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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (15 page)

BOOK: Soy un gato
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T
1
cos
α
I = T
2
cos
α
2.. …(I)

T
2
cos
α
=
T
3
cos
α
3.. ..(2)

 

—Creo que ya tenemos suficiente con esas ecuaciones —le interrumpió el maestro.

—¡Pero estas ecuaciones son la verdadera esencia de mi ponencia! —Kangestsu parecía realmente molesto por la observación de mi amo.

—En ese caso, será mejor dejar esa parte tan verdaderamente esencial para otra ocasión. —Meitei también parecía estar fuera de juego.

—Pero si omito el detalle completo de las ecuaciones, será imposible sustanciar los estudios mecánicos a los que he dedicado tanto esfuerzo...

—No te preocupes por eso. Ahórratelos —contestó el maestro haciendo gala de una total sangre fría.

—Es algo totalmente irracional eso que dicen; pero, ya que insisten, los omitiré.

—¡Bien! —saltó Meitei dando palmas.

—«Ahora llegamos a Inglaterra. Si revisamos el
Beowulf,
encontraremos la palabra
gallows,
horca. Es decir,
galga.
De esto podemos deducir que el ahorcamiento, como pena capital, ya se usaba en el período al que el libro hace referencia. De acuerdo con Blackstone, si un convicto no muere en su primer intento de ahorcamiento, debe ser ahorcado otra vez.

En cambio, y eso es bastante extraño, en
Pedro el Labrador
[28]
se.
asegura que, incluso si eres un asesino, no se te puede condenar dos veces a muerte. No sé cuál es la versión correcta. De cualquier modo, podría referir aquí multitud de casos en los que, tristemente, los condenados no morían a la primera. En 1786 las autoridades trataron de colgar a un villano llamado Fitzgerald, pero cuando le quitaron el apoyo de los pies, por alguna extraña razón la cuerda se rompió. En el siguiente intento, la cuerda era tan larga que sus piernas tocaban el suelo y, de nuevo, sobrevivió. A la tercera, finalmente murió gracias a la ayuda de los espectadores.»

—Bien, bien —dijo Meitei repentinamente animado, como era de esperar.

—Un auténtico tanatófilo, este Kangetsu. —Incluso el maestro, tan soso habitualmente, parecía divertirse de lo lindo.

—Hay otro hecho interesante. Una persona ahorcada crece alrededor de tres centímetros tras su muerte. Eso es perfectamente cierto. Los médicos lo han comprobado.

—¡Ah! Eso es algo que no sabía. ¿Qué te parece Kushami? —preguntó Meitei.

—Podrías mandar que te colgaran. Así crecerías tres centímetros y por fin tendrías el aspecto de una persona normal. La observación fue admitida con una inesperada seriedad.

—Dime, Kangetsu —apuntó Meitei—. ¿Existe alguna posibilidad de sobrevivir a ese proceso de alargamiento?

—En absoluto. Se trata del estiramiento de la médula espinal. Es más una cuestión de rotura que de otra cosa.

—En ese caso, no cuentes conmigo para experimentar.

El maestro abandonó toda esperanza de ver a su amigo demostrar la teoría de Kangetsu.

El ponente se centró entonces en la controvertida cuestión de las funciones fisiológicas de los ahorcados. Pero como Meitei le interrumpía tan constantemente y de un modo tan caprichoso, y el maestro bostezaba tan ostentosamente, al final Kangetsu abandonó su exposición inopinadamente y se marchó. Y así acabó todo. Lo que no puedo decir es si triunfó cuando finalmente pronunció el discurso, y menos aún los gestos que empleó en su alocución, pues la lectura en sí tuvo lugar a kilómetros de distancia.

Pasaron varios días sin que se produjera ningún acontecimiento destacado. Un buen día, serían las dos de la tarde, Meitei volvió a aparecer, tan inesperadamente, como solía, haciendo gala de sus habituales ademanes desenfadados. Tan pronto como tomó asiento preguntó abruptamente:

—¿Has oído lo de
o
chi Toito y el incidente de Takanawa?

Hablaba muy excitado, como si en vez de dar una noticia sobre un amigo común, estuviera anunciando la caída de Port Arthur.

—No. No le he visto últimamente —contestó el maestro. Su ánimo aquella tarde era de lo más sombrío.

—Pues a pesar de todas las cosas que tengo que hacer, y de lo ocupado que estoy, quiero que sepas que he venido expresamente para contarte su última metedura de pata.

—Seguro que es otra de tus exageraciones. Eres insoportable...

—Insoportable, eso nunca. Imprevisible, quizás. Debo pedirte disculpas en ese sentido. Lo que has dicho afecta de un modo imperdonable a mi honor.

—Es lo mismo —contestó el maestro con una aire provocativo y al tiempo indiferente. Cuando estaba así era la viva imagen del Tennen Koji, el Hombre Santo y Natural.

—Bueno. Pues el domingo pasado
o
chi Toito fue al templo de Sengaku, en Takanawa. Y eso que hacía un frío que pelaba. Ir allí con este tiempo parece cosa más propia de un pueblerino que no se entera de nada.

—Pero no me negarás que Toito es muy consciente de lo que hace. No tienes derecho a impedir que vaya si quiere.

—Cierto. No soy quién para juzgarlo, así que dejemos el asunto de lado. El asunto es que en el recinto del templo hay una exposición de reliquias de los cuarenta y siete ronin. ¿Lo sabías?
[29]

—No.

—¿No? Pero seguro que ha estado en el templo...

—Pues no.

—Vaya. Me sorprende. No me extraña que defiendas tan ardientemente a Toito. Es vergonzoso que una persona que se ha criado y crecido en Tokio no haya visitado nunca el templo, pero en fin.

—Uno puede ejercer de maestro perfectamente sin necesidad de tener que recorrerse hasta el último rincón de la ciudad.

El maestro, sin duda, cada vez se parecía más a su santificado amigo Tennen Koji.

—De acuerdo. En cualquier caso, Toito estaba visitando el templo cuando vio que un matrimonio alemán entraba en la sala de exposiciones. Le preguntaron un par de cosas en japonés, pero Toito, como usted sabe, no pierde ocasión de intentar ensayar su alemán. Así que se lanzó a tumba abierta, y les soltó unas cuantas palabras en su lengua. Aparentemente lo hizo bastante bien. De hecho, cuando se piensa en todo lo que pasó después, parece ser que fue precisamente su fluidez a la hora de expresarse en la bella lengua germánica lo que constituyó el origen del deplorable incidente que siguió.

—Bueno, ¿y qué pasó?

—Los alemanes señalaron una caja laqueada que perteneció a
o
taka Gengo, uno de los cuarenta y siete, y dijeron que les gustaría comprarla. Le preguntaron a Toito si estaba a la venta. Él les dijo que eso era imposible, pues los japoneses se caracterizan por ser auténticos caballeros y personas de la mayor integridad, incapaces de vender al mejor postor sus tesoros nacionales. Los alemanes pensaron entonces que habían encontrado un buen intérprete y le asediaron con preguntas de todo tipo.

—¿Sobre qué?

—Ahí es donde reside el problema. Si Toito hubiera entendido las preguntas, no hubiera habido ningún problema. Pero los alemanes empezaron a hablar de un modo cada vez más enrevesado y él, simplemente, no tenía ni la más mínima idea de lo que le estaban diciendo. Cuando, finalmente, entendió algo, creyó que le estaban preguntando sobre algo así como un hacha de bombero, o sobre un mazo, qué se yo, palabras que no sabía traducir. El pobre estaba completamente perdido, y no sabía qué responder.

—Me puedo imaginar perfectamente la escena —contestó el maestro pensando en sus propias dificultades como profesor.

—Entonces hubo un montón de gente que empezó a arremolinarse en torno a ellos, hasta que muy pronto Toito y los alemanes estaban completamente rodeados de ojos inquisidores. Confuso, Toito empezó a sonrojarse. En contraste con su confianza inicial, ahora estaba al borde de la desesperación.

—¿Y qué pasó después?

—Al final no pudo soportarlo más. Gritó algo así como
sainara
, en japonés, y se marchó corriendo a su casa. Cuando me lo contó, yo le hice ver que
sainara
no significaba nada, que quizás es que estaba intentando despedirse diciendo
sayonara.
Le pregunté si en su barrio la gente se despedía diciendo
sainara.
Me respondió que no, que en su barrio también se decía
sayonara
, pero que como estaba hablando con unos europeos, decidió que ese
sainara
ayudaría a mantener la compostura.

—Está bien lo de
sainara
pero, ¿cómo reaccionaron los europeos?

—Pues cómo se van a quedar: de piedra. —Meitei dio rienda suelta a su risa—. Curioso, ¿no?

—Pues francamente, no me parece nada curioso, y es más, no le veo la gracia a tu historia. Que hayas venido hasta aquí sólo para contármela, eso sí que me parece realmente curioso.

El maestro dio unos golpecitos a su cigarro a fin de que la ceniza cayera en el cenicero. En ese momento sonó el timbre de la puerta. Se escuchó una penetrante voz de mujer gritando: «Disculpen». El maestro y Meitei se miraron en silencio.

Era bien poco frecuente que el maestro recibiera a mujeres en su casa. La visitante en cuestión no se hizo esperar e hizo su entrada triunfal. Vestía un
kimono
de crepé japonés de dos capas y aparentaba más de cuarenta años. Sus mechones de pelo se elevaban como torres por encima de la desnuda extensión de su frente, como el muro de un dique, y ocupaban al menos la mitad de la longitud total de su cara. Sus ojos formaban un ángulo como una carretera que corta transversalmente una montaña, rasgados simétricamente en línea recta. Sus ojos, de hecho, eran más estrechos que los de una ballena.

Sin embargo su nariz (ay, su nariz), era excesivamente larga en comparación con el resto de sus rasgos. Daba la impresión de que la buena señora le hubiera robado aquel apéndice a alguien extremadamente bien dotado y después se lo hubiera plantado a ciegas en el centro de la cara. Aquel cacho de carne lo llenaba prácticamente todo, como una piedra funeraria colocada en un jardín diminuto. Evidentemente, aquella nariz afirmaba su propia trascendencia, pero aun así parecía fuera de lugar. Tenía forma aguileña y al principio se alargaba desmesuradamente para doblarse después a mitad de camino, como si se avergonzara de sus propias dimensiones. Después perdía parte de su vigor y caía a plomo encima de los labios. Era de tal tamaño que, cuando aquella mujer hablaba, parecía que era la nariz la que entraba en acción, en lugar de hacerlo la boca. De hecho, en honor a semejante enormidad, decidí ponerle a aquella mujer el mote de Madame Hanako, la Nariguda. Una vez acabó de presentarse, la Señora Nariguda miró en derredor y dijo:

—¡Pero qué casa más bonita!

«Será mentirosa», pensó el maestro para sus adentros, mientras se concentraba en su cigarro. Meitei, por su parte, se concentraba en el techo.

—Dígame —preguntó—. Esa extraña mancha, ¿es debida a una gotera o a la textura inherente de la madera?

—A una gotera, naturalmente —contestó el maestro. A lo que Meitei respondió fríamente:

—Maravilloso.

La señora Hanako les miraba y pensaba que eran dos tipos de lo más descorteses. Se sentía incómoda y durante un rato reinó el silencio en la habitación.

—He venido a preguntarle sobre cierta cuestión —empezó de nuevo la señora Hanako.

—Ah —respondió fríamente el maestro.

La señora Hanako, evidentemente insatisfecha con el desarrollo de la conversación, se puso de nuevo manos a la obra:

—Vivo muy cerca, de hecho en la casa que hay cruzando la calle, la que hace esquina.

—¿Esa casa tan grande de estilo europeo con un almacén en la planta baja? Ah, sí, por supuesto. ¿No tiene en la entrada un letrero que pone «Kaneda»?

El maestro por fin cayó en la cuenta de la casa a la que se refería la señora, pero su actitud hacia ella siguió siendo de total indiferencia.

—Debería haber venido mi marido para pedirle consejo pero, lamentablemente, siempre está demasiado ocupado en sus negocios.

Pensó que el comentario les dejaría impresionados, pero el maestro no mostró el más mínimo interés. De hecho, estaba un tanto molesto por la forma en que esa mujer se dirigía a él, máxime cuando era la primera vez que se veían.

—Y no sólo está ocupado con su empresa. Tiene relación con dos o tres de las que también es director, como seguramente ustedes ya sabrán.

Les miraba como diciéndose a sí misma: «Ya verás cómo ahora se sienten insignificantes». Pero lo cierto es que el maestro sólo mostraba respeto hacia los doctores o profesores de universidad, y poco o nada hacia los hombres de negocios. Como en realidad era un inadaptado por naturaleza, se resignaba a no recibir ningún tipo de trato de favor por parte de esas personas. Por eso, en él sólo había indiferencia, sin importarle lo rico o lo influyente que uno pudiera ser. No albergaba esperanza alguna de recibir beneficio de esas relaciones y, consecuentemente, tendía a no prestar la más mínima atención a nadie que no perteneciera a su propia comunidad de profesores. Todo lo relacionado con el mundo de los negocios le traía sin cuidado. No se hacía siquiera una ligera idea de las actividades a las que se dedicaba aquella buena gente, así que tampoco era capaz de sentir la más mínima impresión o respeto por esos seres que él consideraba insondables.

La señora Kaneda, por su parte, jamás podría haber concebido la existencia de un ser tan excéntrico como el maestro. Su vida social era muy intensa y solía tratar con gente de lo más dispar. Tan pronto como proclamaba ser la esposa del señor Kaneda, notaba que a su alrededor el aire se hacía más denso. En cualquier fiesta o reunión social, sin importar el nivel social de la gente que allí acudiera, la señora Kaneda era inmediatamente aceptada. ¿Cómo podía entonces fracasar en su intento de impresionar a un tipo como mi amo, un profesor oscuro y de gustos obsoletos? Había supuesto que la sola mención de su residencia de estilo europeo, acompañada del anuncio de quién era su marido, habría bastado que el maestro cayera a sus pies.

—¿Usted conoce a ese tal Kaneda? —preguntó entonces el maestro a Meitei, con tono despreocupado.

—Por supuesto que le conozco. Es amigo de mi tío. Precisamente el otro día estuvo en la fiesta que dimos en el jardín —respondió Meitei muy serio.

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