Authors: Natsume Soseki
—Me pareció algo raro, la verdad —dijo el maestro mitad complacido, mitad preocupado.
—Es impresionante la naturalidad con la que miente este individuo. Debo decir que es un maestro en ese juego —señaló la señora. Parecía profundamente impresionada.
—Me halagáis. Pero la Señora Nariz es peor que yo.
—No creo.
—Pero, señora Kushami, mis mentiras son simples e inocentes tomaduras de pelo. ¿No se da cuenta de que lo único que me interesaba era reírme de ella? Mis mentiras son mentiras con trampa, mentiras con truco, premeditadas y cargadas de malicia. Por favor, no confunda esas maldades calculadas con las bromas que suelo gastarla de vez en cuando. Si renunciase a sembrar la confusión, al dios de la comedia no le quedaría más remedio que echarse a llorar irremisiblemente por mi falta de perspicacia.
—Me asombras —dijo el maestro entornando los ojos, mientras la señora Kushami se reía de lo absurdo de la situación.
Hasta ese momento rara vez me había aventurado a cruzar la calle para investigar en las casas de enfrente. De hecho, nunca me había fijado en la casa de la esquina, la de los Kaneda, así que no tenía ni idea del aspecto que tenía. De hecho, aquella fue la primera vez que tuve noticia de su existencia. Hasta ese día, nadie en la casa había mencionado nunca a ese hombre de negocios, Kaneda. Así que si mi amo mostraba desinterés por esa gente en especial, imagínense yo, que sólo era el gato. Sin embargo, reconozco que después de escuchar toda esa conversación con la señora Kaneda, después de imaginar la supuesta belleza y encanto de su hija, y haciéndome también una somera idea de su excelente posición y desahogo, yo, insisto, que sólo era un gato, me di cuenta de que no podía perder más tiempo tumbado allí en la galería sin hacer nada. Y no sólo eso. Sentía cierta simpatía por el pobre de Kangetsu. Vivía despreocupado, sin saber que su enemiga más acérrima, la señora Kaneda, había sobornado a la mujer del doctor, a la mujer del carretero e incluso a la estirada mujer del arpa japonesa con tal de averiguar sus secretos, de descubrir sus pensamientos más íntimos. Sus movimientos habían sido espiados de tal modo, que hasta su secreto más indigno, esto es, la anécdota sobre sus dientes y el pastel de arroz, había quedado desvelado. Mientras tanto, él se limitaba a juguetear con los cordones de su
haori
y, ocasionalmente, a reírse como un estúpido. Era alguien enormemente cándido y eso a pesar de ser un recién licenciado. No era alguien capacitado para bregar con una mujer como la señora Kaneda, especialista en meter sus enormes narices en los asuntos de los demás. El maestro, por su parte, no sólo carecía de talento para tratar estos asuntos, sino que también carecía de los recursos necesarios para enfrentarse a esa bruja. Meitei sí que disponía de dinero, pero era un individuo tan intrascendente que nunca se ocuparía de algo que no fuera él mismo, así que para qué hablar de ayudar a Kangetsu. ¡Qué solo y qué desamparado estaba en realidad ese hombre, cuyo máximo logro había sido dar una conferencia sobre la mecánica del ahorcamiento! Sería justo, por tanto, que yo mismo me aventurara en la fortaleza del enemigo para informarme sobre sus actividades. Aunque sea un gato, no soy tan idiota y estúpido como podría creerse. Soy un gato que vive en la casa de un maestro que cuando lee a Epícteto se da de cabezazos contra la mesa del sueño que le entra. Mi cola muestra bien a las claras un espíritu virtuoso. Podría convertirme si quisiera en caballero andante. Eso no quiere decir que esté en deuda con el pobre Kangetsu, ni que me vaya a comprometer en una alocada expedición en pos del bienestar de ese pobre desdichado. Si tuviera que decir algo en mi favor, simplemente declararía que mi desinteresada acción tenía como objetivo favorecer la imparcialidad y bendecir el término medio. Desde que la señora Kaneda utilizaba sin permiso los incidentes ocurridos en el puente Azuma, desde que reclutaba subordinados para espiarnos, desde que se vanagloriaba con propios y extraños de los resultados de su inquina, desde que empleaba para sus fines a carreteros, mozos, granujas, estudiantes, solteronas, hechiceras, masajistas y hasta a imbéciles, lo que estaba haciendo era buscarle problemas a un honrado hombre de talento. Por todas estas razones, incluso un gato está obligado a hacer todo lo necesario para impedir a una mujer como ella continuar con sus malvados manejos.
El tiempo, afortunadamente, era bueno. El deshielo es siempre algo molesto, pero uno debe prepararse para sacrificar su propia vida en aras de la justicia. Si mis patas se manchaban de barro y dejaba marcas en la galería, Osan se pondría hecha un basilisco, pero eso a mí no me preocupaba en absoluto. Haciendo gala de un supremo coraje, me había decidido firmemente a no dejar para mañana lo que podía hacer hoy. Me lancé hacia la cocina dispuesto a partir en expedición, pero una vez llegué allí, me detuve a reflexionar. «Despacito, despacito», me dije a mí mismo. «Haber alcanzado el nivel más alto de desarrollo que un gato puede lograr, quizás equivalga a tener un cerebro comparable al de un niño en su tercer año de vida. Pero, desgraciadamente, la evolución de mi garganta sigue siendo la de un felino común y corriente, así que soy incapaz de articular palabras humanas. Por tanto, incluso si triunfara en mi incursión en la ciudadela de los Kaneda, sería incapaz de comunicar mis descubrimientos a Kangetsu. Es más, ni siquiera lograría contarle lo que descubriera al maestro o a Meitei. Esta información, no transmisible, sería como un diamante enterrado, sin brillo. Me habría sacrificado y habría corrido grandes peligros para nada. Lo cual sería una estupidez. Quizás lo mejor sería que revisase a fondo mi plan». Y en esas, me detuve en la puerta.
Pero dejar un plan a medio terminar me parecía tan lamentable como dejar de ir a un sitio por miedo a que se produjera un chubasco repentino que luego las negras nubes se llevaran a otra parte. Insistir en algo cuando uno está equivocado es cosa diferente, pero el hecho de seguir adelante por el bien de la justicia, incluso a riesgo de la propia vida de uno, supondría una gran satisfacción para cualquiera que tuviera conocimiento del concepto del deber. Los esfuerzos sin recompensa y el barro en las patas poco me importaban, pues estaban en mi condición de gato. Es mi desgracia no poder comunicarme con los movimientos de la cola, tal como hago con otros felinos, con gente de la talla de Kangetsu, Meitei o el maestro. Sin embargo, y precisamente por causa de mi esencia gatuna, mi capacidad para colarme sin ser visto es mayor que la de todos estos letrados prohombres. Me parece muy estimulante hacer algo que no está al alcance de los demás. Que yo conociera los secretos de la casa de los Kaneda era mejor que el hecho de que no los conociera nadie. Aunque no pudiese transmitir una información tan suculenta, al menos disfrutaría sabiendo que los Kaneda habían revelado sus miserias a alguien. A la luz de todas las alegrías que me aportaría semejante conocimiento, me decidí a aventurarme fuera de la casa.
Nada más cruzar a la acera de enfrente me encontré con la casa de estilo occidental de la que tanto había oído hablar. Dominaba el cruce, como si todo el barrio fuera suyo. Pensaba que el dueño de semejante mansión tendría el mismo aspecto pretencioso que la casa. Traspasé la verja del jardín y contemplé el edificio. Para ser sincero, la construcción no tenía ningún mérito, en realidad. Parecía hecha para impresionar, más que nada. Supongo que a esto es a lo que se refería Meitei cuando hablaba de la mediocre naturaleza de su propietaria. Me oculté tras unos setos, tomé nota de la entrada situada a la derecha y pronto encontré el camino a la cocina. Como era de esperar, la cocina era grande, al menos diez veces más grande que la de la casa del maestro. Cada cosa estaba perfectamente colocada en su sitio, limpia y brillante, hasta tal punto que en conjunto no desmerecería a la cocina del conde Okuma,
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descrita recientemente en un artículo del periódico titulado «La Cocina Modelo». «Esto sí que es un modelo de cocina», me dije a mí mismo mientras me deslizaba por la encimera con mis patas llenas de barro. En un entarimado, sentada en el suelo, estaba la mujer del carretero discutiendo animadamente con la criada y un cochero. Me di cuenta de lo peligroso de la situación y me escondí detrás de un cubo de agua.
—¿Y el maestro ese ni siquiera sabe el nombre de nuestro señor? —preguntó la criada.
—Por supuesto que lo sabe. El que no lo sepa en este barrio es que está sordo, o ciego, o inválido —soltó el cochero particular del señor Kaneda.
—Bueno, nunca se sabe. Ese profesor es uno de esos personajes con cara de topo que sólo se entera de lo que pone en los libros. Si supiera algo sobre el señor Kaneda, más le valdría estar muerto de miedo. Pero cómo va estarlo si no se entera de nada, ni siquiera de la edad de esa hijas que tiene, y de las que tan poco se ocupa —apuntó la dueña de Kuro.
—Así que no tiene miedo del señor Kaneda. ¡Menudo zopenco! No tiene las más mínima consideración por su fama. Pues démosle un motivo para asustarse.
—Buena idea. Ha dicho unas cosas tan horribles... No hacía más que hablar de la narizota tan grande que tenía la señora. Como si él mismo fuera una belleza... ¡Pero si tiene cara de uno de esos tejones de terracota que fabrican en Imado.
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¿Qué se puede hacer con un animal tan feo como ese?
—Y no sólo se trata de su cara. ¿Os habéis fijado en los aires que se da cuando va al baño público con la toalla en la mano...? Parece como si no hubiera nadie por encima de él.
El maestro Kushima caía bastante mal hasta a las criadas.
—Vayamos al lado de su casa a decir cosas sobre él para que nos oiga.
—Seguro que eso le sacará de quicio...
—Pero no podemos dejar que nos vean. Nos pondremos a gritar y a interrumpir sus lecturas, a ver si se enfada de verdad. De hecho, es lo que nos ha encargado la señora...
—Eso ya lo sabía yo —dijo la mujer del carretero dando a entender que, si la dejaran, ella sola se encargaría con gusto de llevar a cabo el encargo.
«Vaya», me dije a mí mismo, «así que esta banda planea ridiculizar al maestro». Me deslicé con cuidado por detrás del vociferante trío y penetré aún más en el interior de la fortaleza enemiga.
Las patas de los gatos parece como si no existieran. Allá donde pisan, no hacen nunca el más mínimo ruido. Los gatos caminamos como si lo hiciéramos por el aire, como si pisáramos encima de las nubes, tan silenciosamente como una piedra que se hunde en el agua, como una antigua arpa china tocada en lo profundo de una cueva. El caminar de los gatos es la realización instintiva de todo lo más delicado. En lo que a mí me concierne, esa vulgar casa de estilo occidental, simplemente no existía. Tampoco la mujer del carretero, la criada, el cochero, la hija de la señora, la señora misma, sus amigas amantes de la cháchara vulgar, o su horroroso marido. Para mí no existían, sencillamente. Yo voy donde quiero y escucho lo que me parece oportuno escuchar. Luego saco la lengua y refresco mi cola y vuelvo a casa tranquilamente con mis bigotes orgullosamente erguidos. En este asunto concreto, en lo que se refiere a la sagacidad, no creo que haya en todo Japón ningún gato tan dotado como yo. A veces pienso que debo estar emparentado con uno de esos gatos fabulosos que se pueden ver en los antiguos libros ilustrados. Se dice que cada sapo lleva en su frente una gema que brilla en la oscuridad, pero yo, dotado como estoy de mi fabulosa cola, no sólo llevo en mí el poder de Dios, de Buda, de Confucio, del Amor e incluso de la Muerte. Llevo también la panacea para curar todos los males que afectan a la especie humana. Puedo mover mi rabo grácilmente por los horrendos pasillos de la mansión de los Kaneda, igual que un dios gigante de piedra podría aplastar, sin inmutarse, un inmenso flan de leche.
En este punto me quedé tan impresionado de mis propios poderes y fui tan consciente de la reverencia que le debía a mi preciosa cola, que fui incapaz de negarle un inmediato reconocimiento a su divinidad. Me pareció oportuno rezarle a esta Graciosa Deidad de la Gran Cola una oración para triunfar en la batalla, así que baje un poco la cabeza pero me di cuenta de que no miraba en la dirección correcta. Debía girarme de nuevo y volver a reverenciarla con devoción tres veces. Pero cuando giré el cuerpo para cumplir con estos requerimientos, la cola se me había cambiado de sitio. En un esfuerzo para alcanzarla, torcí el cuello. Pero la cola seguía evitándome. Siendo así de sagrada y conteniendo el universo entero, como corresponde, es normal que mi cola de diez centímetros no quiera permanecer mucho tiempo bajo mi control. Me revolví en su persecución al menos siete veces y media, y el ejercicio me dejó exhausto. Me di por vencido. Estaba mareado y por un momento perdí toda noción de dónde estaba y quién era yo realmente. Decidí que mi paradero carecía de importancia y comencé a caminar sin rumbo. En ese momento escuché la voz de la señora Kaneda. Venía de más allá de la ventana de papel. Estiré las orejas en diagonal y las agucé, completamente alerta. Contuve la respiración. Debía dirigirme al lugar de dónde provenía la voz.
—Es demasiado engreído para ser sólo un maestrillo —gritaba con su voz de cacatúa.
—Desde luego, es un tipo insoportable —dijo otra voz, que identifiqué como la del señor Kaneda—. Tendríamos que darle una lección. Tengo amigos, dos o tres, de mi misma provincia, que enseñan en su misma escuela.
—¿Qué amigos son esos?
—Bueno, están Tsuki Pinsuke y luego Fukuchi Kishago, para empezar. Lo arreglaré con ellos para que le importunen en clase.
No sé de qué provincia exacta provenía el señor Kaneda, pero me sorprendió que la región fuera tan abundante en nombres estrafalarios.
—¿Da clases de inglés, no? —preguntó el marido.
—Sí. Según la mujer del carretero, está especializado en literatura inglesa o algo parecido —contestó su mujer.
—En cualquier caso se va a quedar para el arrastre...
Yo también me quedé «para el arrastre» tras escuchar una expresión tan vulgar y poco principesca salir de sus labios.
—Cuando vi a Pinsuke el otro día me contó que en su escuela había un tarado. Resulta que un alumno le preguntó cuál era la palabra inglesa para decir té, un té corriente, o sea un té de mala calidad, y él respondió con toda seriedad que se decía té salvaje y no té común, como de hecho lo llaman. Ahora es el hazmerreír de todos sus colegas. Pinsuke añadió que todos los profesores sufren sus disparates. ¡Me juego el cuello a se trata de ese tal Kushami!