Authors: Natsume Soseki
—Eso le animará a esforzarse más en sus estudios, supongo. De acuerdo, haré lo que ustedes deseen.
—Ah, y una última cosa. Puede sonar raro, pero lo que realmente nos sorprende es la forma en que Kangetsu, a quien suponemos tan inteligente, se traga todo lo que le dice Kushami. Incluso va por ahí diciendo que ese perturbado es nada menos que un sabio. Y como Kangetsu no es el único pretendiente de nuestra hija, no es que esa actitud resulte determinante para nuestra decisión; sin embargo...
—¿Se da usted cuenta? —dijo la mujer como para afirmar la sugerencia de su marido—. Es sólo que lo sentiríamos de verdad por Kangetsu...
—No he tenido hasta ahora el placer de conocer a ese caballero, pero si entra en su distinguida familia, supongo que es obligado asegurar su felicidad de por vida. Estoy convencido de que él mismo no puede esperar sino el matrimonio con su hija.
—Tiene usted toda la razón —dijo la señora Kaneda—. Kangetsu bien podría casarse con Tomiko. Son precisamente ese Kushami y el pérfido de Meitei los que le meten ideas raras en la cabeza.
—Algo inadmisible, por supuesto. No es el comportamiento que uno espera de una persona educada y razonable. Bien. Iré a hablar con Kushami.
—Y nosotros le estaremos muy agradecidos —recalcó el señor Kaneda—. Pero recuerde que ese Kushami sabe mejor que nadie lo que le gusta a Kangetsu. En su reciente visita, mi mujer fue incapaz de sacar nada en claro, no obstante. Si además de los detalles sobre lo talentoso que es estudiando, y todas esas zarandajas, puede usted descubrir algo más sobre su carácter y su conducta, le estaremos profundamente agradecidos.
—Desde luego. Bien. Hoy es sábado y seguro que Kushami está en casa. ¿Dónde vive el individuo en cuestión? —preguntó el señor Suzuki.
—Giré a la derecha al salir de nuestra casa, y luego, al final de la calle, gire a la izquierda. Un poco más allá verá una casa con una valla oscura medio caída. Allí es —detalló la señora.
—¿Así que es aquí, en el mismo vecindario? No me será difícil encontrarla si me fijo en el nombre escrito en la puerta.
—Quizás no vea el nombre. Según parece, para pegar la tablilla con su nombre al marco de la puerta suele usar dos granos de arroz cocido. Cuando llueve, como es natural, el cartel se despega, así que tiene que esperar al siguiente día soleado para volver a pegarlo en su lugar. No entiendo esa costumbre tan ridicula. Lo que debería hacer es clavar el maldito cartel de una vez por todas. Ya lo ve, ahí tiene una prueba más de su dejadez —concluyó la señora.
—Hum, increíble. En cualquier caso, la encontraré. Nada más tengo que buscar una valla negra medio destruida.
—Con esas indicaciones no tiene pérdida. No hay otra casa en el vecindario con ese aspecto tan cochambroso. Pero, ¡un momento! He recordado otro detalle. ¡Busque una casa en la que crece la hierba sobre el tejado! Así le resultará imposible perderse.
—La hierba sobre el tejado... Hum, veo que se trata de una residencia distinguida —dijo Suzuki entre carcajadas antes de salir.
No debía perder el tiempo, así que me apresuré a volver a casa antes de que llegara Suzuki. Ya había escuchado más de lo que necesitaba oír. Volví sobre mis pasos y salí gateando por la parte inferior de la galería hasta llegar al excusado; desde allí salté hasta el pequeño montículo de hierba para ganar la seguridad de la calle. Con un enérgico trotecillo gatuno, llegué en un suspiro a la mansión donde crecía la hierba sobre el tejado, y salté a la galería.
El maestro había extendido una manta blanca sobre el suelo de madera y yacía, con la cara hacia abajo, tomando un dulce baño de sol primaveral. El sol, al contrario de otras cosas, suele repartirse de modo equitativo. Cae imparcial sobre el rico y sobre el pobre, e ilumina y caldea sin distinción alguna la humilde casa con hierbajos despuntando por el tejado, y la sólida y confortable mansión de los Kaneda. Sin embargo, me veo obligado a decir que la manta entraba en flagrante contradicción con el sentimiento de renovación provocado por la primavera. Sin duda, el fabricante que la hizo creyó que era blanca. Sin duda, también el vendedor, especializado en artículos extranjeros, la vendió como blanca. Incluso el maestro debió de comprarla en su momento pensando que era blanca. Pero todo eso debió de ocurrir hace más de doce o trece años. Aquella Era de lo Blanco dio paso en algún momento a la Era de lo Oscuro, en la que todos los colores se transformaron en informes sombras grisáceas. Conforme pasara el tiempo, la manta se volvería completamente negra. Sin embargo, dudo que aguantara tanto tiempo antes de volatilizarse, o sencillamente pudrirse. La manta lucía un deterioro tal que apenas se distinguían algunos hilos a lo largo. Carecía ya casi de textura, y no creo exagerar si digo que llamarla «manta» constituía un desiderátum, una profesión de optimismo. El maestro guardaba cosas fabricadas para que durasen dos años, un lustro, o incluso una década, durante una verdadera eternidad, confiando en que le sobrevivirían a su muerte. Se podía pensar que hacía como esos nómadas que suelen recoger todo lo que encuentran a su paso. En cualquier caso, ¿qué hacía tumbado sobre esa auténtica reliquia del pasado? Su barbilla sobresalía ligeramente, apoyada sobre las manos. Sujetaba un cigarrillo en su mano derecha. Eso es todo lo que hacía. Por lo demás, estaba quieto como una tortuga al sol. En el interior de su cabeza, probablemente, daba vueltas y más vueltas a algún tipo de verdad cosmológica, pero, a juzgar por la apariencia que tenía, ahí repanchingado, nadie podría imaginar qué estaba pensando, ni aunque lo intentase.
El cigarrillo se consumía poco a poco,
y
amenazaba con llegar a la boquilla. Un resto de ceniza gris cayó sobre la manta. El maestro ni se enteró, absorto como estaba en la observación del humo agonizante. Elevado por la suave brisa primaveral, ascendía en círculos y vórtices, y revoloteaba caprichosamente para ir, finalmente, a formar una especie de neblina en los cabellos negros recién lavados de su mujer. Por cierto, había olvidado completamente mencionar que su mujer también estaba en la galería.
La señora Kushami estaba sentada de espaldas a su marido. ¿Constituía esa postura una descortesía? Yo diría que no. Cortesía y descortesía dependen en gran medida del punto de vista del observador. El maestro estaba tumbado muy a gusto con la cara pegada a la espalda de su mujer. No estaba molesto por su cercanía ni por su actitud ausente. Su mujer se mostraba igualmente despreocupada en esa posición, con el trasero frente a la cara de su marido. No había ninguna insinuación ni descortesía en sus actitudes. Eran, simplemente, uno de tantos matrimonios que, una vez agotado el primer año de vida en común, habían perdido gran parte de lo que se considera comunmente «etiqueta». La señora Kushami parecía aprovechar el buen tiempo para darle un lavado integral a su caballera color azabache. Para ello usaba un champú casero hecho a base de huevos crudos y un tipo especial de alga. Dejaba caer ostentosamente sus largos cabellos por encima de los hombros y todo a lo largo de la espalda. Sentada, absorta en su tarea y en silencio, cosía también los botones de la chaqueta de una de las niñas. Probablemente lo único que quería era aprovechar el buen tiempo para secarse el pelo, y por eso había llevado hasta allí su caja de costura y su cojín de muselina para sentarse. Había buscado el ángulo adecuado para exponer al sol su pelo y por eso tenía su trasero frente a la cara de su esposo. Esa era mi teoría, pero también podía haber sucedido que fuera el maestro quien se hubiera movido deliberadamente hasta colocarse en esa posición tan golosa.
Volviendo al asunto del humo, el maestro miraba despreocupado la forma en que flotaba hacia el abundante pelo de su mujer y cómo se enredaba en él, ascendiendo en filamentos azulados. Sin embargo, en la naturaleza del humo está ascender sin fin, y por eso el maestro estaba tan abstraído. Sus ojos seguían su vagar a lo largo de la espalda, los hombros, el cuello... Cuando cada nubecilla completaba su ascensión y se perdía por encima de la coronilla de su esposa, él no podía evitar soltar un involuntario «oh» de admiración.
Allí, en la cima del cráneo de la mujer a la que este hombre había prometido amor eterno y fidelidad hasta la muerte, había una zona redonda despoblada de pelo. Esa inesperada desnudez reflejaba los rayos del sol resaltando su propia existencia. Los ojos del maestro, abiertos como platos a causa de la sorpresa, permanecían fijos en ese inesperado descubrimiento, y sin preocuparse lo más mínimo por el daño que el resplandor pudiera hacer en sus retinas, continuaba mirando ese espejo reluciente de piel. La imagen le trajo a la memoria el brillante plato en el que se había quemado incienso frente al altar familiar durante incontables generaciones. La familia del maestro había pertenecido desde siempre a la secta budista de Shinshu,
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en la que era costumbre gastar grandes sumas, mayores incluso que las que sus adeptos podían permitirse, en la decoración del altar familiar. El maestro recordó de pronto la primera vez, siendo un niño, que vio el altar. Era un santuario en miniatura, sombrío y dorado, en el que colgaba un plato de latón para el incienso. El incienso brillaba sobre el plato con una luz desmayada, incluso durante el día. Esa imagen del plato brillando en oposición a la oscuridad general del altar, tantas veces vista en su infancia, volvió a su mente al observar el brillante cuero cabelludo de su mujer. El recuerdo se desvaneció de repente y fue sustituido por el de las palomas del templo de Asakusa.
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No había una conexión obvia entre esas palomas y la imagen de la coronilla de su mujer, pero al maestro, sin embargo, le parecían muy próximas. Y entonces su mente viajó de nuevo al tiempo de su infancia. Recordó que cuando le llevaban al templo de pequeño, se dedicaba a dar de comer a las palomas con judías que vendían por dos céntimos de yen. Y esos céntimos estaban hechos con un material muy similar en tamaño, forma y color a la pequeña calva de su mujer.
—Un increíble parecido... —Las palabras se escaparon de sus labios en un tono de sincera admiración.
—¿El qué? —contestó la mujer sin girarse.
—Hay una zona despoblada de cabello en tu coronilla. ¿Lo sabías?
—Sí —respondió mientras continuaba con la costura. No parecía en absoluto avergonzada por el descubrimiento de su marido. Una esposa ejemplar, eso es lo que era. Al menos en lo que se refiere a su imperturbabilidad.
—¿Estaba ya ahí antes de casarnos o apareció más tarde? —El maestro no estaba formulando una acusación directa, pero parecía sugerir que se había casado sin tener conocimiento de ese detalle.
—No recuerdo desde cuándo la tengo, pero no creo que importe mucho, ¿no te parece?
—¿Cómo que no tiene importancia? Estamos hablando de tu pelo...
—Precisamente porque es mi pelo carece de importancia. —A pesar de esa respuesta tan efectiva, debió de sentirse algo inquieta, pues se llevó la mano derecha hasta la zona en cuestión.
—¡Oh, Dios mió! —dijo—. Se ha hecho mucho más grande. No me había dado cuenta. —Se puso a la defensiva y añadió—: Claro. Las mujeres nos peinamos con moño, y de tanto tirar y tirar del pelo acabamos perdiéndolo. ¡Justo ahí!
—Si todas las mujeres perdieran el pelo al ritmo que lo haces tú, a los cuarenta estarían todas calvas como una tetera. No sé, debes de haber cogido algún tipo de enfermedad contagiosa. Yo que tú iría a ver al doctor Amaki antes de que sea demasiado tarde —dijo el maestro acariciándose su propia cabeza.
—Eso está muy bien. Pero, ¿qué me dices de ti? Tienes las fosas nasales repletas de canas. Si la calvicie es contagiosa, también lo son las canas. —La señora Kushami pasaba al ataque.
—Una simple cana en la nariz carece de importancia. Ni siquiera se ve. Pero la sarna en la cabeza, por mucho que digas, eso no es algo que pueda ser ignorado. En el caso de una mujer joven como tú es algo especialmente preocupante. Es más, se trata de una deformidad.
—Ah, conque piensas que soy deforme. Entonces, ¿se puede saber por qué te casaste conmigo? Fuiste tú quien me pidió el matrimonio. Y ahora me llamas deforme...
—Pero fue por la simple razón de que no sabía que lo eras. No he tenido conocimiento de ello hasta hoy mismo. Si quieres montar una escena con este asunto, ¿por qué diablos no me lo enseñaste antes de casarnos?
—¡Mira que eres estúpido! ¿Dónde hay en el mundo un lugar en el que se obligue a examinar el cuero cabelludo de las chicas antes de casarse?
—Bueno, lo de la calvicie puede pasar, pero es que además eres muy bajita. Y si juntamos eso a lo del pelo...
—Dime cuándo he escondido algo sobre mi estatura. Cuando te casaste conmigo sabías perfectamente cómo era.
—Por supuesto que lo sabía. Pero pensaba que crecerías un poco con el tiempo. Por eso me casé contigo.
—¿Cómo puede crecer nadie después de los veinte? ¿Me quieres hacer pasar por idiota? —Tiró la chaqueta que estaba remendando, se giró hasta encarar a su marido y le lanzó una mirada asesina como diciendo: «Si sigues por ese camino te vas a arrepentir».
—Seguro que no hay ninguna ley que prohíba a la gente crecer después de los veinte. Albergaba la vana esperanza de que si te alimentaba con la comida adecuada al final te estirarías un poco.
Cada nuevo paso de la argumentación del maestro contribuía a la creación de un razonamiento de lo más absurdo. De pronto sonó el timbre y la conversación se cortó de golpe. Alguien gritó: «Hola». Parecía que el señor Suzuki, tras olfatear por todo el barrio en busca de la casa del tejado vegetal, había logrado encontrar finalmente la casa de los Kushami.
La señora Kushami pospuso temporalmente su disputa conyugal, agarró la chaqueta y la caja de costura, y desapareció como una exhalación en el interior de la casa. El maestro hizo una bola con la manta y la lanzó hecha un gurruño a su estudio. Entonces apareció la criada con la tarjeta del recién llegado,
y
el maestro, al leerla, puso cara de sorprendido. Le dijo a la criada que hiciera pasar al visitante
y
acto seguido fue al baño con la tarjeta todavía en la mano. Se escapa totalmente a mi comprensión por qué el maestro eligió precisamente ese momento para hacer una visita al baño,
y
más aún por qué razón se llevó consigo la tarjeta del señor Suzuki Tojuro. En cualquier caso, el espíritu de la tarjeta del visitante no debió de sentirse muy contento al tener que visitar, así de primeras, un lugar tan fétido.