Ésta confirmó que mis pensamientos eran correctos.

Me sorprendió comprobar que Meitei estaba todavía en el estudio del maestro. Las colillas de sus cigarrillos, apiladas en el brasero, semejaban una colmena de abejas difuntas. Sentado confortablemente en el suelo con las piernas cruzadas, hablaba y hablaba sin parar. Parece ser que durante mi ausencia había llegado también Kangetsu. El maestro yacía sobre su espalda con la cabeza apoyada en las manos, y contemplaba absorto las goteras del techo. Era otras de esas reuniones de ermitaños en un reino de paz.

—Kangetsu, mi querido compañero. Creo recordar que insistes en mantener en el máximo secreto el nombre de esa señorita que te llamaba en sus delirios. Pero, ¿no crees que ha llegado el momento de que nos reveles su identidad?

Kangetsu parecía algo molesto con las palabras de Meitei.

—Si fuera únicamente cosa mía, no me importaría revelárselo, pero como cualquier indiscreción puede comprometer a la otra parte...

—Así que no nos lo dirás.

—Se lo prometí a la mujer del doctor...

—¿Y también le prometió no decírselo nunca a nadie?

—Sí —dijo Kangetsu. Como de costumbre, jugueteaba con los cordones de su
haori.
Los cordones eran de un color púrpura brillante. Nadie podría encontrar hoy en día unos cordones así en una tienda.

—El color de esos cordones es completamente decimonónico —observó el maestro. Mostraba una indiferencia total hacia todo lo que tenía que ver con la familia Kaneda.

—Puede ser. Es probable que tenga usted toda la razón. Estos cordones sólo serían apropiados en las prendas de vestir de los samuráis de la época de los
shogun.
Se dice que con ocasión de su matrimonio, hace más de cuatrocientos años, el muy noble Oda Nobunaga
[34]
llevaba el pelo recogido en una especie de moño con forma de escobilla. Pues bien, no me cabe duda de que el sombrero que llevaba puesto encima lo decoraban cordones como esos —explicó Meitei con su habitual prolijidad.

—De hecho —respondió Kangetsu—, mi abuelo llevaba estos cordones en sus buenos tiempos, no hace más de cuarenta años, cuando derrocaron a los Tokugawa en la última rebelión, justo antes de la restauración del emperador.

Kangetsu se lo tomaba todo al pie de la letra.

—¿Y no crees que es momento de donarlos a un museo? Para un reputado profesor de la mecánica del ahorcamiento como tú, licenciado en Ciencias para más señas, resulta un poco ridículo llevar algo tan arcaico. Además, no creo que ayude mucho a tu reputación sentimental.

—Yo personalmente seguiría su consejo, pero hay una persona que dice que estos cordones me quedan muy bien.

—¿Quién puede haber hecho un comentario tan desafortunado como ése? —preguntó el maestro mientras se incorporaba.

—Una persona que usted no conoce.

—Eso no importa. ¿Quién es esa persona?

—Una mujer.

—¡Madre mía, qué delicadeza! ¿Sabes quién creo que es esa persona? Creo que es la mujer que te llamaba desde el fondo del río Sumida. ¿Por qué no te atas el
haori
con esos preciosos cordones púrpuras y te ahogas otra vez, pero esta vez de verdad? —le atacó Meitei.

Kangetsu rió la broma a Meitei y dijo:

—Ahora ya no me llama desde el fondo del río. Ahora lo hace desde un mundo más puro, un poco al noroeste de aquí...

—No esperes que esa mujer te aporte demasiada pureza. Porque esa nariz que gasta parece de todo menos pura.

—¿Cómo? —respondió Kangetsu asombrado.

—Esa Archinariz que vive enfrente ha venido a visitarnos. Sí, estaba justo aquí hace un rato. Y debo decirte que su visita constituyó una verdadera sorpresa, ¿no es así, Kushami?

—Desde luego —contestó el maestro todavía tumbado mientras se servía el té.

—¿A quién se refiere cuando dice Archinariz?

—Nos referimos a la madre de tu querida enamorada.

—¡Vaya...!

—Una mujer que decía llamarse Kaneda vino aquí a preguntar todo tipo de cosas sobre ti. —El maestro ahora hablaba con seriedad.

Miré al pobre Kangetsu y me pregunté si estaría complacido, sorprendido o simplemente avergonzado por esa revelación. Sin embargo, su aspecto era exactamente igual al de siempre. En su habitual tono calmado dijo:

—Supongo que les preguntaría si me iba a casar con su hija, ¿no es así? —Y comenzó a torcer y a retorcer sus cordones púrpuras.

—Nada de eso. Esa señora de enorme nariz...

Antes de que Meitei pudiera terminar la frase, el maestro le interrumpió con una trivialidad.

—Escucha —dijo—. He intentado componer un nuevo
haiku
sobre el enorme apéndice de la dama en cuestión.

La mujer del maestro empezó a reírse desde la habitación de al lado.

—¿No te da vergüenza interrumpirnos para decirnos que has compuesto un
haiku?

—Bueno, sólo he escrito el principio. La primera línea dice así: «Un festival tiene lugar en su cara».

—¿Y luego?

—«En la que uno ofrece vino sagrado.»

—¿Y la frase de conclusión?

—Todavía no la he escrito.

—Interesante —dijo Kangetsu con una sonrisa.

—¿Qué te parece esto como frase de conclusión? —improvisó Meitei—: «Dos orificios oscuros».

Acto seguido Kangetsu añadió:

—«Tan profundos y sin pelos».

En esas estaban, divirtiéndose con frases y ocurrencias cada vez más atroces, cuando desde la calle, al otro lado de la valla, empezaron a escucharse voces de gente que gritaba: «¿Dónde está ese
tejón de barro
? Sal fuera si te atreves, tejón. Venga,
tejón de barro...».

El maestro y Meitei se miraron confundidos y otearon a través de la valla. Se escucharon risas y pasos que se alejaban.

—¿Qué quiere decir tejón de barro? —preguntó Meitei con tono de asombro.

—No tengo ni idea —contestó el maestro.

—Qué ocurrencia... —añadió Kangetsu.

Meitei se puso de pronto en pie, como si se hubiera acordado de algo:

—Durante varios lustros —declamaba en un tono como de parodia de las lecturas públicas— he dedicado mis esfuerzos al estudio de la narizología y, por tanto, me gustaría en este momentó comunicaros, si disponéis de tiempo y paciencia, ciertas conclusiones a las que íntimamente he llegado.

La iniciativa fue tan repentina que el maestro se quedó anonadado.

Kangetsu, por su parte, declaró:

—Me encantaría escuchar esas íntimas conclusiones suyas.

—He realizado un completo estudio sobre la materia del origen de la nariz, pero éste permanece aún en la más completa oscuridad. La primera cuestión que se nos plantea es asumir que la nariz tiene un uso. Esta sería la aproximación funcional. Si esta premisa es cierta, ¿no serían suficientes dos fosas ventiladoras? No existen, pues, evidencias de por qué debe existir esa arrogante profusión que ocupa la mitad de la cara en la fisionomía humana. ¿Por qué entonces se destaca de esa manera?

Al llegar a este punto hizo pinza con dos dedos en la nariz.

—La tuya no sobresale gran cosa —cortó el maestro.

—Bueno, no está demasiado desarrollada, pero en fin... —dijo Meitei con voz de bocina—. Para que no haya malos entendidos, me gustaría llamar vuestra atención sobre la morfología de las fosas nasales: cada una de ellas paralela a la otra. En mi humilde opinión el desarrollo de la nariz es el efecto de ese delicado proceso llamado «secreción mucosa», por el cual se produce su estiramiento hasta llegar, a lo largo de la evolución de las especies, hasta su fenomenal apariencia actual.

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