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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (17 page)

BOOK: Soy un gato
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—Por supuesto que no, pero le dan un aire gracioso. Es extraño que no se los haya arreglado y que se deje los dientes así. Quizás sea para convertirlos en anclas capaces de atrapar pastelitos de arroz perdidos por el éter.

—¿Insinúan que no tiene dinero para arreglárselos? ¿O es que simplemente es un individuo tan raro que no se preocupa por su aspecto?

—Bueno, no tiene por qué preocuparse. No creo que siga siendo el Señor Desdentado durante mucho tiempo. —Meitei recuperaba poco a poco su sentido del humor.

La Señora Nariguda cambió de nuevo de tema:

—Les agradecería que me mostraran alguna carta suya, o algo que haya escrito.

—Tengo por aquí toneladas de tarjetas escritas por él. Le ruego que les eche un vistazo —dijo el maestro sacando lo menos treinta o cuarenta tarjetas de un cajón de su estudio.

—Vaya, no necesito tantas, me basta con dos o tres...

—Déjeme que elija un par de ellas para usted —dijo Meitei mientras cogía una. La postal en cuestión tenía un dibujo, pintado probablemente por el propio Kangetsu.

—¡Curioso! ¿Así que también pinta? Vaya, pues parece bastante hábil —exclamó. Pero tras examinar detenidamente el dibujo dijo: —¡Pero qué cosa más estúpida! ¡Es nada menos que un tejón! ¿Por qué entre todas las cosas del mundo eligiría, precisamente, dibujar un tejón? —Aunque para mal, parecía que el asunto le había impresionado.

—Lea lo que está escrito por detrás —sugirió el maestro con una sonrisa.

La señora Kaneda empezó a leer obediente en voz alta como una criada descifrando el periódico:

—«En Nochevieja, según el antiguo calendario, los tejones de la montaña hacen una fiesta en la que bailan hasta el amanecer. Esto es lo que dice su canción:
"Esta noche, como es Nochevieja, no paseará ningún viajero por este camino",
y bom-bom-bom, se golpean sus barrigas». ¿Pero qué
diablos
es esto? ¿Se están burlando ustedes de mí? —preguntó la señora Kaneda con inquietud.

—¿Acaso no le gusta a usted ese poemilla? ¡Es divino! —Meitei sacó otra tarjeta, que representaba una especie de angelote con vestimenta celestial que parecía tocar un laúd.

—La naricilla de esta criatura del cielo parece demasiado pequeña.

—Oh, no. Para ser de un ángel, es de tamaño medio. Pero olvide el asunto de las narices por el momento y lea lo que pone —insistió Meitei.

—Dice: «Había una vez un astrónomo. Una noche subió, como tenía por costumbre, hasta lo alto de su observatorio y desde allí miró las estrellas. De pronto una hermosísima doncella apareció surcando el cielo y empezó a tocar una música como nunca antes se había escuchado en la tierra. El astrónomo estaba tan absorto en la muchacha que no se dio cuenta de que la fría noche había llegado. A la mañana siguiente encontraron su cuerpo sin vida cubierto de blanca escarcha. Un hombre viejo, un mentiroso sin duda, me aseguró que esta historia era cierta». ¡Pero qué
demonios!
¿De qué está hablando? Nada de esto tiene sentido. ¿Cómo puede ser este hombre un licenciado en Ciencias? Quizás le vendría bien leer de vez en cuando alguna revista literaria. —La Señora Nariguda vapuleaba despiadadamente al indefenso Kangetsu.

Meitei, por pura diversión, seleccionó una tercera tarjeta de entre las del montón.

—Bueno, probemos con esta.

En la tarjeta había pintado un barco y, como en las demás, debajo de la pintura había algo escrito:

La pasada noche una pequeña prostituta de dieciséis años

declaró no tener padres.

Como un chorlito en una costa accidentada,

lloraba mientras caminaba por la mañana temprano.

Sus padres, marineros ambos, yacían en el fondo del mar.

 

—¡Oh! Esta, en cambio, sí que es buena. ¡Qué sensibilidad! Trasluce un sentimiento verdadero... —estalló la señora Kaneda.

—¿Sentimiento, dice? —dijo Meitei, desconcertado.

—Sí, sí. Desde luego. Esta pieza iría bien con un acompañamiento de
shamisen.

—Vaya. Pues entonces debe de ser lo más de lo más, ¿no cree? Bueno, vayamos ahora con esta otra —dijo Meitei sacando otra tarjeta al azar.

—Gracias, pero ya he tenido bastante. Por el momento, al menos sé que Kangetsu no es lo que se dice un mojigato.

Parecía estar satisfecha en lo que se refería a Kangetsu.

—Siento haberles molestado. Pero por favor, no le digan nada a Kangetsu de mi visita.

La petición demostraba, claramente, que se trataba de una mujer enormemente egoísta. Parecía sentirse con el derecho de llevar a cabo una investigación a fondo sobre quien le viniera en gana, al tiempo que esperaba que no se revelase ninguna de sus actividades inquisitoriales. Meitei y el maestro respondieron con un tímido «sí», muy poco convincente. La mujer, entonces, se puso en pie, y reiteró su petición.

—Por supuesto, en alguna otra ocasión no tendré problemas en compensarles por sus servicios.

Los dos hombres la contemplaron marcharse. Cuando volvieron a sus asientos, Meitei exclamó:

—¿Pero qué diablos ha ocurrido aquí?

El maestro respondió:

—¿A qué ha venido todo esto?

Supongo que la mujer del maestro no podía contener más su risa. De hecho, desde hacía un buen rato se la escuchaba gimotear en la habitación de al lado.

Meitei se dirigió a ella a través de las puertas correderas levantando la voz:

—Eso es, señora Kushami, ríase usted. Con ganas. Pocas veces se ven especímenes así en el mundo. Una mujer de lo más ordinario. Cuando los caracteres primitivos se desarrollan hasta ese punto, el resultado es de lo más grotesco. Vive dios que esta quintaesencia de lo chabacano se acerca incluso al extremo de lo irrepetible. Así que no se reprima y ríase todo lo que quiera.

Se notaba que al maestro aquella mujer le había resultado sencillamente repugnante. Hablo con tono esclarecedor:

—¿Te has fijado en qué cara tan espantosa...?

Meitei, para no ser menos, dijo:

—Y esa nariz, ahí plantada en la mitad de la jeta...

—Dios mío, ¿has visto lo torcida que estaba?

—Jorobada, diría yo. Una nariz
jorobada.
¡Extraordinario! —y se río con genuino regocijo.

—Es la cara de una mujer que tiene a su marido debajo de sus posaderas. —La voz del maestro destilaba resentimiento.

—Es una de esas fisonomías que se quedaron sin vender en el siglo
xix
y que en el
xx
siguen sin encontrar postor —soltó Meitei.

En ese momento la señora de la casa salió de la habitación contigua. Como mujer que era, conocía bien los hábitos de los miembros de su mismo sexo. Les advirtió en voz baja:

—Si seguís montando este escándalo la mujer del carretero se enterará de todo y le faltará el tiempo para ir corriendo a contárselo a la señora Kaneda.

—Pero señora Kushami, escuchar tales chismes no le hará ningún bien a la señora Kaneda —dijo Meitei.

—Es muy degradante decir cosas tan crueles de la cara de alguien. No es elegante reírse así de las narices ajenas. Además, creo que las cosas han ido ya demasiado lejos. —Su defensa de la nariz de la Señora Kaneda constituía más bien una defensa indirecta de sí misma.

—No somos desagradables. Esa criatura no es una mujer corriente. Es una auténtica zopenca. ¿No es así, Meitei?

—Bueno, le concedo que quizás sea una zopenca. Pero se trata de un personaje formidable en cualquier caso. Te ha dado un buen repaso, ¿no crees?

—¿Cómo puede alguien tratar así a un profesor?

—Para ella un profesor está al mismo nivel que un carretero. Para ganarse el respeto de semejante bruja uno debe tener al menos el grado de doctor, ¿no te has fijado? Te aconsejaron mal cuando te dijeron que no te sacaras el título. ¿No cree, señora Kushami? —preguntó Meitei riéndose.

—¿Un doctorado, éste? Imposible. —Incluso la mujer se desesperaba con la ineptitud de su marido.

—Aunque nunca se sabe —respondió el maestro—. Quizás obtenga el título un día de estos. No deberías dudar por sistema de mi valía. Puede que lo ignores, pero en la antigua Grecia había un hombre, llamado Isócrates, que produjo grandes obras literarias a la edad de noventa y cuatro años. Sófocles, igualmente, era casi centenario cuando sorprendió al mundo con su obra maestra. Simónides, por su parte, escribía maravillosos poemas a los ochenta años. Así que yo también...

—No seas memo. ¿Cómo puedes pensar que vas a vivir tanto tiempo con lo enfermo que estás del estómago? —La señora acortó de repente la expectativa de vida de su marido.

—Qué cosas dices. Vete a hablar con el doctor Amaki y verás. Además, todo esto ha sido culpa tuya, y nada más que tuya. Como me haces llevar este
haori
arrugado y este
kimono
remendado, las mujeres como la señora Kaneda me desprecian. Bien, pues a partir de mañana vestiré con la misma elegancia que Meitei.

—Pues «bien», como tú dices. No sé de dónde vas a sacar esa ropa tan elegante. Además, la señora Kaneda sólo le ha prestado atención a Meitei en el momento en que ha mencionado el nombre de su tío. Su actitud no estaba condicionada en absoluto por la apariencia de su
kimono.
—La señora Kushami se quitó hábilmente la responsabilidad de la vestimenta de su marido de encima.

La mención del tío de Kangetsu reavivó la memoria del maestro. Se giró hacia él y le espetó:

—Por cierto, es la primera vez que oigo hablar de ese tío tuyo, el barón. Nunca lo habías mencionado. ¿Existe realmente?

Meitei había estado esperando la pregunta, así que se apresuró a contestar:

—Sí. Sí existe. Ese tío mío es un testarudo de cuidado. Es una vieja gloria, una reliquia del siglo pasado.

—Ha dicho cosas de lo más pintorescas de él. ¿Dónde vive, por cierto? —preguntó la señora.

—En Shizuoka. Y no sólo eso. Es de los que todavía llevan un gran moño sobre la cabeza, como si fuera
shogun
¿Os lo podéis imaginar? Cuando le decimos que debería ponerse un sombrero, responde con orgullo que nunca hace suficiente frío como para tener que llevar semejantes artefactos. Y cuando le insinuamos que quizás sería buena idea quedarse en cama cuando llega el invierno, replica que cuatro horas de sueño deberían ser suficientes para cualquiera. Está convencido de que dormir más de cuatro horas constituye una extravagancia, y se levanta cuando todavía es noche cerrada. «Cuando era joven», cuenta, «era duro porque a menudo me sentía adormilado, pero ahora al fin he logrado dormir y despertarme donde quiera y a la hora que quiera, según mi propia voluntad». Es natural que un hombre de setenta y siete años tenga menos necesidad de dormir que nosotros, eso es de reconocer. A mi tío le gusta pensar que su estado actual es el resultado de un largo proceso de autodisciplina. Y eso no es todo. Siempre que sale, lleva encima su famoso abanico metálico. —¿Para qué? —preguntó el maestro.

—No tengo la menor idea. Simplemente lo lleva. Quizás prefiera salir a caminar con su abanico en vez de con un bastón. De hecho el otro día le sucedió una cosa de lo más extraña —dijo Meitei.

—¿Ah, sí? —dijo la señora Kushami.

—La primavera pasada me escribió una carta de lo más extraña, en la que me pedía que le enviase un bombín y una levita. Me quedé verdaderamente sorprendido y le escribí de vuelta para ver si me aclaraba para qué quería toda esa ropa. Cuando me respondió, pasado un tiempo, me dijo que tenía la intención de vestir ambos artículos con ocasión de la celebración en Shizuoka de la victoria en la guerra contra los rusos. Me urgía a que se lo enviase lo más rápido que pudiese. Más que una petición, se trataba de una orden. Pero lo verdaderamente singular era que me conminaba a que, para elegir el sombrero y la levita, que además debían ser «de la talla que yo considerase apropiada», debía buscar en Daimaru.

—¿Y uno se puede comprar un traje así en Daimaru?

—No. Creo que se confundió y en realidad quería decir en Shirokiya
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—Da igual. Lo que no era de mucha ayuda era eso de «la talla que consideres apropiada», ¿no es así? —apuntó el profesor.

—Ese es mi tío.

—¿Y qué hiciste?

—Pues qué iba a hacer. Elegí lo que me pareció más apropiado y se lo mandé.

—¡Qué irresponsabilidad! ¿Y le quedaba bien?

—Al menos, eso fue lo que a mí me pareció. Por lo que pude leer más tarde en el periódico de la ciudad, el venerable señor Makiyama había causado sensación con su levita, que acompañó con su famoso abanico metálico.

—Parece que tu tío es de esos a los que les es difícil separarse de su amuleto.

—Le aseguro que cuando le entierren, le pondrán al lado el dichoso abanico.

—Al menos hubo suerte de que la levita y el bombín le quedaran bien.

—¡Pero es que al final no le quedaban bien! Poco después llegó un paquete procedente de Shizuoka. Lo abrí a la espera de que contuviera una nota de agradecimiento, pero cuál sería mi sorpresa cuando me encontré que dentro sólo estaba el dichoso bombín, acompañado de una escueta nota. Decía: «A pesar de que te has tomado la molestia de comprarme este sombrero, me queda demasiado grande. Por favor, sé tan amable de llevárselo al sombrerero para que lo reduzca. Y pásame la factura».

—Un asunto peculiar, hay que admitirlo. —El maestro parecía complacido de encontrar a alguien todavía más cascarrabias que él mismo—. ¿Y qué hiciste? —preguntó.

—¿Qué hice? Pues nada, qué voy a hacer. Me quedé con el sombrero para mí.

—Así que ese es el famoso sombrero... —señaló el maestro con una sonrisa.

—Y ese tío tuyo, ¿es barón de verdad? —preguntó la señora.

—No, no. Es profesor de clásicos chinos. Cuando era joven estudió a Confucio en el santuario de Yushima, y se quedó tan absorbido por las enseñanzas de Chu-Tzu
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que por eso le dio por llevar ese moño en la cabeza. Aun hoy, en plena era de la luz eléctrica, sigue llevando el dichoso moño, como si fuera un samurái. —Meitei se frotó la barbilla.

—Pero tuve la impresión, cuando hablabas con esa horrible mujer, de que te referías a tu tío como un barón —señalo el maestro.

—En efecto. Yo también lo escuché desde la habitación de al lado —confirmó la señora.

—¿Ah sí? ¿Lo hice? Es gracioso, ¿no es cierto? Bueno, no era verdad. Si tuviera un tío barón ahora sería funcionario, como poco. —Meitei no parecía avergonzado de su mentira.

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